Nienna
Nació en Gran Canaria a finales de los ochenta. En el cole le dijeron que escribía muy bien, así que pensó «pues lo intento». Las consecuencias fueron una carrera en Filología Hispánica y años de experiencia en corrección y redacción de textos, comunicación, marketing digital y diseño editorial, que hoy emplea currando como difusora del patrimonio cultural canario. Activista bisexual de corazón, futura bibliotecaria, dibujante por hobby y loca de las estrellas. Hay razones emocionales de peso por las que le gusta mucho escribir y leer ciencia ficción, novela negra, fantasía y literatura del Romanticismo, pero no entraremos en detalles.
Sinopsis
La anciana Beatriz recuerda desde Nueva Marte sus días con Laura, la mujer a la que amó, en aquella España de principios del siglo XX hostil con quienes eran diferentes.
—Qué bien lo haces, tata. —Todo es practicar. David se apoyaba de puntillas sobre las rodillas de Beatriz y miraba fascinado sus manos acartonadas tejiendo con maestría. Las agujas daban forma poco a poco a una bufanda verde. Ella lo miraba de reojo, divertida. Para el pequeño era como ser testigo de un ritual prehistórico. Era el hijo de una de sus enfermeras favoritas del hospital, que a su edad ya visitaba con frecuencia. Se habían hecho amigas y accedía a cuidarlo cada dos fines de semana. Para el niño era la abuela que nunca tuvo y para Beatriz, una personita que la ayudaba a paliar su soledad. Un pitido insistente irrumpió en escena. David miró ilusionado tras de sí, hacia la luz central parpadeante de un aparato electrónico tubular. Beatriz le revolvió el pelo negro. — Te están esperando. ¡Venga! El niño no se lo pensó dos veces y salió corriendo, armando mucho ruido. Pulsó un botón táctil y dos compartimentos se desplegaron a derecha e izquierda. Una lente óptica circular refulgió como un plafón de luz blanca, proyectando de inmediato la imagen holográfica de una niña sobre una amplia superficie oscura de metacrilato. Sonreía. —Mis padres me dejan jugar una hora, ¿quieres? —¡Claro! Las risas infantiles llenaron el hogar, disimulando la melancolía permanente de Beatriz. Su sonrisa se tornó triste. Dejó las agujas y la bufanda sobre la mesa camilla, cogió su bastón y se incorporó con dificultad. Reservaba las pocas fuerzas que le quedaban a sus ciento treinta y dos años para tejer, así se mantenía ocupada y no pensaba demasiado. La abuela sorteó a los intrépidos niños al ritmo del suave «toc toc» del bastón. Caminó hacia el ventanal más grande de la casa. —Ábrete. —Las cortinas blancas, tejidas también por ella, se desplegaron con un susurro y revelaron la panorámica del exterior. Nueva Marte se extendía en un mosaico verdiblanco de invernaderos y casas en forma de cúpula. El atardecer marciano azul zafiro y los paneles solares, guardianes silenciosos con escudos relucientes, envolvían la ciudad en un sueño etéreo. Más allá se divisaba el horizonte rojo. Los restos de una tormenta de polvo difuminaban las formas del puerto espacial en la distancia y las naves que entraban y salían de la atmósfera eran manchas borrosas, pero la fricción siseante de los motores se escuchaba desde allí. Ya era algo cotidiano. Hubo un tiempo en el que imaginar algo así hubiera sido una osadía. ¿Qué habría pensado ella? La añoranza nubló los ojos de Beatriz y ocupó sus recuerdos. Corría el año 1912. Beatriz tenía doce años y las noticias que llegaban al pueblo sobre la capital le parecían de otro mundo. Se hablaba de una guerra contra Marruecos en la que el rey Alfonso, que le parecía un personaje de cuento, los estaba metiendo a todos. Ni siquiera sabía dónde estaba Marruecos, pero