Amaya M. Vicario
Amaya Muñoz Vicario (1975, Bilbao) vive actualmente en Burgos y se define como arquitecta técnica y escritora. Concibe la literatura como entretenimiento, denuncia y reflexión.
Ha ganado varios premios en concursos de relatos y microrrelatos de su ciudad y en Instagram. Ha participado en varias antologías, como Amor, humor y otros crímenes, Historias de un verano y Relatos en una maleta entre otros. Publicó su primer libro de relatos en marzo 2022 y en breve sacará a la luz su primera novela.
Sinopsis
Lisa tiene la clave perfecta para el éxito con sus citas con chicos y chicas: su blusa rojo pasión. El lugar idóneo para ponerla a prueba es su curso de cocina. Nada puede salir mal, ¿o sí?
Una blusa rojo pasión
Echar un polvo puede parecer fácil, pero no lo es en absoluto. A veces, todo se conjura y te sale el tiro por la culata por más que apuntes y dispares. Y eso que, en mi caso de mujer bisexual, digamos que el mercado está más abierto, hay más donde elegir, vamos. No me limito solo a la mitad de la población, pero te prometo que hay ocasiones que ni por esas.
Recuerdo con claridad aquella noche fatídica con Fran. Era un compañero de un curso de cocina al que me apunté hace dos años. El tío era un puñetero cocinillas, con perdón de la expresión. Yo lo miraba y pensaba: «Como haga el amor igual que cuida la presentación del plato, con este tío salen chispas». Porque era de los que te ponen espuma de rodaballo con pétalos de tomate y florecillas del campo y encima te lo comías todo, porque estaba de muerte. Así que, qué queréis que os diga: este chico prometía. A ver si tienes tanta mano con lo otro, jejeje. Y allá que fui yo a la cena de fin de curso.
Primer cataclismo a la hora de decidir qué ponerme. La elección es fundamental, todas lo sabemos. Si me pongo esta falda, ¿será muy corta? Porque, claro, si me siento (que me sentaré en algún momento, digo yo), se me pegará el culo en esas sillas de escay y luego para levantarme me dejaré media piel incrustada allí (más el dolor de despegarlo, que también cuenta). ¿Y si me pongo estas medias finas? Son monísimas, a la de la revista le quedan fenomenal, tan sexys… Pero son súper delicadas y yo más garrula que Ramón el del camión, que seguro que en una de las veces que me las subo en el baño, me las cargo sin problema. Ya me imagino la vuelta:
—Lisa, ¡Virgen del amor doloroso!, ¿no tienes un carrerón en las medias? —me diría Natacha, la lista de clase.
—No, bonita, que esta temporada se llevan así. Estilo vintás casual…
Buf, ya me tocó contestarle así el año pasado, que por algo lo sé, con lo rechula que es ella. Así que al final me decidí por un traje pantalón y una blusa rojo pasión, que me disimulara la tripita y resaltara mi pecho, hay que distraer al personal, ya sabes. Yo todo mona y arregladita, con mis labios rojos mate, que eso sí que es tendencia este verano (lo de las medias no, ¿eh?) y con la mirada fija y seductora en mi Fran. Hasta que se me metió un pegote de rímel en el ojo; no era resistente al agua y esa fue la cagada. Llora que te llora, pañuelitos y demás, pero nada. Al final tuve que ir al baño y cargarme el pedazo maquillaje que me había currado en media hora. En fin, estas cosas pasan. Lo retoqué lo mejor que pude y volví a la plaza de toros. Allí estaba mi chico esperando. No le importó demasiado lo de la máscara de pestañas, estaba absorto en mi escotón, por algo os decía que hay que desviar la atención a la presa. Menos mal que el garito había bajado las luces, solo se veían los contornos y no el estropicio de mi cara.
Bailoteo para acá, bailoteo para allá, perrea, perrea, y ya lo tenía como un corderito. Te prometo que pensé: «Joder, qué fácil ha sido, ¡con lo exquisito que se ponía con las florecillas!». Pues sí. Puedes imaginarte que llegamos a la parte de la pregunta obligada: elegir lugar para echar el polvo. Y no me digas que en tu coche, Fran, porque entre que yo soy grande (talla XXL, admitámoslo) y él tenía un Corsa de tres puertas, tú verás por dónde entro, lo primero. Y cómo rebullimos después, lo segundo. Pero no hizo falta, gracias al cielo; en un taxi fuimos a su apartamento y rogué que no tuviera compañeros de piso, más que nada porque en estas ocasiones especiales se agradece un poco de intimidad, nadie que entre en lo más álgido del momento para preguntar que si hemos encontrado sus calcetines del Madrid.
