Nuestras flores
III. Sauco sabina: Socorro
A veces mi departamento me parecía sofocante, pero eso cambió cuando conocí el de Azul. Claustrofobia total. La sala, el comedor, la cocina y el dormitorio estaban unidos. Solo había que hacer siete pasos de la cama a la mesa, y lo mismo con la heladera. Los contaría después.
Las luces amarillas de los faroles callejeros entraban por una ventana que ocupaba toda la pared. Después descubrí que no era una ventana, sino una puerta vidriada que daba a un balcón. Aunque estuviera oscuro, divisé enseguida la cantidad anormal de plantas: parecía una selva en medio de la ciudad. No era una experta en plantas o flores, pero reconocí algunas, como por ejemplo el palo de Brasil que había alrededor de la cama, o el poto sobre la heladera y las zebrinas a ambos lados del televisor.
Apenas crucé la puerta, miré todo como si fuera turista: entre asustada y emocionada. Capaz la idea de tener a una persona que había sido mi mejor amiga me daba la impresión similar a encontrarme con un muerto resucitado.
O sea, que me perdonó. Si yo ahora estaba ahí, si Azul me estaba ayudando y le importaba, le interesaba mi salud, era porque le importaba… ¿o no? Algo adentro mío me decía que sí. O quería que fuera cierto, mejor dicho.
Azul prendió las luces y unos faroles que colgaban del techo iluminaron las paredes amarillas, la cama de dos plazas y la pequeña cocina. Y la vi mejor. No había cambiado en nada. Verla fue, entonces, recordarla.
—Podés sentarte donde quieras —me dijo.
Iba a decir que no, pero un tirón en la sien me obligó a actuar sin pensar. Fui directo a la cama y me senté.
El papel de mi nariz se había mojado por completo y Azul me dio otro para reemplazarlo. Ella, sin meditarlo, agarró el papel lleno de sangre y lo tiró al tacho de basura. Sus dedos tocaron mi sangre, sin asco, ni miedo. Pensé que, en su lugar, ni siquiera lo hubiera hecho con mi novio.
Entonces me perdonó. Aunque, en realidad, no estaba tan segura. Ahora que lo pensaba, Azul había sido buena y hospitalaria con todo el mundo; no podía ni comer animales. Capaz lo hacía por los recuerdos. O por esa ambigüedad de su persona.
La miré. Había dejado a Mateo al lado mío y lo veía dormir con intriga.
٭٭٭
Delante del monoambiente había un jacarandá, uno de esos árboles enormes con flor de un color azul violáceo. Cerca de mi departamento había algunas, también. Cuando cae la flor, deja un camino violeta sobre el asfalto y pasear por ahí te da la sensación de estar en medio de un sueño. Yo veía el jacarandá con cierta melancolía, con la sensibilidad de una persona con los sentimientos a flor de piel, cuando dije:
—No para. El sangrado no para.
Azul, hasta ese entonces, se sacaba la piel de los labios mientras observaba a Mateo. Cada ruido que hacía, cada gesto mínimo, ella le correspondía con una mirada curiosa. A mí ni me prestaba atención.
El tacho de basura se había llenado de papeles ensangrentados. Azul se encontraba delante de mí, de brazos cruzados y con la mandíbula tensa. Miró a un costado y dijo:
—Voy a llamar a mi vecina.
—¡No! ¿Por qué?
—No grites. Capaz no te diste cuenta de que el vecino está al otro lado de esa pared. —Abrió los ojos, fastidiada—. No es normal que te sangre la nariz por más de quince minutos. La voy a llamar.
Azul volvió a los pocos minutos. Detrás la seguía una mujer grande, robusta, con rizos negros y unas gafas de culo de botella que le hacían los ojos verdes minúsculos. Llevaba una remera que decía «Mamá hay una sola» y olía a canela. Cualquiera a esa hora estaría insultando hasta a las plantas, pero ella en cambio hablaba animadamente con Azul y le sonreía. Su energía era radiante, amigable, como la de una enfermera de niños.
No lo entendí. Eran casi las siete de la mañana. Me puse a pensar que, si a mí una vecina me despertaba para pedirme algo, yo era capaz de explotar y lanzar bolas de fuego con forma de insultos. Pero ella sonreía.
Esa mujer («Rafaela, mucho gusto») me examinó unos minutos. Detrás, sobre el mueble marrón de la cocina, Azul estaba de brazos cruzados.
Rafaela me preguntó si me había roto la nariz, si sufría problemas de presión. Lo mismo de siempre.
—Es por los nervios. El estrés —admití—. Ya lo sé.
Rafaela abrió los ojos y se levantó. Sus manos regordetas se acariciaron entre sí, como si estuviera evaluando la situación.
—Entonces, solo te queda relajarte un poco y esperar a que frene. ¿Azul, tenés algodones? Bueno, vos, ¿Trinidad, no?, colocate sobre el lavamanos, así, y por nada en el mundo te inclines hacia atrás. Eso solo va a hacer que te ahogues.
Asentí. Si me tapo la nariz, la sangre se acumula y…
—Si el sangrado no para en una hora, vamos corriendo al hospital. ¿Te gusta el café? ¿El té? Azul, hacele un té a la chica. —Azul asintió—. Si todavía te sentís tensa, probá con masajes, ejercicios de respiración. Podés incluso meditar y…
Sí, todo lo mismo.