se imaginaba un reino lejano lleno de magia. A pesar de su desbordante imaginación siempre fue una niña sagaz y observadora, y se dio cuenta enseguida de que el pueblo estaba cada vez más vacío. Cuando le preguntaba a su madre al respecto, ella le respondía, cortando impaciente las verduras del almuerzo, que se iban todos a las fábricas. Al preguntar Beatriz con curiosidad qué era una fábrica, su madre chasqueaba la lengua. Cuando había riña en casa aprovechaba para perderse por el bosque. Fue entonces cuando la conoció, una mañana humedecida por los restos de una lluvia de verano. —¿Me concede este baile? —Fingió que bailaba consigo misma y el bosque se disfrazó de castillo encantado. Mientras brincaba divisó una figura quieta en el camino que la miraba fijamente. Se detuvo de golpe y trastabilló, aunque mantuvo el equilibrio. Analizó a la intrusa, una niña que la miraba con una sonrisilla divertida en la cara. Tenía los ojos negros más intensos que había visto en su vida y su vestido era verde brillante. Se ruborizó, pero intentó parecer enfadada. —¿Quién eres tú? —Así no se hace. —¿Qué? —Que lo has hecho mal, así no se baila. —¿Y tú qué sabes? —Más de lo que crees. La niña se hinchó orgullosa y puso los brazos en jarra. A Beatriz la fascinó su actitud. No era habitual en ninguna de las niñas del pueblo. —No te creo —la desafió Beatriz, aunque para su desgracia su voz sonó balbuceante. —¿Ah, no? —La niña se adelantó a zancadas hacia ella de improviso y Beatriz reculó, pero la recién llegada la cogió de una mano y de la cintura y la atrajo hacia sí—. Mira, se hace así. Empezó a llevarla con autoridad, canturreando una melodía. Beatriz estaba anonadada. Su mano era suave y olía muy bien. Se sintió fea de golpe al comparar su cara pecosa y su cabello, cobrizo y despeinado, con su tez pulcra y su pelo negro y brillante. Pero aquello era divertido. Poco a poco pilló el ritmo de la canción y empezaron a bailar con bastante fluidez. Entretenidas y sonrientes, se dejaron llevar por giros frenéticos. Por alguna razón el mundo desapareció. Los pies de las niñas se enredaron y las dos cayeron sobre el césped con un grito agudo. Se quedaron tumbadas juntas, riendo hasta que les faltó el aliento. Poco después se miraron. La niña sonrió. —Eres muy guapa —dijo, y le acarició la mejilla con unos nudillos suaves y fríos. Beatriz no supo describir lo que sintió. Se le secó la boca y tragó saliva con esfuerzo. Entonces le preguntó: —¿Cómo te llamas? —¡Laura! Era la voz autoritaria de un hombre adulto. Las dos niñas se levantaron de golpe. Vio a su nueva amiga tensa por primera vez desde que se habían conocido. Se sacudía las ramitas y las hojas secas del vestido. Ella no, tener encima trozos de naturaleza era para Beatriz tan natural como respirar. La niña llamada Laura echó a correr hacia la voz sin decir nada y Beatriz la vio irse apenada. Pero entonces se detuvo y volvió. Le dio un beso en la mejilla. —No te olvidaré —dijo con convicción—. ¡Adiós! Beatriz se quedó en el camino, viendo el lugar por el que se había esfumado mientras se tocaba la mejilla un poco atontada. Todavía le ardía el beso. —¿Una niña con vestido verde? —Su madre se quedó pensativa. Beatriz le hizo la pregunta en cuanto volvió a casa. Le latía muy fuerte el corazón—. Ni idea, sería la hija de algún señoritingo de ciudad. —Su madre la miró con perspicacia—. ¿Has hablado con ella? —Algo. —Anda, prepara la mesa. Beatriz obedeció de forma mecánica, todavía con el encuentro grabado en su memoria. Se le ocurrió pensar tontamente que Laura tenía el carácter de los príncipes de sus cuentos. «Mañana volveré», pensó animada. Pero pasaría