Nuestras flores
VII. Rosa centifolia: Gratitud
También, en otro momento de mi vida, me hubiera dormido enseguida. Mi mamá era fan de la aromaterapia, y solía llenar la casa de aromatizantes. Antes de dormir, rociaba las almohadas con perfume y todas las mañanas, sin falta, se bañaba en uno con fragancia a vainilla, muy fuerte. Creí que, si mi mamá estuviera en ese departamento, se hubiera vuelto loca. Había una explosión de olores, desde los más sutiles hasta los más evidentes. Y después de respirar así, hondo, por un buen rato, todo ese aroma entró en mí y me relajó el cuerpo; quedé casi colgando. El pecho me subía y bajaba a un ritmo lento.
—Aiz —la llamé.
No me escuchó. Supuse que ya dormía. Giré la cabeza y la vi acostada sobre el pequeño sillón, que a simple vista parecía más incómodo que una cama de hierro. No sé por qué no había cerrado la persiana y en cambio dormía con la luz de los faroles, la luna y la sombra de las flores del balcón, todo proyectado en el monoambiente. Pero la escuché respirar con tranquilidad. Estaba bien.
A mi lado, sobre la cama, Mateo también dormía. Tuvimos que comprarle pañales en una farmacia cerca (en realidad, fue Azul: apenas volvió de la farmacia me dijo «no puedo creer que los pañales vengan por talle»; y lo dijo en serio). Por suerte compró el talle adecuado, cambiamos a Mateo (más bien, lo cambié yo: ella manejaba al bebé como si fuera de arena, y tenía miedo de que se le escapara de las manos). Y lo acostamos, aunque él no tuviera muchas ganas de dormir todavía.
—Si necesitás…
—No. Mañana me voy. No te quiero molestar.
Ella asintió y vi cómo preparaba su cama en el colchón. El pelo azabache le llegaba hasta la mitad de la espalda, y su cuerpo tenso de forma constante indicaba que no pensaba en otras cosas que no fueran obligaciones. Automáticamente después de armar su cama, lavó los platos, barrió el departamento, pasó un trapo por el baño, cortó las hojas negras que veía en el balcón y regó las plantas. Todo con una mecanicidad que no admitía el descanso. No frenó a tomar agua ni una vez. Cuando yo le hablaba, o Mateo se acercaba para mostrarle algo, ella sacudía la cabeza, abría los ojos, como despertándose de un ensimismamiento, y respondía con vergüenza, en voz baja, casi sintiéndose culpable por olvidarse de nuestra presencia. De adolescente, recordaba, era delgada como las modelos que veíamos en Facebook, con una fragilidad absoluta. Ahora recuperó masa muscular, sus brazos estaban tonificados y la remera del pijama apoyada sobre la espalda le marcaba los trapecios. Era atractiva. No, bueno. Siempre lo fue. Pero decía que parecía más… tocable. Aparte de su forma de vestirse, con colores neutros y joggings, remeras sueltas o abrigos XL le daban un aire andrógino.
Antes de quedarse dormida, escuché que me dijo: «Quedate más días, no quieras ser educada», y nada más. Era cabeza dura; seguro ya lo mencioné.
Agarré mi celular y vi que nadie me había contestado en el grupo familiar. Mi mamá había intentado llamarme varias veces, pero como estaba ocupada con Azul, jamás le contesté; Rosario lo mismo. Del único que no sabía nada era de mi papá.
Tenía un par de mensajes de Emmanuel, pero no los abrí. Y de Ciru y Jose.
Tenía que dormir. No lo hice.
Me asustó un ronquido de Azul en la madrugada. No me lo esperaba para nada, porque era algo que hacía mi papá y, a veces, cuando se sentía mal, Emmanuel; pero una chica de veintiún años roncando como si se le hubieran tapado todas las vías respiratorias con una piedra me llamó la atención. Pero lo ignoré. No era nada grave después de todo. Además, Ciru también roncaba por momentos.
Al rato, volvió a hacerlo.
٭٭٭
—¿Qué hacés? —le gruñí.
—Es día entre semana —me contestó. No entendió la pregunta. Vi cómo se puso los zapatos, cómo buscó la mochila con la mirada y se la colgó sobre el hombro—. Te dejo las llaves ahí, sobre la mesa. —Abrió la heladera y sacó un jugo—. Hay leche, galletitas, pan, y otras cosas. —Miró a Mateo, que se estiraba y removía sobre el colchón. Azul tragó saliva. Abrió una alacena, sacó unas Oreos y las apoyó de forma lenta sobre la mesa, mirando a mi bebé—. Si necesitás algo más, le podés pedir a Rafaela, o a Esteban, o Diego. Son los vecinos.
