Cris Melgosa
Burgos, 1992. Escritora, historiadora y bailarina. Siempre ha querido dedicarse a la escritura a tiempo completo, pasión que compagina con su trabajo de técnico de archivo. Tiene la manía de apuntarse a todos los saraos pero luego una parte de sí misma se arrepiente porque el día solo tiene 24 horas.
Entre sus obras destacan “Los muertos no pueden matar” (Pulpture Ediciones) y “Azul”, mención especial del I Premio Ripley, autopublicado posteriormente. Habrá quien diga que tiene un problema con el café, pero opina que no se puede tener un problema con algo que está tan bueno.
Sinopsis
Brezo es agente de policía en Sevilla, pero no es una policía cualquiera: es un hada y, además, está muy cansada de que en su ciudad se trafique con polvo de hadas asesinadas de forma cruenta. Así que cuando encuentra el culpable tiene claro que hará lo que haga falta para detener estos asesinatos. Aunque eso implique poner en riesgo su puesto, el de su compañera… y su propia vida.
«Polvo» obtuvo mención especial del jurado del I Premio Misteria.
Polvo
Prólogo
Tenía que llegar.
La comisaría no estaba tan lejos, pero apenas tenía fuerza. Sus alas ni siquiera se agitaban con la suficiente rapidez como para elevarla a más de un par de centímetros del suelo. A veces, incluso, las puntas de sus pies descalzos rozaban contra los adoquines mojados por la tormenta y un estremecimiento le subía por las piernas hasta sacudirla entera.
Y, sin embargo, ella estaba ahí, sola. Intentaba avanzar lo más rápido que podía, pero las alas no le daban para más y las piernas no sostendrían su peso si trataba de andar.
Una ráfaga de viento repentina la azotó desde atrás. Sus alas se tambalearon en el vuelo y ella descendió unos centímetros. Su pie se encontró con el suelo y, como si de una reacción en cadena se tratara, se dejó llevar por la inercia y cayó. Rodó hasta quedarse bocarriba y, simplemente, miró al cielo.
Notaba la respiración agitada y se sentía pesada, cansada. La tierra la llamaba con su voz primitiva y natural, y de lo único que tenía ganas en ese momento era de quedarse allí, tirada, y de dejar que lo que tuviera que suceder sucediera.
Los ojos se le cerraban.
Sentía como si la carne se le desprendiera de los huesos para fundirse con los adoquines sobre los que descansaba.
Notaba cómo la vida se escapaba con cada aliento que echaba por la boca.
Sabía que iba a morir.
1
El vino se le había subido a la cabeza más de lo que jamás reconocería. Era como si el mundo se moviera décimas de segundo después de que ella girara la cabeza y la realidad tardara un par de segundos en recolocarse. Se notaba mareada y liviana al mismo tiempo; los párpados le pesaban y quería dormir, pero sentía el corazón y el estómago latirle con tanta fuerza que pensó que, solo de oírlos, se desvelaría.
«Madre mía, Brezo», se dijo a sí misma mientras reprimía el reflejo de sacudir la cabeza para espantar el sueño. «Estás muy borracha».
Una risita a su lado la hizo volverse a cámara lenta. Álex, junto a ella en el sofá, sujetaba su copa de vino llena hasta la mitad muy cerca de sus labios y reía de forma casi coqueta, aunque suponía que no era consciente de ello. Estaba tan borracha como Brezo y sus mejillas habían adquirido un color rojo intenso. Los ojos le brillaban, acuosos, a la luz tenue del salón.
Ni siquiera sabía por qué se reía.
—¿Qué te pasa? —preguntó Brezo y la voz le sonó lenta y arrastrada. Tenía la boca pastosa y tuvo que tirar de fuerza de voluntad para no servirse más vino.
Álex se giró. Aunque el vidrio de su copa rozaba sus labios, no bebía. Solo sonreía.
—Es que borracha eres muy graciosa —dijo y su voz sonó lejana, aunque les separaban apenas diez centímetros.
—Tú sí que estás graciosa… —murmuró ella.
Alargó el brazo y le arrebató la copa; Álex no protestó. Con cuidado de no tirarla, la posó sobre la mesita de café al tiempo que buscaba su muñeca y la agarraba con suavidad. Tiró de ella hacia sí y Álex respondió. Se sentó a horcajadas sobre su cadera. Las manos de Brezo buscaron su mandíbula y se perdieron en el pelo corto de su nuca, que hacía remolinos de cabello tan oscuro como el azabache; las manos de Álex le acariciaban el cuello con una suavidad que jamás se imaginó que tuvieran unas simples manos.
La chica se inclinó y Brezo cerró los ojos por instinto; gran error. El mundo empezó a girar a su alrededor, pero no supo decir si era más por el vino o porque los labios de Álex se habían acoplado a los suyos con una perfección casi matemática. Sus brazos le rodearon el cuello. Su cuerpo se pegaba al suyo. Brezo sentía que el estómago se le ponía del revés y una sensación de anticipación le vibraba entre las piernas. De fondo sonaba una musiquilla parecida al tono de su teléfono, pero los labios de Álex eran tan suaves, su cuerpo se adaptaba tan bien al suyo, que no le dio mayor importancia.
Solo se quejó cuando Álex se separó de ella. Compuso un mohín, abrió los ojos y la miró.
—Creo que te llaman —dijo, señalando con un dedo hacia abajo.
Brezo miró hacia donde apuntaba y vio, a través del bolsillo de su pantalón, la pantalla iluminada de su teléfono. Entonces comprendió que lo que le vibraba entre las piernas no solo era excitación.
—Dime —dijo al descolgar. Era Amelia, su compañera. Terriblemente oportuna, sí, pero sabía que tenía una cita; debía de ser algo importante.
***
—Entonces, ¿la cita bien? —Se sentó junto a su escritorio y dejó la taza, llena hasta arriba de café, frente a ella. Brezo se lo agradeció con un gesto y la cogió para pegar un trago largo. El mundo había empezado a moverse a su velocidad habitual, pero todavía sentía un embotamiento alrededor de la cabeza que esperaba que el café fuera capaz de eliminar por completo.