mucho tiempo antes de que volviera a ver a Laura, la niña del vestido verde. Los recuerdos de Beatriz viajaron en el tiempo. Tenía veinte años cuando vio Madrid por primera vez al trasladarse junto a Pedro, su esposo y amigo de la infancia. Cuando ella cumplió quince y él dieciocho, se enamoraron. El muchacho enclenque y desgarbado con el que jugaba al escondite en el monte se había convertido en un apuesto joven alto, delgado y de brillantes ojos azules. Fueron sus ojos claros y honestos los que la cautivaron. A su señor padre lo cautivaron sus expectativas de futuro. La familia de Pedro había decidido sumarse al éxodo rural para trabajar en las fábricas. Un futuro urbanita digno de su hija. —Y así dejarías de ordeñar vacas, ¿qué te parece? —Su padre le guiñó un ojo. La verdad es que ella prefería ordeñar vacas. Aun así, y aunque echaba de menos su hogar, se quedaba boquiabierta al pasear por las enormes y deslumbrantes calles de Madrid. Una noche acompañó a Pedro a un café. Estaba muy concurrido y había mucho ruido de fondo. Las bebidas más baratas no sobrepasaban los diez céntimos de peseta y el olor a cerveza y tabaco era intenso. Se entretuvo un rato, pero enseguida empezó a aburrirse. Pedro charlaba con los hombres sobre trabajo, pero ella todavía no había hecho amigas. —Me suenas de algo. —Se sobresaltó. Era una chica la que le había dicho eso y no la había escuchado acercarse. La miró. Tenía ojos oscuros, sonrisa atractiva y porte elegante, aunque parecía borracha. Algo se agitó en su vientre, pero lo ignoró—. ¿No nos hemos visto antes? Beatriz estuvo a punto de decir «no», pero de repente tuvo un presentimiento. Solo recordaba a otra persona de su pasado que sonriera de ese modo, y no pensaba en ella desde que tenía doce años. Tragó saliva y se dejó llevar con una valentía inusitada: —Tal vez. —Le tembló la voz. La picardía se intensificó en la sonrisa de la desconocida. —Tranquila, no te voy a morder. Beatriz empezó a sentirse acalorada. Había demasiada gente. Fue a beber, pero las manos le sudaban y el vaso resbaló hasta el suelo. Se agachó para cogerlo. La desconocida hizo lo mismo y su mano tocó la suya. Era muy suave. Todavía observaba a Beatriz con ojo clínico. Sin vergüenza, le acarició un bucle cobrizo. Beatriz fue incapaz de moverse. De repente abrió los ojos como platos y ahogó un grito. —¡Eres la chica del bosque! ¡La que bailó conmigo! Beatriz estaba atónita. No solo porque también se acordaba de algo así, sino porque se acordaba específicamente de ella. —¿Te acuerdas de mí? —inquirió con un hilo de voz. —Te dije que no te olvidaría, no has cambiado mucho. «Ella tampoco», pensó Beatriz. Se levantó y se sentó en la mesa. La chica hizo lo mismo sin pedir permiso. No la sorprendió su desvergüenza, pero tampoco le importó. —¿Cómo te llamabas? —Beatriz. —¡Eso! Yo era… —Laura —se adelantó Beatriz con una sonrisa tímida—. Me acuerdo. Laura volvió a sonreír de manera misteriosa. Beatriz se ruborizó. —¿Y por qué estás aquí, princesa Beatriz? ¿Cuáles son tus sueños? Beatriz dudó un poco cohibida, pero respondió: —Me he casado. Mi esposo está allí. —Lo señaló, pero ella no miró. —Enhorabuena. —La voz de Laura sonó cínica—. Yo también intento pescar marido, ¿sabes? —¿Aquí? —Beatriz se rio—. No pareces encajar. —Eres muy lista. —Laura rio con suavidad—. Y me gusta tu risa. —Beatriz se removió en la silla y Laura adoptó la falsa actitud arrepentida de una niña traviesa—. Lo siento, no quería incomodarte. La verdad es que no se había sentido precisamente incómoda. —No parecías una chica de origen humilde cuando te conocí —comentó Beatriz, continuando insegura con la