Nuestras flores
IV. Achillea: Luchar
No hablamos de vuelta al departamento.
Tampoco cuando cruzamos la puerta.
Durante el viaje en auto, noté algo en él. Pero no se lo dije. Iba a esperar que llegáramos, si no se ponía mal y podíamos chocar.
Él cruzó el umbral primero. Después lo seguí yo, con el bebé en brazos. No recordaba la última vez que me había ayudado a llevarlo; siempre lo cargaba yo. Pero ese reclamo iba para otro día, cuando tuviéramos problemas menos graves.
Cuando acosté a Mateo en su cuna, me giré y Emmanuel me hizo una señal con el dedo para que lo siguiera. Caminamos en silencio hasta la cocina. Cruzamos el pasillo oscuro. Él iba delante de mí, y sus pasos sonaban más. Lo escuchaba respirar con enojo contenido.
En la cocina, reparé en que no había un plato fuera de su lugar, ni un vaso sucio. El mármol relucía bajo la luz blanca. El olor a milanesas quemadas había desaparecido y ahora no había ni un aroma, nada que indicara vida. Parecía la cocina de una casa sin alquilar. Tanto orden, pensé. Tanto orden me enferma.
Dejé de mirar a mi alrededor para enfocarme en él. Y cuando lo tuve enfrente, quise salir corriendo.
—¿Vos te diste cuenta? —me dijo.
Estaba apoyado sobre la isla, con los brazos entrecruzados y la mirada fija en mí. Era casi quince centímetros más alto que yo, uno de los más altos de su comisión, y tenía una manga de tatuajes en el brazo derecho, con dibujos de animales en negro. Por jugar tanto al fútbol y vivir a base de carne con ensalada era de físico fibroso. Siempre fue de esos carilindos de nariz respingada, rostro simétrico y cabello negro que en el colegio derretía a más de una, pero lejos estaba yo de quererlo solo físicamente. A mí me mataba él. No su rostro, sus músculos. Él. Sus acciones. Su lista de prioridades.
Lista en la que probablemente no estoy.
Su cara estaba a contraluz; me fijé en la mandíbula tensa. Mandíbula.
—¿Vos te diste cuenta? Porque no voy a explicar algo obvio.
—Me mentiste —le dije.
—No te mentí. Me llamó Brian, me pidió que lo pasara a buscar porque estaba muy borracho. Lo llevé. Ya había terminado mi turno. ¿Ves? ¿Ves qué fácil es si me preguntás antes? Si en vez de ponerte loca por una foto que te mandó un anónimo, me pedís explicaciones. Es tan fácil, Trinidad. ¿Por qué no te sale?
Me quedé en silencio. A él se le llenaron los ojos de lágrimas. Me miraba como si le doliera en el alma, como si de todas las veces que había tenido que salir corriendo por él, esta fuera la peor.
—¿Por qué no te sale pensar antes?
Busqué algo más en qué centrar mi atención, porque, en realidad, quería explotar. Él justo había mencionado algo que iba a dar vuelta a toda la conversación, pero lo quería dejar hablar solo un rato más porque de otra forma no me hubiera escuchado. Entonces, en ese momento mi nariz detectó algo. Mi piel también. A pesar de que la remera que me había prestado Azul era fina, me brindaba calor. Su olor era mejor que un perfume. Tal vez mejor que cualquier otra cosa que hubiera sentido. Menta, gardenia, lavanda, jacintos…
Lavanda. Era el olor que más sentía. O ¿rosas? ¿Podía ser que hubiera olor a rosas, aunque no vi ninguna en su casa? Su departamento era muy chico, muy precario. Pero estaba lleno de vida.
—Ya está —repetí.
Rosas, sí, había olor a rosas.
—Me voy a la casa de uno de mis amigos. Y me llevo a Mateo —dijo, amagando a salir de la cocina—. Me demostraste que no estás en el mejor momento para cuidar de un bebé. Que estás loca.
—Tenés razón.
