Nuestras flores
II. Jacinto púrpura: Pesar
Me levanté a las cinco de la mañana con el corazón en la boca, con los ojos abiertos sin poder ver. Sonaba el teléfono (uno diferente, que saqué del cajón donde mamá guardaba los iPhones usados). Al primer pitido ya alcé la cabeza y sujeté el celular.
Contesté sin siquiera fijarme quién era.
—Trini, escuchame.
—¿Quién es? —pregunté.
—Yo, boludísima.
Presté atención: la habitación oscura, las ventanas abiertas. Entraba aire tibio de la primavera que hacía ondear las cortinas blancas. La tele se había apagado sola. Escuchaba la respiración agitada de Ciru, su voz grave y rasposa, como la de una fumadora compulsiva. Mi mejor amiga desde la adolescencia (desde que empezaba a perder la amistad de Aiz, en realidad) todavía tenía el descaro de llamarme a altas horas, al igual que a los diecisiete años, cuando nos enterábamos de algún chisme.
—¿Qué pasa?
—¿Viste la foto que te mandé?
—No.
—Es Emmanuel.
Si el corazón había vuelto a su lugar cuando escuché la voz de Ciru, ahora estaba nuevamente arriba, entre la garganta y los ojos. Me presionó con fuerza. Sentí el nudo, la boca seca.
—¿Qué pasó con Emmanuel?
—Es el auto de él, ¿no? Es su patente. Creo.
Salí de la llamada, sin cortarla, y entré a los últimos mensajes: dos de mi hermana Rosario, mostrándome lo que le había comprado al novio de turno; ninguno de papá, aunque le mandé «buenas noches»; uno de mamá, pidiéndome que no me olvidara de cerrar las ventanas; y el último, el de Ciru. Era una foto de una casa, sobre una calle oscura. A través de las ventanas se podían ver luces de diferentes colores. Pero eso no era lo importante, o en lo que Ciru no quería que me fijara: sino el auto estacionado. Un Audi blanco con dos líneas negras sobre el capó, una frase en mandarín, el número «33» en la puerta trasera: tan distintivo que solo un ridículo como él podría haberle hecho eso al auto que le había regalado mi papá.
—¿Qué hace ahí?
No es la primera vez, no es la primera vez, no es…
—Calculo que es una fiesta, por las luces —me dijo Ciru—. Me lo pasaron por privado en Twitter. Una cuenta sin nombre.
En un momento, indagué en los mensajes privados de Twitter y vi que una cuenta sin nombre, con un usuario parecido a «12225433cosa» me había mandado un mensaje. Era la foto. Pero no decía nada más. Entré al usuario y se había creado este año. Tenía un solo tweet. Decía: «No importa quién, sino qué».
—A mí también me pasaron la foto por Twitter.
—¡Viste!
—¿Dónde queda esta fiesta de mierda? —Emmanuel me dijo que trabajaba hasta tarde, son las cinco de la mañana, se piensa que soy boluda, me dejó sola con el pendejo, se fue de joda, cuando lo vea lo mato, o mejor ni lo veo, o mejor agarro mis cosas y me voy, pero a dónde me voy, hay un hotel cerca.
—¿No tenés la dirección? Porque a mí el anónimo me mandó una. Capaz es…
—A mí no me mandó nada más. Necesito que me la envíes.
—Te la paso. —Me llegó el mensaje de Ciru enseguida, como si hubiera tenido el dedo esperando para presionar el botón de «enviar».
—Ciru, ni volando llego rápido —le dije, imaginándome todas las vías posibles para alcanzarlo.
—¿Y qué vas a hacer, entonces?
—Bueno, agarro al pibe y lo traigo de los pelos. Y si necesito quedarme unos días en tu casa, más te vale que tengas mi cama preparada.
—Obviamente, reina —me respondió. Casi que la escuché sonreír—. Avisame cuando llegues. Está muy oscuro afuera.
٭٭٭
—No podía ser más lejos, nena.
—Ya lo sé, Ramiro. Si no, iría caminando —le respondí.
