El descanso del minotauro
7
La mansión se quedaba vacía los fines de semana, exceptuando a Manoli, ama de llaves desde que Paula tenía memoria. Era una mujer que estaba sola en el mundo sin ser, en absoluto, una persona solitaria. Había suplido su falta de familia cuidando a la familia de otros, disfrutando de sus triunfos, llorando sus derrotas y aplaudiendo sus locuras sin hacer nunca demasiado ruido. Cuando, unas semanas atrás, Paula decidió que no era necesario que los empleados estuvieran más allá de los días entre semana al encontrarse la casa vacía de huéspedes, Manoli la miró con sus ojos tristes y asintió sin intención de decir mucho más. Sin embargo, por una vez en su vida, alzó la voz para decir lo que pensaba.
—Paula, yo… yo vivo aquí desde hace muchos años y…
—He dicho que os fuerais a casa los fines de semana, así que es una suerte que tú ya estés en la tuya.
—No es mía, niña —dijo con una sonrisa tímida.
—Ni mía, y aquí estamos. —Se encogió de hombros con algo de nostalgia.
—Muchas gracias. Cuidaré de la casa como he estado haciendo desde siempre y estaré por si decides venir, para hacernos compañía.
—Qué solas nos hemos quedado, Manoli.
—Pero aquí estamos —repitió sus palabras, le dio una palmada en el hombro y se marchó a seguir con sus cosas.
Por eso Paula solía ir a ver la casa y a su última habitante todos los fines de semana que podía. Se sentaba con Manoli en la terraza del primer piso, que tenía una panorámica magnífica de toda la parte trasera, la del laberinto, los invernaderos y el río a lo lejos. Tomaban limonada y se ponían al día, recordaban juntas el pasado para que no se les borrara de los recuerdos por la falta de uso y mantenían un silencio a medias mientras lanzaban la mirada a aquella extensión de terreno que era casa para ambas.
En esas se encontraban aquel domingo extraño, un poco inquieto en las tripas de Paula. Nunca se había sentido tan ansiosa como ese día, tan incómoda dentro de su piel, deteniendo a base de fuerza de voluntad esas ganas de salir corriendo hacia el lugar que deseaba. Respiró hondo y Manoli la miró de reojo, escondiendo una sonrisa tras su vaso. La conocía tan bien que no necesitaba palabras para saber que algo la tenía inquieta.
—¿Qué te pasa, niña? Se te va a salir el alma del cuerpo en uno de tus suspiros.
—¿Y si no sé podar los rosales? —preguntó sin mirarla.
—¿Cómo?
—Mi nana decía que el amor hay que cuidarlo, como mis abuelos hacían con los rosales. ¿Y si yo, cuando lo encuentre, no sé?
—Nadie nace sabiendo. Tú conociste a tu abuela siendo una experta podadora, pero… ¿Quieres que te cuente un secreto?
—Claro. —Se incorporó en su silla para prestarle atención con todo su cuerpo.
—La primera vez que se remangó e intentó ayudar a tu abuelo… Hubo que trasplantar rosales nuevos.
—¡Qué dices! —Se tapó la risa con una mano, encantada de descubrir que su torpeza no era la única.
—Lo que te cuento. Hizo tal destrozo que solo se pudo salvar una mata, que es la que se llevaron al invernadero para alejarla de las manos destructoras de tu nana.
—Nunca he entendido qué hacía allí si todas las rosas están en la parte de delante.
—Pues ya lo sabes. Son las únicas supervivientes de la escabechina que hizo Andrea. —Puso los ojos que se ponen cuando una viaja hacia el pasado—. El servicio se reía de ella a sus espaldas, hasta que escuchó una conversación sin querer y participó de las risas del resto. Acababan de llegar de su luna de miel y no sabíamos aún qué esperar de ella.
—No me digas eso, que lloro. —Apretó los labios en un puchero, con la mirada nublada de lágrimas.
—Era una mujer muy especial, y tú eres igual que ella.
—El mejor piropo que me han dicho en mi vida. —Se retiró una lágrima de la mejilla.
—Alguno mejor te habrán dicho, niña, que eres tú muy guapa.
—Bueno… —se quedó callada, pues una vibración de su teléfono despistó su línea de pensamientos.
