Annaliese M. Chirinos
Nació en el estado Falcon, Venezuela, en el año 1993. Es ingeniera mecánica, pero se dedica a la redacción web, copywriting y, por supuesto, a escribir novelas. Desde pequeña le encantaba leer y escribir, empezó a hacerlo durante la primaria, donde era común solicitar cuentos cada final de trimestre. Con el tiempo encontró páginas en internet que le permitían compartir sus creaciones, explorar la inclusión de personajes LGBTQ+ e interactuar con sus lectores, y esto incrementó su pasión por la escritura. Hoy en día no puede visualizar su futuro sin escribir nuevas historias y contar las aventuras de personajes diversos. Para ella, la escritura es un mundo muy especial que da sentido a su vida.
Sinopsis
Lorena tiene una amistad muy particular con un ser de otra dimensión. Su madre la llamaría posesión demoníaca, pero para Lorena no es más que su mejor amiga, la única que la entiende, la apoya y, aparentemente, la ama.
Ser la hija lesbiana de una mujer extremadamente católica nunca ha sido fácil, en especial cuando nada parece complacerla y encuentra en cada uno de tus movimientos un pecado que condenar. Lorena pronto encuentra el consuelo que necesita y la amistad que tanto ansía en una criatura muy especial, una que tiene un interés oculto, un deseo que está dispuesta a obviar solo por verla feliz.
CONTENIDO ADULTO
Infernal carmesí
En los miles de años que duró mi tortura en el tercer círculo del infierno escuché muchas historias sobre súcubos e íncubos, de hecho, muchos de quienes se quemaban conmigo en el lodo hirviendo habían terminado allí gracias a la acción de alguno de ellos. Entre gritos, aquellas almas desdichadas maldecían a los demonios que se paseaban con regularidad entre las piscinas y calderos. Los demonios solo se burlaban de ellas y de lo débil que fue su carne en vida. A veces, si algún insulto era demasiado terrible, se detenían a contar todas las aventuras que habían mantenido con la víctima en cuestión. Todo esto mientras azotaban sin piedad al desdichado.
Por supuesto, yo debía de ser única, una en un millón, porque pese a la constante tortura sobre mis desbocados e insaciables sentidos, jamás sucumbí al remordimiento. Sí, por supuesto que dolía y era terrible, pero el calor solo me torturaba porque no era ese ardiente deseo que estaba tan acostumbrada a saciar en mis años mozos. Ese deseo que, al morir a causa de la peste, me llevó derechita al infierno.
Pronto Satanás se dio cuenta de ese pequeño detalle y decidió convertirme en una más de su amplio ejército de demonios.
—Debes ganarte primero tu lugar, por supuesto. Estoy seguro de que tu destino será grandioso y me alabarás por él hasta el día del Apocalipsis —dijo desde su gran trono de oro y diamantes. Nada de esqueletos, llamas ni lava, el Señor S es muy exquisito en sus gustos y su morada en el infierno no tiene nada que envidiar a las grandes mansiones de los ricos y poderosos en el mundo terrenal—. Estás destinada a convertirte en una súcubo, querida amiga.
Torcí el gesto. Una súcubo. Ugh, tendría que pasar el resto de la eternidad poblando los sueños de hombrecitos desagradables. Casi prefería regresar a mi piscina de lodo hirviendo.
—Veo que no te hace gracia la idea. —Jugueteó con su larga cola roja—. Se te olvida algo importante. —Hizo una pausa dramática, a Satán le gustan mucho ese tipo de cosas—. Los demonios no tienen que seguir ninguna regla. —Sonrió con malignidad—. Solo una, por supuesto, no darle tu nombre a ningún sacerdote —advirtió—. En cuanto al resto, eres libre de perseguir a cualquier mortal y alimentarte de su energía sexual.
Sonreí, podría perseguir a muchas señoritas y colarme en sus camas, hacer de sus sueños los mejores momentos de su vida y a cambio recibir el placer y la energía que tanto necesitaba.
Oh, todos sabemos que el diablo siempre tiene un as bajo la manga, ¿no? Sí, el Señor S no cumple todo lo que dice. Me vi convertida en la sombra oculta en los armarios de un vecindario de clase alta, de esos donde todos acuden fielmente a misa los domingos, y al salir critican al vecino que se ha salido un par de centímetros de la raya. Según Satán, debía escalar niveles como cualquier espíritu oscuro y ganarme mi lugar como súcubo.
