Dos hijas para la muerte
Cuatro
(Parte 2)
Aunque lo peor no era lo grotesca que resultaba Pruna, ni los líquidos que desprendía el cuerpo, ni siquiera esa piel que parecía marchitarse a cada instante que pasaba. Lo peor eran los ojos, que permanecían abiertos y enfocando el techo. Helda ya los había visto parpadear en alguna ocasión, cuando Pruna había necesitado un hálito dentro del cadáver, pero tan quietos, tan fijos, eran todavía peores.
—¿Puedes…? —preguntó Dacia.
Una de las hermanas que acompañaba a Pruna la miró con desprecio. Solo las personas vinculadas a algo tan permanente como la Muerte se atrevían a esa clase de gestos con las profectas. Helda también era consciente de que no les tenían aprecio porque habrían creído que prosperarían con la consagración de la diosa de la Muerte y la Destrucción, pero seguían ancladas a las catacumbas, los sótanos, los lugares más oscuros.
Esperaron en silencio a que Pruna terminara de hurgar entre los restos. Cuando la mujer sacó la mano, parecía más vieja que cuando la había introducido. Su acompañante le entregó una sábana limpia con la que limpiarse.
—No puedo decir más de lo que ya he dicho —concluyó la hermana. Se colgó la sábana al hombro, con los regueros de suciedad visibles. No le importaban en absoluto—. Vele estaba en lo cierto al suponer que no pertenecía a la aristocracia. La alimentación era muy pobre: le faltan piezas dentales, tiene callos de fracturas mal soldadas, apenas recibiría nutrientes… —Señaló el cuerpo con un gesto vago—. Pero tampoco tengo claro que sea del sur, como dice ella. El aspecto externo no encaja, eso está claro, y por dentro… Poca información. Casi apostaría más por el norte, si tengo que jugármela… —Se encogió de hombros—. Lo siento, Helda. —Dirigió una mirada rencorosa a Dacia—. Profecta.
Dacia se limitó a arrugar la nariz y darse la vuelta. Eso la dejó a solas con las dos hermanas y el cadáver. No aguantaría muchos hurgamientos más por su parte, y había un deje cruel en permitirlo que le retorcía sus propias tripas. Una mano helada cogiendo uno a uno cada pliegue.
—Incineradla —pidió finalmente. Creyó escuchar un quejido de desaprobación de Dacia, pero la profecta no regresó—. Salvo que creas que puedes conseguir algo más…
—Se merece la pira —concordó Pruna. Llevó los dedos a los ojos de la asesina y se los cerró—. Lo haré esta misma tarde.
—Gracias.
Las dos hijas hicieron una reverencia rápida mientras ella se alejaba. Ponerse a la par que Dacia le habría supuesto apresurar el paso, así que se mantuvo por detrás, todavía con la sensación de que olía a muerto, y un dios pequeño, antiguo y vengativo quería estrangular a una de sus profectas.
Miró atrás incluso cuando emergieron a la superficie del palacio, atravesaron el ala imperial y llegaron a la que había destinado a sus amigas. El salón principal de esa zona estaba lleno de adornos inservibles, que hacían que todo pareciera insignificante a su alrededor, incluidas ellas. Incluida la sensación de que habría un dios diminuto capaz de enfrentarlas. Pruna había acogido al dios de los Muertos, el equivocado en una batalla.
Se sentó en uno de los sillones gigantes que había en el centro de la estancia. Maira tenía los ojos en blanco justo en el de enfrente, pero no parecía concentrada en el futuro, sino sencillamente ausente. Estaría charlando con la Fortuna, en vez de dejar que esta se ganara su cuerpo.
Dacia pasó por encima de su cabeza con unas varillas de incienso hasta que la hizo toser.
—Olemos a muerto —se justificó la profecta.
Supo lo que diría su diosa: «Siempre». Continuaba aislándola desde hacía días; necesitaba sentirse despejada, aunque por un instante la echó de menos. Estaba acostumbrada a la sensación. Además, Dacia no le permitía distraerse. Después del incienso, llevó las velas y, luego, los paños calientes.
—Límpiate las manos —le ordenó, asqueada por la posibilidad de que hubiera rozado al muerto sin querer.