RO
¿Ya estás comprobando que tu yeguada y tus viñedos estén en óptimas condiciones?
PAULA
Estoy siendo una déspota con mis empleados ahora mismo
Lo siento, no puedo atenderte
RO
Ya decía yo que esa carita de niña buena era solo fachada
A mí no me engañas
PAULA
Soy un libro abierto para ti
He perdido el factor sorpresa, maldita sea
RO
Sabes que eso no es así, jodida millonetis
Si no de qué iba yo a hablarle de ti a mis amigas
PAULA
¿Anoche fui tema de conversación?
Complacida me hallo
RO
Nos dedicamos a ponerte a parir y hablar de tus rarezas
PAULA
Gracias, me siento muy halagada
RO
No era lo que pretendía, sinceramente
PAULA
Nadie habla de lo que no le interesa
RO
Vaya, esa me ha dado en toda la cara
Me quito el sombrero, escritora
Y sí, antes de que lo digas tú, quien calla otorga
PAULA
Qué bien enseñada te tengo ya
Aunque creas que no, me vas conociendo
RO
¿Hay algún cursillo intensivo?
Odio quedarme con la duda de las cosas
PAULA
Nadie ha dicho que te vayas a quedar con la duda
Solo que no tienes por qué quitártela tan deprisa
Disfruta del misterio porque, en algún momento, se acaba
RO
Tengo la sensación de que no es tu caso
PAULA
Solo soy una mujer, no te hagas ilusiones
RO
No soy de hacérmelas, tranquila
PAULA
Pues deberías, la ilusión es bonita de sentir
RO
Y durísima de perder
No, gracias
PAULA
Quiero verte
Y que me hables de ilusiones perdidas
RO
¿Te gustan las historias tristes?
PAULA
Casi exclusivamente
Pero vamos, lo importante es que quiero verte
Me da igual si me hablas de arcoíris de piruleta
RO
Me dejas sin saber qué contestar cuando me dices esas cosas
PAULA
Pensaba que estabas acostumbrada a la sinceridad
RO
Sí, pero a la mía
PAULA
Te tengo que dejar, que mi empleada ha osado mirarme directamente a los ojos
Debe ser castigada con doce latigazos
RO
Que se note quién manda, di que sí
PAULA
Un besito
RO
Hasta luego, Paula
Y…
Bueno, que a mí también me apetece verte
Adiós
Paula se levantó de la silla, dejó con lentitud el móvil sobre la mesa que compartía con su ama de llaves, apretó las manos en sendos puños y se puso a hacer la danza de la victoria más ridícula que hayan visto alguna vez unos ojos humanos. Meneaba el culo de lado a lado, agitaba los hombros con nulo ritmo y lanzaba los codos hacia los lados como un orangután epiléptico. Manoli la miraba entre risas, sorprendida por ese arranque, pero tampoco mucho, pues bien sabía ella lo payasa que podía llegar a ser la nieta de Andrea cuando se dejaba llevar un poco.
—Buenas noticias, imagino.
—¡Las mejores! —Elevó las manos hacia el cielo y se dejó caer en su butacón de mimbre con la respiración agitada de quien tiene el corazón feliz—. Ay, Manolita, que creo que me estoy enamorando.
—¿Otra vez una chica en el metro? —Negaba con la cabeza la mujer y Paula la miró con los ojos entornados de rencor.
—Eso solo me pasó dos veces, y es imposible que sea una chica del metro si tengo su teléfono.
—Perdóname, Cupida —se excusó la mujer con una risita colgando de los labios.
—Te perdono.
—¿Y cómo es ella? ¿En qué lugar se enamoró de ti?
—Esta chica no es de las que se enamoran —dijo frunciendo el ceño—. Pero bueno, yo acepto el reto como los acepto todos.
—¿No te cansas de tirar siempre sola de ese carro?
—Claro que me canso, Manoli, pero es que no puedo dejarlo correr, ya me conoces. Cuando salga mal, voy a tomarme un respiro de esta loca búsqueda de algo que es evidente que me evita sin disimulo.
—¿Y si no sale mal?
—Entonces voy a tener que aprender a podar los rosales a toda velocidad, porque no estoy acostumbrada a que las cosas me salgan bien y me va a pillar desprevenida.
