Nuestras flores
VIII. Capuchina: Obediencia
—¿Hoy podemos ir al parque?
Era domingo. Me había aprendido los horarios de Azul: lunes a sábado, de seis de la mañana a doce del mediodía, iba a la facultad; de lunes a viernes, de dos de la tarde a siete de la noche, iba a la florería. Y la florería era sagrada: si la llamaba mientras trabajaba, jamás me contestaba. Generalmente llegaba cansada, con algunos ejercicios para completar, con algún que otro trabajo, las manos ennegrecidas y con olor a tierra. El único momento que parecía disfrutar del todo era «la hora de las flores». Se ponía los guantes, agarraba el pulverizador, la manguera o una tijera, y empezaba a sacar las hojas viejas, a regarlas una por una. Les sacaba fotos a algunas. Se sentaba con Mateo en el balcón y les hablaban. «Linda, hermosa, buena» le decía Mateo a las flores para que crecieran mejor. Aprendió a acariciarles los pétalos a las flores sin romperlos. Pero ella llegó a confesarme que algunos de sus cuidados eran exagerados: que en su departamento (tal vez por las buenas energías, pensaba yo) las plantas parecían crecer solas. Luego de este ritual, sí: se bañaba, comía y se acostaba. Algunas noches, mínimo dos, salía a correr. Nunca faltaba, cuando llegaba, su exclamación: «Buenas nochesssss», en una «s» que duraba más de lo habitual, mientras se sacaba el saco y tiraba la mochila.
Eso era todo lo que llegué a notar sobre su conducta. Hasta que ella me dijo:
—Te noto más contenta.
—¿Ah, sí?
—Sí, como más relajada.
Ahí empecé a registrar mi propia conducta y, definitivamente, sí, estaba más contenta. No tenía los hombros tensos de forma constante; no me despertaba con dolor de cabeza; no me sentía ansiosa a cada momento. Desayunaba tranquila, con mi bebé, e iba probando alimentos nuevos que, ensimismada en mi dieta omnívora, jamás hubiera probado de otro modo. Salíamos al parque. Dábamos un paseo por el shopping de Devoto. Dormíamos siesta a la vez. Mateo miraba la tele mientras yo buscaba recetas por internet. A diferencia de mi experiencia con Emmanuel, tanto la milanesa quemada como el plato de fideos duros eran recibidos con una gratitud inexplicable. Además, solía preguntarme sobre mi día e interesarse de verdad. Repreguntarme. Eso era algo a lo que no estaba acostumbrada: la repregunta. «Fui al shopping», «¿y qué vieron?», «algunos pantalones para Mateo», «¿qué compraste?», y así. La primera vez que lo hizo, respondí sorprendida. Así se sentía estar acompañada. Esta era la sensación.
Pero era domingo. Quería aprovechar su día libre para charlar más sobre ella (poco sé lo que vivió después de que nos alejáramos), así que, mientras terminaba de preparar su café, le dije:
—¿Hoy podemos? El domingo pasado me dijiste que…
—Sí —me respondió—. ¿Antes de almorzar o después?
—Antes. Y almorzamos ahí, en un lugar que conozco.
Mateo apareció de repente y dijo «Ai». Azul bajó la mirada y le alcanzó una galletita que tenía en el plato, a su derecha. El nene salió disparado hacia su cama, junto a la nuestra, y comió la galletita con ambas manos.
—Te dije que galletitas no.
—Ya sé, pero cuando me dice «Ai», me gana.
Ambas estábamos en pijama. Ella me alcanzó una taza con café y probó la suya. En ese momento, el celular de Azul sonó, pero ella cortó enseguida. Lo hacía casi automáticamente. El movimiento era tan rápido que no me dejaba leer de quién se trataba.
—Antes necesito…
—Enseñame —le pedí.
Alzó una ceja.
—Como quieras. Pero te vas a ensuciar las manos. ¿Te parece bien?
