Elena Romero
Elena Romero tiene veintitrés años. Actualmente está acabando sus estudios universitarios en Cádiz, ciudad en la que también nació. Colabora con la revista de literatura juvenil El Templo de las Mil Puertas, sobre todo reseñando novedades editoriales y entrevistando a autores nacionales. Ha publicado varios relatos en revistas y antologías, como “Un buen hombre” en Misteria I (LES Editorial, 2019) y «Los niños perdidos» con Tentacle Pulp. Le gustan el mar, el invierno, Hora de aventuras y las historias de terror.
Sinopsis
¿Cómo se llena una vida que desde fuera parece privilegiada? Anastasia, joven mimada de la alta sociedad rusa, tiene un pasatiempo contra el hastío: obsesionarse con la artista prometedora de turno. Su modus operandi es sencillo. Primero las acecha, después se gana su confianza y luego…
Alerta contenido: violencia explícita.
De vez en cuando cometía algún error, gracias a Dios. Alina tocaba una nota errónea para darle más color a la música. Me lo confesó la primera vez que nos vimos fuera del teatro, mientras dábamos una vuelta por el jardín. La nieve crujía a cada paso que dábamos, las copas de los árboles de la casa de campo estaban cargadas de luces. Aquella noche fue el principio de una época maravillosa, a pesar de que el invierno tuvo un final frío y triste. Muchos virtuosos daban clases maestras que en realidad eran una excusa para pavonearse. Los odiaba. Nunca se me ha dado bien la danza, ni el teatro, ni la música, pero las cosas bellas me atraen desde pequeña, y me dijeron que Alina era una maravilla del espectáculo. Asistí como oyente a una de sus clases maestras. Me animó mi madre, una gran admiradora. Dijo que frecuentar el teatro me había ayudado en otras crisis, que quizá también lo haría con la que estaba atravesando. Llegué pronto para coger buen sitio, pero las primeras filas del patio de butacas ya estaban ocupadas. Me había vestido con mis mejores ropas y no había permitido que nadie me acompañara. Estaba tan intrigada que guardo un recuerdo muy vago del escenario, de los palcos, de la majestuosa lámpara de cristal que se cernía sobre nosotros, los oyentes. El Bolshói, en principio, solo se utilizaba para óperas y ballets; atontada por los brillos, los perfumes y los elegantes conjuntos del público, no caí en la cuenta de lo poderosa que debía de ser Alina. Aquello solo era un ensayo, y sin embargo parecía una representación más de El lago de los cisnes. Un niño de no más de doce años salió al escenario. Antes de que pudiera mirar alrededor, una cascada de aplausos hizo que diera un bote en mi asiento. Alina entró entonces, sonriendo con timidez. En una mano llevaba el violín y el arco. Me fijé en que arrastraba ligeramente un pie al andar. Durante la primera media hora, me dediqué a observarla. Era dulce y paciente con el niño. —Tómate tu tiempo —le repetía—. Esta parte está para que te luzcas. Alina tenía veintitrés años, cuatro más que yo. Llevaba desde los dieciséis impartiendo clases maestras para prodigios; solo muy de vez en cuando ofrecía conciertos. —¡Ahí lo tienes! Tenía que dar las clases sentada por un problema de circulación. Interactuaba de vez en cuando con el público, con esas decenas de personas que seguían sus movimientos desde el patio de butacas. Era fascinante observar la reacción que producía. —Levanta el brazo, Oleg. Parece que vas a cavar un agujero. Me sorprendí riendo con los demás, que sin duda la conocían de otras clases. Esa misma tarde, de vuelta a la dacha familiar, eché las cortinas y me toqué pensando en ella. Evoqué su rostro pálido, el pelo castaño recogido, fantaseé con sus dedos, porque esa misma tarde había podido comprobar qué era capaz de hacer con ellos; los imaginé fríos al tacto. Incluso ahora puedo verla y oírla. Asistí a la siguiente clase maestra, y después a la siguiente, así hasta que pasaron dos meses. Me costaba dormir la noche antes de verla, me despertaba varias veces y amanecía con los músculos entumecidos por la tensión. Pasaba vergüenza cuando abría el vestidor para elegir qué ponerme. A pesar de pertenecer a una familia privilegiada, mi armario es modesto: dos conjuntos de verano, dos de invierno, un traje italiano que mi madre consiguió a cambio de unas entradas para el teatro, unas