—Pues habla con Néstor para que te vaya enseñando. Por si acaso.
—No creo que haga falta.
—Lo dejas siempre para después porque ni tú misma crees en las cosas por las que luchas con tanto esfuerzo, y va a llegar un día en el que sea la correcta y te va a coger en bragas.
—Me gusta el peligro. —Le guiñó un ojo—. Pero ella no es como yo, como espero que sea la chica que sea la definitiva.
—¿Y por qué te gusta tanto, entonces?
—Creo que es precisamente por eso, pero no puede suceder el amor con alguien que no comparte mis ideales.
—Anda que no —se rio de ella—. Habrás leído mucho sobre el tema, pero está claro que no tienes ni idea del amor, niña.
—Nadie nace sabiendo. —Le dio un codazo amistoso, devolviendo su respuesta de hacía un rato, y le dejó un beso en la mejilla.
Volvió tarde a casa, tras un largo paseo por los jardines y una cena copiosa, y se derrumbó sobre el colchón de su habitación como si hubiera librado todas las batallas del mundo en las últimas horas. Seguía esa inquietud en su pecho, esas ganas casi incontrolables de lanzarse de cabeza contra el muro del cinismo inconformista de Ro. Pintaba mal el asunto de la compatibilidad de sus corazones, pero la atraía de una manera tan irresistible que ella no era quién para ponerse a nadar contra la corriente.
Entró en el bar a la hora de siempre, con su ordenador en la bandolera que llevaba colgada al hombro, un pantalón ligero de lino y una camisa blanca desabrochada hasta el límite del buen gusto. Hacía calor, y ella llevaba las mejillas arreboladas de anticipación. Había decidido quitarse los mechones de la cara con un moño en lo alto de la cabeza, dejando suelto el resto, que le caía desordenado por la espalda. Estaba terriblemente guapa y Ro se sintió, por primera vez, algo pequeña a su lado.
Nunca se había fijado con mirada crítica en la chica que andaba bebiendo los vientos por ella, pero tras el último día y medio sin verla, se le apareció como una epifanía divina, contundente e imponente, con su belleza cruda, amazónica, y esa rotundidad que dejaba clara su presencia allí donde estuviera. La ubicó en el mundo al fin y, cuando quiso darse cuenta, ya la tenía delante.
—Buenos días, Ro.
—Buenos días, Paula. ¿Vuelves a la planta de arriba?
—Sí, soy una mujer de rutinas, y tu culo turgente me lo agradecerá.
—Ya practico deporte por mi cuenta, no hace falta que lo hagas por mí.
—¿Eres una chica fitness de gimnasio?
—¿Tengo pinta de eso?
—¿Siempre contestas con otra pregunta?
—¿Tienes miedo de fallar con la respuesta?
—¿Nunca te cansas de llevarme la contraria?
—¿No es evidente que no?
—Vale, este juego ya no me divierte. No tienes pinta de chica fitness de gimnasio, solo era una manera sutil de preguntarte qué deporte haces.
—Escalada —contestó, contenta de haber ganado, por lo menos una vez.
—No me sorprende, la verdad.
—¿Y tú, haces algo con tu cuerpo?
—Lo que me dejan. —Levantó una ceja con picardía y dio un par de pasos hacia la escalera—. Me gusta pasear, no sé si se considera deporte.
—Depende de cómo pasees.
—Ven conmigo y decides tú misma. —Otro par de pasos de espaldas—. Hoy vuelves a deberme un café.
—En realidad te debo tres.
—Pues ve restando, Ro.
—Ahora te subo tu desayuno.
—Hasta ahora.
Le sonrió con su boca llena de dientes y sus labios llenos de carne y Ro se quedó un poco desconcertada por su actitud, más natural que en ningún momento hasta la fecha. Se notaba que aquel «yo también tengo ganas de verte» le había dado fuerzas, empuje, determinación. Apenas acababa de entrar al bar y ya le había sugerido una cita, a pesar de que la última vez había dejado claro que era su turno, si quería. Y quería, claro que sí, y Paula parecía haberlo entendido con la corta conversación del día anterior.
