Nuestras flores
IX. Rododendro: Peligro
«La vieja le dice operación a que le pague las deudas que le debe al AFIP», me dijo, y yo en ese momento la creí porque, ¿por qué Azul me iba a mentir?
En sus mensajes comprendí el concepto del «miedo». Según el diccionario, era la sensación de angustia provocada por la presencia de un peligro real o imaginario. El peligro era (creía yo) imaginario: miedo a la falta de control de la situación. Durante tantos años mis conversaciones con Emmanuel las dirigió él. No tenía ninguna decisión sobre lo que nos pasaba a nosotros, y eso me parecía muy angustiante. Éramos lo que él decía. Hacíamos lo que él quería. Me cansé. Salí corriendo y ahora tenía el fantasma vivo de mi ex. Hasta que ese mismo miércoles, antes de levantarse e irse, Azul me dijo:
—Tienen un hijo. Si lo vas a evitar toda la vida, te vas a comer una denuncia o, peor, vas a vivir constantemente aterrorizada. Afrontalo. Ponete firme. Sos fuerte, Dedé.
Hasta ese momento no creí que alguien realmente me viera fuerte. Y era una palabra muy corriente que no me habían dicho, porque creía que no me la merecía.
Respiré hondo y contesté su mensaje con un «sí».
Emmanuel me llamó enseguida.
—Quiero ver a mi hijo —me dijo.
—Está bien.
—Ahora mismo.
—Ahora voy —le respondí.
Me quiso seguir discutiendo. Lo frené enseguida. Corté la llamada en la mitad de una oración y enseguida llamé a Ramiro. Pedí un remís y en media hora llegó. Subí. Cuando cerré la puerta, saludé al conductor con un vago «hola» y enseguida dije: «A mi casa». Abundaba el olor a cigarrillo y aceite; las manos de Ramiro estaban manchadas de negro y él, en un movimiento brusco, ensució el asiento también. Pero tenía la mente en otro lado: allá, entre Azul y Emmanuel; no podía fijarme en eso ahora. Vi los edificios pasar. Me perdí en el cielo mientras mecía a Mateo.
—¿Y, nena? ¿Cuándo me vas a pagar? —dijo, en un momento.
—¿Qué cosa? —Me despabilé.
—Tu noviecito volcó vino en el asiento trasero. ¿Que no ves la mancha? Estás sentada justo encima.
Me moví un poco al costado y la vi: grande, circular y opaca. Si no me hubiera dicho que era vino, pensaría que había matado a alguien.
—Ah. —Volví a sentarme sobre la mancha. En ese momento no entraba en ninguna parte de mi lista de preocupaciones—. ¿Cuánto hay que pagarte?
—No sé, me tengo que fijar. Decile a tu noviecito…
—No es más mi noviecito —interrumpí. Apoyé la cabeza contra el respaldo y ninguno de los dos volvió a hablar hasta que llegamos.
Cuando divisé la puerta de mi departamento, tragué saliva y los ojos se me pusieron vidriosos.
—Son cinco mil, nena —me dijo Ramiro. Ladeó el cuerpo hacia un costado y me miró por el espejo retrovisor.
—¿Cinco mil? —pregunté, alarmada—. ¿Por qué tanto?
—Tu… ex noviecito.
—¿Y cuánto es el viaje de ahora?
—Quinientos. —Ramiro me miró con desconfianza.
Me saqué el bolso, abrí la billetera y miré. Ramiro también lo notó. Desde el espejo retrovisor llegó a observar mi cara; cómo contraje las cejas y exhalé un suspiro silencioso. Miré, otra vez y mil veces más, los míseros seiscientos pesos que me quedaban. Ya no tenía tarjeta, ni dinero en efectivo. Mateo, a mi lado, parecía estar al tanto también, pero enseguida le restó importancia y comenzó a señalar al perro que pasó por la puerta y decirle «guau guau».
—¿No vivís más acá, nena? —me preguntó.
—No —respondí, con un nudo—. No te preocupes por la plata…, yo…, eso lo hablo con mi papá, después.
Siempre decía que iba a hablar con mi papá. La verdadera cuestión era cuándo realmente iba a hablar con mi papá de algo que no fuera plata. Saludé a Ramiro con la cabeza y me bajé del coche. Él no dejó de verme en todo el rato. Casi, casi pude imaginarme lo que estaba pensando.