botas de fieltro. No debería importarme, me decía. Alina siempre llevaba la misma camisa blanca, los mismos zapatos abiertos que llevaban las mujeres de clase trabajadora en el país para no hacerse rozaduras en los tobillos. En la sexta clase maestra, accedí a que Pavel, un pequeño delincuente que vivía en la dacha de enfrente, me acompañara. La familia de Pavel también pertenecía a la élite, pero su padre era un lameculos mayor que el mío, por lo que recibían algunos privilegios más que nosotros. Se pasó las dos horas resoplando, removiéndose en el asiento. Llegó a ponerme distraídamente una mano en el muslo; yo estaba tan abstraída con Alina que al principio ni siquiera lo aparté. —No tengas prisa, Mila —decía la violinista—. Tenemos tiempo de sobra. La alumna de esa tarde era una niñita que había venido desde Leningrado. Tocaba el violín a la manera soviética, con mucha velocidad del arco y poca presión sobre las cuerdas. No obstante, bajaba el violín sin darse cuenta. Alina se pasó la mayor parte de la clase con las manos en su estrecha espalda, intentando destensarla. Envidié y odié a esa niña. Noté el aliento de Pavel en mi cuello. —¿Qué te apetece hacer después? —Cierra la boca —contesté, sin apartar la vista del escenario. Alina me sobrecogía, lo que era difícil, sobre todo teniendo en cuenta que solía darle la espalda al público para centrarse en el alumno. A cada nueva clase que asistía, descubría un nuevo detalle. La oreja perforada, la fina cicatriz plateada que le recorría la mandíbula, la nariz como una cajita de pólvora. Respiré hondo, susurré al trabajador del teatro mi apellido y anduve hasta la parte trasera del escenario. La encontré agachada, pasando un trapo deshilachado por debajo de las cuerdas de su instrumento. Ella se volvió y me sonrió. —Hola. Un momento. Nos estrechamos la mano. Me sorprendió que la mía no temblara. —Anastasiya —murmuré—. Anastasiya Popóva. —Ah, Popóva. Perdona —añadió, soltándome—. Mi mano está helada. ¿Es posible que conozca a tu madre? —Es posible. Odié mi voz, extraña en mis propios oídos. Llevó la vista a mi derecha. Pavel le estrechó la mano educadamente. Pavel. La conmoción de conocerla era tan grande que me había olvidado por completo de él. —Pavel Lavrov. —También conozco a tu padre. Habla a menudo de ti. Súbitamente irritada por no captar toda su atención, me acerqué un paso más. No quería a Pavel en mi campo de visión. —Llevo siguiendo tus clases desde hace una eternidad. —No era cierto, pero a mí me lo parecía—. Este jueves es el aniversario de mis padres. Como gran admiradora tuya, a mi madre le haría especial ilusión que cenaras con nosotros. Tienes que venir. —Temí que mi voz rezumara la desesperación que sentía—. Por favor. Antes de que pudiera responder, una arruga de dolor dividió el ceño de Alina. Sentí una punzada de terror en las costillas. No quería. Tenía planes. No la impresionaba mi vida de privilegiada. —¿Os importa que me siente? La pierna me está matando. Ah, pensé. Corrí para acercarle una silla. Ella tomó asiento, agradecida, mientras se apoyaba en mi hombro; sentí todas las terminaciones nerviosas concentrándose bajo la fina tela del vestido, allí donde me tocó. —¿Necesitas algo más? —le pregunté. —No, gracias. Dima tiene que estar al llegar. Iré con mucho gusto a esa cena, Anastasiya. Hice un gran ejercicio de contención para no ponerme a saltar. —Si me das tu dirección, haré que te recojan. Nuestra dacha se encuentra a las afueras de Moscú. La frente se le había perlado ligeramente de sudor. El dolor debía de ser fuerte. Cuando viniera a nuestra casa, la trataría como nunca la habían tratado. Le serviría el coñac armenio que bebían los jefes, le daría a probar los preciados quesos suizos que guardábamos para las ocasiones especiales; luego, pediría a mi padre le diera un buen puñado de rublos como propina. —¿Alina? —dijo una voz desconocida—. Ah, perdona. No sabía que estabas reunida. —Pasa, Dima. Estos son Pavel y Anastasiya. Un joven rubio, al verla en la silla, se aproximó con gesto de preocupación. Rozó con cariño la mejilla de la violinista. ¿Quién demonios era? —Es mi prometido —nos explicó Alina. Ah, pensé. No la creí. Enterré la cara en un cojín y grité. Grité hasta que la boca me supo a sangre. Luego