No había mejor sitio para trabajar que aquel vecindario. Muchos fieles que asustar, jarrones que tirar y camas que sacudir. Por supuesto, debía empezar desde lo más bajo, no puedes tirar platos a medianoche si eres débil.
Así que me convertí en los ojos rojos que acechaban cada noche a los niños desde sus armarios. Por suerte, no tardé mucho tiempo en esa fase, existen muchas cosas bajas y espantosas en el mundo de los demonios, pero incluso en el infierno sabemos que los niños son intocables y solo los demonios más viles se acercan a asustarlos.
Cuando reuní la fuerza suficiente, empecé a asustar viejas de nariz respingada y perfumes cuyo valor podía alimentar a una aldea africana durante un mes. Encontré un gusto especial en la madre fanática de una preadolescente llamada Lorena.
Cada uno de sus gritos era como una descarga eléctrica en mi espalda. ¡Qué delicia cuando conseguí tirar de sus pies por primera vez! ¡No pude dejar de bailar durante toda la noche! Quizás arrojé al suelo todos los platos, sartenes, ollas y cubiertos en la cocina, ¿a quién le importa?
¿Por qué me ensañé con ella teniendo una decena de casas a mi disposición? Porque era una vieja desgraciada que hacía la vida de Lorena imposible. Aquella indeseable mujer no solo culpó a su hija del desastre, sino que le dijo cosas tan espantosas que, incluso yo, que había pasado siglos en el infierno, jamás había escuchado.
Lorena no se merecía aquel maltrato, así que, en cuanto reuní las energías necesarias, pude vengarme.
¡Ah!, la cara de aquella mala mujer cuando vio mis ojos rojos en su armario, cuando sintió mis garras en sus pies y descubrió al despertar tres rasguños en su espalda.
Por supuesto, en cuanto tuvo una oportunidad llevó un sacerdote a la casa. Mi pequeña venganza había tenido consecuencias y si aquel hombre era poderoso, bien podría verme de regreso en el infierno.
Oh, pero no era poderoso, no. Solo era uno de esos hombrecillos asquerosos que ni siquiera merecen el infierno. El agua bendita ardió sobre mi intangible piel, redujo mi desarrollo y poco más. Él estaba muy ocupado tratando de convencer a la madre de Lorena de inscribirla en un cursillo especial para niñas de su edad. Y lo logró.
El primer día del dichoso cursillo concentré todas mis energías en el encendedor que Lorena llevaba consigo para sentirse adulta y que le brindaba la seguridad que necesitaba para entrar a aquella boca del lobo.
—Vamos a hacerlos bailar —susurré en su oído.
Saqué el encendedor de su bolsillo y lo arrojé al interior de aquel templo. Yo no podía entrar, pero él sí. El pequeño artilugio de plástico dio contra el suelo y explotó. La llama y el combustible fueron suficientes para cubrir en llamas la parte baja de la sotana del sacerdote. Lorena y sus compañeras se salvaron de unos delirios y bajos deseos que superaban incluso a los míos.
Fue en aquel momento cuando ella me miró por primera vez. Sus ojos oscuros atravesaron mi forma fantasmal y, de alguna manera, supe que ella era consciente de mi presencia. Y la aceptaba.
Después de eso, Lorena tuvo una adolescencia bastante normal. Enfrentaba a su madre siempre que podía, luchaba por su libertad con uñas y dientes, cambió de estilo mil veces y de gustos otro millón.
En mis cortos años de vida como demonio súcubo no había visto tantos excesos, y eso que ahora era mucho más fuerte gracias a la oscuridad y violencia de sus sentimientos. Ya casi podía adoptar la forma corpórea que necesitaba para caminar por su casa y, lo más importante, ya podía colarme en sus sueños. Aun así, no me apetecía. Podía ser un demonio, pero tenía principios. Me contenté con colarme en los sueños de su madre y asustarla cada vez que molestaba a mi Lorena; hacerlo era insufrible, solo por ella era capaz de soportarlo.
Entonces, una noche, a sus diecisiete años de edad, Lorena se dirigió al armario y abrió la puerta de par en par, regresó a su cama y se sentó sobre las sábanas con las piernas cruzadas.