Helda cumplió sin protestar. Era la única forma en que la profecta se quedaría tranquila. Solo le faltaban las infusiones que olían a frutas para completar el despliegue habitual. La Primera Dama le agradeció la taza en un susurro.
—De acuerdo. No tenemos nada de esa mujer, solo que puede ser sureña o puede no serlo, que no es aristócrata, pero ha estado viviendo entre ellos y consiguiendo dinero para comprarse esa ropa, y que al parecer tenía formación militar. —Dacia se dejó caer en la tercera butaca con un suspiró. Miró hacia Maira con una ceja enarcada—. ¿Puedo traerla de vuelta?
—Déjala, tampoco tenemos nada nuevo que contarle.
—Odio cuando hace eso —se quejó la profecta. La Fortuna no era la misma para todas, ni todas tenían la misma relación con la Fortuna; entendía que era complicado. Dacia chasqueó la lengua, obligándose a centrarse de nuevo—. ¿Y ahora qué? ¿Lo dejamos estar, es lo que quieres de verdad?
—No quiero a Pruna metiendo los dedos en ese cadáver todas las noches.
—Bebe la infusión.
La mujer le hizo caso, lo que le arrancó una pequeña sonrisa. Pese al tema de discusión, se sentía tranquila cuando estaba con las profectas. No había nada que fingir, no había nada que ensayar. Incluso si le estaban pidiendo un camino a seguir.
—Dejémoslo estar. No es la primera asesina de la villa.
—Lo sé. ¿Ha despertado la cuarta?
—Dina insiste en que es mejor que siga descansando. El trauma fue muy grande para ella.
Asintió, pensativa. Parecía poco probable que Dina dejara que esa guardia volviera a despertar, y no podía evitar la punzada de remordimientos. La diosa se los arrancaría de cuajo, ya que lo ocurrido era asunto suyo y la Muerte y la Destrucción jamás se arrepentían. No era la tarea de la Primera Dama, le diría.
Imaginó lo que diría también Vita: no era la tarea de una Emperatriz.
Soltó el interior de las mejillas, al darse cuenta de que se lo estaba mordiendo.
—Vayamos al sur.
—¿En serio? ¿Otra vez con ese tema? —Dacia se cubrió la cara con un brazo. Era un drama más hosco que el de Quinta, pero le dejaba igual de claro lo que opinaba al respecto—. No se nos ha perdido nada allí.
—Tu hermana nunca habría hecho eso, ¿o acaso sí?
—No lo sé. No le he preguntado.
Dacia soltó una queja entre dientes. Se recolocó en la butaca, igual que si fuera a saltar encima de alguien para morderle el cuello. Cuando volvió a mirarla, tenía la mirada de un glaciar del oeste.
—Esto es por esa guardia, ¿no? La que te dijo que había rumores sobre que iríamos a Hato.
—No lo es. —Hizo una pausa—. Aunque quizá sean buenos rumores.
—Los rumores jamás son buenos, Helda. Venga —le pidió, con un suspiro—. Los rumores matan gente: mujeres, padres, niños, ancianos. Todos mueren por culpa de rumores. Una Emperatriz puede morir por culpa de rumores.
—Pero una Primera Dama no.
—Eres imposible. ¿Dónde está Quinta cuando la necesito? —Le dio una patada a Maira—. ¿Y dónde está Maira?
La otra profecta no pareció darse cuenta del golpe, lo que pareció enfadar más a Dacia. Helda levantó las manos, en un intento de ofrecerle una tregua.
—Solo digo que puede ser una opción —lo intentó de nuevo—. La guardia dijo que eso se esperaba de mí.
—Dijo que eso se decía.
—Prácticamente fue lo mismo: creía que iría porque el pueblo lo estaba pasando mal y era lo correcto. —Apretó los labios, al recordar cómo Titiana había iniciado una acusación que luego había muerto—. Además, si alguien está entrenando asesinos en el sur, deberíamos ir.
No lo sabía. Había evitado averiguarlo y no pretendía cambiar de parecer. Sin embargo, Dacia parecía convencida de cuál era la respuesta. El pánico tenía un aspecto muy concreto, Helda lo había conocido cada vez más con el paso del tiempo y ese era un olor que no se quitaba ni con varillas de incienso ni con velas, era un regusto que no se marchaba con ninguna de las infusiones que la profecta pudiera preparar.