me tiré en la cama, donde pasé horas llorando. Ni siquiera bajé a cenar. Irta, nuestra sirvienta, llamó dos veces a la puerta, pero le dije con voz ronca que no me encontraba bien. Luego subió mi madre, a quien me costó más convencer. Menos mal que papá no había llegado todavía; me habría arrastrado al piso de abajo. Pensé en Dima. A primera vista me había parecido guapo, con un pelo bonito y cuidado. Muy elegante con su bóbochki marrón de corte suelto. Allí en la cama, no obstante, me pareció anormal. No era un caballero. Además, qué acento tan atroz… Tendría otro colapso nervioso si no cortaba esa corriente de pensamientos. Me levanté de la cama y empecé a dar vueltas por la estancia. Alina Áshkenazy. Qué reservada era. Como una británica. Al centrarme en ella, sentí el deseo de escribirle una carta. Las palabras salieron enseguida, como si alguien me las estuviera dictando. Rompí el papel en dos. Descorrí las cortinas para pegar la frente al cristal de la ventana. El frío me serenó. Poco después atisbé a papá entre la bruma, bordeando la verja. Se paró un momento en el invernadero para echar un vistazo a los pepinos, luego a las fresas, y luego entró en casa. Observé su silueta familiar, pensativa. Faltaban tres días para la cena. Debía prepararme para semejante acontecimiento. El ambiente de la ciudad estaba enrarecido, como si la gente se estuviera conteniendo. Me emocionó la idea de que estallaran algunos disturbios. Pavel, por órdenes de mi madre, me acompañó a Moscú. Mi familia quería que me casara con él, pero fingía no darme cuenta. Además, en alguna ocasión había necesitado su ayuda; no tenía urgencia por deshacerme de él. Caminé sin prisas por el centro de la ciudad, parándome en cada mostrador. Me sorprendió encontrar los primeros artículos de importación. Sentía el polvillo de nieve acumularse en mis pestañas, a Pavel resoplar unos pasos más atrás. Yo pensaba en Alina y en sus platos favoritos. Pavel me ayudaría a cargar la compra hasta la dacha. Llegamos a la céntrica plaza de Ojotni Riad, donde un agradable barullo relegaba a un segundo plano los ruidos del mercado, la carne cuando la troceaban, los cuchillos cuando los afilaban, la fruta que rodaba hasta el suelo. —¿Qué demonios hacemos aquí? —preguntó él. —Cállate. Elegí cada patata, cada remolacha, hablé con cada vendedor. Quería prepararle yo misma la cena. En una entrevista en el periódico, había leído que le encantaba el jachapuri, pan caucásico horneado con huevo y queso, y los pelmeni, la pasta rellena. Disfruté del paseo de vuelta. Había perdido la costumbre de deambular por la ciudad. A la altura de Maxim Gorki, logré despistar a Pavel al meterme por una callejuela sinuosa. El callejón desembocaba en un cruce donde confluían dos calles. Las ventanas del edificio frente a mí estaban decoradas con adornos de madera tallada. Sonreí. Ella vivía allí. Un grito de dolor me devolvió a la realidad. Los viandantes se agruparon en una parte de la calle. El tumulto me hizo retroceder hasta pegar la espalda a la pared. Me fijé en que las mujeres llevaban vestidos de corte sencillo y recto, pañuelos atados a la manera campesina, bajo la barbilla, y medias de lana confeccionadas que formaban unos feos pliegues en las rodillas. Había olvidado lo acostumbrada que estaba la gente a no tener cosas. Me apretaron más contra la pared. Tuve que ponerme de puntillas para entender la escena. Un guardia de traje verde oscuro levantó de mala manera a un hombre del suelo. Vi cómo se le salía el hombro de su sitio. Se lo llevaron a rastras de allí. Poco a poco, la gente empezó a dispersarse. Cogí del codo a una de las mujeres. —¿Qué ha pasado? Se deshizo con brusquedad de mi agarre y me dio la espalda. Me agaché junto a los papeles esparcidos por el suelo de nieve derretida. Eran panfletos en inglés. En uno aparecían cuatro hombres con mucho pelo sobre el escenario más grande que había visto en mi vida. Reconocí un anuncio de Coca-Cola en otro papel mojado. Propaganda contra el régimen. Alguien me puso una mano en el hombro y me la apretó. Me di la vuelta. Los ojos de Pavel emitieron un destello de furia. —¿Se puede saber qué haces? Si tu padre… —¿Dónde has dejado las bolsas? —A la mierda las bolsas —gruñó—. Nos vamos a casa. No discutí. Miré