—Creo que debemos hablar —dijo—. Sé que estás ahí —insistió—. Si no hablas conmigo, buscaré el agua bendita y lavaré ese armario de arriba abajo —amenazó.
—¡Uf!, y yo que pensaba ocultarme unos meses más —protesté a viva voz. Cedí porque nueve años de espera habían sido demasiados, no porque ella me amenazara con una de las pocas cosas que podían dañarme.
Lorena dio un respingo y se recuperó enseguida. Acomodó algunos mechones de su cabello castaño y miró con intensidad hacia el armario, como si por esforzarse pudiera verme.
—¿Qué eres? —inquirió—. Investigué la historia de la propiedad y nadie murió en ella. No puedes ser un fantasma. Tampoco he utilizado una Ouija, así que no eres un demonio.
Reí y abandoné el armario. Ella no podía verme al completo. Solo podría percibirme como una sombra en el rabillo de su ojo. Necesitaba mucha más energía para poder materializarme frente a ella.
—Soy un súcubo —respondí.
—¿No deberías ser un íncubo? Íncubo para chicas y súcubo para chicos, ¿no es así como funciona?
—A otra con ese cuento. —Reí con ganas e hice temblar las ventanas de su habitación—. El Señor S ya sabía lo que serías desde que eras una niña, Dios no es el único que lo ve todo. —Di un par de vueltas a su alrededor, lo suficiente para agitar el aire y empujarla sobre sus almohadas.
Lorena abrió y cerró la boca varias veces. Parecía un pez fuera del agua. Se sabía descubierta. Sí, eran obvias las inclinaciones y gustos de aquella chica. No tenías que consultar su historial de búsquedas en línea, bastaba con verla babear por cierta compañera de clases o por cualquier chica linda que se cruzara en su camino.
—¿Estaba destinada a ser una pecadora? —inquirió por fin. Ah, ahí estaba, la chica que se flagela en su supuesto pecado. Lorena era consciente de sus gustos, pero prefería negarlos una y mil veces a lo largo del día.
—En mis cortos años de existencia he aprendido algo del Señor S y es que muchas veces los humanos terminan en su reino por pecados que ellos mismos inventan.
—Está en la Biblia —refutó ella.
—Querida, hablas con una súcubo, conozco la Biblia de arriba abajo. Muchos de esos pecados se inventaron en la antigüedad para evitar «excesos» y estimular «nacimientos». Es como el no bañarse en el medievo, para los clérigos aquello incitaba a la lujuria. Baños romanos igual a desnudos.
—¿Eres del medievo? —Asentí y ella rio para sus adentros—. Oh, Dios, una súcubo del medievo me está acechando—. Su expresión se dividió en asco y diversión. Terminó por ahogar sus carcajadas contra una de sus almohadas.
—He estado en este mundo por mucho tiempo —acepté herida en mi orgullo—. Pero no soy ninguna vieja.
—Eres una vieja súcubo asaltacunas.
—Y tú una pequeña bollera que no acepta que le gustaría comerse la panadería entera —respondí.
—Vale, vale, estamos a mano —aceptó—. ¿Cuál es tu nombre?
—Oh, no caeré en esa trampa, niña. —Volví a empujarla contra las almohadas de su cama—. Mi nombre tiene mucho poder.
—Está bien, te llamaré súcubo de ahora en adelante.
Y así inició una curiosa amistad. Mis poderes me permitían seguirla por breves períodos de tiempo a la escuela. Fue así como me enteré de su enamoramiento platónico con la típica chica popular 100 % heterosexual y cómo la muy idiota decidió aprovechar la oportunidad para convertir la escuela en un infierno para mi Lorena.
—Soy una súcubo, no tu «amiguis» del alma —bufé al verla llorar por enésima vez.
—Es una grandísima idiota y lo peor es que no puedo sacarla de aquí —señaló su corazón y sorbió por la nariz.
—Todos los humanos son idiotas, a veces es una enfermedad que dura toda su vida. Con suerte algunos la superan al llegar a los treinta —gruñí.
—Solo quiero un poco de empatía —susurró.
—La tendrás —revoloteé a su alrededor para secar sus lágrimas. Lorena sonrió y mi inexistente corazón dio un brinco—. Me encargaré de esa idiota.