—Está bien —cedió su amiga. Negó con la cabeza por si acaso creía que la había convencido de verdad—. Solo porque no veo forma de que nos dejes en paz con el tema. Pero será rápido. Irán las hermanas apropiadas, además de esas guardias que se mueren en tu habitación, ¿de acuerdo?
—De acuerdo.
—Una visita por las provincias, un viaje a los templos afectados, unas cuantas pruebas de fe y la búsqueda por detrás, ¿está claro?
—No hables como si fueras mi madre.
—Soy mejor que tu madre —sentenció Dacia. Chasqueó la lengua y se puso de pie—. No me provoques, porque he aceptado ir a caminar al lado de porqueros durante… Joder, ¿cuánto dura el camino hasta esa región? ¿Una luna entera?
Maira eligió ese momento para soltar un suspiro largo y parpadear. Sus ojos volvieron al tono habitual, lo que hizo que la estancia se quedara sumida en una tensión extraña.
—Una luna entera —respondió Maira después de mirarlas alternativamente. Se sacudió la falda con esmero—. Y a mí me suena bien salir de aquí un poco. Empiezo a estar harta de este palacio. Es diminuto.
—Tú sí que eres diminuta —le espetó Dacia. Le volvió a dar una patada, a la que Maira sí respondió esa vez con un quejido—. Te lo tienes merecido, por dejarme sola ante el peligro.
—¿El peligro soy yo? —replicó Helda.
La profecta se alejó del corro de butacas con las manos en alto, clamando a un cielo que ya las tenía demasiado vigiladas. Maira la miró igual que si estuviera mirando una estrella fugaz, embelesada como poco. Se recompuso antes de que Dacia acabara con su actuación y se volviera a girar hacia ellas.
—Entonces, ¿nos vamos al sur? —dedujo la tercera profecta. Hizo crujir los nudillos—. Creo que yo debería quedarme a mantener esto controlado.
—Y una mierda —masculló Dacia desde el fondo.
—Porque alguna tiene que quedarse aquí, para que al regreso sigamos teniendo un palacio en condiciones.
—Lo decidiremos —medió Helda. Estaba de acuerdo en que una debería permanecer en la capital, y Maira solía ser la más adecuada para los puestos de retén—. Lo importante es diseñar un viaje que sea seguro y sin muchas parafernalias: Dacia, tengo que contar contigo para eso. Sabes lo que haría Quinta.
La aludida se llevó un dedo bajo el ojo derecho, como si viera exactamente lo que había en el interior de su cabeza y supiera lo que intentaba hacer. Si tenían una ruta por delante que les llevaría varios días, prefería hacerla en ese plazo y no en el triple. Parecía razonable.
—Veré qué puedo hacer —terminó cediendo Dacia después de que ella arqueara las cejas, en una súplica silenciosa—. Pero no pienso hacer esto otra vez.
—Lo tendré en cuenta.
—Espero que esa guardia que te gusta merezca la pena.
—No me gusta ninguna guardia.
—Tiene un pelo bonito —comentó Maira, con desinterés—. Y es alta y fuerte y sin duda te rompería la espalda en un abrazo. A mí me parece una buena candidata.
—Justo lo que yo pensaba.
—Todo por el Imperio —canturreó Dacia.
—Todo por las Segundas Hijas —secundó Maira.
Puso los ojos en blanco, asqueada. Cada vez que decía aquello lo hacía en serio. Su hermana le había dado el Imperio, porque no confiaría en nadie más para hacer aquello; no podía fallar. Las Segundas Hijas estaban al borde de la quiebra, ella era la persona que mantenía todo apartado de la Destrucción; no podía olvidarlo.
—Nada de romances —sentenció, áspera. Las miró por turnos hasta que ambas profectas asintieron—. Iremos al sur porque es mi mandato.
Dacia inclinó la cabeza en señal de respecto: esas palabras le gustaban más.
—Por la diosa de la Muerte —le dijo.
—Por la diosa de la Destrucción —añadió Maira, en una sonrisa más tensa.
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