Ramiro me miró por el espejo retrovisor. Olía a tabaco rancio y aceite de coche. Si los taxis en Buenos Aires no estuvieran siempre ocupados por turistas, o si la remisería, esa agencia de choferes a dos cuadras de casa, no estuviera disponible a cualquier hora, seguro hubiera prescindido de Ramiro. Tal vez no lo hubiera llamado nunca más. Pero ahí estaba. Rezando por que ese auto no me generara ganas de estornudar cada vez que me sentaba en las butacas traseras. Ramiro, por su parte, tenía la particularidad de observar de costado, responder con voz tosca y hablar levantando el dedo índice, aunque lo hubiera perdido (cortado por una máquina) hacía veintitrés años mientras trabajaba en una fábrica de repuestos. Si lo habrá contado. Puff.
—¿Y el nene? ¿No tienen mayordomos que lo cuide?
—¿Te podés callar?
Abracé a Mateo. Lo arropé contra el abrigo. Afuera apenas se podían distinguir las casas: la luz amarillenta de los faroles alumbraba algunas zonas. Y no había nadie.
Al rato, cuando ya íbamos por mitad de camino, Ramiro bajó la mirada hacia su celular (sin dejar de avanzar por la calle) y escuchó un mensaje de voz que decía «hay una chica que quiere que la lleves, está en…».
Ramiro le contestó en otro audio. Le dijo que en treinta minutos la pasaba a buscar, y a mí no me dieron los cálculos, porque en treinta minutos apenas estaríamos llegando a mi destino. Hasta que sentí el impulso hacia atrás y el auto salió disparado. Agarré a mi hijo con pánico y solté un alarido.
—¡Más despacio! —le grité, con la bronca que me subía en forma de fuego por la garganta.
Ni con el cinturón dejaba de saltar. Las lomas de burro las pasaba a cincuenta y frenaba solo cuando tenía que ver si venía un auto de los costados. Y yo tenía la bronca acumulada en forma de nudo ardiente en la garganta, y le hubiera escupido con tal de sacarme ese sabor amargo y lleno de odio que me generaba, sobre todo, cuando la gente fingía que no me escuchaba.
—¡Te estoy hablando! ¡Te dije que vayas más despacio!
Después del tercer grito, bajó la velocidad. Todavía me bombeaba el corazón lleno de furia. Me costó respirar con normalidad. Te juro que en un mes voy y saco la licencia de conducir, hijo de…
A los veinte minutos, Ramiro frenó y gracias a Dios o, mejor dicho, al cinturón, no me di la cabeza contra el asiento delantero.
Con el corazón en la boca, miré por la ventana. El vidrio estaba empañado, pero distinguí bloques de departamento a excepción de una sola casa, con un parque delantero con tres líneas diminutas de pasto. En la dirección que me había mandado Ciru, evidentemente hubo una fiesta: había vasos de plástico por todo el piso, botellas de alcohol rotas, ¿manchas de sangre?, un zapato roto. Un hombre juntaba toda la mugre en una bolsa de consorcio negra. Pero esa era la cuestión: hubo. Ya no había más. No había música. No había gente.
—Son siete mil en total —me dijo Ramiro, con voz ronca y alerta, llamando mi atención.
—¿Por qué tanto?
Mateo, medio dormido, se apretaba la cabeza contra mi pecho. Durmió durante todo el viaje. Pero escuché en alguna red social que los bebés acostumbrados a los ruidos fuertes, como el de la aspiradora, no suelen alterarse tan fácilmente ante los cambios bruscos. ¿Será que los gritos de las peleas lo acostumbraron?
—Ah. —Saqué mi billetera, siete billetes de mil, y se los dejé en el asiento del acompañante.
—Sos muy confiada, nena —me dijo Ramiro, contando los billetes con sus manos grasientas y en tono de burla.
—Es porque sé que vos no me cagarías, ni loco me traicionarías. —Mientras lo decía, ni siquiera levanté la mirada de mi cartera: acomodé la billetera, las llaves de casa, arropé a Mateo y abrí la puerta. Y antes de salir, le dije—: Porque cagarme a mí es cagar a mi papá.