—Sí, sí… —Dejó la taza sobre el escritorio y se reclinó en la silla. Amelia la miraba con los labios apretados, como si se estuviera reprimiendo para no sepultarla bajo preguntas indiscretas—. Es muy maja, pero creo que se decepcionó un poco cuando abrió la puerta. —Su compañera alzó una ceja y se inclinó hacia delante—. Sí, ya sabes. Supongo que cuando quedas con alguien de adoptaunsobrenatural.com esperas que sea, no sé, algún tipo de criatura mitológica extraña. No una simple bruja.
Brezo se encogió de hombros y dio otro trago al café.
—Pero sí que ha habido cita, ¿no? Así que tan mal no le tuviste que parecer.
—Le hice un par de trucos simples y eso le bastó.
—¿De esos que tu aquelarre te dice que no uses a lo tonto?
—De esos, de esos. —Brezo sonrió con una mueca bobalicona y Amelia la imitó.
—Mira, si me dieran un euro cada vez que un tío me pide que le chupe la sangre porque «mola», sería rica. Así que deberías estar contenta con que tu cita se conformara con algo tan simple como unos trucos de magia.
La guaxa[1] le había contado todas y cada una de sus citas con pelos y señales; le encantaba fardar de ello. A veces incluso quedaban para contarse sus miserias con una botella de vino y un bol enorme de palomitas. En esas ocasiones, Amelia le pedía, cuando ya estaba muy borracha, que tirara alguna maldición a los tíos que se habían portado como verdaderos capullos con ella en la cama. Y Brezo, que cuando eso sucedía solía estar igual de perjudicada, sacaba sus bouquets, su agua bendita, su grimorio y sus cuencos de madera y se saltaba las normas de su aquelarre para maldecir a aquellos imbéciles.
Por Amelia se saltaría las reglas de las brujas las veces que hiciera falta.
—Chicas —llamó una voz al otro lado de la habitación. La comisaría, a esas horas, estaba prácticamente vacía, así que solo podía estar llamándolas a ellas. Ambas se giraron hacia el pasillo, donde una anjana[2] uniformada las miraba, con los brazos en jarras; en incontables ocasiones Brezo se había preguntado cuánto pesaría esa gruesa trenza en la que se sujetaba la cabellera o cuántas veces a la semana se cambiaba las flores del pelo, pero nunca se había atrevido a hacerle la pregunta directamente. No había alcohol suficiente en el mundo para insuflarle el suficiente valor para hacerlo—. Está lista.
***
El hada, que se sentaba muy recta en la silla de metal, bebía la poción revitalizante con una pajita. Se había retirado el cabello, mojado y lleno de ramitas, hacia atrás para lavarse el rostro, que todavía tenía algunas marcas de suciedad. Sus alas, láminas semitransparentes que nacían del centro de su espalda, habían recuperado algo de su brillo y flotaban tras ella con cierta majestuosidad. Sin embargo, alrededor del hada todavía permanecía aquella aura oscura, como una sombra, que tenía cuando la habían traído, inconsciente, desde el parque María Luisa.
Cuando entraron, en la sala olía a lavanda y a hierba recién cortada, pero también a sangre reseca, a moho y a tierra mojada. El hada las miró, ausente, y las siguió con la vista mientras se sentaban frente a ella.
—Camila —dijo Brezo, con una voz como un susurro.
Solo le respondió el burbujeo de la poción mientras el hada la sorbía con la pajita.
—No has hecho nada malo, Camila. Solo estás aquí porque te desmayaste en el parque. —A su lado, Amelia se recostó en la silla con los brazos cruzados ante el pecho. Brezo chasqueó la lengua—. Te hemos traído aquí porque creemos que te ha pasado algo horrible, Camila, y queremos que nos lo cuentes para poder atrapar a quien te ha hecho daño.
El hada se terminó la poción y, con un movimiento suave, dejó el vaso de plástico sobre la mesa. No las miraba directamente a los ojos, sino que tenía la vista clavada en algún punto entre ellas. Aun bajo la luz mortecina de los fluorescentes, su piel brillaba con una luz dorada, especial. Había vuelto a aletear y Brezo juraría que sonaban campanillas cuando lo hacía. Era irritante lo perfecta que resultaba.
Entonces asintió con la cabeza y abrió la boca.
2
Está oscuro. Se siente mareada y ajena a su cuerpo y cree que es capaz de ver lo que pasa en la habitación como si estuviera viviendo en una película macabra y oscura.
Parpadea y, de repente, vuelve a sentir que está dentro de su propio esqueleto. Mueve un poco los dedos de los pies y de las manos, como para probar que no está soñando. Pero cuando intenta mover los brazos, no puede. Siente una presión en la muñeca, algo que la retiene. Lo mismo sucede con las piernas. Se sacude, pero ni así consigue moverse.
Cuando mira hacia abajo, descubre que está tumbada y atada.
Y entonces siente cómo el miedo empieza a crecerle en el estómago y a propagarse por todo su cuerpo como una infección.
Algo se abre y se cierra al otro lado de la habitación, pero todo está tan oscuro que no sabría decir muy bien de dónde viene el sonido o si sigue sola.
Oye unos pasos. Una luz se enciende sobre ella. El fogonazo blanquecino la ciega momentáneamente y, cuando abre los ojos, contiene un grito: un rostro afilado, arrugado y de barbilla puntiaguda, cubierta con una perilla de vello pelirrojo, la mira desde la penumbra. Viste un traje violeta con decoraciones de arabescos que brillan bajo la luz del flexo. Sonríe y unos dientes irregulares asoman por entre sus labios finos y pálidos.
—Tranquila —dice con una voz cantarina y amenazadora—. No te pasará nada.
Acerca una mano hacia su rostro; tiene un agujero en la palma por el que puede ver a través. La acaricia, quitándole el pelo de la frente, y ella se estremece. Empieza a sollozar y, mientras el trasgo[3] sigue acariciándola, comienza a notar cómo algo la drena. Se le va la fuerza por algún sitio, pero no sabe por dónde. Intenta hacer magia, intenta librarse de sus ataduras, intenta empujar a su captor, pero su energía está yéndose sin que ella pueda hacer nada para evitarlo.