Ro preparó su pedido e intentó hacer un dibujo con la espuma en su taza de café, pero le salió algo parecido a un churro deforme. Esperaba que no se diera cuenta de su burdo intento por darle algo de magia al asunto.
Magia, es que me tengo que reír.
Subió los escalones y sonrió al sentir la tensión en los músculos de su trasero. La escritora tenía a veces unas salidas que no se las podía esperar ni aunque avisara antes de soltarlas con los intermitentes.
—Tu café largo con poca leche y sin azúcar. —Lo dejó en la mesa—. Echo de menos los tiempos del cianuro.
—Yo no. —Se recostó en la silla para dejarle espacio de maniobra.
—La verdad es que yo tampoco. Y tus tostadas con tomate y jamón. —Colocó el plato frente a ella con suavidad—. Yo pensaba que serías más de aguacate.
—Parece que piensas que soy un cliché pijo andante.
—Te tomas un vino blanco a media mañana con un plato de almendras. Eres un cliché, Pau.
—Pau, menudas confianzas.
—Perdona… —se disculpó, apurada—. Lo he dicho sin pensar, yo…
—Que es broma, yo te llamo Ro desde el principio. —Posó una mano a la altura de su codo para que viera que no le daba importancia, y casi tuvo que apartarla de un tirón al sentir el calambrazo de la electricidad.
—Es verdad.
—¡Ro, baja, que tenemos gente! —escucharon ambas que Lola la llamaba.
—Bueno, tengo que volver al trabajo, luego te veo, ¿no?
—Claro, tú me puedes ver siempre que quieras.
—Vale, me lo apunto. Que aproveche.
—Igualmente. —Se asomó por la balconada—. Creo que tienes una excursión esperándote.
—No me jodas. —Miró ella también y se llevó una mano a la frente al ver la planta baja llena de niños—. Deséame suerte.
—Te la deseo —paladeó las palabras y la camarera se quedó suspendida en su entonación enronquecida.
No fue hasta que Paula arrugó la frente al verla parada como un pasmarote delante de ella que reaccionó y se fue de allí dejando tras de sí la estela de una incomprensible excitación.
Lo que me faltaba ya, que la escritora excéntrica me ponga a mil con una frase estúpida.
Cuando se quedó sola, Paula miró a su alrededor, esperando una ovación cerrada por su excelente interpretación de mujer que tiene la sartén cogida por el mango. No fue así, sin embargo, y le desilusionó que nadie hubiera visto ni oído aquel intercambio perfecto en el que había dado todo un recital sobre el noble arte del tonteo.
Desayunó observando su Gran Hermano particular: Ro atendiendo a dieciocho niños ruidosos, poniendo colacaos como una loca y repartiendo magdalenas rellenas de chocolate a diestro y siniestro. Sonreía como una tonta, fascinada por la capacidad de la camarera de ser siempre mordaz y ácida, pero también cálida y tierna con aquellos críos que ella misma estaba detestando.
Una vez terminó, abrió el ordenador y continuó con su novela, su best seller, su mejor obra. No le importó dejarse para luego la que tenía en mente en un principio, porque Ro le había inyectado el gusanillo de escribir sobre personas que no creían en el amor y, para ser sincera, le estaba encantando el resultado.
Tan metida estaba en la historia, que no se dio cuenta de que habían pasado dos horas y media y que tenía a Ro de nuevo frente a ella, a una distancia lo bastante alejada como para no hacer notar su presencia, pero lo suficientemente cerca como para embeberse con los gestos que ponía Paula a medida que escribía. Cuando hizo una mueca de asco muy graciosa de tan exagerada, soltó una carcajada y dejó de ser un secreto el hecho de estar compartiendo el mismo espacio.
—¿Cuánto llevas ahí?
—Tiempo de sobra para ver que tienes cara de meme. Con lo seria que parecías…
—No me conoces. —Sonrió sin dientes y apartó el ordenador para que dejara las cosas sobre la mesa.
—La verdad es que no, así que quiero hacer deporte contigo esta tarde.
—¿Qué tipo de deporte? —preguntó con esa media sonrisa que no terminaba de ser y que tenía la promesa implícita. ¿Qué promesa? Aún no tenía ni idea, pero se moría por saberlo.