Asentí.
٭٭٭
—Hay tres tipos de tierra: arenosa, caliza y arcillosa.
—Ashosha.
—Sí —dije—. Mateo, amor, andá para allá.
—Ashá.
—Pero yo generalmente compro sustrato para maceta, porque la tierra sola se seca rápido.
—Rápido.
En el balcón corría aire fresco. Mateo repetía la última palabra que decía Azul, aunque lo venía haciendo desde que nos quedamos a dormir por primera vez. Al principio Aiz frenaba lo que contaba para que se callara, seguramente por no estar acostumbrada a tener un bebé cerca. Desde que éramos chicas había sido arisca con los chicos. Vi, después de algunos días, cómo ella intentaba que esto fuera distinto; se esforzaba en gustarle. Y cambió: la mirada de Azul estaba cada vez más atenta de Mateo, de lo que tocaba o comía. Se preocupaba por él.
—Cuando más chico es el recipiente, más frecuente el riego, la fertilización. ¿Entendés?
—¿Entendéssss?
—Estas flores son muy chiquitas, pero tengo que andar regándolas cada dos por tres.
—Tresss.
—Mateo, amor, andá para allá.
—Ashá.
—Esas que ves ahí son buganvillas. Son mis favoritas. Pero me costó un huevo mantenerlas.
—Ueo.
—¿Viste las plantas ambientadoras? ¿Esas que te gustan tanto? Hay que ponerles un fijador. Yo uso sal común. Anotá en la lista de compras: sal común. Nos quedamos sin.
Azul removía la tierra de una de las macetas.
—Necesitás pulverizador. Esto, mirá: está bueno para darle humedad y limpiar el polvo de las hojas. Ah, y tridente.
—Tridente.
—Sirve para mezclar la tierra alrededor de la planta. Y el transplantador… bueno, para mover las plantas de una maceta a otra. ¿La estoy complicando mucho?
—Solo lo suficiente.
—La hago más fácil. Guantes de jardinería, ¿conocés?
—Tampoco soy tarada.
—Tarada.
—¡No! ¡Esa palabra no!
—Como estamos en noviembre, es primavera y ahora florecen todas las especies bianuales que sembré en otoño.
—Otoio.
—¿Y cuáles son las plantas que tenés adentro? La de arriba de la heladera es molestísima.
—El alison, la verdolaga, la lobelia. Son plantas de temporada.
—¿Por qué tienen nombres tan difíciles?
—Qué se yo.
—Mateo, salí de ahí.
—Es como todo.
—Todo es complicado.
—La idea es hacer algo que te guste. A mí esto me gusta: no lo veo así.
—Mateo, vení. No toques eso.
—Hay muchas formas de hacer las cosas.
—Mateo, te estoy hablando.
⁕⁕⁕
Ahora uno dice: un parque. El parque es la cosa más común del planeta, ¿o no? Y yo pensé siempre igual, porque hay en todos lados, desde Nueva York hasta acá, a la vuelta de mi casa. Pero una cosa es el parque y otra es tener tiempo para moverte a un lugar diferente de tu casa, y esa, esa es la cuestión. Cuando le decía a Emmanuel «quiero ir al parque», en realidad le estaba diciendo «me quiero ir de acá». Al lugar más aireado, con más cantidad de personas diversas, con gritos de cualquier cosa. Cualquier cosa.
Y ese domingo yo estuve en Parque Pablo Riccheri, junto al shopping, y por dentro no lo podía creer. Era absurdo. Porque no había un clima hermoso (es más: en cualquier momento iba a transpirar y nos íbamos a tener que sentar debajo de una sombra igual de calurosa que estar a diez metros del sol); tampoco había gente de buen humor, porque el calor era lindo cuando estabas cerca de una playa; y en cualquier momento iba a tener ganas de volver. Pero estaba feliz. Ese había sido mi sueño. En mi imaginación tuve a Emmanuel presente, porque siempre lo había querido a él en el lugar de Azul. Pero estaba con Azul y así eran las cosas. Suspiré.