Y después no vi su cara y su reacción, pero estaba acostumbrada a sentirla. Cada vez que mencionaba a «papá», Ramiro se enderezaba y ya no me decía «nena», ni me trataba de millonaria tonta. Algunas veces lo escuchaba aclararse la garganta, y otras no volvía a dirigirme la palabra por el resto del viaje.
Apenas salí del remís[1], Ramiro aceleró y se perdió de vista en la intersección. Me acerqué al hombre que limpiaba.
—¿Y la fiesta? —pregunté.
El hombre alzó la mirada. Tenía los ojos rojos, y se concentraron en Mateo, algo extrañado de que hubiera aparecido un nene. Justo en ese momento, mi bebé se enjugaba los ojos mientras observaba su alrededor. Acto seguido, dijo «mamá, dónde estamos, mamá».
—Se terminó hace como una hora.
—¿Cómo?
Levantó los hombros, como queriendo decir «sí, es así».
—¿Sabés si Emmanuel Fernández estuvo acá?
Chasqueó la lengua.
—Hasta el Diablo estuvo acá —me contestó, y siguió barriendo botellas.
A menos de una cuadra podía ver las luces de una estación de servicio, así que caminé. Solo entonces fui consciente de la gravedad del frío que me entró por las partes rotas del jean, por las mangas y el cuello, y tuve ganas de estornudar. Aunque fuera primavera, algunas noches parecían retomar el invierno. El viento húmedo movía las hojas verdes de los árboles gigantes de Tala. Cubrí a Mateo con mi abrigo y apresuré el paso. Pero él no estaba contento. Se había puesto chinchudo, y empezaba a mover las piernas con fuerza y velocidad como protesta. «Casa, casa, casa» repetía Mateo, una y otra vez. Si él no fuera así, yo no estaría acá, y su bebé y yo no estaríamos pasando frío, porque no tenemos por qué pasar frío, si en casa siempre está calentito, no entiendo por qué se va, si en casa…
Abrí la puerta de la estación de servicio, pero la mujer que atendía no levantó los ojos del celular. El televisor marcaba las seis de la mañana, los grados de sensación térmica y las probabilidades de lluvia. Me senté en una de las mesas, envolví a Mateo en mi abrigo y lo mecí.
Afuera el cielo comenzaba a teñirse de los colores de la madrugada. La oscuridad se disipaba. En la ciudad éramos solo nosotros, en medio de una persecución sin sentido, a una cuadra del shopping de Devoto. Me pesaba la cabeza y los párpados del sueño. Porque si me hubiera quedado…
Marqué el número de Emmanuel y esta vez sí me contestó. No lo dejé ni respirar.
—¿Dónde estás?
—En casa, amor.
En ese momento, Mateo comenzó a llorar y la cajera levantó los ojos del celular.
—Te lo pregunto otra vez: ¿me viste cara de estúpida?
No me contestó.
—¿Dónde estás?
—En casa. Llegué recién.
—Te voy a pasar mi dirección. En veinte minutos te quiero acá, ¿me escuchaste?
—¿Me podés dejar explicarte? No sabés lo que pasó en realidad.
—En veinte en la estación de servicio —le dije, y corté.
—Señorita —me dijo la cajera, con voz forzada y el cuerpo inclinado sobre la caja. Yo me espabilé y la miré—, le sangra la nariz.