—No hagas nada, no quiero que la lastimes. Es mi culpa por enamorarme de una heterosexual. —Descansó su cabeza sobre las manos y cerró los ojos.
—Niña, debes aprender algo y cuanto antes te lo grabes en esa humana y frágil cabecita antes dejarás de llorar por estupideces. Las heteros nunca cambian de bando. Ahora, ¿debo convencerte de que soy mucho mejor que esa idiota por la que lloras? —Tomé asiento al pie de su cama, hundiendo el colchón en el proceso.
Lorena dio un respingo y miró en mi dirección.
—Yo, este, creo que paso —tartamudeó.
—Va a pasar tarde o temprano —susurré en su oído. Mi naturaleza, después de todo, siempre me llevaría a buscar el contacto carnal.
—Yo… yo no puedo… —Escuché los latidos de su corazón acelerarse y fui testigo del carmesí en su piel.
—Ambas podemos. —Deslicé mi cuerpo sobre el de ella—. Feliz cumpleaños, Lorena.
—Oh, mierda —jadeó—. Olvidé que eras una súcubo con principios.
—Si quieres tu regalo, cerrarás tus ojos. —Ejercí un poco de presión en sus párpados—. Y dormirás.
Lorena obedeció. Quizás llevada por su corazón roto, quizás llevada por la curiosidad. Yo no cabía en mí de la emoción. Por fin me alimentaría como lo merecía, por fin la espera valdría la pena.
Recorrí los sueños de Lorena. Ella estaba tan ansiosa como yo. Su mente hambrienta había ideado el sueño perfecto para mí: lo había dejado en mis manos y no iba a decepcionarla. Conjuré lo que tanto buscaba en ese invento de Satanás llamado internet: una habitación roja, con una cama con dosel de madera oscura y cuatro hermosas columnas de las cuales colgaban esposas de cuero.
Por supuesto, ella era la atracción principal. Atada con aquellas esposas, su delicado cuerpo quedaba a mi entera disposición. Su piel juvenil brillaba y sus hormonas enrarecían el ambiente. Entonces, tuvo que abrir su boca y romper el hechizo:
—Rojo? Odio el rojo —bufó y todo encanto se fue por la coladera. No le gustaba el rojo en las sábanas ni en las paredes, odiaba la fusta carmesí que llevaba en mis manos y, por supuesto, el liguero y corsé a juego que vestía para tal ocasión.
—Por eso es que no encuentras novia —espeté y chasqueé mis dedos. El sueño terminó y Lorena continuó durmiendo a pierna suelta.
Yo tomé aquel rechazo con dignidad, desaparecí por un par de meses y me alimenté de los sueños prohibidos de sus vecinas.
—Vale, súcubo malcriada, está bien, lo siento —chilló Lorena en el armario—. Sal de ahí para que podamos hablar.
Ahora era más poderosa y pude materializarme junto a ella. ¡Oh!, el dulce respingo que pegó cuando apoyé mi mano en su hombro.
—Espero que ahora estés lista —susurré—. No quiero excusas vacías como el color de tus sueños. —Crucé los brazos y mi escote resaltó. Los ojos de Lorena se clavaron en él, mordió su labio inferior con deseo y jugueteó con sus manos, como si de esa forma pudiera controlar la lujuria que cursaba a través de ellas.
—¿Aceptarías una cita antes? —preguntó.
Hice parpadear las luces de toda la casa. ¡Maldita sea! ¿Qué necesitaba hacer para poder disfrutar de su energía? ¿De su cuerpo? Toda ella era un precioso regalo que ansiaba probar. Bien, cedería a su cita y en la noche ni Satanás en calzones la salvaría de mis garras.
—Tengo algo para ti, sé que no puedes permanecer en el mundo físico sin esto. —Tomó mi mano y deslizó en ella una fina pulsera de acero. Sonreí, alguien había estado investigando—. Listo —sus ojos marrones se clavaron en los míos con devoción—, ahora eres real.
De alguna manera, Lorena se las arregló para convertir nuestras citas en una ocurrencia habitual. No eran los alimentos que luego de milenios podía volver a probar, ni las películas que disfrutaba en aquel invento llamado cine, ni el calor de su cuerpo contra el mío cuando se dormía en mis brazos al finalizar un maratón de su serie favorita, era algo más. Nunca me colé en sus sueños, era su decisión.