Él frenó.
—Tenés razón. Todo lo que dijiste es verdad. Pero hay algo…, perdón, perdón que me quede con esto solo, pero hay algo que no me cierra. De todo lo que dijiste, hubo una sola cosa que no cuadra. —Levanté los ojos del buzo. Y mi voz salió serena, lenta—. ¿Cómo sabías que me habían mandado una foto?
—¿Qué? ¿Qué foto?
—Dijiste que yo, por una foto que sacó un anónimo, me volví loca. Me dijiste loca. Pero yo nunca te hablé de una foto.
—Mostrame tu celular.
—No, no, no.
—Mostrame tu celular. Si no tenés nada que ocultarme, dámelo.
—No tengo nada que ocultarte, pero es mi privacidad. Son mis cosas.
—Tenés razón. —Apreté los dientes. Mi voz surgió como la de un caníbal—. Pero tenés mi cuenta de Twitter abierta, y esa es mi privacidad.
—¿Vos estás loca?
—No es la primera vez.
—Yo aprendo de mis errores, no como vos.
Entonces me acerqué hasta percibir su aliento con tufo a alcohol. Los dos estábamos bajo la luz. Los dos proyectábamos una larga sombra.
—Dame tu celular, o voy a fijarme yo misma, desde mi celular, en qué otros dispositivos tengo la cuenta abierta. Y si llega a estar el tuyo, te juro, Emmanuel…
En silencio, sacó el celular del bolsillo y me lo entregó. Lo desbloqueé, entré a su Twitter y me fijé en las cuentas activas.
Por supuesto. Por supuesto que estaba la mía.
Seguí entrando a diferentes redes sociales. Noté la mirada de él clavada en la nuca; el temblor apenas visible de su cuerpo.
Instagram. Facebook. Pinterest.
Tenía todas mis cuentas.
Y cuando entré a su galería, encontré fotos de conversaciones con mi mamá. Él se quejaba de que me olvidaba de cocinar, que no limpiaba bien a Mateo, que no ordenaba la casa. Ella le decía que no se preocupara, que hablaría conmigo. Un nudo, el de siempre, subió hasta mi garganta y no me dejó respirar más. De repente ya no sentía el gusto de las lavandas, la menta, los jacintos. No había nada más que un ahogo. Como una mezcla de fuego y agua, todo llevado a un extremo inaguantable. Me elevó la temperatura y me tiré hacia atrás, con la garganta seca. No podía ser que… mi mamá…
Pero eso no era lo peor. Cuando levanté la mirada para enfrentarlo, volví a ver lo que había notado en el auto. La primera vez lo ignoré, lo dejé pasar; ahora era evidente, y tal vez peor que nunca.
Emmanuel se pasó la mano por esa zona y la movió. Entonces, no era algo de la piel, una mancha, un lunar, lo que fuera. Los lunares no se trasladan, no desaparecen. Y cuando Emma se observó los dedos, vi sus yemas cubiertas de color y el olor a pintalabios llegó a mis narices.
—Es mate. Marrón mate —dije, con una sonrisa—. Muy lindo color.
Me hubiera gustado. Lo pensé mucho, por bastante tiempo, pero en ese momento me hubiera gustado agarrar su celular y estrellarlo contra la pared. Tenía el motivo, estábamos en el clímax, nada podría salir peor, no íbamos a recuperarnos de eso (otra vez), o sea, que las condiciones estaban dadas y yo, con tantas ganas, podría haberlo hecho. Y haber escuchado el teléfono quebrarse; ver cómo la pantalla se desprendía, y él me insultaba entremedio porque sabía que le había roto el celular, sí, el que le había comprado yo.
Pero solo lo dejé sobre la mesa y me fui a la habitación. «Hoy dormimos separados», le dije.
٭٭٭
—No, no, no, no. No me digas nada.
Escuché su voz: lo primero que me dijo fue eso. Mis dedos empezaron a temblar.