٭٭٭
Antes esa había sido mi puerta. Antes esa había sido mi sala, mi cocina. Mis cosas. Ahí tenía la falsa estabilidad de mis hábitos. Ahí era la ama de casa, la novia, la madre, la hija. Ahí estaban todas mis etiquetas. Pero a Emmanuel no lo extrañaba a pesar de haber sido el eje clave de ese mundo. Era difícil explicarlo. Porque sí extrañaba la ilusión dulce de Emmanuel, de nuestros primeros meses de novios; una imagen que, aunque deslavada, duró años. No extrañaba al otro Emmanuel: el que me miraba desde lejos, con cierta irritación en los ojos y en los movimientos. ¿El de siempre?
Por suerte, ni mamá ni Rosario ni papá estaban. No había nadie más que él.
Estuve poco tiempo dentro de ese departamento. Esos pocos minutos divisé la computadora de Emmanuel, su ropa sobre la mesa y la pelota, los botines y fotos suyas sobre el mueble.
—¿Cuándo te vas a mudar? —fue lo primero que pregunté.
Había soltado a Mateo y él salió disparado hacia su papá. Emma sonrió y lo subió a sus brazos. «Estás pesado», le dijo, a lo que Mateo respondió «Ai».
—Ya llegaste y ya querés pelear, ¿no? —me respondió.
De todas las imágenes, esa era la que más ablandaba mi corazón: Emmanuel jugando con Mateo. Sujeté mi cartera con más fuerza y me aclaré la garganta.
—¿Cómo va la convivencia con Azul? —me preguntó con tono amigable.
—Bien.
—¿Vive alguien más con ella?
—No.
—Lo paso a buscar el domingo —dije, refiriéndome a Mateo.
—¿Qué? ¿Cinco días nada más? Lo vi solo tres veces en un mes y medio. —Me alzó la voz—. Y ahora querés poner horario de visitar.
Una vez, hace mucho tiempo, Emmanuel y yo habíamos peleado por otro pintalabios, de otro color. Yo me enojé tanto que me fui sin Mateo. Ese fue mi primer error; el segundo consistió en que quise volver a ver a Mateo, pero estaba con Emmanuel. Entonces cada vez que pisaba esa casa, Emma me hablaba: me contaba de lo difícil que era para él trabajar y cuidar a Mateo, en que ninguna madre que ame a sus hijos los dejaría solos durante tanto tiempo, que él tenía muchas más obligaciones que yo como para encima encargarse de un bebé. Me avergonzaba recordarlo, pero yo ese mismo día volví a casa. Pero ya no sentí la felicidad que había sentido en mis anteriores regresos. Le di un beso a Emmanuel y mi nudo en el estómago siguió vigente. Ese día entendí que las heridas ya no se cerrarían más, que ya solo podía colocar apósitos sobre ellas y esperar a que no dolieran. ¿Pero cuántos apósitos podía colocar sobre mi cuerpo tremendamente finito?
—Llamame cuando quieras que lo pase a buscar —dije.
Me acerqué a Emma. O eso pensó él. En realidad, quería estar cerca de mi bebé, aunque fuera una última vez. Le dejé un beso en la frente; sentí el tacto suave. Mateo tenía olor a flores. «Ai», me dijo, después «mamá», después «chau», después lloró.
—No te vas a ir, ¿no? —me dijo Emmanuel.
Agarré el bolso con más fuerza y caminé hasta la puerta.
Crucé la puerta.
—Trinidad.
La cerré.
⁕⁕⁕
Recién me levantaba, era de día y el sol de la mañana entraba por la ventana; Azul no estaba y Mateo tampoco. Era normal que en mis sueños apareciera solo yo. Todos los ambientes eran familiares, pero en ninguno había alguien con quien hablar. Una sola vez me crucé a Azul, pero estaba lejos, muy lejos, y gritarle no servía porque no me escuchaba.
En este sueño sí había alguien. Tardé bastante en darme cuenta de que una persona estaba sentada en el borde, en la esquina de la cama, de piernas cruzadas y el cuerpo levemente inclinado hacia atrás. Verlo no me pareció extraño, ni me asustó; aunque no lo conocía, parecía que tenía la cara de Helena, de Emmanuel, de Rosario, de papá, de Mateo, de Ciru, de Azul, de Mariel, de Rafaela, de Ramiro. Pero sobre todo se parecía a mí. Su piel era rojiza y con escamas. Me miraba como si todo este tiempo hubiera esperado a que me levantara. Cansada, ojerosa, me dijo:
—Volvé a casa.