alrededor. Nadie me prestaba atención, así que me agaché para recoger unos cuantos panfletos. Los guardé en el bolsillo del abrigo, donde enseguida se arrugaron. Me acerqué a él lentamente, como lo habría hecho con un animal salvaje. Mi padre descansaba en el jardín. Era raro encontrarlo en casa tan temprano. El agua caliente hervía en el samovar. Tomé asiento junto a él en el banco. Durante un rato, observamos el campo en silencio. Atardecía. —¿Por qué pasas tan poco tiempo con nosotros? Dio un largo suspiro. —Asuntos del Comité Central. No puedo contártelo. —Pavel dice que tú y su padre estáis conspirando contra el líder. ¿Es verdad? Un denso silencio. —Sí. Se puede decir que sí. —Jruschov está demasiado viejo. ¿Vas a sustituirlo? —¿Qué quieres ahora, Anastasiya? Sabía que la política no me interesaba en absoluto, claro. —He invitado a Alina Áshkenazy a vuestra cena de aniversario. —Un apellido judío. —Es la violinista que le gusta a mamá. Entornó los ojos. —¿De qué la conoces? —De fiestas —mentí. —De fiestas. —Se puso de pie, olvidando su taza y el samovar todavía caliente. Visiblemente molesto—. Solo espero que no se repita lo de aquella cantante. ¿Cómo se llamaba? —Lika. —Ah, sí. Anzhelika Kóstova. Frías arañas corretearon por mi pecho al recordarla. Apreté los labios. —No hay nada que temer. Alina es solo una buena amiga. —Tú no tienes amigas. Me quedé un buen rato en el jardín, intentado que desapareciera el temblor de las manos. Cenamos en el jardín; los primeros días del invierno fueron suaves. Alina trajo su violín colgado al hombro y una botella de buen vodka. Vestía otra camisa blanca, esta con sus iniciales en uno de los lados del cuello. Cené en silencio, siendo dolorosamente consciente de su presencia a mi lado, mientras ella charlaba en buen tono con mi madre y mis hermanos. Mi padre fue educado, pero no mostró demasiado interés. —¿Cuándo vas a dar el próximo concierto, querida? —le preguntó mi madre. Ella le dedicó una sonrisa de disculpa. —Por ahora, estoy centrada en enseñar. Me ayuda mucho. Hacía muecas graciosas sin darse cuenta, al hablar. Tenía hoyuelos. Conseguí que nos quedáramos un rato a solas. Dimos vueltas por la corta avenida; le interesaban las dachas, enfiladas a los lados de la carretera, y sus decoraciones de madera pintadas de blanco. Le conté que existían distintos patrones para la decoración de las fachadas, pero siempre tenía que ser de un color brillante y con el ornamento tradicional ruso. Cuando hizo tanto frío que dolía al respirarlo, volvimos a la sala de estar, donde Irta había preparado el samovar. —Gracias por invitarme —dijo ella de pronto—. La comida estaba deliciosa. La sopa… —Te comiste tres platos. Ella soltó una breve carcajada. —Mi padre tenía una panadería y mi madre lavaba la ropa de los vecinos en casa, hervía las camisas en una olla sobre el hornillo de la cocina. En resumen, pasamos hambre y frío. La dejé divagar un rato. Las palabras bullían en mi interior. Las controlé. Algo en mi expresión me delató, sin embargo. Dejó su taza en el platito y me miró con interés. —¿Qué ocurre? —¿Dirías que puedo confiar en ti? —Claro, Nastya. Nastya… —No puedes decírselo a nadie. —Se limitó a sonreír, tratando de tranquilizarme. Me tranquilicé—. Tú has salido del país. Eres una chica de gran integridad, conoces muchos tipos de vida. —¿Cuántos tipos de vida hay? Alcé la vista al techo, que había crujido levemente; era mi hermana mayor, moviéndose de un lado para otro. Todo lo que salía por mi boca me parecía una manera estúpida de rodear el tema, así que tragué saliva y lo solté. —Estoy enamorada… De una mujer. A estas alturas, me zumbaban los oídos. Una eternidad más tarde, Alina sonrió. —Enhorabuena. —No pude descifrar su tono. Tuvo la precaución de mirar alrededor, de bajar la voz. Me entraron ganas de reír. El problema no era lo que ella creía que era el problema—. Estar enamorada es maravilloso. Que nadie te haga pensar que lo que sientes no es válido. —Atontada por la confesión, observé su pálida mano recorrer el mantel hasta posarse encima de la mía. En esta ocasión, Alina estaba tibia. Arrastró la silla para acercarse a mí. Agradecí que se lo tomara tan en serio—. ¿Te encuentras bien, Nastya? —Estoy algo mareada. —Bebe un poco de té. ