Raquel Pons
Raquel Pons (Madrid, 1993) es periodista de formación, aunque trabaja como consultora de marketing.
Ha colaborado con revistas de literatura como Lado Berlin, Umoya y Literariedad, además de con el Festival de Cortos de Paracuellos del Jarama como miembro del jurado joven.
Ganadora de varios certámenes literarios, ha publicado Los cuentos de la pandemia (Autografía, 2020) y forma parte de las antologías feministas Relatos nada sexis y Relatos nada clásicos (2020 y 2021, Editorial Ménades).
Desde octubre de 2021 cursa el Máster de Narrativa de la Escuela de Escritores.
Sinopsis
Arnaiz se esfuerza por conseguir que su novia llegue al orgasmo. Sin embargo, ella necesita ayuda de su imaginación para lograrlo. Se imagina que, en esa cama, además de Arnaiz y ella, también Emma, a la que acaba de conocer, abre las piernas y curva la espalda en respuesta a sus caricias. Al principio la narradora no le da mayor importancia; está acostumbrada a que su imaginación vuele cuando se acuesta con su novio. Pero Emma, la recién llegada a su grupo de amigos, no hace sino aumentar su deseo y alimentar la fantasía de hacer un trío con ella y con su novio.
CONTENIDO ADULTO
Tres esquinitas tiene mi cama
Lo he vuelto a hacer. Me he corrido en la boca de mi novio pensando en Emma otra vez. Aquí estoy, convulsionándome después de un orgasmo que ha volteado mis tendones, poniendo todo mi sistema nervioso central patas arriba y la habitación de colores mientras sonrío y acaricio con suavidad la rubia cabellera de Arnaiz. En mi defensa diré que ―en mi imaginación― no estábamos solas. Al contrario, entre aquellas cuatro paredes cubiertas por un millar de gotitas fruto de la excitación y del sudor, los cuerpos se contaban por tres. Arnaiz, Emma y una servidora nos divertíamos multiplicando caricias por seis, como si el mismísimo Ganesha se hubiera partido en tres para deleitarse retozando su trompa contra sus otras dos mitades.
Las ciencias nunca fueron lo mío, por eso en aquella fantasía no había ángulos imposibles ni ecuaciones mal representadas; Emma se abría de piernas mostrando su obtuso jardín de las delicias, de donde Arnaiz bebía leche con sabor a sangría. Después era yo quien se abría, apuntando con mis pies en punta a las esquinas de la habitación, como si fuera Simon Biles a punto de terminar aquella actuación. Pero Emma no tenía ninguna prisa, se deslizaba por mi vientre lamiendo cada poro de mi piel, como si así pudiese extraer de ella el éter. Y entonces ocurría el milagro. Gritábamos como energúmenos, poseídos los tres por el orgasmo, y nos corríamos a la vez, mojando las sábanas, el colchón, el canapé y hasta el suelo de parqué.
―¿Te ha gustado? ―gimió jadeante Arnaiz, devolviéndome abruptamente a la realidad de aquella habitación donde, por desgracia para mí, habíamos vuelto a ser solo dos―. Estoy progresando, ¿eh?
Una sonrisilla trémula asomó por la comisura de mis labios entreabiertos mientras bajaba con tesón al moro para devolverle el favor.
Hacía poco tiempo que conocía a Emma, apenas unos meses. Nos encontramos una tarde de primavera, al estilo clásico por el que empiezan las historias de «equis conoce a i griega»: era la amiga de una amiga. Recuerdo verla de lejos, acercándose a pasos agigantados, tratando de restarle segundos a aquella carrera por encontrar un buen sitio en la terraza; una silla en sol y sombra, no muy alejada de su único nexo de unión con el grupo, mi amiga Marina. Yo, en su lugar, habría optado por un saludo general, pero Emma se acercó a todos los allí presentes, dejando en nuestro rostro una traza de su rojo carmín pegajoso. Incluso siguió levantándose cuando llegaron los que faltaban, dejándonos al resto en un lugar de cuestionable reputación. Yo la miré con recelo, pasándole un escáner, un TAC y una radiografía que no le fue indiferente. Su inconmensurable atractivo me hizo desconfiar y sentirme incómoda, como si estuviera poniendo en peligro mi estatus en aquella manada que representaba mi grupo de amigos. Estaba incómoda, sí, solo que en ese momento malinterpreté por completo la causa. Como buena leona, quité la pinza que sujetaba mi cabello ―craso error, dada la fuerza del viento―, en un intento por neutralizar con mi suavizante el reguero de olor que había dejado Emma a mi alrededor, tras marcarme con sus dos besos; olía a verano, a un mejunje entre piña colada y aceite bronceador, que me llevó de inmediato a la playa sin pisar el avión.
–Así que vais juntas a clase, ¿no? ―pregunté dirigiéndome a Marina, sin quitarle ojo a la recién llegada.
–Sí, estamos en el mismo grupo de trabajo ―Emma se le adelantó a mi amiga, sonrojándose al instante, consciente de su pequeña equivocación. Los capilares de sus mejillas se activaron, confiriéndole un curioso aspecto aterciopelado a los mofletes hinchados por su sonrisa.
Retomé el escáner corporal, analizando su precioso vestido rojo del mismo tono que sus labios. Abotonado hasta la cintura, el segundo botón se había desabrochado, como esas camisas latosas que a la altura del canalillo tienen un botón escurridizo y juguetón que se hace un lío y deja a la vista del mundo el sostén. Abrí la boca para avisarla, pero mi lengua se torció, obligándome a seguir la conversación por los mismos derroteros:
―Y ¿te está gustando el máster? ―mi pregunta apenas se quedó en un suspiro frente a la algarabía que estaban montando mis amigos, creando un universo de conversaciones paralelas que cruzaban el aire chocando con palabras, motas de polen y miradas.
―Bueno, llevaba tiempo queriendo hacer algo de estudios de género, pero hay mucha idiota suelta entre el profesorado. ―El viento arremolinó su larga melena morena, de tal forma que un par de mechones acabaron enredándose en los botones de su vestido. Al colocarlos de nuevo en su sitio, cayó en la cuenta de su travieso y esquivo botón, poniendo fin a la diversión. Buscó con la mirada testigos y, al encontrarse solo conmigo, desvió el rostro para cazar al vuelo el retazo de otra conversación a la que unirse.
Las siguientes veces que coincidí con ella tuvieron el mismo cariz: cervezas y pitillos hasta las tantas en las terrazas del barrio. Yo apenas me esforzaba en entablar conversación. Más bien me mantenía esquiva y distante, tratando de pasar desapercibida ante aquellos ojos grandes como dos lagos equidistantes, bañados por la gigantesca sombra de sus pestañas rizadas que siempre, siempre, miraban al cielo en forma de plegaria. Por aquel entonces ya había pensado en ella mientras estaba con Arnaiz, pero no le había dado mayor importancia, pues me sucedía con bastante asiduidad. A mi cabeza acudían todo tipo de pensamientos; a veces eran tareas, la lista de la compra o recuerdos fugaces que no venían a cuento. Entonces me concentraba en la respiración y en el cuerpo pegajoso de mi novio para volver al momento presente, eso que algunos llaman meditación. Por eso cuando apareció Emma entre mi elenco de personajes durante el polvo no me sorprendió, aunque de nuevo volví a sentirme incómoda, como la primera vez que la conocí. La cosa empeoró ―o mejoró, si le preguntas a mi clítoris― a partir de irnos juntas de compras.
―Anda, no sabía que traías compañía ―le espeté malhumorada a Marina, con menos tacto que el guante de acero inoxidable de un carnicero.
―Sí, es que se lo comenté a Emma y a ella también le hace falta renovar el armario ―confirmó mi amiga, tratando de calibrar la fuente y origen de mi cabreo.
Mi cara escupió una sonrisa forzada a nuestra invitada, ataviada de nuevo con aquel vestido rojo que, para mi desgracia, esta vez estaba perfectamente abotonado y abrochado.
―D’accord. On y va? ―pregunté pavoneándome.
―Oh là là. Je ne savais pas que tu parles français! ―Emma botó de alegría, batiendo el aire a mi alrededor con sus pestañas como si una mariposa gigante acabase de aterrizar en la tierra.
―Su padre es marsellés ―aclaró Marina, divertida.
«Fantástico», pensó mi cabeza, aunque con un tono distinto a como lo interpretó mi entrepierna.
De tiendas, la cosa no hizo sino empeorar. El cénit de mi rubor y la incomodidad con nombre, apellidos y familia numerosa que vino a instalarse a mi cara llegó en el momento de compartir probador. Entonces, deseé que mi mente viajase por el espacio sideral como me pasaba cuando follaba con Arnaiz, pero no. Mis acuciantes sentidos pusieron todo el foco en Emma, como si me enfrentase a una batalla por la supervivencia en medio de la selva. La amiga de mi amiga desabrochó un par de botones para dar espacio a sus pechos y liberarse, por la cabeza, de aquel vestido rojo que se ceñía escandalosamente a su busto hasta la altura de la cintura. De su piel emanaba aquel olor inconfundible a verano que me daba ganas de arrancarme la ropa y la piel a tiras para broncearme hasta los huesos al lado de aquella diosa de larga cabellera morena, en una playa paradisiaca en mitad de la nada, bañada por vete tú a saber qué océano.
«Disimula», acució mi mente y, acto seguido, mi cerebro ordenó a mis manos que imitase el gesto de las otras dos ocupantes del probador. Como si fuese una tímida prepúber, les di la espalda mientras me desnudaba, pero mirara a donde mirara, había un espejo haciéndome frente que me devolvía, de forma picaresca y macabra, el reflejo de una Emma semidesnuda contoneándose para arrastrar desde sus caderas hasta su cintura una falda, unos shorts o aquel mono demasiado bonito y barato para ser verdad.
Mis ojos centelleaban ante la escultural figura de aquella venus tallada en kilómetros de tersa piel. Marina y ella cacareaban improperios cuando una prenda se resistía a trepar por sus muslos o a cerrarse en banda alrededor de su cintura, y yo les imitaba refunfuñando como un viejo cascarrabias al que nadie suele prestar la menor atención. Entonces, el destino dictó mi sentencia de muerte; cuando por fin parecía que estaban a punto de terminar con aquella tortura, Emma y yo nos agachamos a la vez para subirnos los pantalones, con tal suerte que, al levantarnos, nuestros traseros se rozaron. Del «perdona» que profirieron nuestras gargantas al unísono, como si fuésemos dos actrices secundarias de Los chicos del coro, surgió otro, casi seguido, al darnos la vuelta rápida y descontroladamente, chocando nuestros pechos como en un accidente de coche mal señalizado con airbags a la defensiva. Quise morirme. Y, por su cara, supuse que ella también.
Marina y yo nos despedimos de Emma con un par de besos furtivos, balanceando de un lado a otro nuestras bolsas tratando de evitar un nuevo choque. Una vez nos subimos en el 146 camino a casa, mi amiga se giró hacia mí con una burlona sonrisa que nada pegaba con el tono serio y dictaminado de su voz:
―Le gustas. Nunca la había visto tan nerviosa. Y, por tu cara, diría que es correspondido.
Los labios de Emma sabían exactamente como me los había imaginado. Aquel carmín aceitoso que potenciaba su volumen y su sabor había dejado un reguero por todo mi cuerpo, incluidas las sábanas, cual caminito construido a base de migas de pan para encontrar el camino de vuelta a la cordura. Nuestro Hansel nos miraba desde la esquina de la cama, relamiéndose al ritmo que chocaban mi lengua y la de Emma, componiendo una danza húmeda que no podíamos dejar de bailar. No necesitaba que Arnaiz se uniera a la función, me ponía lo suficiente saber que estaba en aquella esquina contemplando la estampa, como un voyeur que no lleva nada salvo una gabardina. Emma y yo nos revolvíamos en la cama, lamiéndonos con furia como dos hienas hambrientas. Nuestros cabellos se enredaban provocándonos leves tirones de pelo que no hacían sino excitarnos aún más. Su piel ardía bajo las yemas de mis dedos, hinchados por la presión de la sangre, el calor del verano y tanta excitación. Los chupé para humedecerlos un poco antes de masajear su sexo, aunque no habría hecho falta, pues ya estaba mojada como un manantial de agua sagrada. Su clítoris me recibió alegre y con las puertas abiertas, al tiempo que su piel se erizaba poseída por una corriente eléctrica. Mi novio jadeaba mientras se masturbaba. Se acercó para situarse sobre nosotras sin parar de tocarse, propinándome pequeños azotes mientas yo me deleitaba con los gemidos de Emma.
Entonces volví a olvidarme de las matemáticas. Emma se escabulló y se sentó sobre mí, frotando su clítoris contra el mío mientras mantenía mi pierna derecha en alto, dibujando un triángulo escaleno con mi cuerpo y el suyo. Después cogió las manos de Arnaiz y las llevó con suavidad hacia sus pezones, obligándole a acariciarlos mientras ella seguía cabalgando sobre mí. Y, por fin, llegó el momento con el que había fantaseado durante tanto tiempo.
Emma se deshizo con un golpe de cadera de Arnaiz y se deslizó por las sábanas hasta apoyar las rodillas en el suelo. Tiró de mis pies para acercarme al borde de la cama y obligó a mi novio a caer sobre sus rodillas tras ella. Bañó con su lengua sus labios, anunciando lo que venía a continuación. Acercó su lengua a mi sexo, lamiéndolo de arriba abajo, al tiempo que Arnaiz se la metía por detrás, despacio, saboreando la húmeda entrepierna de nuestra diosa.
Con cada sacudida de Arnaiz, Emma subía y bajaba su boca por mi sexo, succionando mi clítoris ora con fuerza, ora suave, haciendo mis piernas convulsionar de placer. Llegué a un orgasmo eléctrico y absorbente con el que creí perder el conocimiento, pero me mantuve presente. Me poseyó una sacudida tan dolorosa como placentera. Cuando por fin mi cuerpo se relajó, Emma se incorporó y me sonrió dulcemente, aún con la barbilla empapada de mí.
―¿Te ha gustado? ―preguntó juguetona mi venus, trayéndome poco a poco, con suavidad, a la realidad de aquella habitación, donde habíamos vuelto a ser solo dos.
Le devolví la sonrisa un poco avergonzada. Me incorporé y dejé que fuera ella quien se tumbara. Abrí con suavidad sus piernas y cerré los ojos con fuerza, esforzándome por traer a Arnaiz de vuelta a aquella habitación, aunque solo fuera en mi imaginación.