—No —le respondí, con voz ronca, la de alguien que recién se levantaba.
Había algo raro en su tono de voz. En el momento no lo entendía, hasta que me desperté y me pareció incluso gracioso. Volviendo al sueño, esa persona (que parecía más una mujer que un hombre) me dijo unas cinco veces que volviera a casa; después me recordó de los muebles de la abuela, del piso calentito, el ventanal donde se podía ver el Río Darsena Sur, y el sol, la heladera llena de comida, la ropa que dejé tirada, los juguetes de Mateo: «Porque en esa casa tenés todo», me dijo, como argumento, supuse yo.
—No puedo —le respondí.
—¿Por qué no?
No supe si soñé algo más. Recuerdo que me levantó la alarma de Azul. A veces despertarse no parecía simplemente abrir los ojos: en ese momento tuve la sensación de que me levantaba en otro mundo. Reconocí las paredes del monoambiente, la ropa doblada de Azul sobre el sillón. La pava eléctrica emitía una luz roja que titilaba; escuché el agua hirviendo y cuando Aiz prendió la ducha. Esa era la banda sonora de mis mañanas.
Y ahora le estaba contando a Azul mi sueño, pero tan turbada que se escuchaba la voz temblorosa a través del teléfono. Mientras más pensaba que Aiz estaba perdiendo su único recreo en la facultad para escucharme, más tarada me sentía.
—¿Y entonces? —me respondió.
—Nada, me levanté, te vi y me tranquilicé. No le tenía miedo a esa persona, ¿entendés?, pero como que…
—Parece tu inconsciente —me dijo Azul. Del otro lado de la línea se escuchaba el tumulto: sonido de pasos, gente hablando, una cafetera, una caja registradora, la voz grave de un profesor. Nunca había ido a una universidad antes: me propuse algún día acompañarla para ver cómo era el ambiente.
—¿Vos decís?
—Me gusta mucho este lugar —le dije. En ese instante me invadió una sensación de vergüenza.
—Me alegro.
Nos quedamos unos segundos en silencio. Hasta que ella lo rompió:
—Éramos chicas. Y yo, una inmadura.
—Me alegra que ahora seas feliz —me dijo.
—Pero…
—¿Qué?
Se me entrecortó la voz.
—¿No te molesta que esté yo acá? Usando tu plata. Viviendo a costa de vos. Con un bebé, sabiendo que no te gustan los chicos. Te ocupamos todo; el poco espacio que tenías para vos, ahora… ¿No creés que soy una…?
—No, no, no, no, pará ahí.
Me tragué las palabras. Azul sonaba indignada.
Frenó en seco. Creo que sintió que se había excedido en el sentimentalismo. Ella, al contrario de los demás, veía fragilidad en la dependencia de una relación, ya sea de amistad o amorosa. Azul balbuceó un «tocaron el timbre, me voy» y cortamos la llamada.
Yo me senté en el borde de la cama. Miré a mi alrededor.
Traés energía a donde vas.
Me sacó una sonrisa. Era ese poquito de amor que necesitaba en un momento tan de mierda. Capaz ella lo sabía y por eso me lo dijo. Capaz no lo sentía y… No. Tenía que parar de pensar siempre mal de los demás. Azul era diferente al resto, y me quería en serio porque, si no, ¿cómo explicaba el esfuerzo que hacía por mí y por mi hijo? Sin nada material a cambio.
Miré a mi alrededor. La cama estaba hecha; los platos, lavados; el piso, seco; las ventanas, limpias. Incluso regué esas flores que Azul me pidió. Agarré el frasco rojo que contenía yerba, el mate que en realidad parecía más una taza sin asa, la bombilla y la pava eléctrica ya con agua caliente. Me senté en el balcón y coloqué la yerba sobre el mate; luego, presioné la bombilla y vertí agua. Tomaba mientras observaba a gente caminar por la avenida. Me llamó Helena, pero la corté. Me preocupé por papá. Y extrañé a Mateo. Sus juguetes estaban ordenados en una esquina; Aiz había preparado un espacio dentro del placar para su ropa. A la noche, sin que Azul lo notara, olfateaba sus remeritas y las doblaba otra vez. Una vez Aiz me vio y yo pensé que me iba a decir que estaba loca, como mamá, pero en cambio olfateó la remera también y me dijo: «¿Cuándo vuelve?».
Hacía casi dos semanas que no lo veía.
El domingo, cuando lo quise pasar a buscar, me rechazaron la entrada. Ya no estaba permitido que yo ingresara al edificio sin autorización. Ese lugar, el que antes había sido mi casa, ahora me cerraba las puertas. Qué vergüenza me dio que en todo este juego de adultos se usara a un nene. No importaba si Mateo necesitaba a su mamá, para Emma era más importante castigarme por haberme ido. Pero es, en parte, mi culpa. ¿Por qué lo dejé con el papá? Bueno… es el papá. Tiene derecho a verlo si quiere. Esto es mi culpa. Sí. Por haberme ido. Yo provoqué todo esto, yo…
Llamé a Emmanuel y no me quiso contestar por dos días. Llamé a mamá: me llegó una catarata de insultos. Llamé a Rosario:
—Vos te adelantaste —me dijo.
—¿Eh?
—Que vos quisiste tener un hijo a los diecisiete. Ahora es así.
—¿Rosario, vos me estás cargando? Quiero verlo y Emmanuel no me contesta. ¿Podés decirle que…?
—Por eso, ¿ves? Por eso no hay que adelantarse. Si yo hubiera tenido hijos con mi primer novio, ahora estaría igual. Te saltaste etapas. Es así. Por andar teniendo…, por eso…
—Decí la palabra. No te hagas la santa, dale.
—Sos una ordinaria.
—Te cuento que vos a los diecisiete no estabas rezando, eh. Y yo lo sé. Porque te vi.
Rosario carraspeó un insulto. Podía imaginarme cómo le subía el calor a la cara.
—Así que no vengas a darme clases de moral. ¿Me van a dejar entrar a mi edificio o no?
Me cortó.
Mi familia estaba en contra de mí porque «me salté etapas». Porque quedé embarazada y me convertí en el chisme habitual del pueblo; la vergüenza de mis papás; su falta de vigilancia. Con Rosario no hizo falta porque los novios le duraban meses, y a partir de esa diferencia empezamos a alejarnos. En algún momento fuimos amigas. Ella y yo. Hermanas en la teoría y en la práctica. Me tuvo bajo su ala, me llamaban la «hermanita de Santos». ¿Cuándo se desvirtuó todo eso?
Antes de marcar el número de papá, ya estaba llorando. En otro momento no lo hubiera llamado. Pretendía alejarlo de todos mis problemas con Emmanuel; también por el hecho de que él no demostraba interés en nosotros. Pero esta vez me entró una desesperación, un pánico, que no había sentido nunca. Estaba, otra vez, sangrando. Me toqué con la mano y terminé con la palma cubierta de sangre espesa. Volvieron los dolores de cabeza. Volvieron las ganas de estrellar el celular contra la pared. Al mate le habían caído gotas, incluso. No tenía salvación: mi familia y mi cuerpo estaban en contra de mí. Y yo, por más que me refugiara en un monoambiente en Devoto, seguía estando sola. Ninguno de ellos me quería. Y ese era el pánico que sentía. Nunca se me iba a ir esta sensación de soledad porque verdaderamente no tenía una familia que me aguantara. Ya no era una simple suposición. Era mi vida.
Papá me atendió enseguida.
—No me deja… no me dejan ver a Mateo…, papá, papá…
—Tranquila, Trini. Tranquila. No llorés. Escuchame bien lo que te voy a decir. Venite el martes a las dos de la tarde.
—Es-es-está bien. —Yo, sollozando, no podía terminar de pronunciar la palabra sin que me atacara la angustia.
—Yo te lo doy. Después hablo con Helena, de última. Pero no te preocupes más. Solo cinco días.
—Gra-gra-gracias, papá. Y pe-per-perdón por…
Me cortó.
Tardé en recapacitar. Incluso me bajó un poco la presión.
Ya está.
Respiré profundo, mirando alrededor, algo desorientada.
Ya lo tenía asegurado.
En cinco días me reencontraría con mi bebé, y todo volvería a la normalidad, y escucharíamos su llanto a la madrugada y lo veríamos hablarle a las plantas. Qué alivio.
Relajé los hombros. Tardé un par de horas en recuperarme del todo. Me bañé con una ducha bien caliente, usé todas las cremas faciales de Azul, me acosté en la cama y no volví a levantarme hasta la noche. Todavía sentía cierto ardor en la nariz.
Pero no tener a Mateo cerca me sirvió de algo.
Enumeré todas las cosas que ya había hecho esa semana: limpiar, cocinar, ver las noticias, empezar una serie, terminar una película vieja, ordenar otra vez, cocinar unas albóndigas que, por suerte, me salieron bien, ir a comprar, terminar la serie, tener un pícnic en el parque (por el que tuve que luchar: Azul no quería tomarse el domingo libre). Con el mate en la mano y la mirada en las flores, pensé una vez más en lo trabajoso que era tener un hijo y, a la vez, la poca actividad fuera del ámbito familiar. Es decir: no hacía nada. No tenía estudios ni trabajo ni proyectos. Mi única misión era Mateo, lo que hacía con Mateo, su crianza y, más allá, nada. Mi vida se reducía a él. No me parecía mal tampoco; era un proyecto de vida más que aceptable.
El problema era que no lo quería.
٭٭٭
No tuve que esperar al martes. A los cuatro días, Emmanuel apareció.
Un mensaje de texto. Decía: «Vení a buscarlo, no puedo con todo». Yo había ignorado los últimos seis mensajes, que eran quejas de él, insultos y algún que otro perdón, porque ya tenía asegurado ir a buscar a Mateo el martes y no me desesperaba por convencer a Emmanuel.
Después de eso me llamó para decirme exactamente lo mismo. Yo le contesté con un «Ok» que se perdió en el vacío de nuestras voces; quiso seguir hablando y lo corté.
En ese momento me mandó un mensaje mi mamá. Decía, textualmente: «Sos la peor madre del mundo».
—Voy a buscar a Mateo —le dije a Azul. Ella me contestó rápido el celular: masticaba algo mientras me escuchaba.
—Ah, está bien. Qué suerte. Ya me faltaba alguien que corra rápido hacia lugares peligrosos y me genere ansiedad —contestó.
Pero escuchó mi voz apagada; quería ver a Mateo hacía casi tres semanas y ahora, con la posibilidad, sonaba así. Supuse que imaginó mi estado de humor. Y el porqué.
—Esperame —dijo entonces.
A la media hora, Azul entró por la puerta del departamento. Traía con ella olor a calle, asfalto y gente; la camisa se le había desdoblado en uno de los bordes y ella, con un pan en la boca, me hizo una señal para que nos fuéramos. Dejó la mochila a un costado y me agarró de la mano. No podía explicar lo que me causaba su presencia en este momento. Que hubiera dejado sus obligaciones, ¡la facultad! («ama más a la facultad que a la familia», dijo una vez tía Bebi), para venir a ayudarme me pareció lo más lindo que habían hecho por mí en mucho tiempo. Y en ella parecía natural. Como si no lo tuviera ni que pensar. Me llenó de una angustia que no pude explicar, como cuando a un perro maltratado lo intentan acariciar; y era su mano la que se alargaba y me hacía creer que se pueden realizar buenas acciones sin pedir algo a cambio. Que esa, capaz, era la única manera de ser una buena persona.
Abajo me esperaba Ramiro. Cuando nos vio entrar a las dos, no dijo nada. Solo un «buen día» seco.
—Buen día —le contestó Azul, seria pero elegante a la vez. Dijo mi dirección y agregó «por favor».
—Perfecto —respondió Ramiro. Y no volvió a hablar el resto del viaje.
Pero Azul sí.
—¿Cómo te sentís? —me preguntó.
—Algo parecido a bien.
—¿Por Emmanuel?
—Por Helena.
—¿Qué hizo?
—Me mandó este mensaje. —Se lo mostré. Me temblaban las manos.
Azul lo observó con detenimiento y chasqueó la lengua. A mí se me formó un nudo en la garganta. «Sos la peor madre del mundo».
—Nunca discutas pelotudeces —me respondió. En eso, Ramiro la contempló por el espejo retrovisor—. Vos sos la mejor mamá del mundo. Y punto. No importa qué diga Mandíbula, ni Helena, ni nadie.
Me rodeó el cuello con el brazo y nos quedamos así el resto del viaje. Por un momento, nada a mi alrededor me pareció tan desastroso.
—Mirá, ninguna mamá es perfecta. Pero no sos una mala madre, ni mucho menos. Es un trabajo difícil criar a un nene. Imaginá a las mujeres que lo hacen solas desde un principio.
—También algunos hombres —agregó Ramiro—. Yo soy papá soltero.
—¿En serio? —pregunté.
Ramiro gesticuló con la mano a la que le faltaba un dedo.