—Tranquila, tranquila… —sigue susurrando el trasgo—. No te pasará nada.
***
—¿Estás segura de que es él? —Amelia, que se había inclinado junto a ella para mirar más de cerca la pantalla del ordenador, sonaba preocupada.
—Completamente segura —respondió Brezo.
Frente a ellas, en el monitor, el rostro de Seamus Aguilera las miraba con cara de pocos amigos, arrugando el ceño y achicando los ojos. Tenía el pelo pelirrojo desordenado y llevaba una perilla de cabra que hacía que su rostro pareciera todavía más alargado.
—Maldito trasgo escurridizo… —Amelia se incorporó y se frotó el rostro. Estaba cansada, como ella, y lo peor era que la noche no había hecho más que empezar.
Estaba segura de que era Seamus desde el momento en el que Camila había empezado a describir al hombre que la había tenido retenida. Además, solo podía ser él: solo había un ser en Sevilla capaz de cometer tantos crímenes al mismo tiempo y salir impune de todos ellos.
Disfrutaría como nunca cuando lo cogieran esa vez. Porque ahora no se les iba a escapar.
—Este caso cada vez me gusta menos, Brezo —comentó Amelia, al tiempo que se dejaba caer sobre la silla al lado de la bruja. Se volvió a llevar las manos al rostro y, suspirando, se apartó el flequillo de la cara. Su piel parecía más gris que de costumbre—. Primero fueron las hadas asesinadas. Luego, los camellos que traficaban con polvo de hada. Después, toda Sevilla enganchada al polvo. ¿Y ahora Seamus? —Amelia negó con la cabeza y después añadió—: Se nos está yendo de las manos, Brezo. Este caso se nos está empezando a quedar grande.
Brezo agachó la cabeza. Frente a ella, en el escritorio, el expediente yacía abierto como un cadáver diseccionado del que el forense no consigue sacar respuestas. No dejaban de añadir informes, documentos y fotografías y la carpeta no hacía más que engordar, pero, a cada paso que daban, las preguntas se multiplicaban y las respuestas no aparecían. Aquello cada vez era más complicado y más sucio.
—Míralo por el lado positivo —dijo Brezo. Alzó el rostro y miró a su compañera con lo que intentaba ser una sonrisa—. Por lo menos ya tenemos al responsable de todo esto.
—¿Se supone que eso es el lado positivo? —Amelia gruñó y señaló con ambas manos hacia la pantalla del ordenador de Brezo—. ¡Es el puto Seamus Aguilera! Aunque consigamos encontrar todas las pruebas del mundo, aunque consigamos unir los asesinatos con el tráfico de polvo de hadas y conectarlo con él, nos dará igual. ¡Porque es el puto Seamus Aguilera!
Amelia se hizo un ovillo sobre sí misma en la silla.
—Hablemos con él —dijo, de repente, Brezo.
Aquello hizo que Amelia volviera a levantar la cabeza y mirara a su compañera con los ojos muy abiertos y la mandíbula desencajada.
—¿¡Estás loca!? ¿Hablar con él? —La guaxa soltó una carcajada corta e irónica—. Nos serviría para merendar. Además, Molina no nos daría permiso jamás. —Con un gesto de la cabeza, señaló al despacho de su jefe, ahora vacío.
—No tiene por qué enterarse.
Amelia negó con la cabeza con tanta fuerza que algunos mechones de pelo negro salieron de la coleta en la que se ataba el cabello.
—No. No, no, no, no y no. —La miró con una ceja alzada—. Tú todavía estás borracha, no mientas.
—¡Piénsalo! —susurró Brezo. Hizo rodar la silla hasta que los rostros de ambas se encontraron a un par de centímetros de distancia—. Vamos. Hablamos con él. Y, cuando se incrimine, lo cogemos. Molina se pone contento, los asesinatos de hadas paran y el problema del polvo deja de ser un problema. ¡A lo mejor hasta nos ascienden!
—Estás delirando. ¿Estás segura de que solo había vino en esa copa?
—¡Vamos, Amelia! Lo digo en serio. Podríamos cazarlo si vamos a por él. Tenemos pruebas. Una testigo. Lo tenemos cogido por los huevos y me da igual si se vuelve invisible porque le va a dar lo mismo.
Se hizo el silencio. Ambas se miraban con los labios apretados y la vista fija en los ojos de la otra, esperando a que una claudicara ante el plan de la otra. Solo pasaron unos segundos hasta que Amelia chasqueó la lengua y se echó sobre el respaldo de la silla.
—Está bien, está bien. Pero como nos inhabiliten después de esto me vas a pagar el alquiler durante tres meses —hablaba mientras la señalaba con el dedo, así que Brezo asintió—. Ahora, a ver. ¿Cómo tienes pensado averiguar dónde está ese cabrón?
***
La plaza estaba tranquila y en penumbra; solo un par de farolas arrojaban luz hacia el suelo ajedrezado y, a esas horas de la noche, nadie pasaba por allí. Notaba a Juan Tenorio, desde su pedestal, clavándole los ojos en la nuca.
«Lo que me faltaba ya», pensó, resoplando de forma sonora. «Sentirme juzgada por una estatua».
A lo lejos, las campanas de alguna iglesia tañeron y ella miró el reloj: las cinco. Habían quedado hacía quince minutos y, cómo no, el camello llegaba tarde. A esas alturas Brezo debería haber aprendido la lección, pero lo cierto era que seguía confiando en que los delincuentes llegaran puntuales a sus citas. Y lo peor de todo no era que llegara con un cuarto de hora de retraso, no. Lo peor era que se le estaba quedando el culo helado.
Oyó una risita al otro lado de la plaza y se volvió. En una esquina, oculta entre las sombras, Amelia esperaba. El rostro se le iluminaba con la luz azulada de la pantalla del móvil. De repente, su propio teléfono vibró en el bolsillo de su pantalón.
«No va a venir» decía Amelia en su mensaje.
«Entonces de qué coño te ríes».
«De la ironía del asunto»
Brezo se volvió a girar hacia Amelia, que seguía mirando el móvil. Frotó el índice y el pulgar al tiempo que aguzaba la vista para apuntar mejor. Una pequeña bola azulada de fuego fatuo apareció junto a sus dedos.