conversación. —Sí, soy una pequeña burguesa, una «Gutiérrez de Lara» —comentó con sarcasmo—. Me escapo de vez en cuando. La vida en casa es muy aburrida, nadie sabe divertirse. —Ya. Beatriz se quedó pensativa. Las dos guardaron silencio un rato. Entonces Beatriz se percató de que Laura seguía observándola con aquella mirada penetrante imposible de descifrar. Era como si pudiera ahondar en lo más profundo de su ser. ¿Notaría también cómo la hacía sentir? No lo entendía ni ella. En otro impulso inesperado, Laura se inclinó sobre ella y le agarró las manos. Beatriz se puso tensa otra vez, pero no la rechazó, le gustaba el tacto de seda de sus dedos. Sus manos nunca perdieron la textura encuerada del trabajo en el campo. —Quiero que nos lo contemos todo. —¿Cómo? —¡Que nos carteemos! —Los ojos de Laura brillaban, era difícil no contagiarse de su entusiasmo. Beatriz volvió a sonreír, confusa pero emocionada. Le gustaba la idea. Laura hizo un mohín al darse cuenta—. ¿Eso es un sí? —Claro, me encantaría. Todavía no conozco a nadie. —¡Estupendo! —Pero no sé… Bueno, no escribo ni leo muy bien. —Beatriz solo recordaba las lecciones que recibió del cura del pueblo cuando era niña. Laura se encogió de hombros. —No te juzgaré. Soltó una risa cantarina y se mordió excitada el labio inferior. Beatriz se fijó más de la cuenta en la forma de ese labio, grueso y rojo. Y entonces, una vez más, Laura acortó distancias y le susurró al oído: —Será nuestro secreto. Beatriz se sintió mareada, pero le devolvió una sonrisa cómplice. Al día siguiente, cuando se quedó sola en casa, escribió su primera carta. La sorprendieron las ganas de tenía de hacerlo, no pudo dormir la noche anterior pensando en lo que contaría. Pero su expectación se transformó en angustia cuando pasaron días, semanas, y no tuvo noticias de Laura. Ni siquiera comprendía por qué estaba tan decepcionada. Sin embargo, un día, la carta llegó. Firmaba como «La señorita de verde». Beatriz la abrió en la soledad de su cuarto, divertida. Se acordaba de su precioso vestido verde. Comenzaba así: ¿Me has echado de menos? Beatriz se echó a reír. A partir de ese momento fueron inseparables. Las cartas al principio eran mensuales, pero luego empezaron a ser semanales. Además, de vez en cuando quedaban para tomar un café o para ponerse al día. A diferencia de Beatriz, Laura siempre estaba ociosa. Incluso las fiestas a las que acudía la aburrían. —No sé qué haría sin ti —dijo una vez, cuando su amistad incipiente estaba empezando a consolidarse. Cogió la mano de su amiga, distraída y melancólica, y la balanceó como si volviera a ser la niña del bosque. Beatriz la miró fijamente. Su pecho subía y bajaba con rapidez, pero no se dio cuenta. —Siempre me vas a tener —aseguró con firmeza—. Cuéntamelo todo, ¿vale? Y entonces Laura recuperaba su sonrisa y le acariciaba suavemente la mejilla. Un gesto de cariño que ya era habitual. Beatriz podría haberse quedado así para siempre. Aquel año pasó muy rápido. Laura era la única persona con la que podía ser ella misma. Amaba a Pedro, pero era diferente. Siempre era consciente de su condición de esposa. La mañana del 28 de diciembre, Beatriz recibió otra carta de Laura. No me escribas nunca más. Adiós. En ese instante no sintió nada. De hecho, se decía a sí misma que Laura solo estaba bromeando. Ella era así. Por eso ignoró su petición y le escribió otra carta, fingiendo no percibir la tensión que creció en su pecho los días posteriores. Laura no respondió, ni esa semana ni las semanas siguientes. Nunca había sabido dónde vivía, ella no había querido decírselo. Siempre insinuó que recibía las cartas en un «entorno seguro» y, por