—Sí, desde que mi nena Ludmila cumplió los dos años. La mamá piró un día y no la vimos más. Después apareció, como quince años después. Estuvo en Mar del Plata todo ese tiempo. Mi exmujer quería retomar la relación con su hija, viste, y yo le permití a Ludmi que viviera con ella, porque por más que haya hecho lo que hizo, sigue siendo…
—La mamá de tu hija —respondí, y tragué saliva.
—Exacto.
Ramiro suspiró.
—Igual, nena, eso no significa nada. O sea, que mi hija quiera una relación con su mamá no significa que yo deba tenerla también. No confundamos.
—Bueno, ahí tenés un ejemplo. Y que quieras desprenderte de tu pareja no significa que seas mala madre —dijo Azul.
Lo que Ramiro acababa de contar me alegró de cierta forma. Parecía que entendía de lo que hablábamos y que, por primera vez, estábamos de acuerdo en algo.
Cuando llegamos a mi departamento, Emmanuel ya estaba abajo con Mateo, de la mano. Mate salió corriendo hacia mí; lo alcé y le di un beso en la frente. Azul le pidió amablemente a Ramiro si se podía quedar, que nosotras íbamos a volver; Ramiro asintió.
—Hola —saludó Emmanuel, sin mirar a Azul.
—¿Qué días lo traigo? —pregunté.
—Te mando un mensaje —me respondió.
—Perdón. —La voz de Azul se interpuso—. Trinidad, ¿no sería mejor…?
—Sí, tenés razón. Emmanuel, te lo traigo de viernes a domingo. Son tus días libres, ¿no?
—Mejor hablémoslo por teléfono.
—No quiero —respondí. A Emma se le tensó la mandíbula—. El viernes lo dejo. El domingo lo busco.
Me metí lo más rápido que pude en el remís; Emmanuel quiso decir algo, pero dio media vuelta y se fue. Yo ya conocía esa táctica. «Mejor hablémoslo por teléfono». Era para tenerme enganchada al celular, para no cortar la comunicación. Cuando él quisiese, podía enviarme un mensaje, total «solo quería ver a su hijo».
Ahora en el remís, Mateo gritó «Ai», y yo lo sorprendí con un juguete nuevo. Azul habló con Ramiro hasta llegar a Devoto: del clima, del trabajo, del calor en Buenos Aires. En un momento, Mateo se apoyó sobre el brazo de Azul y ella no supo bien cómo reaccionar. Entonces, luego de unos segundos, lo apoyó sobre su hombro y le acarició la espalda con las uñas. Yo vi con mis propios ojos y con los ojos de Ramiro cómo Mateo abría las fosas nasales y respiraba el olor de Azul. Me alegró la idea de que eso lo tranquilizaba. Y Mateo cerró los ojos.
—Gracias —le dije.
Azul me sonrió.
Le vibró el bolsillo. Ella, con los brazos rodeando a Mateo, y todavía la voz de Ramiro contándole una experiencia en la estación de servicio, sacó el celular.
Por primera vez, vi quién la llamaba. Era su mamá.
Y la cortó.
٭٭٭
Había olor a masa de pizza, a salsa de tomate condimentada con orégano; corría el viento por todo el monoambiente, un viento fresco y renovador. Yo preparaba la mesa: puse el mantel rojo y cuchillo y tenedor para los tres. Con Azul nos propusimos enseñarle mejor a Mateo cómo comer con cubiertos, aunque tuviera que hacerlo con pizza. Mateo, a su vez, jugaba con el sapo horrible que le había comprado hacía casi dos meses. Azul prendió la tele en un movimiento rápido y puso el canal infantil.
—¿Y qué pasó? —le pregunté.
—Suspendieron las clases, como te conté; y ahora el profesor mandó un archivo con trabajos prácticos para la semana que viene. —Azul tenía un delantal naranja; me daba ternura verla vestida como lo hacía mi abuela.
—¿Y por qué suspendieron las clases?
—A veces hay paro de colectivos, o hay asueto, o se enferman los profesores. No sé bien cuál de todas las opciones será. Pero es así. —Se encogió de hombros.
Sacó de la heladera la salsa de tomate y colocó, con una cuchara, salsa sobre la masa estirada. Toda la cocina estaba cubierta de harina, orégano y provenzal.
—Eso es mucha pizza —señalé.
—Es para la señora Vidal también.
—¿Por cuánto tiempo más le vas a cocinar? —Arqueé una ceja.
Azul paró y pensó. Y después volvió a condimentar la pizza:
—Hasta que se muera.
Todos los sábados se dedicaba una o dos horas a prepararle alguna comida básica: milanesas, fideos, empanadas, pizzas…
—Es la mamá de Rafaela, no la tuya.
—Ya sé, pero… —Puso las pizzas en el horno y ajustó la temperatura— Tengo una debilidad con las personas buenas. Esa abuelita siempre estuvo para Rafaela, y Rafaela estuvo siempre para mí. Casi como una mamá.
Listo, pensé. Mencionó el tema.
—Hablando de eso, ¿cómo está tu mamá? —le pregunté.
Mateo se subió a la cama y se acostó, con su chupete, a ver el canal infantil; ese era el único sonido de la habitación. Azul se quedó mirando la suciedad, la harina sobre el mueble de la cocina, mientras apoyaba las manos sobre las caderas. Yo me senté en una de las sillas y la esperé.
—¿Mi mamá? Bien. Por suerte. —Agarró un repasador y movió la harina hacia el cuenco de su mano.
—¿Sigue viviendo en Bragado?
—Sí.
Bragado, el pueblo donde nacimos, quedaba más o menos a tres horas y media de la capital de Buenos Aires. Debía de tener tres plazas, una iglesia central y un centro comercial chiquitísimo comparado con el centro de la ciudad en la que estábamos en ese momento, pero su lado hermoso no era ese, sino la Laguna de Bragado y el ritmo lento que se maneja en los pueblos, un ritmo sereno y apaciguado. Ahora se había modernizado un poco, y podía encontrar incluso tiendas de marcas que me gustaban, pero las casas nunca perderían ese tono antiguo, como si se resistieran a las ansiedades y los edificios vidriados que la tecnología de hoy en día traía consigo.
—¿Y tu papá?
—Con ella. —Tiró la harina sobrante al tacho de basura y se lavó las manos. El grifo lanzó agua con fuerza y ella removió los dedos hasta sacarse lo blanco.
—¿Hablás con ellos?
—Sí, a veces.
—¿Te llevás bien?
—¿A qué va esto? —Se secó las manos en el aire y me miró, con el ceño fruncido.
—Curiosidad. ¿No puedo tener curiosidad? —Me llevé la mano al pecho, indignada.
—Eso es mucha curiosidad.
—A mí me gusta hablar de estas cosas.
—A mí no.
—¿Ah, te gusta contar chistes ahora?
—Vi que le cortás las llamadas.
—Ella sabe cuándo llamarme y cuándo no. —Fue su respuesta. Caminó hasta la cama y se acostó junto a Mateo; ambos vieron los dibujos con especial atención.
En el canal infantil mostraron unos nenes haciendo castillos de arena; en eso, apareció una mujer embarazada. Sonaba una guitarra y un saxofón; los nenes cantaban una canción seguramente inventada por el programa mismo. Entre canción y canción, Mateo se acurrucó y Azul pasó el brazo alrededor de él.
Evidentemente era un tema que no iba a tocar, en el que no iba a explayarse y mucho menos abrirse conmigo: no se había dado la situación. Estaba bien. No iba a presionarla. Aunque me resultó raro porque, desde que nos mudamos, la vi como a mi familia y me costaba creer que mi familia me ocultase cosas. Menos cuando se trataba de su mamá.
La mamá de Azul fue muy importante para mí, por no decir la más importante de toda mi adolescencia. En la época en la que Helena se iba de viaje con papá, que papá hacía sus negocios en Corea del Sur y China, yo me quedaba en casa con Rosario y el novio de Rosario, o sola, porque Ro se mudaba a la casa del novio de turno. Yo tenía esa facilidad para ser inútil cuando mi familia estaba en casa, pero indudablemente autosuficiente cuando se iban todos. Era así. Además, a Helena jamás le había gustado Azul, porque la consideraba de un barrio inferior. En cambio, la mamá de Aiz me adoraba. No fui a su casa porque Aiz jamás me invitaba (vaya uno a saber por qué), pero la mamá venía a buscarme al colegio y nos llevaba a almorzar a la tarde. Algunos fines de semana nos invitaba al campo y andábamos en caballo; ordeñábamos las vacas; jugábamos con las gallinas y los patos del estanque; corríamos cada vez que veíamos un sapo porque, por supuesto, las dos le teníamos miedo. Mis recuerdos sobre la madre de Azul eran muy buenos como para que su hija me respondiera así, con total indiferencia.
—¿Parto natural o cesárea? —me preguntó.
Espabilé. Había deslizado la remera por sobre los hombros y la había arrojado al tacho de ropa sucia; cerré la ventana y prendí el aire en dieciséis.
Ella había visto la marca debajo de mi abdomen.
—Cesárea. Ni en pedo sufría —respondí.
Me sonrió. Mateo me miró y enseguida comprendí: baño. Se bajó de la cama y fuimos juntos, de la mano, hasta el baño. Cuando se terminó de sentar bien, esperé al lado y Azul, desde la cocina, comía un pedazo de pan que había sobrado del almuerzo.
—Si tuviera que elegir, haría parto natural —dijo.
—¿Por qué? No me digas eso de que es el momento más hermoso de la vida de una mujer.
Hizo una mueca. No terminé de entenderla. No supe si estaba disgustada, si era irónica o simplemente indecisa. Torció el labio, se cruzó de brazos y contempló la pizza bajo la luz amarillenta del horno. Ya era hora.
—No me gustan las operaciones —dijo, al final.
⁕⁕⁕
Era más de media noche. Los ojos no se me cerraban del todo; el sueño no quería llegar. Azul me dijo que era porque no me movía mucho durante el día, y yo le respondí que tratara de cuidar a Mateo ocho horas seguidas. Me dio la razón y no tocó más el tema.
Pero era de madrugada y todavía no había pegado ojo; Mateo se había levantado dos veces para ir al baño (en las que no hizo absolutamente nada) y le preparé una leche caliente para que, por lo menos, a alguno de los dos le llegara el sueño. A todo esto, Azul no paraba de roncar.
No supe cuándo me quedé dormida, solo supe que vi flores, luces, a mi mamá y a Rosario; después a la persona sentada en el borde de mi cama y a Mateo, arrodillado, jugando con Emmanuel. Cuando, de repente, me llamaron.
No pude decir qué se me salió primero: si el corazón o los pulmones. Agarré el celular con rapidez y contesté. Después de escuchar la voz de una mujer hablando durante veinte segundos, dije «equivocado» y corté.
—Qué linda hora para llamar. —Azul se removió entre las sábanas. No me había dado cuenta de que había dejado de roncar y que ahora sus ojos brillaban desde la oscuridad.
—Se equivocó de número.
Me toqué el pecho: el corazón seguía latiendo a un ritmo frenético. Inhalé y exhalé por un buen rato hasta que la mano de Azul se apoyó sobre mi espalda y se sentó a mi lado. Aiz vestía un conjunto de pijama de fibra muy suave, blanco con círculos negros. Tenía abotonado la parte superior hasta el cuello, como si quisiera asegurarse de que no se le escapara nada, pero mientras dormíamos, el short se le subía hasta dejar media nalga afuera.
—Nunca vi a nadie tener un ataque cardíaco por una llamada telefónica —me dijo.
—Es la costumbre —respondí.
—¿Sabés? Dejá tu carrera y anotate en Psicología.
—Tengo una habilidad para estas cosas, ¿no?
—Tenés un don.
Mateo abrió los ojos y alzó las manos; lo agarré de los brazos y lo traje a la cama con Azul.
—Antes, ¿te acordás? Cuando éramos más chicas. Papá y mamá se iban de viaje durante muchísimo tiempo. No puedo… no me acuerdo bien cuánto tiempo. Pero de lo que sí me acuerdo es que me quedaba sola con Ro, y ella a veces les mentía diciéndoles que estaba conmigo. Al final se iba siempre a la casa del novio.
—Era muy normal en Rosario eso.
—¿Entonces?
Su voz salió repleta de ansiedad.
—Por suerte, no pasó nada. Por suerte.
Mateo gruñó unas palabras y lo dejé otra vez en su cama. Dio vueltas, chilló algo y traté de calmarlo con una mano. Azul no hablaba. No capté su silencio hasta minutos más tarde. Para entonces el sueño volvió y los movimientos de mis ojos eran cada vez más lentos y delicados.
—Ayer me preguntaste por mis papás —dijo Azul.
Volví a abrirlos, ahora con atención. Pero no respondí.
—Estoy peleada con ambos. Desde que tengo dieciocho años. Por eso no les hablo ni me gusta contestarle las llamadas. Y, si tengo un poco de suerte, no los voy a volver a ver nunca más.
—¿Por qué?
No respondí. No supe qué decirle. Y al rato la escuché roncar otra vez.