Cazar el caos
Capítulo 24 – A la caza del futuro
Seré breve, si es que eso es posible a estas alturas. Una vida no se resume en dos sentadas, ni los pecados que la conforman se pueden despachar con la tranquilidad de los años transcurridos. Me estoy quedando sin tiempo para realizar mi cometido. Por ello he decidido que, en el caso de morir sin haber atrapado a Hugo, debo entregarle la responsabilidad a alguien más. Son las elegidas. Lamento pasarles la posta con tan poca antelación. No tenía planeado dejarles una responsabilidad tan penosa. Hay cosas que una anciana debe hacer por sí misma. Redimirse es una de ellas. Espero lograrlo, incluso si lo hago después de la muerte. Ahora mismo estoy sentada en mi despacho en la academia. Miro los terrenos oscuros y recuerdo la primera vez que Hugo y yo estuvimos aquí. No imaginé la maquinaria funesta que pondría en marcha una vez comprásemos la propiedad y nos hiciéramos cargo de las huérfanas. En ese entonces también era una manera de redimirme, pero solo Hugo sabía lo que realmente implicaba; yo vivía en la ignorancia. Mi atención estaba dispersa. Era ministra de Educación en ese entonces, la más joven de la historia del país. Repartía mi tiempo entre la academia y mis obligaciones ministeriales. Descuidé aspectos básicos de mi matrimonio y mi rol de madre. Mi carrera despegaba, acariciaba las nubes. Pero en la tierra reinaba el horror. Mis grandes triunfos tuvieron esa contraposición catastrófica. Luego volveré a esa época. Debemos retroceder más. Hay mucha tela que cortar y mi voz no tiene la fuerza de antaño. Les contaré la historia de cómo conocí al hombre que están buscando y quién era en ese entonces. Espero que hayan escuchado las grabaciones en orden numérico. Si es así, ya deben de saber que Hugo es parte de una familia que progresó en los negocios turbios y se apoderó de un pueblo entero. Lo conocí en los primeros años de mi veintena, mientras paseaba a mi perro por las calles de Florencia. Aquel perro era una rareza, un Akita. Mi padre lo había comprado años atrás en uno de sus viajes a Japón. Recuerdo que extrajo el cachorro de su abultado abrigo de viaje. Alessandro y yo lo miramos sorprendidos, como si papá fuese un mago sacando un conejo de su chistera. El perro tenía el lomo anaranjado y parecía una nube pintada por los últimos rayos del crepúsculo. Papá se negó a dármelo cuando se lo pedí. Dijo que era un can que necesitaba un entrenamiento especial, que yo tenía catorce años y no podía encargarme de ello, que lo había traído como regalo para Alesso. Mi hermano no era mucho mayor que yo. Tenía diecisiete, pero en altura aparentaba veinte. Estaba por terminar el bachillerato superior. Lo vi sostener al perro como si se tratara de un bebé llorón y le dijo a mi padre, usando su voz grave, que ya tenía bastante con el estudio y no podía hacerse cargo de un cachorro. Me entregó al Akita y me animó a que le pusiera un nombre. Corrí a la biblioteca y traje un diccionario italiano-japonés. El cachorro terminó llamándose Nichibotsu, que significa crepúsculo. Le decíamos Nichi. Tal vez se estén preguntando qué tanto tiene que ver un perro en esta historia. Nichi, aunque no lo parezca, es el hilo conductor. Mi padre dudaba de que pudiera entrenarlo, y yo, para demostrarle que podía hacerlo igual o mejor que mi hermano, lo entrené tan bien que logré que orinara en el desagüe del patio. Papá temía que destrozara la casa y con ella todas sus piezas de arte, pero yo hice que Nichi le temiese a correr en los salones o a abalanzarse sobre las esculturas. Ni siquiera ladraba cuando llegaban invitados importantes. Mi hermano le tenía cariño, pero sus días de niño entusiasmado con una mascota habían quedado atrás. Nichi, por el contrario, lo seguía a donde fuese. Se sentaba fuera de su habitación a esperarlo