tanto, la dirección a la que Breatriz enviaba las cartas y desde la cual las recibía, una simple calle de tantas sin nada especial en ella, no ofrecía ninguna pista en absoluto. Un día, fingiendo ir al mercado, se desvió y preguntó nerviosa a los viandantes de las zonas más concurridas de Madrid. Por fin, un caballero con sombrero y poblado mostacho blanco le comentó: —¿La señorita Laura Gutiérrez de Lara? Oh, sí, vivía ahí. —¿«Vivía»? —Sí, se casó hará mes y medio y se marchó a Barcelona. No la encontrará ahí. —El señor soltó una carcajada que le arrancó el corazón del pecho a Beatriz—. Ya era hora, era una cabra loca. El señor Ruiz es un hombre duro, sabrá enderezarla. Beatriz sintió el impulso visceral de pegarle una bofetada. El anciano debió de notarlo, porque hizo amago de retroceder, sorprendido. Sin embargo, dio media vuelta y se marchó sin decir nada más. No comía, no dormía, apenas podía concentrarse en las tareas domésticas. Pedro le preguntaba qué le pasaba y eso la enfurecía. A veces pensaba que le gustaría que él no existiera, pero luego miraba sus ojos azules e inquietos y lo abrazaba, sintiéndose muy culpable. —Solo estoy cansada. Cuando estaba sola o durante la noche, mientras Pedro dormía agotado, lloraba hasta quedarse sin fuerzas. Sentía que se le secaba el alma. Las cosas aún estaban a punto de empeorar. Lo intentaron muchas veces, pero nunca se quedó embarazada. Sentía ansiedad todo el tiempo. Tener un hijo de Pedro era lo que siempre había querido. No, era más que eso: era su deber. ¿Para qué servía como esposa si no? De todos modos, no eran buenos tiempos para tener un bebé. Se respiraba un ambiente acelerado que pronto estalló en caos. Beatriz, sumida como todos en la preocupación por los cambios políticos que transformaron una dictadura breve en una efímera república, ya no sabía qué era España ni qué esperar de ella. Pero la respuesta llegó con la sublevación del general Franco. La guerra estalló. Fusilamientos, destrucción, ciudades del norte vasco que se extinguían en una nube de humo… Madrid se convirtió en un campo de batalla y Pedro, republicano convencido, aceptó resignado su reclutamiento forzoso a pesar de las lágrimas de Beatriz. —Es mi deber. —Le cogió la cabeza y le dio un beso en la frente—. ¿No lo entiendes? No lo entendía. Huyó al pueblo, de vuelta con sus padres, antes de que fuera demasiado tarde. Su vieja suegra tuvo la suerte de morir años atrás, de modo que regresó sola, recordando cada segundo el último abrazo de Pedro. Sabía que no lo volvería a ver. Aquella noche, vacía y como muerta, vio a sus padres por primera vez en mucho tiempo. Los abrazó y no quiso soltarlos. Ojalá ella también hubiera estado allí. Ojalá haber podido abrazarla así de fuerte. Los años venideros conoció la miseria, pero sobrevivió a ella. Era fuerte, sus padres eran fuertes, y estaba dispuesta a todo para sacar a la familia adelante. Le alegraba haberse reencontrado con su yo real. Empezaba a recordar que se había forjado en el campo. Una tarde, cayendo el sol, volvió a la casa tras finiquitar las últimas tareas. Abrió la puerta y miró el horizonte una vez antes de entrar. Laura estaba de pie a pocos metros de ella. Al principio se quedó de piedra. No procesaba lo que veía y pensaba que era una alucinación. Pero el coche del que acababa de salir parecía muy real. Era ella. Más triste, más seria, con un moño descuidado y el vestido verde ajado. Pero era ella. Aquello era real. La miró sin aliento, sujetándose el pecho. Laura le devolvió la mirada con esos ojos tan suyos y sonrió, una sombra de su sonrisa de antaño. Parecía necesitar todas sus fuerzas para