«Te vas a reír de tu prima», pensó Brezo y con el dedo corazón disparó la pelotita hacia donde estaba su compañera. Atravesó la plaza y le golpeó a Amelia justo en medio de la frente. La guaxa dio un respingo y empezó a dar manotazos, pero el fuego fatuo danzó a su alrededor siguiendo el compás que le marcaba Brezo con el dedo. Le daba toquecitos en la cara, evitando las manos de Amelia hasta que esta consiguió extinguirlo de una palmada. El fuego fatuo se evaporó en una voluta de humo blanco que se deshizo con el viento.
—¿Brezo? —dijo una voz a sus espaldas.
La bruja pegó un bote y se giró. Un hombre delgado y encorvado la miraba, de pie frente a ella. El pelo le caía, lacio, en los lados del rostro afilado y de huesos marcados. La observaba con unos ojos que, aun hundidos en sus cuencas y rodeados por una sombra oscura, brillaban con un hambre inusitada, con una excitación imposible de ocultar. Había visto muchísima gente puesta hasta arriba de polvo como para no reconocer a un camello que se drogaba con su propia mercancía.
—La misma —dijo ella y el hombre se sentó a su lado. Se movía despacio y todo su cuerpo parecía temblar con cada gesto.
—¿Has traído el dinero? —Miraba hacia a un lado y hacia otro, nervioso, y evitaba cruzar la mirada con Brezo. ¿Sospecharía que eso era una trampa? ¿O simplemente el colocón de polvo le hacía ser un paranoico?
—Eh… Sí, claro —dijo Brezo. Se giró y sacó del bolso un pequeño sobre. Se lo tendió al hombre y este lo miró con desconfianza. Cuando alargó la mano para cogerlo, la bruja lo apartó con un movimiento brusco.
—¿Has traído el polvo? —preguntó.
Del bolsillo del vaquero, el hombre sacó un pequeño paquetito arrugado de papel de estraza. Crujía bajo sus dedos temblorosos.
—¿Me aseguras que es de buena calidad?
Como respuesta, el hombre sonrió y le enseñó los dientes irregulares y amarillos.
—Por supuesto —dijo, todavía con la mueca pintada en la boca—. El mejor polvo de hadas que puedas encontrar en el mercado.
—Bien. —Volvió a extenderle el sobre y, esta vez, él lo cogió. Comprobó el interior y, tras unos segundos en los que Brezo pudo sentir cada latido de su corazón y cada molécula de aire pasar por sus pulmones, le tendió el paquetito con el polvo de hadas.
Entonces, sin que el camello se diera cuenta, sonrió.
Alargó la mano, pero no cogió el polvo. Por el contrario, cerró los dedos alrededor de la muñeca del hombre, que en un segundo pasó de una expresión calmada a abrir la boca con terror.
—¿Pero qué coño…? —empezó, pero Brezo fue más rápida.
Se levantó y tiró de su muñeca. El hombre se incorporó con un quejido de dolor. Manoteó con el brazo libre e intentó zafarse de la bruja, pero antes de que se diera cuenta Brezo ya le había inmovilizado con el brazo a la espalda. Se revolvió y soltó algunos juramentos, pero apenas tenía fuerzas. Lo único que pudo hacer fue dejarse llevar cuando Brezo le clavó la rodilla en la corva y lo hizo tenderse en el suelo.
—¿Qué coño haces? —Brezo sabía que intentaba sonar furioso, pero lo único que parecía era que estaba cansado.
Soltó un quejido cuando la bruja se arrodilló sobre su espalda.
—Tenemos algunas preguntas —contestó ella.
Levantó el brazo en el aire y cerró el puño. Al instante, un viento huracanado y revoltoso empezó a soplar en la plaza, arremolinándose entre los árboles y los bancos. Las hojas empezaron a caer, azotadas por el viento. Poco a poco y respondiendo a su voluntad, empezó a concentrarse alrededor del puño de Brezo; formaba una especie de ovillo transparente en el que flotaban hojas y colillas de cigarrillo. Tras unos segundos, bajó el brazo y lo apoyó en la espalda del hombre. El viento lo rodeó por completo y lo alzó por los aires como si fuera un capullo de una mariposa esperando a eclosionar.
Cuando Brezo se sentó en el banco de azulejos e hizo que el bulto se girara, el hombre la miró con hastío y odio.
—Bruja. —No dijo la palabra, sino que la escupió.
Brezo, únicamente, se limitó a sonreír.
—¿No crees que te has pasado un poco? —A su lado, Amelia miraba al hombre con los brazos cruzados ante el pecho y la cabeza ligeramente ladeada, pero ella sacudió la mano en un gesto negativo.
—Qué queréis.
—Ya te lo he dicho, tenemos que hacerte unas preguntas. ¡Ah! Y también tenemos que pedirte un favor.
Brezo enarboló su mejor sonrisa, pero de poco sirvió.
—Estás loca si crees que voy a responder a una bruja y a una vampira del tres al cuarto como vosotras.
Aquel era el problema al tratar con humanos: podías encontrarte con un colgado como aquel que, además de ponerse hasta las cejas con polvo de hadas, guardaba un odio primitivo e instintivo hacia los seres sobrenaturales. Y de todo aquello los únicos culpables eran los cuentos de viejos y la gente como Seamus Aguilera, que creían que por tener un agujero en la palma de la mano eran mejores que aquellos a los que esclavizaban para que les hicieran el trabajo sucio.
Cuando pillara a ese trasgo traicionero disfrutaría mucho poniéndole las esposas.
—Venga, hombre. Si somos buena gente —dijo Brezo.
—Y una mierda.
Brezo resopló. Levantó la mano y, como hiciera antes con Amelia, comenzó a frotar los dedos índice y pulgar hasta que un montón de pelotitas de fuego fatuo crecieron alrededor de su mano. Lanzó una, que le dio en la frente al hombre-capullo; lanzó otra, que acertó en la punta de la nariz. La tercera le pegó en la mejilla. Una tras otra, las bolitas volvían hasta ella y flotaban a su alrededor. Teñían su rostro con una luz verde azulada.