—No los conozco.
—Pero ellos a mí, sí.
—¿A dónde te vas?
—A la facultad. Y después a la florería.
—¿Vas a comprar más flores?
Arqueó una ceja.
—¿Te vas? ¿En serio?
—Me tengo que ir. Es mi obligación. —Azul abrió la mochila y buscó algo con la mano—. Este departamento lo mantengo yo. ¿Qué pensabas?
—Nada, yo…
No supe qué decirle. Sacó la billetera y contó la cantidad de plata que tenía. Hizo una mueca y la volvió a meter.
—Roncaste toda la noche —le dije—. Toda la noche.
—Perdón —me respondió, sin prestarme mucha atención.
—¿Estás bien? ¿Tenés algún problema?
Arqueó una ceja y me ignoró. Algo de la sobriedad de su vestimenta retornó: usaba los mismos tonos neutros, pero ahora con un saco negro y largo, y unos pantalones de vestir de Zara. De más chica tampoco le gustaban tanto los colores. En general, no salía del negro.
Volvió a subirse la mochila al hombro y agarró una galletita de masa negra que había dentro de la heladera. «No encuentro los auriculares», susurró para sí misma, y paseó la mirada por todo el monoambiente. Qué fácil debe de ser encontrar cosas acá, pensé.
No me contestó. Siguió buscando los auriculares, con el celular en una mano y la mochila en la otra. Yo me senté en la cama y le sonreí a Mateo, que recién acababa de despertarse del todo y ya había empezado a decir «mamá, mamá, mamá».
—¿Cómo dormiste vos? —le dije a Mateo—. Mejor que yo, seguro.
—La calle hace ruido. —Se refería a la avenida.
—Sí, pasan autos todo el tiempo.
—¿Y la leche? La leche, mamá. —Se enjugó los ojos—. Con chocolate, mamá.
Lo agarré de las manitos y jugué con su panza: me encantaba su redondez, la suavidad del ombligo. Solía darle besos ahí cuando nadie me estaba viendo. A Mateo le daba cosquillas.
Azul me miraba desde la puerta.
—Seguro durmió bien porque debe de estar acostumbrado a su padre, a los ronquidos de Emmanuel. Aunque no son tantos, tipo, a veces ronca, no todas las noches. Pero cuando lo hace, no puedo pegar un ojo en…
Y entonces escuché que cerraban la puerta con toda la fuerza posible. Cuando levanté la cabeza, Azul ya no estaba. En ese momento me paré y prendí una de las luces. Miré a mi alrededor algo descolocada.
¿Se enojó?
Miré el calendario pegado a la heladera, los libros sobre la mesada y dos vasos en el fregadero. En realidad, no estaba mirando nada de eso.
¿Se habrá enojado?
Levanté a Mateo de la cama y lo arropé contra mí, pero él me pidió que lo bajara. Enseguida sentí el nudo en el estómago, en la boca del estómago, como un papel arrugado. Después, sin poder evitarlo, me senté sobre el sillón donde Azul había dormido, me recosté y posé la cabeza contra el apoyabrazos, tal cual como había hecho ella. Me di vuelta, me giré, me puse bocarriba y bocabajo. Y no importaba cómo me acostara, los músculos se me tensaban por la incomodidad, el cuello me colgaba con dolor y no tenía lugar para las manos; los pies se me salían del sillón y tenía que doblarlos para entrar. La sábana que usó parecía de aire: apenas tapaba una porción del pecho y su tela era grumosa, vieja.
Obvio que se enojó. Obvio, obvio, obvio.
Y nunca le dije gracias.
Me levanté del sillón, ahora con el nudo de la angustia en la garganta.
Soy una desagradecida. Soy una desagradecida. Emmanuel tiene razón.
Miré a través del balcón si ya se había ido: no la vi sobre nuestra vereda, ni en las próximas. Iba a volver tarde, seguro, porque tenía facultad, tenía trabajo. La molesté porque se levantó temprano. La molesté porque era responsable, cuando yo soy una vaga, una mantenida, una…
¿Qué me pasa?
