Alicia Lehmann
Nació en Madrid once meses antes del cambio de milenio. Actualmente estudia fotografía a la vez que escribe cuentos y relatos cortos, pasión que no ha abandonado desde que comenzó a escribir en secundaria. Le encantan los libros de aventuras y las películas de viajes en el tiempo. Probablemente no exista mayor fan que ella de La princesa prometida.
Sinopsis
Violeta es la dueña de un hostal donde se alojan Eva y su pareja para celebrar su aniversario. Cada noche escuchan ruidos sobre sus cabezas, en el piso superior, aunque desconocen qué los produce. La protagonista y Violeta establecen un pacto: cada día, se permiten tres preguntas la una a la otra, las respuestas deben ser largas y sinceras. Demencia y vesania son sinónimos.
«Vesania» obtuvo mención especial del jurado del I Premio Misteria.
Vesania
Antes de poder centrarme en mis hallazgos he de ponerte en situación, querido lector. Quiero comenzar por el principio: los acontecimientos siguientes tuvieron lugar antes de los teléfonos móviles y los televisores, cuando los libros los devoraba la gente ávida de conocimiento e insatisfecha con el mundo simple que les rodeaba (como era yo).
Conocí a Eva una noche paseando por la calle, bajo una farola, ella se acercó a hablarme porque le llamé la atención. Esa misma noche fue nuestro primer beso. Y hemos estado juntas desde entonces; aquello ocurrió varios años atrás.
Ese era el principio que nos llevó a vivir la siguiente historia.
Para celebrar nuestro segundo año juntas, decidimos salir a ver mundo, con una mochila, un poco de ropa y algo de dinero. Ambas envolvimos algún libro para leer en los descansos que hiciéramos. Nuestro plan era caminar y estar abiertas a lo que encontráramos. Dormíamos en hostales, parábamos cuando nos apetecía y nos quedábamos allí charlando con los dueños o los transeúntes hasta que nos apeteciera salir y encontrar una nueva pausa que hacer. Normalmente, los dueños (por no decir que casi todos) se extrañaban al vernos juntas y pedir una habitación con una sola cama… excepto Violeta, la dueña del cuarto hostal en el que estuvimos.
Un buen presentimiento me llegó al mirar su puerta, por lo que le cogí la mano a Eva y entramos.
Violeta (luego supe su nombre) nos acogió encantada y nos dio una habitación en la penúltima planta del edificio.
No recuerdo cenar mucho esa noche, aunque, sinceramente, no me importó. Pensaba en la suerte que tenía de estar con ella, todo lo que estábamos viviendo juntas hasta ese momento y todo lo que compartíamos en el viaje. Pasar tantas horas la una con la otra había hecho que nos uniéramos de una manera inexplicable, existía (y aún perdura) esa complicidad que hace saber a una por dentro cuándo es el momento de ayudar a la otra persona y cuándo el de pedir ayuda para sí.
El hostal de Violeta, Piedras, era un edificio recubierto en piedra. Por fuera y por dentro podría ser una casa de la montaña: el exterior empedrado con un tejado en pico de pizarra y un interior forrado en madera. Cada piso tenía sus puertas de caoba y la escalera que los unía también era de piedra, una gris y bien pulida que centelleaba cuando entraba por las ventanas la luz del sol.
La habitación que nos tocó tenía un ventanal que se podía abrir de par en par para observar el campo que nos rodeaba (el albergue se alejaba un poco del pueblo y se acercaba más bien a las montañas con sus prados) y que, de noche, quedaba plenamente iluminado por la luz de la luna. Contaba con una cama lo suficientemente grande para las dos, un pequeño armario y un baño tan simple como era necesario. No supe de nadie que se alojara en el mismo piso o en el superior durante los días que allí estuvimos, por lo que gozábamos de una tranquilidad esplendorosa… o eso pensé yo al principio.
Una vez nos hubimos metido en la cama, Eva cayó dormida mientras yo le acariciaba la espalda. Observando su cara de absoluta paz y serenidad no fui lo suficientemente valiente como para cerrar los ojos. Amar a alguien y verla con esa cara no tiene precio, una cara de calma y tranquilidad absoluta.
Absorta en mis pensamientos, pegué un brinco cuando un chillido desgarrador de pura frustración rompió la quietud de la oscuridad. Parecía venir de encima de nuestras cabezas.
Mi primera reacción fue comprobar si Eva seguía dormida, lo último que deseaba era que nadie la molestara. Acto seguido me levanté despacio de la cama y salí al pasillo, en pijama y zapatillas.
Pudiera considerarme quien quisiera una loca. Pero mi espíritu curioso y aventurero me impulsó a correr hacia la escalera que ascendía. Cuál fue mi sorpresa al encontrarme nada más y nada menos que con Violeta, la dueña del hostal, embutida en un camisón tan amarillo como una acacia.
—Buenas noches —me saludó como si nada.