—Ya me contó todo, no te preocupes. —Reconocí el tono de voz de mamá. Un tono grave, cargado de bronca. Yo, por mi parte, me tocaba la panza porque no entendía ese vacío que se había abierto en mí, que se mezclaba con un sabor amargo.
—Pero ¿qué te contó? ¿Su versión o la mía? —le pregunté.
Tenía la espalda contra la pared. Alrededor no se veía nada, solo algunos haces de luz que iluminaban la cama y el espejo.
Estaba sola. Ahora que lo decía me sonaba obvio: siempre había estado sola. Pero nunca con esa intensidad, nunca con ese dolor en el pecho que me subía como un volcán en erupción. Jamás había tenido la necesidad de estar acompañada de mi familia porque ellos, más que familia, eran un ring de boxeo constante.
—El hecho es uno solo; no importa quién lo cuente —me respondió.
—Lo que dijiste no tiene sentido.
Con eso, la enojé más.
No había salido de la habitación desde la madrugada; escuchaba los pasos de Emmanuel por la casa (el sonido de la cafetera, la puerta de la heladera abriéndose, la ducha) y su voz, de vez en cuando, gritando al televisor. Me recordó a cualquier otro día de la semana.
Mi imagen daba terror: tenía dos semicírculos negros bajo los ojos; estaba pálida, más que de costumbre, y a la tez enfermiza se le sumaban la nariz roja. Me pregunté cómo no había sangrado todavía. Qué me faltaba para explotar.
Dejé que mi espalda cayera por la pared. A mi lado la cama estaba hecha; las ventanas, cerradas. Mateo todavía dormía. Y al lado de él, sobre la mesa de luz, estaban las pastillas para dormir.
—Yo no puedo creer lo que hiciste.
—Me cagó —le respondí. Mi voz salió como una mentira. Sudorosa, fría.
—Me volvés a arruinar las vacaciones así, Trinidad —Su voz sonaba amenazadora. Un frío me recorrió toda la espalda—, y te vas de casa.
Esa amenaza la había escuchado tantas veces. Quise preguntarle si Emma se iba conmigo o a él sí lo iban a cuidar, lo iban a escuchar. No como a mí.
—¿Y a vos te parece salir corriendo a las cinco de la mañana, con tu hijo? ¡Y después me decís que el que dejó la ventana abierta fue él! ¡Que el mal padre es él! ¡Que sos la única que cuida a Mateo! ¿Sabés qué? No te creo un carajo, Trinidad. Porque lo único que veo es que sos una irresponsable.
—Me cagó —le dije, casi suplicándole. Me tiré los pelos con una mano—. Estuvo con otra chica, mamá.
—Necesitás psiquiatra. Urgente.
—¡¿No me escuchás?!
—Sí, te escucho, como cuando me contaste que casi se le cayó café caliente sobre Mateo; o cuando apareció borracho a las tres de la mañana y rompió la computadora de tu hermana. Sí, te escucho, pero no te creo, Trinidad. Porque vos, a mí, me demostraste que sos una irresponsable. Que no creciste nunca. Y me cansé de estar arreglando tus cagadas.
Me cortó antes de que le pudiera explicar lo de mis redes sociales en su teléfono, el pintalabios mate detrás de la oreja. Aunque por dentro sabía que le iba a encontrar alguna justificación, tenía que vomitarlo.
Y con la idea del vómito en la cabeza, apoyé la cabeza contra la pared. Mi saliva tenía un gusto amargo. No debí haber llegado hasta este punto, pensé. No debí…
—¡Trinidad! —gritó Emmanuel.
Enseguida me levanté y me acosté sobre la cama. Fingí cerrar los ojos y respirar con normalidad.
—¡Trinidad! —volvió a gritar—. Vino la chica de la lavandería.
Abrió la puerta, y un haz de luz entró a la habitación. Vi la silueta de su sombra sobre el piso. Entró aire fresco.
—Vino la chica de la lavandería —me repitió.