mostrarla. —Por fin —susurró con un hilo de voz— te encontré. Beatriz no dudó, caminó a zancadas hacia ella y la abrazó. Laura, tiritando, le devolvió el abrazo. Beatriz lo notó: había perdido sus alas. La invitó a cenar a pesar de sus reticencias. Cayó bien a sus padres, que se acostaron pronto agotados por la vejez. Luego, ya de noche cerrada, la llevó a su cuarto de la mano. Se habían invertido los papeles, ahora era Laura la dubitativa y Beatriz la decidida. Aun así, recuperó parte de su sonrisa traviesa cuando vio por primera vez su sobria y hogareña habitación. —Conque aquí pasó Beatriz su tierna infancia. Beatriz encendió la lamparita y la miró, sonriendo con cierto alivio. Por fin la reconocía. Necesitaba asimilar que era Laura de verdad, se sentía flotando al margen de la realidad. —Sí. —Al ver a Laura hojear un libro de cuentos, añadió—: Me gustaba inventarme otras historias mirando los dibujos. La sonrisa de Laura se tornó melancólica mientras pasaba las páginas. —Siempre has sido muy tierna. Y entonces, cuando se colocaba un mechón tras la oreja, Beatriz la vio: una marca roja en su cuello. Su expresión alegre se congeló y se le aceleró la respiración. —¿Quién te ha hecho eso? Al principio Laura la miró sin comprender. Luego, al ver dónde se situaban sus ojos, se apresuró a subirse el cuello del abrigo, casi dejando caer el libro en el proceso. —Nadie. —Beatriz sabía que mentía. Laura debió de darse cuenta, porque recuperó una sonrisa nerviosa que pretendía ser la de siempre—. Me caí un día practicando equitación. ¿Te lo puedes creer? Beatriz no respondió. Su vestido verde había conocido mejores tiempos, ponía en duda que tuviera ocasión de montar a caballo. Fue hasta ella y con suavidad, pero con firmeza para impedir que Laura retrocediera, destapó otra vez la cicatriz. La acarició con ternura. Quería arrancársela de la piel y llevarse con ella sus recuerdos. Los ojos se le llenaron de lágrimas, el dolor se desbordaba al fin. —Fue él, ¿verdad? —consiguió decir—. ¿Por qué? ¿Por qué no me lo dijiste? —Dudó, pero ya no podía contenerse—: ¿Por qué te marchaste? —Laura no respondió, miraba un rincón oscuro del cuarto. Las lágrimas de Beatriz salieron en torrente—. ¿Me odias? Laura la miró atónita y agarró con suavidad sus mejillas. —¿Cómo podría odiarte? —Le dio un suave beso en la frente. El resto de defensas cayeron con ese gesto y Beatriz sollozó. Laura la abrazó con fuerza—. Él no debía saberlo, no debía saber lo mucho que te quería. Es tan posesivo… Tenía mucho miedo. No por mí. Tenía miedo de que pudiera hacerte daño. Lo calé desde el principio, supe de lo que sería capaz. —¿Por qué? —añadió Beatriz, hundiendo su cara en su cuello. Ya no estaba perfumado, pero olía a ella—. ¿Por qué te casaste con él? Laura no respondió de inmediato. Beatriz no vio sus ojos sombríos. —¿Y por qué no? ¿Qué puede esperar una mujer como yo? Beatriz dejó de sollozar, comprendiéndolo todo. La encaró sin soltarla y le apartó otro cabello suelto de la cara. Tragó saliva. —Yo podría haberte dado cobijo —le dijo—. Te habría ayudado. No estabas sola. —Tú tenías tus propios problemas —replicó Laura—. Tenías tu vida… —Sin ti no era nada. Beatriz se dio cuenta de lo que acababa de decir al recibir la mirada intensa de Laura. En realidad, era una respuesta breve y concisa, pero muy reveladora. Demasiado. —Lo siento. —Se le rompió la voz—. Yo… Laura no la dejó acabar, acercó su cara a la suya y la besó en la mejilla muy despacio. Sus labios eran cálidos. Su aliento húmedo se confundió con la humedad de las lágrimas y estremeció su piel. Beatriz cerró los ojos, abrumada por la sensación. Entonces su boca buscó