Además, ¿cómo le pedía perdón? No podía simplemente decirle «mirá, lo siento, dije esto y no te lo merecés», porque las palabras son aire y el dolor es físico; nada de lo que dijera podría revocar un momento feo como ese. Y no tenía su celular, ni siquiera podía llamarla. Estaba en la nada.
¿Cómo lo arreglaba? Miré el departamento: una mesa redonda de vidrio con tres sillas rústicas, una isla rectangular de madera, el horno pequeño y la heladera blanca. Sobre los muebles de cocina había distintos frascos de condimentos dispersos, como el de pimentón rojo, laurel, cúrcuma, ajo en polvo y nuez moscada; y no faltaban las plantas que colgaban por cualquier lado: había una sobre la heladera, otras tres se situaban alrededor de la pileta de la cocina, dos cactus sobre la isla, una Estrella Federal[1] como centro de mesa, y otras plantas colgadas de la pared que no reconocí. La tele, delante de la cama, estaba apoyada sobre un mueble que servía también para guardar libros. Las paredes amarillas y los colores cálidos de los muebles contrastaban un poco con ese aire sobrio y negro que arrastraba ella consigo a todos lados. Tal vez ahí ella podía ser como ella quisiera. Y yo vine a invadirla.
Agarré a Mateo, revisé el pañal; lo di vuelta, lo lavé, lo sequé con una toalla que Azul compró para él. (Hay leche. No puedo creer que los pañales vengan por talle). Lo acosté en la cama y busqué una escoba con la mirada. (Si lo necesitás, podés venir cuando quieras). La encontré; barrí un poco la cocina, un poco la sala, un poco el dormitorio porque era todo lo mismo, junté las hojas muertas y las tiré en el tacho. Después, nada. Me encontré dando vueltas por las mismas zonas durante un rato largo. (A mi casa, Dedé, ¿a dónde va a ser?).
Dejé la escoba. No, no era suficiente. Limpiar cuarenta metros cuadrados no era una recompensa, no saldaba esa deuda. Me acerqué a la heladera con la idea de prepararle algo a Mateo. La abrí. Vi pan integral, leche de almendras, castañas de cajú, verduras en cajones sellados. Eché un vistazo al calendario, después a la hoja pegada a un costado. Decía: «Facu, 6 a. m.; Florería, 2 p. m. a 7 p. m.».
Leche de almendras está bien, pensé. La agarré y la puse en un vaso. Cuando quise buscar el microondas, noté que no había.
Me quedé con el vaso en la mano. Una idea me surgió. Era algo que hacía a menudo, que me causaba un placer que duraba un segundo y nada más; pero en ese momento me pareció perfecto. Dejé el vaso sobre la mesada y agarré a Mateo.
٭٭٭
—¡Llegué! —anuncié.
Eran las ocho de la noche.
Las últimas veces que había dicho eso, nadie me había escuchado. Emmanuel con el trabajo, Rosario con el novio, mamá con sus compras, papá Dios sabe. Después de tantas veces lo dejé de decir. Ahora fue distinto. Cuando abrí la puerta, la vi sentada sobre la cama, mirando el celular. Levantó la cabeza con entusiasmo y enseguida frunció el ceño y enseguida abrió los ojos y enseguida se incorporó.
—¿Qué es eso? —me dijo, antes que cualquier otra cosa—. ¿Dónde…? ¿Qué es eso?
Arrastré las tres cajas con un pie; Mateo salió disparado hacia la cocina con un juguete nuevo que le traje del shopping: era una rana con patas largas y ojos saltones. A todo esto, Azul me miraba sin entender, sin querer entender y con las manos entre pararme y dejarme estar.
—¿Qué es eso? —me volvió a preguntar. Miró la caja, leyó lo que decía y me miró a mí—. ¿Para quién son?
—¡Para vos! —Puse una de las cajas, la más pequeña, sobre la mesada de la cocina. Mateo se agarró de mi pierna—. Siempre me dijiste: «Sos la nena rica de mamá, porque tu papá ni está en casa». Y tenías razón y tenés razón. ¿Te acordás? —Se puso roja de la vergüenza—. Esto es para demostrarte a vos y a mí y a todo el mundo que la plata tiene su lado altruista…, ¿se dice así la palabra? Ah, calculé la mesada, más o menos, ahí, a ojo. ¿Te gusta? Es el más chiquito que encontré, pero dicen que calienta igual de bien.
—Trinidad, ¿vos estás loca?