—Yo no mandé a lavar nada. Decile que se equivocó —respondí lentamente, haciéndome la que me estiraba y me removía sobre las sábanas.
—Dice que te trajo una remera.
Agrandé los ojos.
La remera.
Porque si hubiera tenido problemas en reconocerla, entonces hubiera ido al médico. No hay dos personas iguales.
٭٭٭
Bajé por el ascensor y llegué a la entrada principal. Crucé el pasillo y, cuando la vi detrás del vidrio, el vacío de mi panza se disolvió un poco. O se llenó, mejor dicho. Pero ahora con un sentimiento lindo: el mismo de cuando sentí por primera vez las flores de su casa, o toqué su remera.
Abrí la puerta de un tirón.
—¿Cómo sabés dónde vivo? —fue lo primero que le pregunté.
Afuera estaba soleado. Había un viento caluroso que no llegaba a sofocar: el mejor momento del año y, a la vez, el peor para estar encerrada en casa. No sabía si era el mediodía o la tarde, si habían pasado unas horas o algunos días. Tenía esa sensación de que el tiempo se había alargado y que la última vez que había visto a Azul había sido hace años. Pero ahora la tenía enfrente y me miraba con el ceño fruncido. Aunque estábamos a pocos metros, mi nariz detectó el olor a lavanda fresca, un sabor dulce que me hizo agua la boca.
—Buenos… ¿días? —me respondió, entregándome la bolsa con mi remera. Cuando la abrí, olía a menta y las manchas de sangre habían desaparecido—. Te olvidaste esto. Las Trillizas, me dijiste. Y tuve que preguntarle al portero en qué piso estabas.
—Yo… yo no… yo tengo tu remera, pero no la lavé —le dije.
—¿Qué? No, es tuya.
—Te la regalo, dije —me respondió, sin mucho interés—. ¿Estás bien?
—Sí —contesté automáticamente. Después lo pensé—. Bueno, no. Tanto no.
—No sé cómo, pero me di cuenta —dijo, observando mi ropa y frunciendo la nariz—. Ayer no te pregunté qué hacías sola a las seis de la mañana con tu hijo y dos litros de sangre en cada fosa nasal. Pero si necesitás algo…, lo que sea…
—Lo único que necesito es irme de este departamento —le dije, sonriendo.
—No sé si eso lo puedo solucionar yo.
Nos quedamos en silencio unos pocos segundos. Y, al final, se metió las manos en los bolsillos y me dijo:
—Bueno, nos vemos.
—Necesito algo —dije. No lo pensé mucho, en realidad. Me salió.
—¿Qué?
Tragué saliva.
—Quiero saber si todavía me odiás.
Hubo un momento de silencio que ella rellenó con media sonrisa. Después de eso, la nube de humo negro en mi cabeza desapareció. Como si ese humo hubiera sido la pregunta que tenía guardada hacía más de cuatro años, y hubiera necesitado ese momento para aclararla.
—Éramos chicas cuando pasó —me respondió, así de simple.
—No, ninguno.
—Perfecto —dije.
Con eso era suficiente. Más me hubiera parecido innecesario. Ahora podía seguir: y si en el futuro la encontraba en el shopping, podría hablarle sin más; podría fingir que ya no me importaba lo que había pasado antes, porque de verdad que no me importaba, o tal vez en ningún momento me importó. Podría seguir, en realidad, porque sabía que Azul Regantes no me odiaba.
Y cuando amagué a cerrar la puerta y volver a mi infierno, Azul estiró la mano. Los dedos me alcanzaron la piel. Su tacto era cálido, otra vez. Me di vuelta y la miré.
—Podés venir. —Me apoyó un objeto metálico chiquito sobre la mano: estaba frío—. Si lo necesitás, podés venir cuando quieras.
Se fue. Ni siquiera se despidió. En ella era normal: nunca le habían gustado las despedidas, ni las más absurdas.
Pero ahora, con la llave entre los dedos, dudé de si era una despedida.