Un día todos los astros se alinearon a nuestro favor. La madre de Lorena tenía un importante viaje de negocios y su hija era lo suficientemente mayor como para quedarse sola. La casa era nuestra. Por primera vez podía hacerla mía sin temor a que su madre nos descubriera y vertiera agua bendita sobre mí.
Lorena parecía comprender esto muy bien porque, tan pronto desapareció el taxi, corrió a mis brazos y nos fundimos en un beso ansiado y necesitado. Estábamos en la cocina, pero aquello no nos importó, mucho mejor si la señora amargada cocinaba donde su hija se había corrido, a ver si aprendía algo.
No lo pensé mucho, tomé las suaves piernas de Lorena y la levanté para que rodeara mi cintura con ellas. A trompicones alcancé una encimera y la dejé sobre ella mientras mis manos recorrían su cintura y sus muslos con adoración. Mis manos ardían, mi cuerpo vibraba a causa de la excitación.
—No te atrevas a detener esto, por favor —susurré contra su cuello para luego deslizar la lengua contra él y dibujar en su piel un camino de fuego hasta su escote.
—No voy a detenerlo, ya me contuve lo suficiente y disfrutamos varias citas. Ahora estoy segura de que tú eres la mujer perfecta para mí. —Lorena acunó mi rostro entre sus manos y reclamó mis labios con renovado frenesí, con una calidez que nada tenía que ver con la pasión y sí con un sentimiento que se supone que los demonios no deberíamos sentir.
Ya meditaría sobre eso luego. Regresé aquel beso adueñándome de cada centímetro de su boca, nuestros pechos se rozaban con nuestros jadeos y nuestras manos tenían una reñida competencia por ver quién retiraba las ropas de la otra antes. No podíamos esperar para sentirnos en total plenitud, tal y como habíamos venido al mundo.
—¡¿Qué están haciendo en mi cocina!?
Rugí y los platos salieron volando de sus estanterías, las sartenes y ollas repiquetearon entre sí de tal forma que una orquesta estaría orgullosa, las luces parpadearon, brillaron con intensidad y luego explotaron, pero la señora no estaba sorprendida en lo más mínimo ante el despliegue de mi poder. Con su propio bolso de mano nos golpeó hasta que pudimos refugiarnos en la habitación de Lorena.
—Llamaré a la policía. Te denunciaré por invasión de propiedad privada. —Esas y otras amenazas salían de los labios de aquella mujer. Lorena lo tomó con calma. Habituada a aquellas erupciones tomó una maleta de su armario y empezó a empacar.
—Prefiero ir al infierno contigo que permanecer un segundo más en esta casa —sentenció con tal seguridad que mis piernas fallaron.
—¿Estás segura?
—¿Quién más me ha cuidado, protegido y adorado tanto como tú? Me cuidaste como una mejor amiga en mi adolescencia, asustaste a los abusones de la escuela y sacaste canas verdes a la arpía que chilla detrás de esa puerta. Es prueba suficiente para mí. —Cerró la maleta— ¿Puedes desaparecernos de aquí y llevarnos a un lugar donde podamos estar en paz?
—Conozco varios, algunos con la capacidad de capturar tus sentidos y enloquecerlos de placer. —Mordisqueé el lóbulo de su oreja con la promesa de algo único y especial—. Y sí, puedo aparecer y desaparecer a voluntad siempre que exista alguna mente lujuriosa cerca.
—Vámonos, antes de que te acusen de secuestro. —Entrelazó sus dedos con los míos y en un segundo dejamos aquel tóxico lugar atrás para aparecer en una suite siete estrellas reservada por algún magnate. Podíamos darnos la gran vida en su nombre, aún tardaría un par de días en llegar a ella, un pequeño accidente en una de sus compañías había retrasado sus vacaciones.
Invité a mi dulce Lorena a una cena en el restaurante del hotel, quería lucir mi mejor vestido negro y ansiaba verla a ella en aquel vestido de un blanco impoluto y con un escote tan pronunciado en su espalda que casi robaba lo mejor a mi imaginación.
—Eres malvada —rio Lorena cuando rellené su copa de champagne con un chasqueo de mis dedos.
—Soy una súcubo, querida, ser malvada es parte de mí. —Permití que mis ojos recuperaran su color original. Un escarlata brillante capaz de helar el corazón más valiente. Si de verdad me amaba, tenía que ser capaz de soportar la intensidad de mi mirada.