Enseguida me toqué los labios y lo sentí: el gusto metálico. Que si bien dos veces en un día no era un récord, ahora tenía la boca y el cuello empapados con sangre caliente, y la remera nueva se me había arruinado para siempre; y ni hablar del abrigo con el que protegía a Mateo del frío. La sangre había caído a pocos centímetros de la cara empapada de lágrimas de mi hijo, que había dejado de llorar tal vez porque las gotas de sangre llamaron su atención. ¿Cómo no me había dado cuenta antes? La mujer me observó distante mientras yo apoyaba a Mateo sobre la mesa y hurgaba en mi bolso. No era momento. Si entraba al coche de Emma así, se iba a enojar conmigo. Además, ¡la remera nueva! Y me dolía. Siempre había dicho que no, pero la nariz me dolía como si me estuvieran metiendo clavos por los orificios. Moví la mano frenéticamente por todo el bolso hasta que caí en que no tenía y que tampoco había ido a comprar antes. Así que me dirigí a la cajera y le dije:
—¿Por casualidad tenés algodones?
—No, lo siento —me respondió, con falsa lástima—. Pero tengo curitas si querés.
¿Curitas? ¿Para una hemorragia nasal?
—No, no, gracias —le respondí—. ¿Hay baño?
—Sí, pero no hay papel higiénico.
—¿Cómo que no?
—Tampoco querrías usar el papel higiénico de una estación de servicio. —La cajera miró el piso, y tardé en darme cuenta que estaba fijándose en las manchas de sangre que tendría que limpiar más tarde—. Hay una farmacia a tres cuadras.
—Eso sí. ¿Para qué lado?
Me señaló la avenida y le pregunté entre qué calles exactamente. No me supo responder. Le iba a decir que gracias por su utilidad, que la próxima le preguntaba a la silla que seguro me iba a ser de más ayuda, pero ya había peleado con suficientes personas (y todavía me quedaba pelear con más). Agarré a Mateo y salí.
Cuando choqué contra una ráfaga de frío y calculé tres cuadras en mi mente, se me estremecieron todos los músculos. Me coloqué el abrigo manchado y traté de avanzar rápido. Sostenía a Mateo con un brazo y la cartera con el otro. En cualquier momento podría encontrarme de frente con un ladrón, un borracho o alguien que quisiera lastimarme, lastimarnos. Me temblaban las piernas, y los brazos se me empezaron a aflojar: el peso de ambas cosas me hacía transpirar frío. Si yo no me hubiera ido de casa, si lo hubiera esperado, soy una inconsciente, soy…
Todavía no era de día, tampoco de noche. Y yo cada vez sangraba más. Traté de taparme con una mano, pero esa misma mano filtró la sangre entre los dedos.
Y como si no fuera suficiente, Mateo empezó a llorar, pero no como antes, no simples lloriqueos, comenzó a llorar de verdad. Tenía la nariz tapada. La piel rojiza. Yo lo quería abrazar con fuerza, pero si lo agarraba con ambas manos lo iba a manchar con sangre, así que me limité a hablarle, a decirle «ya está, mi amor, ya está, papá está cerca, ya está».
El sonido del llanto de mi bebé me provocó un nudo en la garganta. Y llorar, tener ganas de llorar, me provocaba impotencia, por lo que terminé llorando de impotencia junto con todo lo demás. Tenía ese pensamiento de que era mi culpa. Si mi bebé moqueaba, si mi nariz sangraba, si Emmanuel se iba, todo era mi culpa y de alguna forma lo merecía.
Divisé la farmacia a media cuadra, así que me limpié las lágrimas con la manga del abrigo y me puse a buscar la billetera. Mientras revolvía con una mano toda la cartera, con la otra sostenía a Mateo, con los pies trataba de caminar recto y soportar la pesadez de mi cuerpo. Una punzada lacerante me castigó la sien y me obligó a entrecerrar los ojos.
De repente, pisé una baldosa irregular y mi pie derecho se dobló. Apreté los dientes. Apreté hasta ahogar un gemido. Me paré en el lugar, traté de respirar, pero en cambio lloré con más fuerza, sangré con más fuerza. Mateo, horrorizado por mi debacle, dejó de llorar y eso me dio fuerzas para recomponerme y seguir.
Abrí la puerta de la farmacia y la luz blanca me hizo pestañear. Al entrar, me encontré con el típico olor a desinfectante que hay en todas las farmacias porteñas y una hilera de góndolas llenas. Detrás del mostrador, la farmacéutica me echó una mirada y le cambió el semblante que un segundo atrás había sido somnoliento pero amable. La mujer frente a ella metía una bolsita con medicamentos dentro de su bolso y entonces se giró hacia la salida donde estaba yo.