y a mí me partía el corazón que Alesso no le abriera la puerta. Mi padre llamaba a esa etapa de la vida de un hombre la del autoconocimiento, pero con tal de que Alesso obtuviera las mejores notas en el bachillerato, no se preocupaba demasiado por sus largas horas en solitario. Mi hermano comía libros igual que devoraba la pasta en la cena y era capaz de exponer un tema con la parsimonia de un anciano erudito. Los invitados solían escucharlo con estupor y lo felicitaban, proyectándole una gran carrera como filósofo. Algunas tardes paseábamos juntos a Nichi. Las chicas se acercaban como moscas con el pretexto de acariciar al perro, que igual que mi hermano, tenía un carácter tranquilo, como si hubiera nacido anciano. Un Akita en Florencia, a mediados de los cincuenta, era como encontrar una tortuga nadando en los canales de Venecia. Nichi le consiguió muchas amigas a Alesso. Amigas entre comillas porque, a pesar de ser un chico enamoradizo, no creía en eso del noviazgo formal y después de salir algunas veces con ellas, las descartaba. También era un anciano en ese aspecto, tenía el corazón curtido como si se lo hubiesen roto en innumerables ocasiones. Tal vez nuestra madre fue la primera en rompérselo y desde entonces tenía miedo de que volviera a suceder. Entre las «amigas» de mi hermano, una resultó duradera. Se llamaba Stella. A diferencia del significado tras su nombre, no fue una estrella fugaz que se marchó enseguida. Llegó para quedarse. Mis pecados más oscuros tienen que ver con ella. Cuando termine la narración de mi historia, querrán conocerla. La encontrarán en la Universidad de Florencia, pero no vayan antes de tiempo o lo lamentarán. Alesso y yo la conocimos cuando íbamos a la universidad. Yo acababa de ingresar a la Escuela Normal y él estudiaba Política. Recuerdo haber entrado en el salón principal de la casa —el de los muebles finos donde mi padre recibía a sus invitados importantes— y haberla visto sentada en la butaca, acariciando la cabeza de Nichi. Cuando levantó la mirada y me sonrió, fue algo surreal. Les explicaré. En ese entonces yo pasaba mucho tiempo frente al espejo, juzgándome a mí misma. Encontraba error tras error en mi rostro, en mis maneras, en las cosas que hacía. El acné propio de la adolescencia no terminaba de irse. El acné me hacía sentir horrible y no tenía a quien comentarle mis inseguridades. Me comparaba una y otra vez con mi madre, una pianista famosísima que nos había abandonado cuando yo tenía cinco para marcharse a América con su amante. Las únicas noticias que recibíamos de ella llegaban en los periódicos. Mi madre me había dejado en una isla rodeada de un mar de testosterona. La única figura femenina en la familia era la hermana de mi padre que vivía en México y regentaba un internado. Venía de visita todos los veranos e insistía en llevarme con ella, pero mi padre se negaba. Con esos antecedentes, volvamos a la imagen surreal de Stella. Tenía poco más de la edad de mi hermano, pero se veía mucho más madura. Vestía exquisitamente, a la última moda de Milán, y tenía una manera de comportarse que parecía salida de la realeza. Pero no fue eso lo que me sorprendió en realidad. Fue que, como yo me pasaba tanto tiempo frente al espejo, me conocía al dedillo mis rasgos, y lo curioso era que Stella parecía mi gemela, una versión mía, más adulta y mejorada. Sin acné, sin peinados infantiles, con ropa sofisticada y zapatos de tacón. Ambas caímos en la cuenta del parecido y nos miramos asombradas. Estábamos examinándonos como si fuésemos la estatua de la otra cuando entró Alesso y exclamó que éramos dos gotas de agua. Esa peculiaridad hizo que Stella se quedase a cenar. Mi hermano la había conocido paseando a Nichi y quería mostrarle su descubrimiento a mi padre y asustarlo diciéndole que habíamos encontrado a nuestra hermana perdida, que por qué la había escondido todo este tiempo. Por supuesto que mi padre se sorprendió e interrogó a Stella sobre su pasado familiar. Le hizo recitar su árbol genealógico, pero al final quedó claro que nuestras familias, a pesar de ser de las más antiguas y poderosas de Florencia, no estaban emparentadas. Cuando Stella se marchó, mi hermano me advirtió de que no pensara en cosas raras, que no se atrevería a salir con una chica tan parecida a mí. «No puedo estar con alguien que es el doppelgänger de mi hermana». Doppelgänger es una palabra curiosa, ¿no creen? Mi hermano la pronunció y yo gasté una semana buscando referencias. Lo curioso es que en todas las culturas aparece la idea del doble maligno. «El que ve a su doble va a morir», leí en el libro de un poeta ruso. «Había una vez una chica preciosa, pero tenía una sombra». Lo que sucedió fue que la sombra terminé siendo yo. Stella se convirtió en la figura femenina que necesitaba. Me sentía segura a su lado. Era como ir a la caza del futuro, como estar unos pasos detrás de la Olga Barozzi en la que podía convertirme. Stella fue generosa conmigo. Me cuidó con paciencia y cariño, estuvo a mi lado mientras resolvía mis problemas existenciales, me enseñó a ser una mujer enérgica y segura. Más que una amiga, fue una hermana, una guía y una madre. Aún intento descifrar dónde se torcieron las cosas. ¿Cuál fue el punto exacto? ¿Qué me hizo lanzar la cerilla? ¿Qué me obligó a prender el fuego? ¿Qué me hizo darle la espalda al llanto de esas niñas? ¿Qué fue? De pronto me siento muy cansada. Creo que seguiré con esto otro día. Me imagino que ustedes escucharán la continuación de inmediato, pero a mí me cuesta… Pensé que sería más sencillo, pero no… *** Retomo este relato porque afuera se ha desatado una tormenta de nieve y he creído que era tiempo de sacar la grabadora. Aún no me acostumbro a platicar con una máquina que no tiene la capacidad de responderme, ni siquiera de asentir o pronunciar un ruido de comprensión. Al menos es mejor que usar el teléfono móvil, en cuya superficial negrura me veo reflejada. Enfrentarme a mi aspecto marchito no me ayuda a pensar en mi yo del pasado. Alguna vez fui imponente, una belleza, una mujer cuyo carácter se manifestaba tanto en sus palabras como en su imagen. Después del accidente, me deshice de los espejos, tuve que aprender a vivir en un cuerpo que no reconocía como el mío y una cara que había sido partida por la mitad. Ylari intentó matarnos, pero en vez de eso consiguió algo peor, nos obligó a vivir con nuestros pecados expuestos. La odié por convertirme en una mujer amargada, adicta a la morfina, matriarca de una familia destrozada; una mujer que aún no sabe reconciliarse con su pasado. He sido severa con los demás y conmigo misma. He alejado a todos y ahora lucho a solas por hacer un poco de justicia. Pero admitámoslo, he comenzado tarde. Perdonen si mis palabras suenan inconexas. Puedo afirmar que estoy lúcida y mis doctores lo corroboran, pero suelo divagar demasiado. Mi cabeza sigue el hilo de un tema y no se detiene. Para evitarlo he escrito algunas notas con aspectos importantes de la historia. Hay una frente a mí que dice «Stella y su obsesión». Vamos a seguir ese camino. A Stella le obsesionaba ser la ama de casa perfecta. La mayoría de mujeres de la época habíamos sido criadas para abrazar el matrimonio y la maternidad como la cúspide de nuestras vidas. Incluso yo, que carecía de madre, era bombardeada por estos paradigmas. Miraras a donde miraras, la base de la sociedad italiana era la familia y en su centro estaba la mujer, la esposa, la madre, la abuela. Desgraciadas aquellas que no tuvieran descendencia y desgracias también las que la tuvieran. Marido e hijos no era lo que le daba sentido a nuestras existencias, pero eso lo comprendíamos muy tarde. Stella, en cambio, no quería escuchar hablar de decepciones. Provenía de una familia modelo. Su padre y su madre se habían casado muy jóvenes, habían tenido una boda de ensueño de la que aún se hablaba en los círculos refinados de Florencia, habían formado una familia feliz. El padre era un exitoso banquero y la madre, una ama de casa de las que cocinan y hornean con las mismas recetas que usaron sus abuelas. Stella nunca fue testigo de un conflicto, nunca vio a su padre gritar ni a su madre llorar. Creía a pies juntitos en la solidez del matrimonio, y su objetivo, por ese entonces, era encontrar al candidato perfecto para dar inicio al resto de su vida. Al principio no vi problemas en su obsesión, al contrario, me convenía. Disfrutaba tener cerca a una mujer que me cuidara tanto y que me guiara en la difícil problemática de crecer. Stella suplía a la perfección el papel al que mi madre había renunciado. No me importaba que el tema de siempre fuesen bodas y bebés con tal de que me siguiera prodigando las mismas atenciones. Me aferraba a ella con egoísmo. Me sentía muy sola. Bromeaba y le decía que cuando se casara, me llevase a vivir con ella, que ya no soportaba las intransigencias de mi padre. Ella prometió que lo haría, que ambas cuidaríamos a sus hijos, que ellos me llamarían tía. Y mientras Stella buscaba al candidato idóneo para poner en marcha todos sus anhelos, yo estaba a punto de encontrarlo. Nichi regresa a la historia y ahora pueden imaginarme paseando con él un día espantoso a finales de verano. Había tenido una discusión con mi padre y caminaba distraída, rememorando las palabras que habían volado entre nosotros como misiles. De la nada, el perro tironeó de mí, se escapó de mi agarre y saltó sobre un muchacho. Le mordió la mano con tanta fuerza que el alarido del chico cruzó el puente de extremo a extremo. Varias personas corrieron a separar a Nichi de él y yo, acostumbrada a que el perro fuese de lo más amigable, apenas era consciente de lo que estaba pasando. Unos hombres me devolvieron al perro, otros me alertaron del estado del muchacho, otros más repararon en que era músico, pues cargaba con un violín que había caído al suelo y se había estropeado. La mano del chico era la que se había llevado la peor parte. Le sangraba y tuvo que ir al hospital. Lo acompañé. En el camino apenas intercambiamos palabras. Él se apretaba la mano con dolor y yo recriminaba al perro, como si eso pudiera revertir lo que había hecho. Seguro que ya imaginan quién era el muchacho. Yo tenía veintidós años y acababa de conocer a Hugo Ferrer. No reparé en su mirada hasta después de las correspondientes suturas. Sus ojos dorados eran impactantes, un retazo de información genética que se había perdido para el resto de la humanidad menos para él. Había bondad en ellos. Mientras todos discutían sobre sacrificar a Nichi, él se negó. «Es un perro y hace cosas de perro, estaré bien». Recuerdo esas palabras. Las dijo a pesar de que en ese entonces se ganaba la vida tocando el violín para los turistas que abarrotaban los restaurantes de Florencia y con la mano dañada, vendada y adolorida, no iba a poder realizar su trabajo y ganarse el pan. No odiaba al perro y se lo hizo saber a mi padre. Sobre mí cayeron recriminaciones, pero papá tuvo paciencia para interrogar al muchacho y sacó en claro que era un becado en la universidad, que los veranos no tenía a dónde ir y se dejaba la buena postura tocando el violín donde pudiera. Fue mi padre quien sugirió que se quedara en casa hasta que recuperara la movilidad de la mano. Nichi se mostró inconforme. Le gruñía a Hugo y le ladró varias veces mientras se instalaba en el cuarto de invitados. Cuando Alesso llegó a casa para la cena y entró al comedor, descubrió que Hugo se había apoderado de su puesto en la mesa. El músico se disculpó y cambió de silla. Aquel fue el primero de los muchos malentendidos que llevarían a mi padre a la tumba. Pero de nuevo me estoy adelantando. Es complicado no hacerlo cuando conoces la historia completa. La memoria va dando saltos e intento no cruzar ríos torrentosos sin antes haber creado un puente. Ahora pienso en que no pude asistir al entierro de mi padre. Vi pasar a los hombres que sostenían su ataúd, pero me escondí entre las casas. Alesso estaba entre ellos. Llevaba la barba crecida. Examinaba la multitud buscándome con los ojos amusgados. Lo había traicionado. Traicioné a todos. Mi hermano me odiaba. Pero aún me amaba cuando comencé a enamorarme de quien se convertiría en su enemigo. La bondad con la que Hugo había tratado a Nichi me había conmovido. En esa época, pocos hombres eran bondadosos. La mayoría se destacaba por su violencia y tenías que acostumbrarte a ello, era la regla, lo común, su amor violento, su amistad violenta, su ir por la vida abriéndose paso a dentelladas. Mi padre y mi hermano, a pesar de haber estudiado y ser considerados ejemplos a seguir, no eran la excepción. Cuando mi padre montaba en cólera era de temer. Como un vendaval lo arrasaba con todo. No necesitaba tocarte para herirte sin remedio. Sus palabras furibundas rasgaron mi corazón varias veces. «Eres como la puta de tu madre, solo piensas en ti». De mi hermano se decía que tenía la mano pesada, que ese era el motivo que alejaba a sus novias y no su inapetencia por las formalidades. Yo era muy pequeña para recordarlo, pero luego supe que mi madre nos había abandonado porque ya no soportaba los maltratos de mi padre y que Alesso había sido testigo de una escena horrible entre los dos. Las familias guardan esa clase de secretos. Ustedes lo saben mejor que yo. Hay quienes los guardan más profundo que el resto, pero nadie se salva. Y si hablamos de salvarse, ni siquiera yo he sido muy diferente a mi linaje. La violencia de los Barozzi corre por mis venas. Con violencia fue como me enamoré de Hugo. Con violencia sacamos adelante nuestra relación. Con violencia enfrentamos al mundo y con la misma violencia llegó Liliam a nosotros… De nuevo me siento exhausta. La espalda me está matando. Dejaré la grabación por hoy. Afuera silba el viento y cae la nieve. Estoy atrapada en mi propia oficina. Estoy atrapada en mi mente.
Así luego del capítulo.
Los perritos siempre huelen la maldad 🤔(?
Según las pelis de terror q vi,osea una buena fuente de confianza (??
Weyyyy neta te encanta ponernos a pensar… Gracias por el capitulo,
Esto me deja con muchas dudas, ahora se que los perros tienen mucho que ver en la historia.
Lo que ha ido destruyendo a la familia más que nada son los secretos, una y otra vez se repiten, al igual que la violencia
A poner a trabajar el cerebrito sea dicho para ir buscando las pistas que nos lleven a lo que tanto ancianos saber 🙊
¿De verdad tenemos que esperar tanto para mas capítulos? ¿Por que siempre nos dejas con mas dudas?
En mi cabeza solo retumba el «puede que no sean primas».
UYYY, DEBIERON HACER CASO AL PERRITO
Se me ocurrió una gran teoría, y ya te lo había comentado una vez escritora y espero estar en lo correcto
Quedé 🤡 pensando que Hugo iba a narrar este capítulo.
Olga y Hugo cortados con la misma tijera. Ambos inocentes en su niñez y dañados por sus familias, de una manera diferente pero al fin y al cabo dañados.
«Llegó Liliam a nosotros» 🤔🤔🧐 me agarraré de ésta frase cómo se agarró Rose de la tabla en el Titanic
Y si Liliam es hija del doppelgänger de Olga así no serían familia, que algo halla pasado con ella
Presiento que Iza y Emma no son primas eso de que Stella y Olga son paresidas me ase pensar que Liliam en verdad es hija de Stella 🤔🤔
me gusto demasiado el capitulo, hay muchisimos misterios qpdo
graciasssssssssssssss