—Tengo toda la noche —dijo y sonrió de medio lado.
—Y puede ser muy molesta —corroboró Amelia, pero el hombre se limitó a mirarlas con los ojos entrecerrados y los labios apretados.
Hicieron falta una veintena de golpecitos más para que, con un rugido de exasperación, claudicara.
—¡Argh, está bien! ¡Para de una vez!
Las pelotitas se quedaron flotando junto a la mano de Brezo.
—¿Dónde está Seamus Aguilera?
El hombre le respondió con una carcajada falsa, pero ella siguió.
—¿Dónde tiene a las hadas?
Parecía que le había dado un ataque de risa. Si no hubiera estado sujeto por el viento huracanado que lo mantenía a veinte centímetros del suelo, se hubiera doblado sobre sí mismo de tanto reír.
—¿Por qué las está matando si lo que quiere es el polvo?
Seguía riéndose de ellas en su cara, así que Brezo le tiró una nueva pelotita de fuego fatuo a la frente.
—No pienso responder a todo eso.
—Oh, sí. Vaya que si vas a responder. Y no solo eso, sino que además nos vas a meter en la guarida del lobo.
—Estáis locas si creéis que me voy a arriesgar a llevaros a donde está Seamus.
—Mira, te voy a decir cómo va a funcionar esto. —Brezo se levantó y las bolitas de fuego fatuo se convirtieron en simples volutas de humo azul que se esfumaron en el aire. Con un solo gesto, hizo que el capullo de viento girara por completo hasta que el hombre quedó cabeza abajo. Su cara dada la vuelta era cómica—. Tenemos dos opciones: o nos dices dónde está Seamus y nos llevas allí, de forma que te salvamos el culo cuando le detengamos; o te callas, te detenemos a ti y, en este caso, me aseguro de que tu estancia en el calabozo sea muy molesta. Y luego, cuando detengamos a Seamus le decimos que ha sido gracias a ti. Y créeme, no quieres que ese trasgo cabrón la tome contigo. Prefieres tenerme a mí de tu parte.
3
Llora porque sabe que va a morir.
Llora porque le duele el pecho, porque con cada respiración se ahoga un poquito más.
Llora porque se le han agotado las fuerzas, porque se las han drenado hasta no dejar ni una sola gotita de magia en sus venas. Y ni siquiera sabe cómo lo han hecho, aunque supone que saberlo no mejoraría las cosas.
Llora porque sabe que podría librarse de las ataduras de sus muñecas si no fuera porque le han quitado todo su poder.
Llora porque, al final del día, todo se reduce a quién se aprovecha de quién y en ese momento hay un trasgo que ha decidido que podía aprovecharse de ella.
La puerta vuelve a abrirse, pero ya le da igual. Las lágrimas le caen por el rostro y se le meten en la oreja. Le molestan. Y solo quiere secarse la cara y no llorar más, pero no puede moverse. Ni siquiera puede luchar contra sus ataduras.
—Ey, cielo, ¿por qué lloras?
Es él otra vez. Ese maldito trasgo. Se acerca a ella y la mira con esa cara de burla que tiene. En ese momento desearía tener fuerzas para poder morderle la nariz y arrancársela de cuajo. Se arrepiente de inmediato de ese pensamiento.
Se sacude con un nuevo llanto repentino y se muerde el labio para no gemir del dolor que le provoca sentirse tan indefensa. La boca comienza a saberle a hierro.
—Tranquilízate, cielo —dice. Alarga la mano y le aparta un mechón de pelo de la frente perlada de sudor—. No vas a morir. Puede que las otras que vinieron antes que tú murieran, pero eso solo fueron fallos. Experimentos. A ti, sin embargo… —Hay algo macabro en la pausa que hace, en la forma en la que la mira, en la manera que tiene de acariciarle las sienes llenas de lágrimas—. Ya sé cómo manteneros con vida.
***
Quizá Amelia tuviera razón; quizá no era buena idea ir a por Seamus directamente. Quizá era un suicidio profesional y, probablemente, físico.
Sí, quizá Amelia tuviera razón.
Pero es que veía su fotografía ahí, encima de las imágenes de los cadáveres de las hadas, y lo único que quería era tenerlo delante para poder apedrearle esa cara burlona que tenía.
Aunque…
Se levantó y, casi corriendo, se dirigió hacia su habitación y se metió en el armario. Rebuscó entre los cientos de cosas que tenía amontonadas hasta que lo encontró: sus viejos utensilios de magia negra. Hacía tanto tiempo que no hacía un ritual de aquellos que no sabía si se acordaría de cómo se llevaban a cabo.
Todavía oía en su cabeza las voces de las brujas de su aquelarre, todavía las recordaba a su alrededor en el salón de casa de su madre. La miraban con severidad y ella, tan solo una niña asustada que había jugado con lo que no debía, aguantaba el chaparrón de «la magia negra no es para jugar con ella», «la magia negra no es cosa de niñas» y «la magia negra te acabará convirtiendo en un monstruo» como buenamente podía.
Pero ya no era una niña. Ahora conocía las consecuencias y sabía medir sus actos. Más o menos.
Así que se subió a la cama y extendió todo el contenido de la caja sobre la colcha de cuadros de colores y estampados de flores. De una bolsita de plástico sacó pétalos de adelfa secos y los echó en el viejo cuenco de madera de olivo. Notaba el corazón latirle a toda velocidad; estaba nerviosa. Cuando se pinchó el dedo, sintió las palpitaciones en la yema, como si su corazón se hubiera trasladado a ese punto exacto de su piel.
Solo dos gotitas bastaban. Los pétalos de la adelfa parecieron recuperar un poco de su color rosa cuando la sangre empezó a resbalar por ellos.
Cerró los ojos e intentó recordar el hechizo de vinculación. Las palabras fluían con dificultad en su mente y se mezclaban con las imágenes de un Seamus Aguilera imaginario, destrozado por cuervos salvajes, calcinado por llamas azules, gritando al tiempo que un par de lobos empezaban a devorarlo desde los tobillos.