Siguiendo a sus palabras llegaron golpes secos, igual que si muchos bártulos golpearan las paredes de la planta superior, en orden aleatorio.
—¿No oye eso? Alguien puede correr peligro o… —intenté hablar, pero ella me cortó en seco.
—No te preocupes por eso, vuelve a la cama.
Busqué algo en su rostro que denotara que oía esos golpes, que yo no estaba imaginando el ruido ni estuviera delirando. Ninguna de sus facciones se movió ni se alteró mientras algo chocaba contra los tabiques y el suelo sobre su cabeza. Seguí observando atentamente su cara y mi cuerpo se encogió. Miles de preguntas azotaron mi cabeza: «¿Qué estaba pasando? ¿Había alguien más? ¿Quién sería? ¿Violeta estaría sorda o algo estaba sucediendo? ¿Habría metido mis narices donde no me llaman?» y así todo el rato que permanecí frente a la dueña. Debieron de ser apenas segundos, pero me parecieron largos minutos.
Sus palabras habían sido tan tajantes y su actitud tan fría y seria que decidí no buscarme problemas, no al menos la primera noche sin saber cuánto estaríamos allí. Tampoco parecía que yo pudiera plantearle más preguntas ni insistir y mucho menos parecía que la mujer tan recta como una columna griega esculpida en piedra fuera a mediar palabra conmigo.
Me di media vuelta y volví a nuestra habitación, una puerta más allá de las escaleras custodiadas. Tardé en dormirme, hasta que los golpes secos y los gritos cesaron.
***
La mañana siguiente mi cabeza se asemejaba a una locomotora que viajaba a gran velocidad: urdía un plan.
Y ¿por qué urdía un plan? Verás, querido lector, he devorado demasiados libros de aventuras, por lo que ello me lleva a imaginar que, ante cualquier situación extraña, se me presenta una estupenda oportunidad de vivir una gran historia que poder contar (como sucedió en este caso). Aunque en ese momento no estuviera segura de a dónde me llevaría todo esto.
Tenía miedo, sí, miedo a la incertidumbre. La pasada noche no solo había oído unos extraños impactos sobre nosotras, sino que, de pura casualidad, al salir al pasillo y querer investigar la proveniencia de estos, me topé con la dueña del hostal tan impasible como el granito, sin la más mínima intención de permitirme investigar.
Y cuando algo se oculta tanto, más interés y misterio suscita.
Pasé el rato desde que nos levantamos de la cama hasta que terminamos el desayuno elaborando mentalmente mi plan de acción. Obviamente, al estar dándole vueltas a la cabeza sin cesar durante tanto tiempo, mi compañera de viajes no dejó de preguntarme que qué me pasaba, porque estaba rara. No sirvió absolutamente de nada todo el esfuerzo invertido en pensar, ya que fui incapaz de trazar nada. Entre que no había dormido bien y no sabía qué podía encontrar, mis nervios se elevaban sobre las nubes y no pensaba con precisión.
Lo único que logré aclarar fue la decisión de no contarle nada por el momento a Eva. Mi curiosidad me pedía a voces investigar e indagar en el misterio que envolvía el albergue, por lo que hablé con mi pareja para convencerla de quedarnos allí un día más. Lo cierto es que me costó un poco, no cesaba de repetir que aquel lugar le transmitía extrañas vibraciones.
Mi plazo para desvelar lo que las lúgubres sombras nocturnas escondían, lo que quiera que se encontrase subiendo las escaleras, se alargaba hasta el día siguiente, dejándome una noche más para dispersar mi mar de dudas.
Pasamos la mañana pateando de arriba abajo el pueblo más cercano, buscando lugares escondidos y personas interesantes, entre las que contaba un niño que nos enseñó a jugar al póker apostando garbanzos crudos. Y esa misma tarde se me presentó, como si los propios astros se alinearan a mi favor, la mejor oportunidad que podría haber surgido. Pasé la mañana esquivando con gran agudeza e ingenio (sin intención de echarme flores) las preguntas que Eva realizaba sobre mi estado taciturno. Por mucho que ella insistiera en preguntar no di mi brazo a torcer y no conté nada. Mientras, mi cabeza daba vueltas, iba a mil por hora, imaginando qué criatura podría armar tanto jaleo, reviviendo sin cesar la imagen de Violeta erguida cual menhir y tan dura como la roca, de noche, en mitad del pasillo.
Responder a sus preguntas era superior a mis fuerzas, sentía un temor que nunca había experimentado antes ante algo tan desconocido.
A la hora del café (o del té, depende de cada gusto) tuve la grandísima suerte de hallar a Violeta tras el mostrador de la entrada, a solas completamente. Dejé que Eva reposara en la habitación de la mañana tan movida y cansada que tuvimos y no tardó en quedarse dormida. Aproveché para recorrer el edificio en busca de aquello que precisaba: tranquilidad y una buena conversación.
En el mismo momento en el que vi a la dueña sola, me acerqué a ella con una idea germinando en mi cabeza para entablar conversación y con una excusa. Junto al recibidor, se hallaba una acogedora sala de espera con una mesa en la que se veía que alguien había preparado una taza de café y otra de té con alguna pasta para acompañarlo, y se encontraba completamente vacía, en calma.
—Querida Violeta —le dije—, venga conmigo a sentarse y beber de estas preciosas tazas.
Ella me miró, sobresaltada (imagino que no esperaba encontrarse a nadie), pero su gesto se dulcificó al apreciar mi presencia y me acompañó a las butacas junto a las tazas.
—¿Por qué hay una de té y otra de café? —inquirí curiosa.
—Suelo esperar que alguien me acompañe. Y si no me acompaña nadie, bebo de la que más me apetezca. Pido en cocina que preparen siempre dos distintas.
Violeta era una mujer que cabalgaba por los sesenta y muchos, de pelo canoso y corto, ondulado sobre su cabeza y decorado por una cinta de pelo de color oscuro. Llevaba un vestido largo amarillo simple. Desde que la conocí, la vi en toda ocasión con vestidos amarillos (con estampados de flores, vegetales…); sin duda era una mujer singular. Vestía el color de la alegría. Y su cara reflejaba una vida repleta de historias hundidas entre las muchas arrugas que la poblaban.
Allí sentada no parecía haber sido la mujer tiesa que cortaba mi paso la noche anterior, tan relajada, calentándose las manos con taza entre ellas, permitiendo el humo del líquido caliente ascender hasta el techo.
Ella escogió el té y yo tomé el café.
—Debo hacerle una pregunta —comencé la conversación.
Mi interlocutora cambió de semblante y se convirtió en la misma mujer con la que me topé horas atrás.
—¿Por qué usted no se sorprendió al vernos entrar a una chica y a mí cogidas de la mano? La gente en general se suele indignar o asustar.
De nuevo, su cara se transformó, sus arrugas se curvaron al notar una discreta sonrisa.
Mi excusa había funcionado: quedaba inaugurada nuestra conversación.
—Simplemente no me sorprendí.
Esa respuesta cabía esperarla de la amable mujer sentada frente a mí, me convenció. Pero lo que yo pretendía era hablar con la otra faceta que percibí y conocí de Violeta, aquella tensa e impasible.
—¿Y por qué motivo? —insistí.
—¿Por qué iba a sorprenderme?
—Porque muchos los hacen.
—No me conoces, no des por sentado cómo puedo reaccionar.
Ahí Violeta dio en el clavo: no la conocía. Y al decirme eso abrió la puerta que yo buscaba para seguir mi interrogatorio.
Pretendo ser sincera, así que, querido lector, confesaré lo que sentía en ese instante: me veía a mí misma siendo la protagonista de una historia detectivesca, indagando en los personajes de una elaborada trama de enigmas.
—Entonces cuénteme algo de usted: el motivo por el cual, si yo la conociera, hubiera podido imaginar su reacción.
Sus arrugas se estiraron: había conseguido tensar a aquella anciana un poco. Violeta respiró hondo y me penetró con la mirada. Tuve la sensación de hallarme ante esa persona que hizo oídos sordos a los golpes y percibí un toque de locura, absorta en sus ojos.
—Hace años no era yo sola quien regentaba este sitio.
—¿Estuvo usted casada?
—No.
—¿Tiene familia?
—Tampoco. Mis padres murieron hace tiempo.
Permanecí en silencio un rato; observando a mi interlocutora, que aún no había dado un trago a su taza.
—¿Quiere contarme quién estaba aquí antes con usted?
—Alguien especial.
—¿Tiene nombre?
—Ana.
No sabía qué pensar de la persona que se hallaba ante mí. A primera vista, me formé una idea de ella ajustada a un prototipo de anciana agradable, simpática y dulce que ofrece galletas a sus huéspedes y conversa con ellos tomando té. En ese momento dudaba, no comprendía si mi idea de ella podría seguir siendo esa o si llegó el momento de cambiarla por una idea de una mujer mayor que no permite a nadie entrar a hurgar en sus cosas (entre ellas, este mismo hostal).
Violeta respondía con frases cortas, como si su boca estuviera automatizada. Apenas pensaba y apenas quería hablar.
—¿Y antes estaba usted aquí con Ana? —seguí indagando.
—Ambas vivíamos aquí.
—¿Y qué pasó?
—Que ahora vivo yo sola.
—¿Y Ana? ¿Se mudó?
—Se murió.
—¿Hace cuán…?
—Disculpa, niña —me interrumpió, malhumorada—, repíteme quién eres para hacer tantas preguntas.
Mi mente se quedó en blanco. No tenía ninguna respuesta que darle. Era una cotilla, una persona curiosa que quería investigar un misterio: el que le planteaba aquel sitio.
De repente, una bombilla se encendió en mi cabeza y encontré el atajo para salir del apuro. Violeta rompió su voz monótona al hablarme, cosa que me alegró porque parecía que hubiera entrado en una especie de trance (y conversar con alguien en trance resulta algo incómodo), al salir de él me había interrumpido y podría decirse que volvía en sí.
—Podemos hacer un trato —propuse—. Yo le hago tres preguntas más a las que usted responde con frases más largas. Después, usted me hace tres preguntas a las que responderé con total sinceridad. Deme su palabra de que hablará.
Violeta, que parecía haber recobrado la consciencia, no me preguntó algo como «¿Y qué podría ganar yo con eso?», sino que asintió. No le di más vueltas, porque imaginé que tanto tiempo aquí sola ardería en deseos de conversar con alguien, aunque ese alguien fuera una persona que anduviera de paso y respondiera a preguntas que ella realizara, preguntas que haría por el mero placer de charlar.
—Te doy mi palabra —respondió.
Tras decidir un buen rato cuál sería mi primera pregunta (solo tenía tres, mi deber era pensarlas muy a fondo), me lancé.
—¿Qué causó los ruidos de anoche?
Sentí pavor, tanto que me aferré a la taza para controlar los temblores de mis manos. La Violeta con la que hablé a continuación no era la misma del pasillo ni la misma que había hablado de Ana, sino que era aquella que nos recibió el día anterior, la que me había ofrecido café y asiento y la que me había dado su palabra: supe que había dos mujeres dentro de una misma. Y no aprendí a predecir cuándo saldría cada cual.
—La causa es un señor que busca desesperadamente un broche en las habitaciones del piso superior.
Medité de nuevo. Mi segunda pregunta valía oro.
—¿Por qué lo busca?
—Esta respuesta es más larga, ponte cómoda. —La anciana sonrió nostálgica, me hallaba ante la Violeta amable—. Ana murió estando de vacaciones en el pueblo. Nosotras dormíamos en una habitación del piso de arriba, aunque casi siempre estaban todas libres y, como vivíamos aquí, las utilizábamos para almacenar nuestras cosas. Una época tuvimos mucho trabajo, así que todos los bártulos anduvieron de acá para allá… y cuando esa época acabó, Ana terminó realmente cansada. Le propuse irse a visitar a su familia al pueblo y, como vio que había más tranquilidad aquí, aceptó marcharse unos días. Coincidió que su hermano volvió a casa tras pasar varios años estudiando lejos y, como no había camas suficientes en la casa tan pequeña de la familia, su hermano se quedó aquí hasta que Ana volviera al trabajo, a vivir en el hostal, conmigo.
»Mala suerte que una epidemia invadiera el pueblo y acabara con varias familias… entre ellas, la de Ana. —Su voz se congeló un instante, pero poco tardó en recobrar la vida y seguir narrando—. Su hermano, Gabriel, y yo conversábamos cada tarde para matar el tiempo. Él me confesó que su mayor miedo era olvidar (no imaginas la cantidad de diarios que tenía). Cuando las familias morían, incendiaban sus casas para tratar de extinguir la enfermedad y que no corriera el riesgo de ser propagada… la casa de Gabriel ardió, y con ella las pertenencias de los infectados.
»Él me habló de un objeto: un broche que se abría y contenía la última foto familiar que podía conservar. Se obsesionó con no querer olvidar a su familia y con encontrar el broche, insistía en que no podía haber sido quemado en la casa, que debía de tenerlo Ana entre sus posesiones y debía de estar en este hostal. A tal punto llegó su obsesión que me empezó a pagar por todas las habitaciones del piso superior para poder registrarlas de arriba abajo, cada noche durante años y cada noche sin encontrar nada. Pero él insiste: el broche está aquí, lo encontrará y su familia jamás caerá en el olvido.
—¿Y por qué se lo permite, si en tanto tiempo aún no encontró nada? —He de admitir que esa pregunta brotó sola, sin que yo controlara mis labios, sin pensarla.
—Porque nada me gustaría más que encontrar esa foto y volver a ver a Ana… Gabriel también me paga y no puedo rechazar su dinero, ¿sabe? No puedo rechazar ningún dinero. La vida no es barata de mantener.
Mi tiempo se agotó. No me quedaban más preguntas, no me quedaban cartas en la baraja.
Tendría que convivir con misterios sin resolver en la cabeza, con un tintero repleto de interrogantes: ¿Habría algún vínculo especialmente fuerte entre Ana y Violeta? ¿Y otro entre Violeta y Gabriel? ¿Cómo se habría formado cada vínculo? ¿Gabriel era una persona agresiva y por ello se oían tantos golpes? ¿Estaría Gabriel loco o encontraría algún día el broche? ¿Se habría vuelto tan loca Violeta como Gabriel y por eso ella protegía al hombre y esperaba encontrar el broche? ¿Existía realmente ese broche?
Y cincuenta preguntas más.
La persona sentada ante mí no había cambiado. Permanecía la mujer dulce, algo solitaria y ávida de conversación. Me tranquilizó saber que seguía siendo ella… aunque temía quién realizaría las preguntas.
—Es mi turno. —Fue un cambio lento, apenas perceptible a simple vista. El punto de locura se adueñó de sus ojos y las arrugas de su cara perdieron profundidad: me enfrentaría al interrogatorio de la Violeta seria e impasible—: ¿Cuál es tu mayor miedo?
El silencio se apoderó de la estancia. Solo fue roto por el sorbo que daba la mujer a su taza, el primero de la tarde. Hacía rato que yo había acabado la mía y ella parecía haber olvidado que tenía la suya entre las manos.
—Que nadie crea en mí. Y caer en el olvido.
Silencio de nuevo.
Mi cuerpo se encogía de pavor. La falta de sonidos me taladraba la cabeza, sentía una gran presión caer sobre mí, y esa mirada… esa mirada de demencia que me escrutaba de la cabeza a los pies no me hacía sentir tranquila, por mucho que quien me mirara fuera el mismo cuerpo de Violeta, la dueña del hostal, la recepcionista. El mismo cuerpo y una persona diferente que me interrogaba con preguntas que solo buscaban sacar lo más profundo de mi ser. Desmembrarme, abrirme tanto que su curiosidad atravesara lo más profundo, lo que nunca ha sido confesado, aquellas cosas de mi interior enterradas durante tanto tiempo que hasta a mí misma me costaba descubrir.
Pavor, temor, abismo… las sensaciones invadían mi cuerpo ante la incertidumbre de qué sería lo próximo que sacaría de mí.
No podía escabullirme ni mentir… había dado mi palabra. Además, reinaba en mí el presentimiento de que, de osar romper mi promesa, aquella mujer lo sabría al instante. Y no era capaz de predecir la reacción de una persona cuya mirada la regentaba la insania.
—¿Te arrepientes de algo en esta vida?
—De no haber luchado por lo que realmente quería desde mucho, mucho antes.
La última pregunta iba a llegar y yo sería libre de salir de allí corriendo, abrazar a Eva y oír un «Todo estará bien», lejos de los ojos de una Violeta que no era Violeta, lejos del silencio abrumador, lejos del destripamiento de mis secretos más ocultos.
—¿Qué mentira sobre ti cuentas de manera sistemática?
Dispuesta a confesar tal cosa sobre mí sentí miedo. Aquella desconocida sabría mi mayor temor, igual que un científico mira por el microscopio y conoce el mínimo nivel del ser que observa: ella conocería mis entrañas.
—Que confío en mí misma.
Sintiéndome abatida, cual peleador que acabara de salir de la batalla, salté del asiento, posé la taza y me alejé corriendo, subiendo los escalones de dos en dos. Dejé atrás a Violeta, o quien fuera que me hubiera destripado, quien fuera que se adueñara de ella y que se encontraba en aquel momento riendo junto al mostrador del hotel, como si le hiciera gracia lo que había vivido estando conmigo.
Entré en nuestra habitación y desperté a Eva, necesitaba que me abrazara en ese momento, no solo por los sucesos recién acontecidos, sino porque tenía claro que aquella noche subiría a la última planta, conocería a Gabriel… y eso me asustaba de verdad.
Me asustaba porque había visto la mirada de una mujer que espera recuperar un broche que, tras años, no ha sido recuperado. Y se trata de una mirada trastornada.
Dudaba mucho que Gabriel distara de aquella paranoia, más bien estaba segura de que esa noche me encontraría con un hombre loco de atar.
***
El miedo invadía cada extremidad de mi cuerpo cuando cayó el sol: sabía que ascendería las escaleras y descubriría al hombre que registraba cada metro cuadrado en busca de algo que probablemente no estuviera allí con la más férrea confianza en que lo encontraría.
Sentía exactamente lo mismo que cuando se asoma una a un abismo, al borde del precipicio en un valle o en lo más alto de una catedral, ese vértigo, ese nudo en el estómago, ese apretón del cuerpo encogiéndose en sí mismo.
Aquella tarde había charlado con Eva y nos íbamos a ir a la mañana siguiente, cada hora que habíamos pasado allí había sentido más adentro que estaba en un edificio gobernado por la locura y por sombras del pasado. La conversación con Violeta me trastocó no solo por abrirme de tal manera que llegara a confesar lo más oculto de mi corazón ante aquella mujer, sino que también permanece aún a día de hoy en mí el escalofrío que recorre a alguien cuando habla con un cuerpo que alberga a dos personas.
Eva cayó en un sueño profundo y no tardé en escuchar de nuevo los mismos golpes y los gritos de frustración que hacía veinticuatro horas.
Me incorporé en la cama y me dispuse mentalmente a enfrentarme al reto que yo misma, presa y víctima de mi espíritu curioso que quedaba insatisfecho ante un misterio sin resolver, me impuse.
Pretendo realizar a continuación una breve descripción de la idea que formé de Gabriel y la situación que encontraría (basada únicamente en mis propias teorías). Me hallaría ante un señor golpeado por la edad y amedrentado por el paso del tiempo, a la par que por las obsesiones mentales. Me imaginaba a aquel hombre recorriendo cada habitación desesperadamente, gritando de desilusión, lanzando objetos amontonados con la esperanza de encontrar bajo ellos aquel que con tanta avidez se empeñaba en buscar.
¿El motivo por el cual me atemorizaba, si se trataba de un personaje enfrascado en su propia cacería? Todos los impactos y los desgarradores aullidos apuntaban a suponer que se trataba de alguien violento y empecinado en alcanzar su meta.
Haciendo de tripas corazón me levanté, abrí la puerta y salí al pasillo. Allí fuera se escuchaban los ruidos más vivaces, menos amortiguados (lo que supuso algo más de susto para mí). Encontré a Violeta tal y como esperaba, quieta, inamovible ante la escalera.
—Voy a pasar —pronuncié con una voz que sonaba a que estuviera mucho más segura de lo que realmente estaba.
Me fijé en la persona que tenía ante mí y distinguí a la Violeta dura, a la que observaba con locura… y esa vez no solo aquello se adueñaba de sus ojos. Su actitud denotaba cansancio; lógico: llevaba demasiado tiempo soportando a aquel hombre presa de la vesania.
Mi cabeza andaba al ritmo de un tren. Empleé apenas unos segundos en escrutar y analizar el sentimiento de pesadumbre con el que cargaba aquella mujer y otros pocos segundos más en elaborar un plan. Tomé la decisión de llevarla a mi terreno de compasión.
—Déjeme pasar, por favor —cambié de tono y supliqué, con voz suave.
—No.
—Quiero ayudarle a desprenderse de este lastre —rogué.
—¿A qué te refieres?
—Hablo de ese hombre que registra sus aposentos —apunté hacia arriba con mi dedo.
Violeta me miró de manera algo diferente, había duda en su rostro. Su personalidad fría dudaba.
—¿Y por qué iba a librarme de él? Busca algo que yo también quiero —la respuesta pretendió ser esquiva y tajante, pero me ayudó a quitarle la cerradura a la puerta que tanto deseaba abrir.
—¿Entonces por qué no lo busca usted, si también lo quiere?
Violeta no tuvo respuesta. Ante aquella incertidumbre comprobé cómo evolucionaba y huía la anciana impertérrita y aparecía, para intercambiar conmigo palabras, la Violeta dulce, abatida y entristecida por la pérdida de Ana.
—Porque sé que no está ahí —respondió con tono quebrado.
—¿Cómo lo sabe? —insistí en preguntar porque, si bien cierto era que la lástima que yo sentía por el ser situado ante mí que tan elegantemente se alzaba en el pasillo y que ahora se encogía de pura pena, también ansiaba conocer más sobre lo que ella supiera y sobre su pasado. Anhelaba respuestas, anhelaba saber… y por esa razón mis preguntas no cesarían.
—Todas sus pertenencias ardieron en su casa. —Se le empañaron los ojos contándolo—. Las mismas personas que echaban a las llamas las posesiones de los enfermos vinieron aquí y me arrebataron hasta su último recuerdo. Lo único que conservo de ella son nuestras cartas, de una época en la que viajamos lejos y nos escribíamos cada día prácticamente. Todas están pegadas en un diario.
—Quisiera saber por qué permite a ese hombre buscar algo que no existe.
—Tengo la esperanza de que aparezca… de que aparezca de la nada, de mucho desearlo o de mucho buscar.
—¿Por arte de magia? —pregunté, asombrada.
Aquella mujer había caído presa de la locura sin lugar a duda. Impulsada por la pena y el vacío, sí, pero al fin y al cabo terminó en las fauces de alguna esquizofrenia que la hacía ilusionarse con la existencia de algo que su propia razón conocía de sobra que no existía ni volvería a existir jamás.
—Estaba realmente perdida sin ella, solo esperaba volver a ver su rostro… —Rompió en llanto.
Quien lloraba era la Violeta abatida y, para mi sorpresa, no tardó en ser conquistada por la otra personalidad que habitaba en ella. Tomó el mando en el mismo momento en el que pasé junto a ella y subí a toda prisa los escalones.
—¡Detente! —chillaba.
Presa del pánico, saltaba de dos en dos los peldaños y, nada más alcanzar el final de mi carrera, me escondí tras la primera puerta que vi, cerrándola a toda prisa y echando el pestillo. Me apoyé contra ella para recuperar todo el aire perdido. Mi cuerpo temblaba de pavor, pero ya estaba allí, ya había cruzado el umbral, no quedaba tiempo para retirarse.
Violeta aporreaba la puerta mientras me lanzaba amenazas tales como «Te enterarás cuando te coja» y «No tienes derecho a husmear en mi pasado, ni a ordenarme qué hacer».
La cortó una voz de hombre:
—Ve a descansar. Ya me encargo yo. Nadie más que yo registra estos cuartos bajo la luna.
Gabriel. Debía de ser él.
La voz de Violeta cesó y reinó el silencio. De primeras escuché sus pasos alejarse seguidos de una tenue respiración al otro lado de la puerta, a centímetros de mí.
—Voy a continuar mi búsqueda, ¿vale? —advirtió la voz de hombre, en un tono calmado, igual que si le explicara una lección complicada a un niño pequeño. Tan apacible sonaba que podría haber jurado que era la mismísima voz del loco más loco de todos los manicomios. Acto seguido, se dirigió a mí—: Cuando quieras salir, podemos hablar. No tengo todo el tiempo del mundo para encontrar lo que tanto codicio… —Su voz se fue alejando— El broche…
Una vez estuve segura de que no correría ningún peligro en el mismo instante en el que abriera la puerta, salí de mi «fortaleza» (que para nada lo era, pero me hizo sentir segura unos instantes). Observé la planta: un pasillo recubierto en madera, con todas las puertas abiertas e iluminado por la luz de la luna que se colaba por las ventanas de las habitaciones. Se apreciaba ropa tirada por el suelo, rasgada… y se distinguían diferentes colores (cosa que me impactó, porque solo había visto a Violeta vestida de amarillo, que resultaba ser extrañamente el color de la felicidad, pero aquella mujer aparentaba verse lejana a la dicha; sabía que esa ropa correspondía a la dueña del hostal, ya que me acababa de contar que la de Ana fue quemada, con todo lo que poseía la enferma). Me encontraba en una réplica del piso inferior, pero aquí, además de las ropas arrojadas al suelo, contaba con todas las puertas (seis en total, tres a cada lado) arañadas víctimas de la ira.
Si un hombre desconocido desposeído de razón no era suficiente para causar en mí terror, encima no se escuchaba ningún ruido. Preferiría una y mil veces más percibir la procedencia de golpes o aullidos para situar a Gabriel, para saber dónde estaba y esperar encontrarlo. Pero sin un triste sonido se me hacía absolutamente imposible ubicarlo y conocer su paradero.
De esa manera cabía esperar que saltara de la primera puerta de mi derecha, del final del pasillo o saliera de debajo de algún montón de ropa y sujetara con fuerza alguna de mis piernas.
Avancé lentamente con la intención de intentar captar la respiración de mi acompañante, en vano: no se escuchaba ningún susurro, ningún eco, solamente mis propios pasos.
Dejé atrás las primeras puertas, una de ellas era tras la que me había escondido, y descubrí con gran sorpresa, en la segunda puerta del pasillo a la derecha, una cama cuyo colchón bien pudo pertenecer a mi abuela y sobre la que descansaba una figura encorvada y fatigada.
Levantó los ojos hacia mí, me escrutó unos instantes y la luna se reflejó en ellos: los mismísimos lagos de la falta de cordura.
—No lo encuentro —susurró su voz, la misma que se dirigió a mí segundos antes.
—¿Qué no encuentras? —intenté hacerme la tonta para que aquel personaje me explicara él mismo lo que guardaba dentro.
—El broche… —esas palabras las pronunció con lentitud y, nada más terminar de decirlas, se levantó. Se alzó en la soledad de las cuatro paredes una gran figura negra contorneada por la luz nocturna que perfilaba su rostro de cuencas hundidas y mandíbula marcada, sin barba ni bigote y pelo despeinado y revuelto. Pude apreciar que, bajo la chaqueta que le abrigaba, lucía una camisa amarilla, el mismo color de la felicidad que vestía Violeta—. Soy incapaz de encontrarlo. —Apretaba los dientes—. ¡Ah! ¿Dónde está? —gritó.
Reconocí aquel chillido de frustración que había escuchado con anterioridad—. ¡Dime dónde está! —Avanzó un paso hacia mí y yo eché uno hacia atrás, lejos de él.
—¿Quién eres y por qué lo buscas? —Si hubiera habido una tercera persona presente en la habitación, me advertiría de que a la gente en ese estado no se les debe someter a un interrogatorio.
—Gabriel Burke. Y necesito recuperar a mi familia, hay una foto suya en un broche.
—Ese broche no existe.
Gabriel agrandó su mirada. Noté cómo perdía el control de su cuerpo y quedaba a merced de una fuerza bruta irracional; se me acercó mientras yo retrocedía… hasta toparme con una pared, imposible de atravesar e imposible de rehuir.
Estaba atrapada entre la madera y aquel hombre.
—¿Perdona? —preguntó, tan cerca de mi rostro que olía su aliento.
—El broche… no existe. —La valentía que brotó de mí para reiterar mi frase no tengo ni idea de dónde vino, sinceramente.
—Repite eso.
—Ese broche ardió en la casa de tu familia.
Gabriel se hallaba en ese instante tan pegado a mí que solamente un ligero hilo de aire flotaba entre nosotros.
Mi respiración se agitó y osé levantar la vista para contemplar a la persona que me aprisionaba: su mandíbula sufría tanta presión que esperaba que en cualquier momento se le saltaran los dientes, sus iris del color del mar ahogaban dolor y pérdida y sus pupilas, dilatadas, habían absorbido igual que dos agujeros negros todo su miedo transformándolo en locura y desesperación. Jadeaba, mis pulmones se encogían y todo mi cuerpo se agarrotó, sintiéndose tan preso como en una cárcel de mi talla sin espacio para mover un brazo en ninguna dirección. Necesitaba aire limpio, correr, alejarme de allí tanto como pudiera y emprender el camino con Eva a nuestro siguiente destino, lo más separada posible de aquel hostal y de aquella gente esclava de sus demonios de antaño.
—Es imposible. ¡Tiene que estar aquí! —gritó fuerte a la par que escupía saliva (que directa fue a mi mejilla, repugnante)—. ¡Tiene que estar aquí! ¡Tiene que estar aquí! ¡Tiene que es…!
Me resulta prácticamente imposible describir el gran alivio que invadió mi ser cuando Gabriel cayó desplomado al suelo, liberándome: ya no me aprisionaba. Y todo era gracias a Violeta.
—Mañana mismo acabaré con todo esto —sentenció. Me tendió la mano y me ayudó a salir de la habitación, del pasillo y a bajar los escalones; gracias al cielo que me sujetó, mis piernas temblorosas no me permitían dar ni un triste paso.
Al dejar atrás el cuerpo inconsciente, Violeta echó la llave de la habitación en la que nos encontró a Gabriel y a mí y aprecié las lágrimas en sus ojos.
Me salvó una mujer dolida que no podía soportar más falsas e inexistentes esperanzas.
—Te prometo que esta noche no os molestaremos. Le he dado un buen golpe —sonrió con un poco de humor, aunque no pudo ocultar lo mucho que le pesaba la situación.
Entré en nuestro cuarto, agradeciéndole su socorro con todas las fuerzas que me quedaban en ese momento, a lo que ella asintió y dibujó una pequeña y triste mueca tan alegre como el color que vestía.
Me tumbé junto a Eva con el cuerpo aún agitado y no pude evitar despertarla.
—¿Qué te pasa? —articuló somnolienta—. ¿Estás bien?
—He tenido una pesadilla.
No hizo falta que dijera nada más, ella me abrazó y advertí cómo todas mis extremidades se relajaban y pesaban tanto como el mal rato que acababa de vivir. Eva se durmió en poco tiempo, pero yo tragué techo toda la noche, sin poder olvidar aquel rostro de dolor y de poca cordura, esperando percibir algún ruido proveniente de encima de nuestras cabezas, en tensión, en alerta.
No escuché nada. Solo la respiración acompasada de mi pareja.
A la mañana siguiente bajamos con las mochilas listas para encaminarnos a un nuevo destino. Violeta nos sorprendió en el mostrador, envuelta en otro vestido amarillo con flores marrones. Le entregamos las llaves de la habitación y nos dirigimos a la salida.
—¡Esperad! —nos llamó, salió velozmente de su sitio para cubrirme con un abrazo—. No tengo palabras para agradecerte lo que has hecho por mí.
No entendí esa reacción, pero supe con certeza que me abrazaba la Violeta anciana y dulce. Agradecí el gesto de ternura, aunque, siendo sincera, solo quería largarme de allí.
Emprendimos el camino por el sendero que atravesaba el pueblo y nos devolvería de nuevo a nuestras aventuras de viajes y de caminatas. Mi intención era dejar todo lo ocurrido atrás, pero aún tenía una última pregunta rondándome la mente que no podía abandonar sin resolver.
—¿A qué ha venido ese abrazo? —me susurró Eva al oído mientras salíamos de ahí—. ¿Qué me he perdido?
—Me habrá cogido cariño, imagino —respondí, sin querer dar demasiadas explicaciones de todo el misterio, el suspense y el temor que ahondaba en mí, vestigios de nuestro hospedaje.
Atravesamos el pueblo y nos cruzamos a un grupo de mujeres que hablaban entre ellas sin parar, chapurreando palabras. Eva las identificó como las marujas de la zona, señalándolas con un comentario sarcástico. Serían las personas más adecuadas para resolver la última duda que albergaba en mí, aquello que me ayudaría a cerrar mi investigación y el enigma de una familia que dejaría enterrado allí mismo.
Pegué el oído a su parloteo, invadiendo de alguna manera su privacidad (aunque estaban en la calle a merced de que cualquier transeúnte pudiera saber acerca de qué conversaban). Nos miraban de reojo a mi pareja y a mí alternando con vistazos al hostal del que proveníamos. Supuse que no aprobaban nuestro alojamiento, distinguía cosas sueltas, cotilleaban acerca del hostal y pude apreciar una frase entera de entre todo lo que hablaban: «Dicen que es la casa de los misterios y de los locos».