Nuestras flores
VI. Trinitaria: Perplejidad
Me sirvió un té, que ni probé, que ni toqué; lo dejé sobre la mesa y me quedé tildada viendo cómo subía el vapor.
Levanté los ojos y observé que Azul tenía colgado un cuadro con el título del secundario enmarcado, junto con el reconocimiento de mejor alumna. Abajo, un curso de jardinería aromática y otro de jardinería estacional.
—Tenés muchos logros —le dije. Se me entrecortó la voz.
—Vos también —me respondió, sin mirarme—. Hasta ahora no sangraste ni una vez.
Sonreí.
—Te acordás de mi cumpleaños.
—Obvio, ¿cómo me voy a olvidar?
—Vos, la que no se sabía ni el cumpleaños de tu mamá.
—Es diferente. —Y se sentó adelante de mí, con los dedos entrecruzados—. ¿Querés hablar?
—Mucho no. No puedo hablar. Me duele la voz. —Arropé a Mateo—. No se merece que lo tenga que estar moviendo de acá para allá por los problemas de sus viejos. Él tendría que, no sé, estar jugando, viendo una peli…
—Me parece que estás pensando en Mateo para no pensar en vos. —Azul retiró el té de la mesa; en su lugar, puso un termo con agua caliente y un mate que olía a menta y coco—. Quedate. Pensá en lo que tengas que pensar. Hablá cuando quieras y con quien quieras. Y si querés, me llevo a Mateo a algún lado y…
—Gracias —le dije.
Azul hizo una mueca, no entendí bien de qué. Pero por cómo me miraba, por la inclinación de su cabeza y el brillo en los ojos azules, entendí que me sentía lástima.
—¿Te sirvo un mate? —me dijo.
—Sí —respondí.
Y empecé.
٭٭٭
Para cuando terminé de hablar, ya era de noche, tenía seis llamadas perdidas de mi mamá, ocho de Rosario, un par de Ciru y Josefina, y casi ochenta de Emmanuel. Había apagado el celular.
—Mi mamá me debe de querer cagar a trompadas —dije mientras chequeaba los mensajes.
—¿Por qué?
—Por todo lo de Emmanuel.
Levantó las cejas y se paró; fue a cambiar el agua mientras yo buscaba alguna contestación decente, sin que me dejara en ridículo otra vez. Mateo jugaba en el balcón con el pulverizador que le había prestado Azul, y se encargaba de «un proceso importantísimo», según Aiz, el cual consistía en decirle cosas lindas a las plantas para que crecieran más rápido.
—Creo que deberías llamar a Emmanuel. Tenés a su hijo escondido en esta cueva. Y también porque deben de estar buscándote por todo Buenos Aires.
—Emmanuel. Mis viejos, no. Están afuera.
Azul iba a decir algo, pero se calló. Se puso a preparar el mate otra vez, con la cabeza gacha.
—¿Se fueron de viaje en tu cumpleaños? —me preguntó, con tranquilidad fingida.
—Sí.
Por un rato no hablamos.
—Pero deberías llamarlo igual. A Emmanuel, digo. —Se volvió a sentar delante de mí y tomó un sorbo del mate.
Entorné los ojos.
—Tenés —enfatizó.
—Ya sé.
—Pero no le digas que estás acá, conmigo.
La miré.
—¿Por qué?
—Porque todavía me odia, ¿no?
No le contesté. Me levanté de la silla.
—¿Puedo ir a hablar al balcón? —pregunté.
—Sí, cuidado con la espina de las rosas. —Me señaló la manija de la puerta y, sin que se lo pidiera, agarró a Mateo.
Yo, con una mano apretando el celular, lancé un último vistazo a Azul mientras ella sostenía a Mateo de las axilas y lo miraba con miedo. Era un bebé nada más, pero lo agarraba como si fuera una bomba, y tuve otra vez ese cosquilleo en el estómago. Un atisbo de alegría. O de recuerdo.
٭٭٭
Mandé un mensaje al grupo de la familia. Decía así:
Terminamos con Emmanuel. Recién cortamos la llamada y quedamos en separarnos definitivamente, porque le encontré un sobre de preservativos en el bolsillo, y esto es solo la gota que colma el vaso, así que no, no me voy a bancar más cosas, no voy a seguir por el bien de Mateo, ni voy a aguantarme que me pidan que me siente a hablar con él (tuve que aclararlo; de otra forma, imposible). Ya sé que es mi cumpleaños y que ustedes están de viaje y quieren llamarme para felicitarme, pero no estoy en condiciones de hablar por teléfono (en realidad, no estaba en condiciones para nada). Me siento muy mal, y necesito tiempo para pensar (respirar). Fue una relación muy larga, ocho años ya, y es horrible para mí que todo se haya acabado de esta manera, en este día.
Como él no tiene a la familia cerca, se va a quedar en nuestro departamento hasta que ustedes vuelvan y de ahí verá, pero yo no voy a quedarme ahí, con él, por el bien de Mateo (a ver si con eso les ablandaba el corazón). Seguro me quede algunos días en casa de Ciru, o Jose, o no sé. Algo se me va a ocurrir. La decisión está tomada.