la de ella y la encontró. De repente supo que una parte importante de sí misma había estado toda su vida como muerta, agonizando mutilada en algún lugar recóndito de su alma. Nunca había querido traerla a su conciencia, pero con Laura era imposible encerrarla bajo llave. Se abría paso a través de la cerradura. Laura empezó a besarle el cuello y a desabrochar su camisa. Un jadeo profundo escapó de la garganta de Beatriz y entonces dejó de pensar. Acurrucadas en la cama y arropadas por la colcha de lana, Beatriz y Laura hablaron de muchas cosas durante horas, como si quisieran recuperar el tiempo perdido. —¿Amabas a Pedro? —había preguntado Laura—. ¿Seguro? Beatriz lo meditó unos segundos. —Sí —respondió al fin—, pero después te amé a ti, o quizá antes. —Hizo una pausa. Todavía estaba desconcertada—. ¿Crees que es extraño? ¿Que en realidad no sé lo que quiero? —Te prohíbo pensar eso. —Laura se echó a reír y le acarició un bucle cobrizo—. Eres quien eres, ¿por qué deberías avergonzarte? Beatriz sonrió agradecida. Después fue Laura quien contó la historia de su infelicidad, de los celos de su marido y de cómo abortó en secreto la única vez que la dejó embarazada, arriesgando su vida en el proceso. Solo quería marcharse lejos y no volver. —Si se entera de que existes… —La voz de Laura tembló—. Si descubre lo que hay entre nosotras… —¡Me da igual! —Beatriz se abrazó a ella desesperada—. Estaremos juntas, te protegeré de él. La emoción de la cercanía era intensa. La pasión surgió de nuevo y la conversación terminó ahí. Poco antes del alba, Beatriz se despertó. Tenía un mal presentimiento. Tanteó a su lado con la mano y sintió pánico. Se levantó de golpe, abrió corriendo la puerta y salió descalza al exterior. Miró a todas partes. «No, no, no…». No había ni rastro de Laura. Al pie del roble más cercano había una papel doblado y aplastado con una piedra. Laura todavía era capaz de predecir los movimientos de Beatriz, sabía que encontraría la carta. En el sobre ponía «La señorita de verde». Al borde de la ansiedad, desplegó la carta y leyó: No olvides esta noche. Solo eso. Beatriz se echó a reír sin control. «Su vestido también era verde», pensó absurdamente. Recordó su textura cuando Laura se desnudó para ella. Aquella fue la última vez que la vio. Lloró como si volviera a salir del útero materno, perdida y desamparada. ¿Quién iba a sospechar que su vida sería un relato de ciencia ficción después de aquel día? Beatriz nunca leyó a Julio Verne, pero a veces se entretenía ojeando las ilustraciones de De la Tierra a la Luna en una librería cualquiera, imaginando que era ella quien se iba del planeta en un cohete espacial. En lugar de eso, se volvió a casar. Víctor era un hombre honrado que planeaba ganar mucho dinero con su propio taller de reparación de coches, y así fue. En cuanto su negocio fructificó, se acomodaron, y aunque no tuvieron hijos fueron felices. Beatriz enterró su pasado por primera vez en años, aunque a poca profundidad. Víctor también era un «loco de las estrellas». La calurosa madrugada del 21 de julio de 1969 vivió a flor de piel la llegada del hombre a la Luna. —¡Han llegado! ¡No me lo puedo creer, Beatriz, mira! Beatriz bostezaba y sonreía. La vida siguió su curso después de aquel día, pero tres años después sucedió algo insólito: —«Un hallazgo sin precedentes» —decía la televisión—. «… el Elemento Gama, bautizado así por el equipo de científicos de la NASA, es un combustible mineral descubierto en la Luna cuyas propiedades han impresionado a los expertos…». —Luego aparecía en pantalla un científico norteamericano muy serio y decía—: «¿Podemos empezar a soñar con los