Tenía la respiración agitada. En algún momento, sus labios habían empezado a moverse solos y su garganta había comenzado a pronunciar, con una voz que no parecía suya, las palabras en latín del hechizo; sus manos se habían movido solas y habían encontrado la caja de cerillas y ahora sostenía un fósforo entre unos dedos firmes. Era como si algo hubiera tomado control de su cuerpo y la hiciera moverse mientras ella seguía pensando en Seamus Aguilera y sus miles de posibles muertes.
De repente, algo le hizo abrir los ojos. Brezo miró alrededor, se miró las manos y soltó las cerillas. Se sentía mareada, agitada. Un sudor frío y pegajoso había cubierto su piel hasta el último centímetro y el corazón le latía en la garganta.
Le costó darse cuenta de que era el teléfono lo que sonaba.
—Dime, Amelia —dijo mientras se apartaba el pelo de la frente. Un escalofrío le recorrió la espalda.
—Ha aparecido otra.
No hizo falta que la guaxa dijera qué «otra» había aparecido; Brezo lo sabía bien. Asintió en silencio, lentamente, intentando asimilar las tres palabras de su compañera. Después, tras unos largos segundos, abrió la boca:
—Se acabó —habló mirando al cuenco, a los pétalos de adelfa seca, a su sangre que, como un rocío de perlas rojas, se había quedado sobre las flores—. Esta noche voy a por él, Amelia. Creía que tenías razón y que sería mejor esperar, pero no. Me da igual que sea extraoficial, me da igual que me detengan y me echen del Cuerpo por actuar de forma precipitada. Pero ese tío no puede seguir campando a sus anchas.
Había amanecido ya; el sol se colaba por la estrecha ventana de su habitación. No había dormido aquella noche y, a esas alturas, ya no tenía sueño. Contaba con unas horas para ducharse y llevarse algo al estómago, para quitarse la sensación pegajosa de la magia negra de la piel, antes de ir de nuevo a la comisaría; lidiaría con Amelia y con sus intentos de disuadirla allí.
—Voy contigo —dijo, de repente, su compañera. Brezo parpadeó un par de veces, incrédula—. Tienes razón, Seamus no puede seguir actuando como si Sevilla fuera suya. Además, alguien tiene que asegurarse de que no seas Brezo al cien por cien.
La bruja sonrió, muy a su pesar.
***
Se quitó el casco y lo dejó sobre la moto. La brisa cálida le dio en la cara y le revolvió el cabello. Se quedó así un rato, todavía sentada en la moto y con los pies en el suelo, mirando hacia delante, hacia la puerta roja del local de Seamus Aguilera. A lo largo de todo el día había pensado en las probabilidades que había de que eso saliera mal, en los cientos de posibilidades que podían ocurrir, en todo lo que se podía torcer (y que, de hecho, seguro que se torcía), pero ni tan siquiera eso la había disuadido.
Seguramente, el hecho de que Amelia hubiera accedido a ir con ella hacía que no quisiera dar media vuelta.
También influía que la imagen de la última hada, tumbada en la mesa de autopsias y tan solo cubierta con una sábana gruesa, no se le iba de la cabeza. Habían ido esa misma mañana a ver al forense, un hombre lobo de aspecto fiero y amante de las galletas de jengibre, que les había dicho que, como las demás, aquella hada había muerto exhausta y sin magia. Brezo, mientras el licántropo hablaba, se había quedado observando el rostro del hada bajo la luz mortecina de los fluorescentes. Sus alas caían, flácidas y sin color, por los lados de la mesa. Su pelo, lavado y echado hacia atrás, no tenía ya ese brillo que parecía purpurina.
Quizá en ese momento había decidido que lo que iban a hacer, aunque una locura, era lo correcto.
Una mano se posó sobre su hombro y Brezo pegó un bote sobre la moto.
—Bueno, bueno, tranquila, que soy yo. —Amelia se había recogido el pelo rubio en un moño alto, como siempre que hacía cuando salían para algún caso. Sonreía, nerviosa.
Brezo le devolvió la mueca y se bajó del vehículo.
—¿Lista? —preguntó, sosteniendo todavía el caso entre las manos.
Amelia asintió, aunque si la bruja la conocía un poco sabía que estaba mintiendo como una bellaca. Sobre todo porque ella también habría mentido.
***
El local era un lugar lúgubre y rojizo, con mesas redondas alineadas cerca de las paredes, sillas que todavía olían a barniz y sofás corridos de cuero falso de esos en los que se le pegaban las piernas cuando hacía mucho calor. Brezo, con un escalofrío prefería no pensar en la de cosas que habrían visto esos asientos.
En la barra, una chica con aspecto aburrido pasaba un trapo por la superficie de madera teñida de rojo. Tenía el pelo rubio y brillante, atado en una trenza gruesa que oscilaba a cada movimiento y que estaba llena de flores amarillas, azules y rosas, cintas y joyas. Las miró de reojo según avanzaban hacia ella. Cuando estuvieron a unos pocos metros, resopló y se irguió un poco, apoyando ambas manos en la barra. Las miraba con una mezcla de hastío y «por favor, sacadme de aquí».
—¿Qué queríais? —preguntó la anjana. Su voz era dulce, cantarina y recordaba vagamente a los arroyuelos que saltan entre piedras en bosques de helechos y tejos llenos de musgo. La visión de aquel lugar era tan real que Brezo, por un segundo, pensó que estaba allí en vez de en un local que olía a cerveza caliente y a ambientador de canela.
—Queríamos ver a Seamus Aguilera.
Por el rostro de la muchacha cruzó una expresión de pánico que duró un segundo, pero, después, tragó saliva y sonrió de forma forzada.
—No está en este momento. Si queréis, podéis volv…
—Le esperaremos —la interrumpió Brezo. Sonrió a la muchacha, que le devolvió el gesto. Se veía a la legua que no estaba cómoda y que de lo único que tenía ganas era de salir corriendo. Brezo quería acercarse y agarrarla de la mano, decirle en un susurro que la sacarían de allí, pero una presencia extraña a su alrededor la hizo detenerse.
Era como una brisa que la envolvía y la hacía sacudirse con un escalofrío.
Con mirar de reojo hacia Amelia le bastó para saber que su compañera sentía lo mismo.
—No hará falta que esperéis —dijo una voz burlona y aguda a sus espaldas.
Brezo tragó saliva y se giró muy lentamente. Apretaba el casco entre las manos; una parte de ella le decía que lo agarrara con fuerza y lo estampara contra la cara de Seamus Aguilera, que la miraba desde abajo con una sonrisa de victoria pintada en el rostro. Pero no lo hizo, no todavía. No podía ser tan pronto «Brezo cien por cien».
—Buenos días, señor Aguilera. —Con un gesto muy practicado, Brezo se abrió la solapa de la chaqueta y le mostró la placa de la Policía Sobrenatural que colgaba del bolsillo interior. Amelia, a su lado, hizo lo propio y el trasgo miró brevemente las identificaciones. Sin embargo, no cambió de posición: seguía observándolas con esa expresión tranquila de quien sabe que tiene el control, con las manos metidas en los bolsillos de su americana púrpura—. Somos Brezo Santiago y Amelia Valles, de la Policía Sobrenatural. Hemos venido a hacerle unas preguntas.
La sonrisa del trasgo se ensanchó de forma casi macabra. Se sacó una mano del bolsillo y señaló con ella hacia una de las mesas del lateral.
—Charlemos, pues.
Amelia y Brezo fueron primero y el trasgo fue después. Se acomodó en el sillón frente a ellas y le hizo una seña a la anjana que estaba detrás de la barra.
—Ustedes dirán —dijo, observándolas con atención.
La guaxa no dijo nada y apartó la mirada; que estuviera de acuerdo con ella y que la hubiera acompañado no quería decir que se sintiera cómoda haciendo algo sin la supervisión y el permiso de su jefe y Brezo lo sabía. Así que, a todos los efectos, estaba sola.
—Queríamos preguntarle acerca de los asesinatos de hadas que se han estado sucediendo a lo largo de estas últimas semanas por el centro de Sevilla —dijo Brezo, dando un pequeño rodeo al asunto.
—Sí, algo he oído. Terribles noticias, desde luego.
—¿Tiene idea de quién ha podido ser?
Un vaso de tubo, lleno de un líquido amarillo brillante que recordaba a los subrayadores, apareció delante de ella. Brezo siguió con la mirada el brazo que lo había posado en la mesa y se encontró con la anjana, que evitaba los ojos de cualquiera de ellos, pero no sabía si era por timidez o por miedo. Dejó otros dos vasos con el mismo contenido y después, haciendo el menor ruido posible, se alejó.
—No, no tengo ni idea. —Seamus alzó una ceja y clavó sus ojos oscuros en Brezo—. ¿Por qué iba a saber yo quién ha sido? —Todavía mirándola, dio un sorbo corto a la copa frente a él.
—Usted conoce a mucha gente. Quizá sea el sobrenatural con más influencia y más contactos en toda Sevilla. Además, parece que su local sea el epicentro de todos los asesinatos.
Seamus la observaba con atención, como si quisiera saber hasta dónde era capaz de llegar. Sujetaba el vaso con tanta fuerza que parecía que de un momento a otro lo fuera a hacer añicos. Apretaba la mandíbula; si no conociera de sobra a los tipos como Seamus, Brezo hubiera dicho que estaba nervioso.
—¿Qué quiere decir con eso, agente?
—Que o bien alguien está usando su local como lugar de caza de hadas… —Se detuvo de forma intencionada y miró al trasgo. Respiraba de forma brusca, abriendo mucho los orificios de la nariz— o el que está matando a esas hadas trabaja aquí.
—¡Menuda locura! —dijo y alzó los brazos en un aspaviento exagerado—. Le aseguro que todos los sobrenaturales y humanos que contrato son investigados y examinados hasta el milímetro. Todo el mundo es de fiar.
—Entienda que, de todas formas, tenemos que registrar el lugar…
Brezo apoyó las manos en la mesa para levantarse, pero no llegó a hacerlo porque, en lo que duraba un parpadeo, el trasgo había desaparecido. La bruja se quedó quieta, mirando hacia el frente sin ver nada más que el respaldo del sillón en el que Seamus había estado sentado.
—¿Qué…? —empezó a decir. Se giró hacia Amelia, que tenía la misma expresión incrédula que debía de tener ella en el rostro.
Por eso no vio venir el golpe. Algo la golpeó en la base del cráneo y la hizo caer hacia delante, dolorida. Un relámpago de dolor punzante le viajó por la columna vertebral hasta los dedos de los pies.
—Maldito trasgo… —masculló entre dientes, apretando la mandíbula.
Amelia fue más rápida que ella, también porque no había recibido ningún golpe. Ante sus ojos, la guaxa también se esfumó, convirtiéndose en volutas de un violeta oscuro que volaron por el aire hasta la otra punta de la habitación. Allí volvió a materializarse y miró alrededor mientras Brezo intentaba ponerse de pie junto al reservado. Se miraron brevemente, pero Amelia negó con la cabeza.
—Nada —dijo, como si quisiera afianzar su negativa.
Brezo chasqueó la lengua, fastidiada. La anjana que les había servido las copas había desaparecido; si había salido corriendo del local, bien por ella.
De repente, algo cruzó volando la habitación e impactó en su sien. Brezo, soltando un quejido, se volvió hacia el lugar desde donde el servilletero de metal había salido disparado justo a tiempo para ver otro que volaba en su dirección. Se agachó con unos reflejos que no recordaba tener. El servilletero pasó por encima de ella y se estrelló contra el suelo unos metros más allá.
—¿Vamos a tirarnos cosas como cuando estábamos en el colegio, Seamus? —gritó Brezo. Se incorporó de nuevo, todavía con la mano en la sien—. ¡Yo también sé jugar a eso!
Alzó los brazos y, con ellos, las sillas y las mesas alrededor de todo el local empezaron a levantarse. Los músculos bajo la piel estaban tensos y le temblaban, como si realmente no estuviera usando su magia, sino su fuerza para hacer volar todo aquello. Con un rugido ronco, cerró los puños y el mobiliario salió en todas direcciones. La habitación se convirtió durante un segundo en una locura de patas, asientos y listones de madera. Al otro lado de la sala, Amelia gritó y se convirtió en humo durante dos segundos.
Cuando Brezo volvió a mirar, con la respiración agitada, vio a Seamus bajo una silla volcada junto a la guaxa que, ya corpórea, se cubría la cara con los brazos. La imagen del trasgo era incierta y titilante, como si la proyectara una televisión de tubo antigua.
—Podrás ser invisible, pero no eres incorpóreo. —Brezo jadeaba, pero todavía tenía fuerzas para sonreír al tipo.
Seamus parecía querer decir algo, pero, en ese momento, una puerta al fondo de la habitación se abrió. Por ella entraron dos moles vestidas de traje que, con sus pasos, hicieron temblar el suelo bajo sus pies. Su melena pelirroja parecía una sola cosa alrededor de su cráneo y su barbilla y se perdía más allá del cuello de las camisas. Observaban alrededor con un enorme ojo que, en el centro de su rostro, parecía descomunal y desconcertado.
—¡Cogedlas! —bramó Seamus, todavía debajo de la silla.
Al instante, Amelia se volvió a convertir en niebla y voló hasta la chepa de uno de los guardaespaldas. Se encaramó a su pelo y agarró mechones entre los dedos. Tiró y el enorme hombre chilló; de su boca pareció salir una auténtica tormenta. Brezo corrió, saltando por entre las sillas que el otro gigante apartaba para tratar de llegar hacia ella. Vio de reojo cómo su compañera hundía el rostro en el cuello del hombre al que estaba encaramada, mientras que este seguía gritando.
¿Qué podía hacer? ¡Ni siquiera era buena peleando!
—¡Déjame, que yo no te quiero hacer daño! —chilló a la desesperada.
Pero el hombretón no pareció oírla, así que Brezo hizo lo único que se le ocurrió: saltar al otro lado de la barra. Probablemente aquel tipo podría arrancarla de cuajo, pero no sería lo suficientemente flexible como para doblarse por encima y sacarla a rastras de allí. Se acurrucó contra el lavaplatos y cogió una botella vacía de la basura. La agarró por el cuello, preparada para enarbolarla como si se tratara de un cuchillo. Inspiró profundamente para intentar tranquilizarse y cerró los ojos.
Al otro lado, algo cayó al suelo. Bajo su culo, todo tembló e incluso las botellas sobre ella vibraron. Entonces se le ocurrió una idea que bien podría ser una estupidez tan grande como la Giralda o una distracción digna de un genio.
Respiró y levantó una mano como si alzara una caja invisible. Después, sacudió la palma hacia atrás. Un segundo después, el sonido de cientos de botellas haciéndose añicos llenó la habitación. Oyó un gruñido a sus espaldas y, después, alguien se desplomó al otro lado de la barra. El local se quedó en completo silencio y, solo entonces, Brezo se atrevió a asomarse.
La mirada molesta de una Amelia empapada hasta los huesos y que apestaba a destilería la recibió.
—Te odio —masculló y Brezo se apresuró a enarbolar una sonrisa que, esperaba, bastara como disculpa. Sin embargo, antes de que pudiera pedirle perdón, un movimiento al otro lado de la habitación la hizo mirar tras la guaxa.
—¡Amelia! —gritó, señalando a sus espaldas.
Su compañera desapareció al instante para aparecer, en una nube violeta, adosada a la espalda del trasgo. Sus brazos le rodeaban el pecho y lo inmovilizaban por completo. Seamus no se movía ni un ápice; seguramente notaba la punta del único colmillo de la guaxa rozando la fina piel de su cuello y no quería que les sucediera lo mismo que a sus guardaespaldas.
Con una sonrisa de triunfo y todavía con la botella vacía en la mano saltó la barra. Se acercó a través del mar de sillas volcadas y destrozadas hacia el trasgo, que tragó saliva de forma sonora.
—Me parece que esta vez no ganas, Seamus.
Epílogo
La puerta se abre de nuevo. Un escalofrío me recorre de arriba abajo y lucho por no ponerme a llorar.
No me gusta cuando se abre la puerta, porque eso quiere decir que él aparece y no creo tener la fuerza necesaria para ver su cara burlona y oír sus palabras, ni para aguantar sus manos en mi piel.
Sin embargo, esta vez, se encienden todas las bombillas. La luz me ciega por un instante, pero cuando vuelvo a abrir los ojos y giro la cabeza veo a gente que no conozco. Una mujer de pelo negro me mira desde arriba, desde donde siempre me miraba él, y me sonríe.
—Tranquila. Vamos a llevarte a casa —dice y yo no termino de creerlo.
Me suelta las ataduras y me ayuda a levantarme. Noto el cuerpo entumecido y no sé si las piernas me sostendrán. Mis alas se mueven por inercia, pero no tienen fuerza ni para mantenerme en el aire más de un segundo.
Pero eso no es lo peor.
Lo peor viene cuando me incorporo y veo que no estoy sola. Que hay más allí, junto a mí y que tienen los ojos rojos de tanto llorar y las articulaciones hinchadas, como yo. Se levantan, ayudadas por policías uniformados que las llevan hacia la salida. Algunas ríen con una mueca nerviosa, otras sollozan sin poder evitarlo.
Yo me agarro al brazo que me ayuda a levantarme y musito lo único que mi boca es capaz de articular:
—Gracias.
Notas:
[1] La guaxa es un personaje mítico asturiano, descrito como una anciana vampiro que clava su único diente y succionar la sangre de sus víctimas, quienes van languideciendo con el paso del tiempo.
[2] La anjana es un personaje mítico cántabro relacionado con las xanas asturianas, las morias y las lamias. Representadas como mujeres de largas trenzas adornadas con lazos que llevan varas de fresno o espino en las manos, son seres bondadosos que pueden convertirse en árboles, animales u objetos inanimados, y que utilizan sus tesoros para atraer y castigar a los avaros y favorecer a los más humildes.
[3] El trasgo o trenti es un duende propio de la mitología clásica del norte de España. Se le suele representar cojo, con rabo y a veces cuernos, y siempre con la mano izquierda agujereada; de carácter inquieto y travieso.