Se acercaba el verano y fin de año. Con el calentamiento global, los veranos en Buenos Aires, una provincia con tanta humedad como para arrugar hojas de papel, se volvían insoportables. En Bragado no pasaba lo mismo, ya que estábamos cerca de lagunas y hectáreas de campo cubiertas de árboles. La frescura era otra. Pero acá, en el centro, el asfalto caliente tomaba olor e impregnaba el aire. No culpaba a las personas que se encerraban en sus habitaciones con el aire acondicionado en dieciséis grados.
En el famoso parque que en mi mente siempre quise estar, había nenes corriendo alrededor de una fuente, sillas de madera desgastadas, vendedores ambulantes y gente haciendo pícnic sobre el suelo arcilloso junto al ciprés mediterráneo, un árbol de treinta y cinco metros de altura con un follaje denso y verde oscuro. Azul me señalaba los lirios africanos, unas flores con hojas largas y una estirpe floral violeta, y me contó que todo el mundo las ama por lo bellas que son, a pesar de ser tóxicas y hagan vomitar a los perros. En eso, Mateo empezó a chillar y Azul lo agarró y le dijo de comprar algo. Un helado, escuché.
Iba a decirle que no, que dulce no, cuando me sonó el celular.
Miré la pantalla. Era mi madre de nuevo. Acepté y lo puse entre la oreja y el hombro.
—¿Qué?
—Volvé a casa. Ahora mismo.
Voz autoritaria. Grave. Impaciente. Parecía que la tenía ensayada. Me daba más miedo cuanto más cerca estaba; ahora, del otro lado de la ciudad, apenas era un eco. Miré a Azul comprando un helado chiquito para Mateo, de agua, sabor frutilla. Se lo alcanzó y Mateo salió disparado. Aiz me contó una de las noches anteriores, en un ataque de insomnio, que no había nada más desesperante para ella que Mateo saliera disparado. Encima siempre hacia direcciones peligrosas.
—No puedo —le respondí.
—¿Por qué no?
—Emmanuel sigue viviendo ahí.
—Qué te importa eso. Es tu novio. Pero lo jodido es que tu padre va a empezar el psicólogo por vos.
Me quedé callada.
—Pero no voy a volver. Emmanuel sigue ahí.
—Emmanuel ya se está por mudar.
—Lo viene diciendo hace un mes.
—Mañana mismo se va. Me lo prometió a mí.
—Cuando se mude, vuelvo.
—¿No te da lástima? ¿No podés…?
—Cuando se mude, vuelvo —interrumpí.
Fue la primera vez que no la dejé hablar.
—Te vas a arrepentir.
Y me cortó. No solo eso me cortó. Pero me daría cuenta hasta dentro de unos minutos.
—¿Helena otra vez? —me preguntó Azul. No supe en qué momento se puso al lado mío, o hasta qué parte de la conversación escuchó. Yo asentí.
—Está enojada porque no le hago caso.
—Debería enojarse si le hacés caso todo el tiempo. Tenés veintiún años.
—Yo…
—Veintiún años y un hijo —aclaró. Me miró de reojo y probó el helado de frutilla.
—Está enojada porque no la escucho.
—¿Por eso también?
—Está enojada por mil cosas.
—Tuvimos perro una vez.
—Los caniches no cuentan como perro.
Ahí sobrevino una discusión que duró casi todo el paseo: sobre el camino de piedras blancas recorrimos el costado de una fuente y recién cuando un loro se acercó hasta Mateo, paramos. La discusión fue así: ella riéndose de mis explicaciones, pero no en burla, no con sarcasmo, ni ironía, ni con muecas, sin ignorarme, sin decirme comentarios hirientes, ni interrumpirme, sin levantarme la voz ni alejarse. Solo me sonreía y de vez en cuando me decía «tenés razón, es que soy muy team gatos».