—Esos paseos aeróbicos que te das como si fueras una abuela.
—Manejo una estructura, Ro. —Se señaló el cuerpo—. No puedo andar subiéndome a paredes verticales. Mi cuerpo pesa.
—En horizontal seguro que no se nota —murmuró para sí y carraspeó para desviar la atención de su salida de tono—. Podríamos hacer un intercambio, yo me voy a pasear contigo hoy, y otro día te vienes a escalar conmigo.
—¿Qué parte de que no puedo con mi propio peso no has entendido?
—Todo es cuestión de práctica, y pareces bastante en forma a pesar de hacer deporte de jubilada.
—¿Este ataque tan gratuito…?
—Me gusta tu cara de picada.
—A mí me gusta tu cara hasta de espaldas.
—Bien tirada esa, pero me ha sonado un poco rancia. —Ro se abrazó a la bandeja, satisfecha—. Pareces sacada de otro siglo, tía. —Soltó la risita que llevaba ya un rato conteniendo.
—Puedo enseñarte algo de historia. —Se encogió de hombros.
—Está bien. A las seis en la cafetería del otro día. Así restamos el café de hoy.
—Un plan sin fisuras. Allí estaré.
—Genial. Pues… hasta luego.
—Hasta luego, Ro.
Paula susurró un «vamos» y levantó un puño en el aire y Ro, que bajaba el segundo tramo de escaleras, cabeceó al verla. Tan fuerte que parece, y celebra cada pequeña tontería como si fuera el gran logro de su vida. Me va a volver loca esta mujer, y no de la manera buena.
La escritora se marchó a su hora habitual, con una sonrisa apretada y vestida con la timidez de todos los días. Parecía que había perdido fuelle tras la exhibición de la mañana. Ro la dejó escapar sin ningún comentario más. Le encantaba la Paula vergonzosa, pero disfrutaba mucho más de la que se sentía lo suficientemente segura de sí misma como para ponerla en aprietos.
A las seis en punto, tras una ducha veloz, Ro caminaba en dirección a la cafetería en la que había quedado con Paula. Se sentía efervescente, e iba dando pequeños saltitos por la impaciencia de volver a nadar en ese oscuro lago subterráneo que era la mente de la escritora.
Se quedaba una allí tumbaba, en esas aguas salinas, flotando a la deriva, y no podía imaginarse un lugar más apacible en el que estar. La cúpula de piedra soltaba destellos por la humedad y parecía que estaba plagada de estrellas cuando se decidía a abrir los ojos. Una constelación de soles de colores que una no podía llegar a alcanzar por mucho que estirara los dedos, pero sí observar embelesada mientras el agua la abrazaba por la espalda.
¿Cómo será un abrazo de Paula?
Tan ensimismada iba que chocó contra el cuerpo de la escritora, que se había puesto en su camino para llamar su atención, esperando que se detuviera. La sostuvo con cara de desconcierto, y Ro solo pudo sonreír desde abajo al ver la cúpula de sus ojos brillar.
Sí que es verdad que viene de las estrellas…
—Que te matas, camarera.
Paula sonreía sin siquiera acercarse a imaginar el lugar escondido del que venía Ro empapada de pies a cabeza.
—Estaba en otra parte, perdona.
Se quedó un segundo parada, deseando un poco más de esa cercanía que le desquiciaba los nervios, como una burbuja que está a punto de estallar. Se puso de puntillas y dejó un beso por cada mejilla y, como si al posar sus labios pulsara con ellos un botón, se colorearon ambas al instante de separarse, primero una y luego la otra. Luces de colores.
—Pensaba que tú solo usabas los pies para tenerlos en la tierra.
—Ya, pero a veces me gusta flotar. Culpa tuya, por supuesto. —Pasó por su lado para entrar a la cafetería de una vez. Volvió definitivamente a su cuerpo y se colocó bien en su piel, preparada para una tarde peculiar.
—Yo no he hecho nada —se excusó, encantada de la vida, colocándose a su lado en la barra para pedir, rozándose sus brazos, generando algo más de esa electricidad estática que las envolvía.
—Me llenas la cabeza de pájaros y pasa lo que pasa.
—Que vuelas.