¿Te he dicho que Fran era un sibarita? Pues en las distancias cortas es cuando te la juegas, como el anuncio de la colonia. Porque aquí le vi yo en su salsa, y nunca mejor dicho, porque le dio por el chocolate.
Aquí debo hacer un inciso importante: odio el chocolate. Lo sé, soy un bicho muy raro del espacio estelar, pero es lo que hay. Me pasaría algo de pequeña, que me zamparía tres kilos de chocolate, empacho que te crio y ahora ni verlo… Quizá todo el mundo se muere por un coulant con su centro de cacao líquido y caliente, pero a mí mejor dame un buen chuletón. Total, que después de unos jueguecitos preliminares, yo te meneo, tú me chupas, me tumbó en la cama y me dijo:
—Un momentito, que esto va a ser especial.
Vísperas de mucho, días de nada. Eso decía mi madre que sabe un huevo. Efectivamente. El tío apareció con un sirope de chocolate y a mí me dio la náusea casi de inmediato. Se deleitó con la salsa en mis pezones mientras yo intentaba no respirar, no oler, no fastidiar el plan. Pero ya la pera limonera llegó con mi felpudo.
Sí, correcto: felpudo. Sé que se lleva brasileño o incluso lampiño, limpito-limpito, pero cuando probé la primera sesión de láser en mi chocho, con esa descarga de calor entre las piernas, calor del chungo, ¿eh?, juré que no volvería por allí más. ¿No te tienen que querer tal y como eres? Pues eso, aquí estoy yo con mi felpudito, bien cuidado, eso sí, que lo cortés no quita lo valiente. Y al pavo, que estaba ignorando mi cara de asco, no se le ocurrió otra cosa que verter un chorrete —de chocolate, todavía, no pienses mal…— a mi almeja. Reconozco que el trabajito de su lengua estuvo bastante logrado al principio, pero entonces noté que me empezó a tirar de los pelos de abajo. Y cuanto más intentaba desenredarlo, más me tiraba.
—Para, para, paraaaaaaa. —Lo aparté de un empellón. Cuando hay dolor, se me olvidan los modales, ya lo siento, mami.
Me levanté de estampida al baño para limpiar aquel desaguisado y te puedes imaginar la estampa: mi felpudito hecho un amasijo de pelos y chocolate QUÉ ODIO. Y se me ocurrió meterme en su ducha, a la que, por el aspecto roñoso, todavía no le habían presentado a Don Limpio. Busco en los estantes algo similar a mi gel de baño hidratante con aceite de aguacate y extractos de sal marina y solo tenía una especie de para-todo-lo-que-necesites con olor a ámbar masculino. ¿Tan difícil es tener un gel, un champú, un acondicionador y una mascarilla hidrantante? Un solo bote en el estante ¿no será simplificar demasiado? En fin, para cuando quise lavarme con su 4-en-1 y volver, el pibe estaba roncando como un bendito. Adiós, polvo con el sibarita. Otra vez será, como dicen en la lotería.
Si esto te parece que solo te puede ocurrir con un chico, espera a que te cuente la traca final con una chica. Traca, traca. Literal.
Ella era Amanda. El nombre le pegaba con su personalidad: tan alta, tan perfecta, tan arreglada que todavía me pregunto cómo pudo terminar con un champiñón como yo. Por lo menos, en este caso no tuve que esmerarme en un maquillaje impoluto, ya lo llevaba ella y yo pasaba de hacerle la competencia.
También la conocí en la clase de cocina, vino el año pasado. Ya ves, estas clases dan para mucho. Además de cocinar y comer, conoces gente y ligas mogollón. El plan perfecto. Bueno, pues en la cena del curso siguiente a lo de Fran, mi objetivo era ella. Lo cierto es que algunos alumnos la llamaban doña Olores, porque más que probar los platos, los olía.
—Pero a ver, hija —decía el profesor—, que el queso de Cabrales huele fatal y luego sabe delicioso.