viajes interplanetarios a la velocidad de la luz?». Si hubiera sido capaz de ver el futuro, Beatriz no se habría reído. El Elemento Gama revolucionó las ciencias y la industria en tiempo récord. La Luna se convirtió en una mina de oro y en el campo de batalla político de las grandes potencias. La media de edad se disparó y la nueva democracia española trajo consigo costosos seguros médicos con acceso a los mejores fármacos y tratamientos. Beatriz, que para entonces disfrutaba de una renta elevada gracias al negocio de su marido, experimentó esas mejoras en su propia piel. Con casi 80 años sus problemas de salud remitieron y sintió que rejuvenecía treinta años. Era increíble. Diez años después, ocurrió: la NASA anunció su prototipo de nave con motor Gama. Su primer viaje espacial tripulado se fijó para el trigésimo aniversario del alunizaje del Apollo 11. ¿A la Luna? ¡No, a Marte! Así empezó una nueva era. Cinco años después de la fundación de Nueva Marte, una coalición de organizaciones públicas y privadas ofreció traslado permanente a ciudadanos con dinero y perfiles profesionales adaptables al entorno. El objetivo era convertir la colonia científica en una ciudad familiar y muy diversa. Todo lo diversa que puede ser una colonia del Primer Mundo. Las únicas exigencias eran dos años previos de preparación. Décadas atrás hubiera sido un margen ridículo, pero gracias a la tecnología Gama ya no hacía falta ser astronauta para conocer el universo. Ni siquiera era imprescindible ser joven. —Sería una aventura. —Víctor, decidido, cogió emocionado las manos de su esposa—. ¿No has soñado nunca con dejar todo esto atrás? —Nunca lo he pensado literalmente —respondió Beatriz. Pero dejando atrás la Tierra tal vez pudiera dejar atrás a Laura. Para siempre. El presente volvió a ella, o tal vez fuera al revés. ¿Era feliz en Nueva Marte? Quizá lo fue, cuando se integró en la comunidad y sus conocimientos fueron de utilidad en los invernaderos. Pero Víctor murió diez años atrás en un accidente laboral y su pierna ya no la dejaba actuar. Tenía mucho tiempo libre y los recuerdos la atrapaban cada vez con más frecuencia. —Recoge eso, David —el niño obedeció avergonzado, acababa de tirar un jarrón metálico al suelo—. Y basta de juegos por hoy, despídete de tu amiga. Hay otra llamada. Una luz azul avisaba de ello. Los niños se despidieron y David se fue a jugar a otra estancia. —Ya va, ya va… —Beatriz suspiró—. Qué impaciente. Pulsó el botón. La figura humana holográfica que apareció ante ella era gris y transparente. Pero Beatriz no necesitaba color, supo quién era en cuanto vio sus ojos. Sin embargo, una gama infinita de colores acababa de regresar de golpe a su alma vieja y cansada. Fue difícil saber quién empezó a llorar primero, pero después rieron. Laura, su Laura, seguía siendo hermosa. Su cabello encanecido, la vejez, el paso inexorable de los años, jamás apagarían sus ojos, intensos pese a las arrugas que surcaban sus fronteras. Aquella risa, ahora achacosa, nunca dejaría de entonar su melodía. Y ahora, al final de sus vidas, fuertes y demasiado sabias como para renunciar de nuevo a sus deseos, Beatriz y Laura se comunicaron un mensaje silencioso: «Somos libres». ¿Cómo entretejer de nuevo dos vidas separadas pero unidas siempre en la distancia? Beatriz, acostumbrada a enarbolar sus agujas a diario, pero ahora temblorosa y sollozante, desconocía la respuesta. Laura rompió el hielo. Siempre lo hacía: —¿Ya has aprendido a bailar? —No sin ti. Dominadas por la emoción, Beatriz pensó otra cosa, exhibiendo la sonrisa más feliz de su vida: «Seguro que su vestido es verde». El destino se teje con hilo verde