Sonrió con su inocencia de siempre, sin adivinar lo cerca que estaba de la realidad aquella frase de postal que había dicho solo porque quedaba bien. Paula no sabía que Ro a veces planeaba, propulsada por su propio impulso.
—Tu azucarillo. —Le tendió el sobre Paula, rozando con sus dedos los de ella, gozando como una desequilibrada de aquel tacto de nada.
—Vuelvo a deberte dos.
—En realidad es un poco injusto este trato, ¿no crees?
—La que se inventó esta historia del equilibrio cósmico de los azucarillos fuiste tú.
—Dicho así suena muy perturbador —comentó mientras removía la espuma del café que tanto detestaba.
—Es que lo eres, Paula, y ya era hora de que te dieras cuenta.
—A ti te gustó —se quejó, refunfuñando como una niña pequeña. Le faltó cruzarse de brazos.
—Sí, sí que me gustó, pero es un poco… ya sabes…
—Loca del hacha, ¿no?
—¡Exacto! —Ro dio una palmada y liberó su risa para que Paula, intensa como siempre, se la bebiera de un trago.
—Pues eso, que para recuperar el equilibrio tendríamos que quedar todas las tardes para un café, y eso es un poco excesivo.
—¿Te aburre mi compañía? —Elevó una ceja, vertiendo su café en el vaso con hielo.
—Por supuesto que no, pero es muy difícil que dos personas puedan quedar todos los días.
—Es verdad, el algoritmo este nuestro no funciona si vienes a desayunar cinco días a la semana.
—Podría ir menos días, o…
—¡No! —Se le escapó a Ro, más alto de lo que pretendía—. Quiero decir que no hace falta. Cuando deje de trabajar allí, recuperaré todos esos cafés que te voy a deber.
—¿Y cuándo será eso?
—En tres meses y medio vuelve el chico al que estoy sustituyendo.
—Pero Lola está muy contenta contigo. —Frunció el ceño y dio un trago a su café.
—Y yo con ella, y con el trabajo, pero no hay tanto volumen como para que estemos los dos.
—Yo llevo años diciéndole que descanse por las mañanas y meta a otra persona, a lo mejor lo hace ahora.
—No pasa nada, Pau, si yo estoy acostumbrada a ir y venir de un sitio para otro.
—Ya, pero me gusta verte por allí.
—Me verás en otro sitio, no te preocupes. —Alargó la mano y le acarició el dorso un segundo que se estiró en el tiempo todo lo que Paula quiso—. A no ser que me vaya de la ciudad.
—¡No! —Fue el turno de Paula de hablar en voz demasiado alta—. Aquí se está bien, y en tu barrio se aparca genial.
—Todo ventajas, ¿no? —Bebió lo que le quedaba de café y sonrió divertida.
—Así lo veo yo —dijo como si nada, apurando también su bebida, y Ro se la quiso comer—. ¿Dónde estabas antes?
—En Canarias. ¿Hemos pagado? —Se levantó de su asiento y esperó a que Paula hiciera lo mismo.
—Sí. —Las dos salieron por la puerta—. ¿Y qué hacías en Canarias?
—Bueno… Hace unos años mis tutores de acogida murieron y…
—Lo siento muchísimo.
Paula tiró de su mano para ponerla frente a ella y la estrujó en un abrazo de esos que te dan la vida que te anda faltando cuando hablas sobre cosas que duelen. La apretó tan fuerte que Ro sintió su corazón bombeando junto al suyo, como animándolo a seguir latiendo, como queriendo que no perdiera el ritmo, que no se parara para romperse si el asunto del que iban a tratar resultaba demasiado penoso.
Le echó su corazón el brazo por encima al de Ro, tan distante que no supo cómo corresponder aquel gesto, y se separó de él notando un calor en su piel de cemento que se le hizo absolutamente ajeno y desconocido.
—No pasa nada, Paula, solo estuve viviendo con ellos cuatro años. —Intentó separarse, como su corazón, pero la escritora no se lo permitió. Notaba aún un resquicio en su interior que se tambaleaba inestable, y ella estaba decidida a sostenerla hasta que se detuviera aquel seísmo.
—No importa, a veces hay personas a las que solo conocemos de unas semanas y no dejan de ser importantes para nosotras. El tiempo es relativo —le dijo a la altura del oído, refiriéndose a la absurda relación que estaban empezando.
—Lo sé. Y lo fueron —dijo con la voz más entera y Paula la liberó para ponerse a caminar de nuevo a su lado—. Me salvaron en un momento complicado de mi vida. En plena pubertad, sin haber tenido apenas figuras de autoridad… Era una bomba de relojería.
—Lo sigues siendo —la forma, casi con orgullo, en que lo dijo, hizo sonreír a Ro.
—Pero he aprendido a desactivarme. Ellos me enseñaron. —La miró de lado y le pareció que, de repente, se había hecho gigante para ella, aunque no lo necesitara—. Viví con ellos cuatro años y, cuando cumplí los dieciocho, me fui a vivir mi vida. Mantuvimos el contacto hasta el final y los visitaba a menudo, pero, cuando se fueron, se me hizo diminuta la ciudad y me marché.
—¿Murieron a la vez? —le preguntó con delicadeza.
—No, murió ella primero, y él lo hizo unos meses después. Dejó de comer, de cuidarse y… ya sabes.
—Se murió de pena. Lo entiendo —asintió, recordando el atajo que había tomado su abuela al quedarse también sola.
—¿De verdad lo entiendes? —Aprovechó un semáforo en rojo para detenerse a observarla, a pesar de que Paula le rehuía la mirada.
—Sí. Tenemos más en común de lo que creía. —Sonrió con tristeza y, entonces sí, la miró y la dejó clavada en el asfalto. Ro estiró la mano y acarició su mejilla. Era su manera, algo más fría pero igualmente entregada, de darle a ella también un poco de su calor.
—Estás empeñada en que no tenemos nada en común. —Negó con la cabeza y tiró de ella para cruzar.
—No lo tenemos, solo una historia triste.
—Es la primera vez que hablamos de nosotras, de nuestra vida, y hemos encontrado una coincidencia. Yo creo que las matemáticas están a nuestro favor.
—Pareces más interesada en la compatibilidad que yo —le dijo con sorna.
—Eso es porque no creo que sea necesario tener cosas en común con alguien para conectar. Me importa poco eso y, cuando todo te da igual, aparece. La experiencia me dice que esto pasa muy a menudo.
—Las diferencias separan.
—Y las similitudes aburren, Paula. Diviértete un poco. Imagínate paseando con otra loca del hacha. —Fingió un escalofrío—. Inquietante.
—Eres una exagerada. —Le golpeó el brazo y la desplazó por la acera hasta la otra punta.
—No te metas conmigo que, aunque me veas pequeña, te reviento, payasa.
—Ro, si te pongo una mano en la frente, no llegas a tocarme con las manos. —Se mofó con chulería.
—Ya puedes empezar a correr porque, cuando te pille, lo vas a lamentar.
—¡No, no! Lo siento, acepta mis disculpas. —Levantó las manos en señal de paz—. No me apetece correr, va en contra de mis principios.
—Es verdad, este paseo vigorizante es más que suficiente para la circulación.
Continuaron el paseo hablando de naderías y toderíos, contándole Ro cómo había sido la relación con sus padres de acogida, cómo había heredado un piso en el centro que sentía que no merecía, cómo había aceptado la pérdida como una constante en su vida que tenía que asumir como parte de ella.
—Con el paso de los años, me he dado cuenta de que no está en mi naturaleza poseer nada —decía con ligereza, observando el ritmo frenético de la ciudad a su alrededor—, que las cosas no duran eternamente, al menos a mí, así que me limito a sacarles todo el partido posible mientras las tengo, a disfrutarlas y luego, simplemente, dejarlas marchar.
—No todo tiene por qué desaparecer en algún momento —le contestó Paula a la luz de las farolas de la calle. Acababa de anochecer y ellas no se habían dado ni cuenta—. Hay cosas que permanecen.
—No he tenido yo esa suerte, Pau. —Sonrió con indiferencia.
—La tendrás, te lo prometo. —Le tomó una mano y se la llevó al pecho, para que fuera su corazón quien sellara esa promesa en lugar de ella.