Pues ella, nada. Ni aunque se lo hubiera dicho el Dalai Lama. Si no tenía buen olor, nada.
El restaurante elegido esta vez era de cocina minimalista, como digo yo: unos platos monísimos, que parecen sacados de un museo de pintura, pero no vayas con hambre que lo vas a pasar mal, muy mal. Como yo ya lo sabía, en la comida del mediodía me encasqueté entre pecho y espalda una buena fabada asturiana para compensar la escasez de la cena. Unas fabes ricas, ricas, con todo su acompañamiento y, por lo menos, ya estaba tranquila de que, pasara lo que pasara esa noche, con hambre no me iba a quedar.
Otra pelea en el armario antes de la cena para ver qué me ponía: esto no pega, esto me ajusta, esto me marca, a dónde voy así. Total que terminé con la misma blusa rojo pasión de la otra vez.
Y ya en la cena, lo de siempre: brindis, risas, miraditas y un calorcillo por dentro que no veas.
En la pista de baile, más perreo, más regetón y no sé muy bien cómo —la noche confunde, dicen—, pero terminó la noche conmigo. Buena elección, Amanda. Y, por supuesto, ya me encargué de dejarle bien claro que el chocolate no me gusta, por si las moscas. No vamos a tropezar otra vez con la misma piedra, Lisa.
Me llevó a su casa, tan impecable y magnífica como ella. Nos empezamos a desvestir en el pasillo, arrancando la ropa con una fiebre que ni el capitán Smith y Pocahontas en la canción de Madonna. Llegamos a su dormitorio y a su cama king-size de dos por dos. No me esperaba menos de ella.
Pequeña aclaración aquí: ya entonces me estaba dando un poco de guerra mi estómago y me preguntaba si serían las fabes, la espuma de trufa con escarificaciones de ostras o los tres gin-tonic que me había chutado en la discoteca. O quizá todo junto. Yo metía mi tripa (abdomen, chicas, abdomen, como decía mi profesora de Pilates) para controlar la batalla que se empezaba a preparar allí y parecía que de momento lo iba controlando. Punto positivo, Lisa.
Cuando nos pusimos al tema del apotema, al final terminamos en la postura del 69, ella de un lado, yo del otro y lame que te lame en el punto álgido la una a la otra. La verdad es que Amanda podía ser todo lo estirada que fuera, pero era una experta en el arte del cunnilingus. Yo, por mi parte, estaba feliz. ¡Por fin un polvo como es debido! Yo estaba a lo suyo, ella a lo mío y noté que me relajaba y que me elevaba y que el orgasmo venía a oleadas hacia mí y que…
Me voy, me voy, me vooooooooooy…
Y entonces:
Prrrrrrrrrrr.
Madre mía.
Amanda se paró en seco y me miró. Eché de menos una tercera persona a quien culparla, porque claro, si somos dos y tú no has sido, pues… En ese momento, pensé «Tierra, trágame. Trágame todo lo profundo que puedas hasta que aparezca por las antípodas, por favor.».
Ese momento no se lo deseo ni a mi peor enemigo, la peor tortura que te puede hacer tu cuerpo, de verdad.
No olvidaré los ojos de Amanda cuando me lanzó la ropa que se había quedado por el pasillo. Todo el tiempo que me lo había currado, tanto esfuerzo, tanto baile, tanto paripé y ahora se acababa todo por una cagada mía. Perdón, cagada no es la palabra —siempre puede ser peor, dicen—, mejor metedura de pata. Eso.
En fin, así que ahora, cuando me fijo un objetivo, ya sea hombre o mujer, lo tengo muy claro. Hay varias pautas a tener en cuenta. La primera es llevarte en el bolsito un gel y un champú en tamaño avión. Nunca sabes cuándo puedes necesitarlo.
Lo segundo es tener mucho cuidado con la comida. Aunque la cita sea durante la cena, tu estómago puede ser traicionero y es capaz de aguantar lo que hayas comido para liarla en el momento más insospechado. En fin.
Aunque también pienso en una tercera posibilidad. Esa blusa rojo pasión… ¿será casualidad que estuvo en las dos citas? ¿Podría actuar como una especie de amuleto de la mala suerte? Joder…
Por si acaso, ten cuidado también.