Antes de irse, Rafaela abrazó a Azul por el cuello, le dijo «chau, bebito hermoso» a Mateo y se despidió.
—¿Es algún familiar tuyo? —pregunté.
—No —dijo, alcanzándome algodones.
Puso la pava y me preparó un té. Me respondió de una manera tan natural que me extrañó. ¿Entonces era la novia? No, parecía muy mayor. ¿Una amiga lejana? Azul nunca tuvo muchas amigas, más que yo y… Mariel.
Decir ese nombre después de tanto tiempo me hizo fruncir los labios con asco.
—Tengo que ir al baño —dije, y me levanté rápido.
Caminé hacia la única puerta que había además de la entrada.
Era igual de chico que toda la casa. Apenas pude entrar. Los azulejos blancos y las cortinas con dibujos de flores rosas le daban una sensación de limpio, brillante.
Salí del baño, sin sangre en la nariz y con una pesadez corporal que me obligó a arrastrar los pies. Y ahora todo era diferente. Creí que había entrado a otro lugar. El tener la nariz destapada hizo que oliera todo lo que antes había ignorado. Bastante obvio resultaba si lo analizaba con nitidez, pero había una explosión de aromas, una mezcla de sabores en el aire, típico de un invernadero. Detecté menta, gardenia, lavanda, jacintos. En casa teníamos esas mismas flores, pero artificiales, y comprábamos aromatizantes ambientales para tener un tercio del aroma de la casa de Aiz.
Azul estaba parada delante de mi hijo, mirándolo de pies a cabeza. Él, mientras tanto, se tocaba los pies y se hurgaba la nariz. Azul se inclinó para observarlo mejor y me señaló el té sobre la mesada.
—Es tuyo —dijo, y siguió enfocada en Mateo.
—¿Nunca viste a un bebé? —pregunté. Entrelacé los dedos alrededor del té y probé un sorbo.
Mateo empezó a apretar la frazada peluda que cubría la cama. Al parecer, el tacto le llamaba la atención. «Mamá» exclamó, y apoyó la mejilla contra la frazada, como diciendo «mirá qué suavecito».
—Se parece a vos —me dijo Azul.
—Sí, generalmente los hijos se parecen a sus padres.
—¿Con quién lo tuviste?
—Con el único novio que tuve.
Abrió los ojos. Tenía la expresión de alguien que quiere estallar de la risa.
—¿Con Mandíbula?
—¿Por qué lo llaman así? Eso es maldad —repuse.
—¿Dónde viven?
—En los edificios nuevos, la construcción esa…
—¿Las Trillizas?
—¡Sí! ¿Cómo sabías?
—Me lo imaginé.
Las Trillizas eran tres rascacielos que se habían construido hacía relativamente poco, y se destacaban por ser uno de los edificios más caros de Puerto Madero. Para darse una idea, la vista del lado este del edificio apuntaba directamente a la Reserva Ecológica Costanera Sur, al Río de la Plata (y si esforzaba la vista, llegaba a divisar una línea de luces a lo lejos; se trataba de Uruguay). Del lado oeste, se observaban el Paseo del Bajo y más edificios alrededor. Fue un escándalo nacional porque se construyeron sobre una reserva. Nadie lo quería ahí, pero, por alguna razón, se hizo. Ya entendía lo que me quería decir.
Azul volvió a posar los ojos sobre Mateo. Me tomé todo el té de golpe y caminé hacia mi hijo.
—Ya me siento mejor. —Lo levanté y lo apoyé sobre mi pecho. Azul me siguió con la mirada. Descifré ¿miedo? —. Gracias por todo.
—Pará, no —me dijo—. Tu ropa.
Bajé la vista y sí, tenía razón: mi remera era un asco. Sobre los colores rosados había hilos de sangre hasta la cintura, algo que seguramente no se iría ni con lavandina. Ya podía escuchar la voz de mi mamá insultándome.
En ese momento Azul abrió el placar y sacó otra remera, blanca y azul. Cuando me lo alcanzó, noté que el forro interior era peludo; me erizó la piel.
—Esto es de hombre —le dije.
—Dame tu remera —me respondió.
Me cambié ahí mismo. Ella puso la prenda en una bolsa de plástico.
En ese instante, ambas escuchamos el ruido de un coche a toda velocidad que, luego, se estacionó enfrente de los departamentos. Tocó bocina dos veces y esperó, con el motor encendido. Lo reconocí por el caño de escape.
—Es Emmanuel —dije.
No me di cuenta y me iba a acordar mucho tiempo después: dejé la bolsa con la remera sobre la cama.
—¿Cómo sabe que estás acá?
—Le mandé mi ubicación en tiempo real.
—Vamos a la puerta —bufó.
La agarré del brazo; ella sostuvo a Mateo, y bajamos los tres. Azul ya no parecía divertida, ni preocupada. Sino molesta.
Cuando crucé el umbral de la entrada y divisé el auto de Emmanuel, caminé hasta la puerta. Después de abrirla, me giré y me despedí de Azul con mi única mano libre. Tuve la ilusión de que me iba a responder con la misma amabilidad con la que me recibió y, capaz así, la volvía a ver en el futuro. En ese momento no se me pasó por la cabeza que podría ser la última vez. Ese sentimiento se aferró a mí. El de la esperanza. Si me perdonó, entonces se va a despedir bien. Con una sonrisa.
Pero ella me miró desde la oscuridad, y cerró la puerta.