De nuevo, Lorena me sorprendió. No solo soportó mi mejor mirada demoníaca, sino que se contoneó en su silla de una manera muy evidente. Levanté el pie y lo deslicé por sus piernas, estaban juntas, tan juntas que era imposible separarlas.
—Demos por terminada la cena, cariño. —Guiñé un ojo y chasqueé los dedos.
La suite nos dio la bienvenida, poco nos importaba el mármol, el oro y las decoraciones en las columnas. Para mí era más importante el frenesí en su mirada, lo delicado y suave de su piel y la fina curva de su espalda antes de dar inicio a su turgente trasero. Deslicé las manos a través de su escote, colando centímetro a centímetro las yemas de los dedos bajo la tela para deslizarla fuera de sus hombros. Lorena me sujetó la cabeza y la guio a su cuello, inclinándolo en una sensual pose de entrega y sumisión.
—Márcame, hazme tuya, mi súcubo —jadeó. Mis dientes hicieron contacto con su piel y dejaron una marca evidente.
Chasqueé los dedos y Lorena me esperaba gloriosa y desnuda en la cama, completamente abierta para mí, atada a las cuatro esquinas, como un sacrificio listo para ser disfrutado por el demonio y, en este caso, el demonio era yo.
—¿Tienes un fetiche con las cuerdas y el color rojo? —bromeó.
—Tú lo tienes. Soy una súcubo y conozco a la perfección lo que te excita y lo que no. —Caminé alrededor de la cama, contoneando las caderas, deslizando poco a poco mi vestido hasta dejarle ver el liguero negro que sujetaba unas medias de rejilla. Sus ojos se perdieron en mis piernas infinitas y no pude evitar apoyar una pierna en la cama para dejarle disfrutar de las transparencias de mis bragas.
—No me hagas esperar —rogó.
Gateé sobre ella, mis manos recorrieron sus piernas con infinita lentitud, concentrándome en sus reacciones, en el éxtasis de su mirada. Recorrí sus piernas una decena de veces, sin llegar donde más me necesitaba, luego me concentré en la parte superior de su cuerpo.
Sus delicados senos tenían el tamaño perfecto para ser adorados por mis manos y, a la vez, ser devorados por mi boca como el manjar más delicioso del paraíso. Podía oler su excitación, sentir su cadera levantarse en busca de la mía, pero no cedí, aquella noche ella sería mía y me tomaría todo el tiempo del mundo para descubrirla y demostrarle lo que le esperaba para el resto de su vida.
Uní nuestros cuerpos de la forma más deliciosa posible. Su calidez contra la mía, un contoneo rítmico que nos acercaba a ambas a una cima anhelada, y allí, justo cuando ella estaba a punto de terminar, me detuve un instante, solo el suficiente para unir nuestras frentes y clavar mi mirada en la de ella.
—No hay vuelta atrás si hacemos esto —dije con seriedad—. Si me sigues hasta la oscuridad, no podrás regresar.
—Tú me llevas a la vida, no conozco ni quiero conocer qué hay más allá de ti. Te amo, mi súcubo —reconoció con los ojos nublados por el placer, pero, a la vez, más seguros que nunca.
Deslicé una de mis manos hasta llegar a la altura de su monte de Venus, dibujé con las uñas una estrella de cinco puntas y los sellos necesarios. Ella sería mía para siempre, en cuerpo y en alma, y yo de ella. Luego liberé sus manos y besé las marcas que las cuerdas habían dejado en sus muñecas.
Tomé una de sus manos y la llevé a mi centro a la vez que dirigía una de las mías al suyo.
—Juntas —gemí en su oído. La promesa de no estar sola por el resto de la eternidad me erizaba la piel y me llenaba de un gozo jamás experimentado.
Nos pertenecimos mutuamente y juntas conocimos el verdadero significado del paraíso. Mi muerto y helado corazón latió para ella y el suyo me regaló sus latidos.
Al verla junto a mí, con aquellos ojos perdidos en los míos como si fuera el más bello ángel, solo pude regalarle lo más preciado:
—Me llamo Lilienne.
Sus ojos se inundaron de lágrimas y sus manos sujetaron mi nuca para acercarme a sus labios.
—Protegeré tu nombre, Lilienne.