Presioné enviar y ya. Me quedé sentada en el balcón durante quince minutos, sin levantar los ojos del celular. Afuera corría viento cálido. Se juntaba con el aroma de las flores y la ciudad. Miré cómo se formaba un ciclón de flores del jacarandá. Escuché un auto pasando a toda velocidad y las sirenas de los bomberos a lo lejos. Respiré. El aire se me trabó en el pecho y me costó sacarlo.
—¿Te vas? —preguntó Azul. No la escuché acercarse; ladeé la cabeza y estaba ahí, contra el marco.
—No sé. —Agaché la cabeza. Metí los dedos en el pelo—. No sé tampoco a dónde.
—¿Alguna amiga? —Elevó la ceja.
—No sé si Ciru y Jose sean las mejores opciones.
—Entiendo —dijo—. Ahora son las novias de los amigos de Emmanuel, ¿no?
Me levanté del asiento y la miré.
—Sí. Y necesito alejarme de todo lo que tenga que ver con él. No quiero que se filtre información mía por ninguna parte.
En ese momento escuchamos su caño de escape a través de la avenida; un auto blanco, marcado con ridiculeces y el número «33», con música alta y ventanas bajas. Estacionó delante del edificio. Yo miré a través de las plantas y Azul se me sumó. Las dos, expectantes. Me sujetó del brazo con sus manos tibias y yo me agarré de ella.
—¿Cómo sabía qué departamento es este? —preguntó Azul.
Me agarré del pecho como si me fuera a morir.
—No puedo —dije. Me salió. Ella me escuchó.
—Yo sí. Esperame acá.
No le dije nada, y ella entró al departamento. Después escuché la puerta cerrarse.
Y desde el balcón lo vi. Me agaché, me escondí entre las plantas y moví algunas flores para observar mejor. Si tenía un poco de suerte, él no me vería y todo sería mucho mejor. Después me acordé de la suerte que venía teniendo y decidí dejar de ver; me senté detrás de las plantas y me conformé con solo escuchar. Justo apareció Mateo, gritando «mamá, mamá» con el pulverizador en la mano, y yo le hacía señas para que se quedara callado y entrara al departamento; sin embargo, siguió diciéndole palabras lindas a las plantas, aunque intentara taparle la boca con un dedo y hablarle al oído.
—¿Qué pasa? —escuché la voz de Aiz. Estaba seria, fría. Seguro ahora mismo colocaba esos ojos azules de fastidio e indiferencia.
—No la podés obligar.
—Tiene a mi hijo, ¿cómo que no?
Hubo un silencio que me estremeció. Azul siendo irónica delante de ese loco. Ahora la voz de Emmanuel estaba más cerca, y sonaba más peligrosa.
—Qué te importa a vos lo que haga o no con mi novia.
—Tu exnovia —dijo Azul, entonces, y eso algo le causó, porque Emmanuel no estaba acostumbrado a pelear con alguien que no fuera yo—. ¿Estás borracho?
—Dejame entrar o llamo a la policía —dijo Emmanuel.
Y apenas lo dijo, pasaron dos cosas: Mateo chilló «papá» y Azul gimió de dolor. Yo me agarré la boca y el pecho a la vez, todavía sin poder ver mientras ella, allá abajo, peleaba por mí. Azul dijo algo así como «soltame, soltame ya» y un forcejeo entre ella y él.
De pronto, escuché otra voz, pero ahora más fuerte. Era de una mujer que gruñía cada palabra y no le tenía miedo ni a los hombres borrachos ni a ella misma en ese momento particular: era Rafaela. Ya no era la persona amable que conocí cuando entró a revisarme hacía tres días. Yo, con la mirada fija en el ventanal y las espinas de la rosa clavadas en la espalda, repensé seriamente darme vuelta e intervenir.
—¿Vos tocaste el timbre? —preguntó Rafaela.
Azul entró al edificio, pero las demás vecinas se quedaron ahí: lo trataron de desubicado por tocar todos los timbres, lo amenazaron con llamar a la policía por manejar borracho; Rafaela revoleaba el palo de amasar por los aires y lo señalaba; unas mujeres intentaron acorralar a Emmanuel, quien retrocedió hacia el auto.
Entró, puso segunda y se marchó. Fue un alivio ver cómo se alejaba el auto por la avenida, cómo la gente comenzaba a entrar a sus departamentos y, por fin, la vereda se tranquilizaba. Me levanté, me erguí y respiré profundamente.
Desde arriba, desde afuera, o desde cualquier punto de vista, eso parecía una batalla ganada. Batalla, no guerra.
Y atrás, Azul me tocó el hombro y atrajo mi atención. Me miró con tranquilidad.
—¿Estás bien?
Me va encantando la novela, todas las semanas espero el jueves con ansias para el nuevo capítulo💥💥♥️