Toda una forma de discutir completamente nueva para mí.
Llegamos al restaurante. Comimos. Me reí de que Azul cortaba la comida en bocados muy chiquitos y ahí ella me confesó que le costaba mucho abrir la boca y tragar. «Eso que tenés labios gruesos» le respondí, pero no aceptó el chiste. Dijo que tragar le dolía. Y lo corroboré cuando tomó un bocado e hizo una mueca de dolor.
Y cuando quise pagar con la tarjeta, la rechazaron cuatro veces. «Está inhabilitada» me dijeron.
—Dejá —respondió Azul, y pagó ella.
Yo tenía la mirada perdida en el plato. Después en Mateo. Por último, en Azul.
Me devolvieron la tarjeta. Y yo, apenas volvimos a pisar la calle, la tiré al tacho de basura.
—Mi viejo va a empezar el psicólogo. Por mí —le confesé a Azul mientras caminábamos hasta el departamento.
—Yo ya me había dado cuenta de que te pasaba algo. —Ella todavía tiraba del carrito—. ¿Te lo dijo Helena?
—¿Cuándo viste a un hombre grande empezar el psicólogo por su cuenta? Eso es porque está mal de verdad. Y soy yo la causa.
—Dedé…
—Igual él nunca me contesta. Él ve mis mensajes y no responde. Jamás me llama. Jamás…
—Dedé, escúchame.
—¡Y ahora es la víctima!
—¡Dedé!
—¿Qué?
Respiró profundamente. Y fue levantando los dedos a medida que mencionó cada punto:
—Helena no es muy… soportable que digamos. Su primera hija solo piensa en tener marido y ni de asomo tiene algún otro proyecto en la vida. Su yerno vive en su departamento, ¡con su plata! Te juro, Dedé, que si ese hombre va a terapia, es por mucho más que por vos.
—Debería llamarlo, ¿no?
—Tal vez sí.
⁕⁕⁕
Tocaron. Yo había abierto la puerta del balcón y el aire entró como una ráfaga cálida y agradable. Tenía en el horno una tarta de frambuesa y el olor a pan dulce, azúcar y chocolate inundó la habitación. Yo justo estaba jugando con Mateo: le había comprado blocs con formas geométricas y los poníamos dentro de agujeros en una caja amarilla.
Tocaron la puerta unas manos suaves, porque apenas las escuché. Supuse que debía de ser Rafaela, porque siempre aparecía para preguntar cómo estaba Azul. Pero ni siquiera llegué a acercarme para abrirle cuando una mujer grande, con ojos celestes y una nariz aguileña, parecida a la que una vez tuvo Azul, usó unas llaves y entró a la habitación con un canasto vacío. Llevaba puesto un overol de jean y una remera manga corta blanca. Tenía los brazos tatuados con flores negras que le llegaban hasta los dedos, y un nombre en el cuello.
Cuando me vio, se quedó congelada.
—Mar… —empezó diciendo, pero se retractó—. ¿Perdón?
—Trinidad —dije. ¿A qué Mar se refería?—. Amiga de Azul. Estoy viviendo acá por unos días.
—¿Unos días? —La mujer arqueó la ceja—. ¿Vos sos la que ocupa los domingos de mi sobrina?
—Sí —respondí, algo incómoda.
—Yo soy la tía Bebi —me dijo, dándome la mano y esbozando una sonrisa de lo más amplia.
La tía, pensé. Cuando agarré su mano, unos dedos pálidos la sujetaron sin fuerza y toda mi espalda se tensó hasta dolerme. La tía. ¿Aquella tía? La de la que todos hablaban en el pueblo…
—Azul… no me dijo… Bueno, por algo será. ¡Ah, pero qué es esto! —reparó en Mateo y sus ojos brillaron con dulzura; se agachó y le habló con la típica voz atiplada—. ¿Cómo te llamás, bomboncito?