¡Pero qué decía! ¡Ella me odiaba! Cuando se dio cuenta de quién era la mujer sangrante frente a ella, sus facciones cansadas mostraron un gesto de desaprobación. No apartó la mirada, como yo hice. ¡Caminó en mi dirección como si fuera lo más normal del mundo encontrarnos ahí años después de lo que sucedió! Agarré un algodón de las góndolas y lo apreté. Ojalá hubiera sido una especie de propulsor que nos sacase a Mateo y a mí de aquella situación. Cuando sus pasos pararon a mi lado, el corazón me iba a mil.
—Ah, hola —le dije, reparando en ella un segundo y volviendo a lo mío. A pesar de mi inminente desangramiento, estaba segura de que mis mejillas parecían una parrilla al rojo vivo. A continuación, murmuré tontamente—: No te había visto.
Su voz. Así sonaba. Después de unos años uno se olvida de las voces de las personas, por más que las adore.
—Ja. Ja.
—Igual no fue un chiste.
Azul estaba ojerosa como si llevara días sin dormir. Observó el algodón que yo apretaba. De haber sido una lata, hubiera explotado. Abrí la bolsa y me coloqué un par de algodones en las fosas nasales. La miré desafiante.
—Es obvio que es mi sangre, Azul.
—¿600? Es mucho. ¿Vos tomás eso seguido? ¿Te sentís mal o algo?
—¿Querés o no? —enfatizó.
Estiré el brazo y agarré el ibuprofeno. El sangrado se había detenido, pero mi remera daba miedo. Las piernas me temblaban del frío y, sin embargo, algo dentro de mí se templó cuando noté que mi hijo miraba a Azul con interés genuino.
—Gracias. No te veo hace años y de la nada te encuentro dos veces en un mismo día.
—Siempre fuiste muy amable vos.
—En exceso, diría. —Le devolvió la mirada a Mateo para luego rodearnos y llegar a la salida—. Por cierto, no hace falta que me sigas por toda la ciudad. No quiero hablar contigo.
—Yo no…
Cerró la puerta tras de sí y a mí me quedó una especie de vacío en la boca del estómago. La calidez de la empatía se había esfumado: ella no me había perdonado, simplemente había sido amable. Un gusto amargo se me instaló en la lengua.
Pagué el algodón. La empleada de la farmacia me echó una mirada llena de lástima. ¿Y cómo no sentirla? De alguna forma u otra, la gente que yo más quería se alejaba de mí o me demostraba que no les importaba tanto. Mi familia, mi novio, una amiga del pasado. En el instante en que empecé a disfrutar de que alguien me ayudara, Azul lo remató con un «no quiero hablar contigo». Y con eso bastó para que mi mente creara una serie de afirmaciones destructivas:
Yo no soy suficiente para que me sean fieles.
Yo no soy suficiente para que mi hermana venga a mi cumpleaños.
Yo no soy suficiente para que Azul me vuelva a hablar.
Agarré el algodón y me dirigí hacia la puerta.
Cuando la crucé y sentí el aire cálido de la noche, vi que Azul estaba apoyada en la pared, con un pie sobre esta y los brazos cruzados.
—¿Tenés auto? —me preguntó.
Le brillaban los ojos.
—No —le dije—. Jamás aprendí a manejar.
—¿A dónde?
—A mi departamento, Dedé. ¿A dónde va a ser?
—Fuiste vos la que obligaste a medio colegio a decírtelo, aunque no te quedara bien —recalcó. Hija de puta, tiene razón—. Vamos, queda como a cinco cuadras de acá.
—No necesito tu lástima, gracias.
—No lo hagas por vos, si querés. Hacelo por él.
Señaló a Mateo con la barbilla y me ofreció su brazo para sostenerme.
[1] Servicio de alquiler de coches con conductor.