—Tampoco me hace falta, solo es otra manera de vivir, pero muchas gracias por el interés —susurró con sinceridad y suspiró—. Eres un encanto, y me pareces una tía muy interesante a la que me apetece seguir conociendo, así que ni se te ocurra tenerme compasión o tendré que darte una paliza. —La señaló con las llaves que tenía en la mano y se apoyó contra la puerta de su portal. Ya habían llegado.
—No te tengo compasión.
—Lo sé, solo te aviso para que no caigas en la trampa. Adoro mi libertad y el hecho de no estar atada a nadie ni a ningún lugar. Soy feliz teniendo poco, o no teniendo nada. No me tengas pena por eso.
—Sí tienes cosas. Una casa heredada, como yo. —Sonrió para quitarle hierro a la conversación y se aproximó hacia ella un paso minúsculo.
—Otra cosa más en común. —Se mordió el labio, agradeciendo esa salida elegante.
—Ya van dos. —Le miró ese labio mordido y deseó sustituir sus dientes por los suyos. Se le disparó el pulso ante ese pensamiento.
—Sí, en una tarde —musitó Ro, notando la mirada de Paula sobre su boca y rezando por que tuviera el valor suficiente como para cerrar una tarde íntima que no había previsto con un gesto más íntimo todavía que no esperaba desear.
—Quizá tengamos algo más en común hoy —la voz de Paula, un susurro de nada.
—¿El qué? —Se acercó a su cuerpo medio centímetro que hizo vibrar el espacio que había entre ellas.
—Tengo unas ganas increíbles de besarte y… —tragó saliva— y, a lo mejor, tú… tú también las tienes.
—Sí, las tengo —dejó escapar de sus labios, levantando la barbilla para animarla a sepultar el espacio atroz que aún las separaba.
—Ya van tres cosas. Son… son un montón de cosas, ¿sabes? Tratándose de ti y de mí, quiero decir…
—¿Puedes callarte de una vez y besarme?
—Sí… sí, claro.
Un toque mínimo, una piel que apenas siente la otra piel. Bocas temblorosas, temerosas, labios de puntillas sobre otros labios que se posaban, ligeros, como huellas en la nieve. Un roce diminuto hecho más de aliento que de carne, la cercanía antológica de quien se mira dentro con los ojos cerrados. Una mano en la cintura de la otra para no caerse de puros nervios, las manos de Ro en los hombros de Paula, como si se sostuviera en la escalada hasta su boca, sin cuerda esta vez y con un vértigo que no se esperaba.
Se conocieron de cerca y se separaron para certificar que no había sido un sueño. Se miraron asustadas ambas, sin comprender qué era ese líquido caliente que se les había derramado desde los labios hasta el flujo sanguíneo, llegando a todas partes en un contagio masivo e imparable. No fueron capaces siquiera de hablar, de decirse hasta mañana. Se miraron alejándose, como si temieran que la otra se esfumara con un golpe de aire, como si todo hubiera sido un juego de su imaginación. Pero no lo era.
Paula se acarició la boca con los dedos y allí estaba aún posada la de Ro, y la camarera se quedó oliendo su presencia, todavía impregnada en el aire que la rodeaba, un rato después de que la escritora hubiera doblado la esquina.
Madre mía, cómo besa la loca del hacha.
Que bien escribes Cris, por favor. Me encanta el capítulo y necesito mássssssssssssssssssssssss
Q bonito ese primer besoooo
Cristina, me dejas siempre sin aliento, estos dialogos, eres perfecta , gracias , vaya vaya , eres una genia,esperando que llegue él próximo capítulo Arte puro .🇦🇷❤🇦🇷
MADRE MIA DIOS CRISTO BENDITO
Es hermoso sentir todo con ellas cuando no estamos alli, espero que las cosas fluyan de la mejor manera para las dos.
Alucino, leerte es como una droga a la que no estoy dispuesta a renunciar
Lo increíble que escribe esta mujer, flipo!
Estoy completamente enganchada a esta historia.
Me encanta como haces que pasemos de la ternura a la risa en dos segundos. Amo como escribís lpm Cris SOS la mejor
Que se han besado!! Me ha encantado el capítulo, como siempre la verdad!
Ayayayyy, esa descripción del beso, la mejor !!!!!!!!!