Abrí la caja y saqué el microondas. Lo puse sobre la mesada y lo acomodé ahí, al lado del lavamanos.
—¿Cómo me vas a traer eso? ¡Es carísimo, Trinidad! ¿Qué más trajiste?
—¡Se dice «gracias, gracias, mi amor»! —De la otra caja saqué una pava eléctrica, un juego de platos, tenedores y cuchillos, ollas de colores azulados, tazones grandes para desayuno—. Mirá este vaso térmico. Así te lo llevás a la facultad. Dura como doce horas. Y si dura una hora menos, voy y lo cambio. No me gusta que me mientan las publicidades.
Azul no me respondía; tenía la boca levemente abierta.
—Y comida para Mateo. Y ropa. Y algún que otro juguete. Le traje una cama desplegable también, para que nosotras dos podamos dormir en la cama y él, en la suya. Así no te rompés la columna durmiendo ahí, en ese sillón. A todo esto, amiga, perdoname por lo de hoy. Cuando te fuiste me sentí muy culpable. Dije «qué boluda», porque te traté mal. Yo no…
Cerré los ojos y la rodeé con mis brazos también.
٭٭٭
Cenamos. Noté que tenía el cuerpo fatigado, cansado, por cómo arrastraba los pies por el piso. Desprendía olor a tierra y con las manos ennegrecidas se tocaba la cara; en menos de diez minutos estaba hecha una mandrágora. Entró a bañarse. Del baño salía olor a coco, a vapor mezclado con piedras aromáticas. Para cuando terminó, yo ya tenía la cena lista.
—Milanesas de soja —dijo, cuando las vio servidas en el plato sobre la mesa—. ¿Puede ser que…?
—A mí me gustan quemadas —repliqué—. Espero que a vos también.
—Obvio —me dijo, con una sonrisa irónica.
Nos sentamos. Ella comenzó a comer mientras yo le explicaba a Mateo cómo agarrar bien los cubiertos. Ella nos miraba. Tal vez estaba acostumbrada a comer sola y, de repente, un nene y una gritona como yo estábamos ahí, interrumpíamos la paz. Pero para mí había mucha paz en el ruido.
En un momento, a Azul le sonó el celular. Era una llamada entrante. Ella ni siquiera alzó la vista para ver quién era: movió el dedo y canceló la llamada. Iba a preguntarle por qué lo había hecho cuando me llamaron a mí también. Era Helena, mi mamá.
Caminé hasta el balcón y atendí.
—Cuando llegue, quiero ver esas ollas nuevas —dijo. Fue lo primero que dijo. Ni cómo estaba, ni qué hacía. Su voz tenía un tinte de alegría.
—No son para casa —le respondí.
Le habían llegado las facturas de la compra por mail. Uf. Me había olvidado de decirle a la cajera que quería el tique impreso, no por correo electrónico. Sentí el nudo, otra vez. En la boca del estómago. Por un momento vino esa idea a la cabeza: la idea de que jamás habían entendido el mensaje. Peor: jamás lo habían creído.
—No son para casa —repetí.
—¿Qué? ¿Y para qué son? ¿Para el edificio? —Se rio de su propio chiste, pero yo la interrumpí.
—No, mamá. No. No estoy en casa. Vine a vivir a lo de Azul. Te dije. Te lo dije.
Hubo un silencio.
—¿Y Emmanuel? —preguntó.
—Estamos separados. Cuando se vaya, vuelvo al departamento. Antes no.
—Pero él me dijo que estaban juntos otra vez. Que lo de ayer…
—Él te mintió. Te mintió, mamá. Dejá de creerle.
Se lo dije a ella y me lo dije a mí.
Corté la llamada sin dejarla terminar. El viento movía las flores y mi pelo. No me di cuenta, pero estaba llorando para cuando giré la cabeza hacia la luz del departamento. Vi a Azul tratando de explicarle a Mateo cómo comer, y él la veía y la imitaba, pero ahora con la zurda en vez de la diestra.
Entré al departamento y Azul me siguió con la mirada.
—Tengo una idea —dijo, cuando me senté. Yo me soné la nariz con una servilleta—. ¿Qué tal si apagamos los celulares a la hora de cenar?
—¿Y pasamos tiempo de calidad? —dije, levantando una ceja.
—Claro, como una familia de película.
—Me parece bien.
Y me sonrió.
[1] Nombre por el que se llama en Argentina a la Euphorbia pulcherrima, también conocida como noche buena, flor de pascua o pastora.