—Ma-eo.
—Mateo —repuse yo.
—¡Qué hermoso, Trini! ¿Están los tres acá? Cuando quieran venir a almorzar a casa, o cenar, o lo que sea, son más que bienvenidos, eh. —Yo sonreí y ella me sonrió. Esa mujer entró y de repente la habitación brillaba más—. Necesito que me ayudes en algo, Trini.
—¿Sí?
—Necesito que me des toda la ropa sucia de Azul. Toda. Es nuestro secreto —me susurró y me guiñó el ojo—. A ella no le gusta que le haga las tareas domésticas, pero no la puedo ver tan estresada y no hacer nada, viste.
Asentí. Los siguientes quince minutos estuvimos buscando ropa, que tampoco era mucha, y la pusimos en su canasto. La tía de Azul jugaba con Mateo, chequeaba la torta, limpiaba los platos del lavamanos, todo a una velocidad y simultaneidad sorprendente. Yo apenas podía pensar y hablar a la vez. La mujer me escuchaba y me sonreía, asentía con la cabeza cada tanto y doblaba la ropa que veía tirada por el piso. Por último, revisó el estado de las plantas, de cada una, tocó los pétalos, roció con el pulverizador a algunas y mezcló la tierra de una planta aromatizante.
En un momento, escuché que dijo:
—Pasa que Azul trabaja mucho. Yo le digo: «Tomate unos días de descanso, la florería está bien, podés irte más temprano», pero como ella es más viva que yo, sabe que le estoy mintiendo. La florería nunca está del todo bien. Aparte a ella le gusta mucho eso de las flores, los cortes, los cuidados.
—¿La florería es tuya? —Frené lo que estaba haciendo. El horno hizo un pitido, que significaba que la torta ya estaba hecha.
—Sí, mi amor —me respondió—. Trabaja conmigo desde los dieciocho. Trabaja, estudia, ¡y ahora cuida a un bebé también! Y decime: ¿es buena madre?
—¡Sí! —respondí, todavía recalculando lo anterior.
—Sí…, eh, pará, no.
—¿No son pareja?
—No, no, no, no.
La tía de Azul arqueó una ceja.
—Miren que yo acepto todo.
—¡No, no, no!
—No tengo ningún problema con…
—Le juro que no. —La agarré de ambas manos y, en eso, la señora vio que Mateo había sacado uno de los libros de la estantería debajo de la tele y lo tiró.
—Vengan cuando quieran. Como quieran. Antes venía los domingos a pasar la tarde conmigo. Pero ahora veo que tiene una compañía más linda. —Me guiñó el ojo y me besó las manos. Caminó, luego, hasta el libro y lo puso en su lugar. En una maniobra igual de rápida, sacó la torta del horno, la colocó sobre el mueble sin quemarse ni una vez y caminó con el cesto de ropa sucia hasta la puerta. Antes de cerrarla e irse, me dijo—: Hablá con ella, Trini. Yo te conozco, porque ella alguna vez te mencionó, y siempre con los mismos ojos. Así que nada cambió, y si realmente fuiste importante para ella, ayudala. Convencela de que haga la operación. A vos te va a escuchar, si siempre te escuchó. Nos vemos cuando Dios quiera.
Me guiñó el ojo y se fue, lanzándome un beso.
Corté la torta en cuadrados chiquititos para que Azul pudiera tragarlos. Y desde ese momento me quedé con la pregunta atorada en la garganta. ¿De qué operación habla?
Afuera, sentada sobre la mesa, agarré el celular y marqué su número. Me respondió al tercer pitido.
—¿Papá?
—Hola, hermosa.
—¿Cómo estás?
—Bien, hija, ¿y vos?
—Bien, papá… ¿Qué hacías?
—Tomando unos mates. ¿Vos?
—Lo mismo.
—Bueno, pa.
—Nos vemos, hermosa —y cortó.