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Miriam Beizana Vigo publica con LES Editorial su última novela, La herida de la literatura.

 

Escritura terapéutica (y mentirosa)

Mi psicóloga me dijo que conmigo sería fácil. Sin hablarlo, supe a qué se refería. Había ido a terapia en otras ocasiones a lo largo de mi vida y una de las primeras tácticas era eso, lo de escribir.

Eso tú ya lo tienes.

Y lo tengo, es verdad.

Aunque creo que cuando le dije que a veces escribir tampoco era tan sencillo frunció un poco el ceño. Ahora ya hace algunos meses que no asisto a las sesiones (¿estoy mejor, quizás?), pero sigo escribiendo. El latido de las letras forma parte de mí desde que soy muy pequeña y estaba prohibido (es una larga historia, pero algún día la contaré en alguna novela, os lo prometo). Durante la infancia y la adolescencia las historias ficticias, con retazos de realidad, me salvaron literalmente ­­―y… ¡vaya!, nunca mejor dicho―, la vida. Era mi forma de ser libre, de escapar, de vivir otras experiencias que no estaban a mi alcance. Al principio, la mayor parte de estas historias se centraban en la fantasía y la magia. La amistad tenía un componente muy importante, pero el amor se me resistía. Por aquel entonces, mi heterosexualidad estaba sometida a las creencias propias y a las de mi familia. Sí, la homofobia interiorizada me torturó.

A veces, releyendo esas historias infantiles, y no tan infantiles, me lleno de ternura al encontrar mis ramalazos de lesbianismo (y feminismo) en pequeños huecos. Es como leer una versión antigua de mí. En esas mejores amigas, esa tristeza por motivos extraños, la manera de intentar normalizar los personajes más estrambóticos. Permitidme sentir admiración por mí misma, por esa facilidad para esconder la verdad, aun sin saberlo. De niña era muy valiente, ojalá siguiera siéndolo ahora. 

Puede sonar a tópico, pero creo que mi manera de estar en las nubes y evadirme de la realidad (como ese personaje, esa mujer, de Gaite, que vivía en su propia ficción, ¿recordáis?) me ha permitido seguir viva. He conocido momentos tan difíciles que tan sólo podía atravesar imaginándome en otra parte. Tampoco es que las historias escritas fueran felices, claro que no. Al fin y al cabo, Miriam Beizana sigue siéndolo dentro y fuera de sus novelas. Pero existían posibilidades: que si tener coraje, que si agarrar las cuerdas, que si te amen y no te suelten, que tu abuela todavía no se ha muerto, que si podemos seguir creyendo en nosotras mismas. 

De esto va un poco. De mentir. Ya lo decía Virginia Woolf, ahora lo digo yo. E insisto en ello. Por eso cuando me preguntan qué hay de realidad en mis historias yo me callo, me escondo hacia dentro, me retuerzo dentro de mí. A mi lengua, a mi mente, a esta voz de escritora, le cuesta ser sincera. Hay cosas que, sencillamente, no puedo contar. Tan solo escribirlas. Y escribirlas no es lo mismo que contarlas. O tal vez sí.

El caso es que a veces lleno páginas no sé ni de qué. Y es como si me fuera vaciando poco a poco. No sería la primera vez que me sorprendo de madrugada, sin dormir, escribiendo en un cuaderno con un bolígrafo que no escribe. Así que se quedan las páginas con las sombras de palabras que en realidad yo nunca he dibujado y tú (ellas) nunca leerás (leerán). De eso también se trata: de ser un poco mujeres fantasmas. De ser un poco libres de ese modo.

Aunque a mí también me duele cuando me sangran las venas de la inspiración. Y siento los párpados cansados. Creo que sería más fácil si no tuviera esta necesidad imperiosa de mentir. Perdón, de escribir cada día. Porque, desesperadamente, bullen en mí las historias de otras que empujan por salir. Y escribir es, también, sacrificio. No sé de dónde saco el tiempo y las energías, pero ahí están. Todos los días. Como una incansable y obsesiva manera de bucear en mí misma. Y no he llegado, no os creáis, a ninguna parte.

Mi proceso creativo, pues, es una terapia catártica terrible. A veces lloro (casi siempre, de hecho). A veces me tiemblan las manos y las piernas. La cordura también, es un efecto secundario. No me da miedo cuando se me pierde la mente, lo que me aterra es no volver a encontrarla. Aunque al terminar una historia ya no vuelvo a ser la misma (tengo heridas). Entonces me miro al espejo, mis ojos cambian de color y me duelen las yemas de los dedos. Creía que era ansiedad, luego supe que era tan solo literatura.   

Luego voy a la farmacia. A la librería, quiero decir. Y allí me siento un rato (en la Berbiriana sirven café y cerveza). Echo de menos mis títulos en las estanterías y, para sentirme mejor, me gasto más dinero de la cuenta en llenar una bolsa de papel de libros. Generalmente de editoriales pequeñas, generalmente de mujeres, generalmente un poco a ciegas. Me los llevo a casa, con mis gatas, y construyo mi fuerte. Los miro, los acaricio.

Los leo en lugar de comer, los leo en lugar de dormir, los leo en lugar de llamar a mamá y preguntarle si está bien. Así de cobarde y de letraherida me he vuelto, supongo.

Porque lo estuve pensando, ¿sabes, sabéis? Que si en esto de dedicarnos somos valientes o todo lo contrario. Que si tenemos fuerzas o las perdemos. Que si somos tristes o nos alivia el alma. No lo tengo claro. ¿Y tú? ¿Y vosotras? Es cierto que con un libro puedes viajar; pero también puedes conocer dolores de los que antes no tenías constancia. Es cierto que puedes enamorarte de una historia, pero, también, rememorar aquella vez que te rompieron el corazón. También, una novela (que palabra tan hermosa) puede protegerte en un duelo. O puede sumergirte irremediablemente en él. 

Perdonadme. No sé ni lo que digo. Al fin y al cabo, tan solo soy una escritora que no dice más que mentiras. Y, sin embargo, siempre digo la verdad.

 

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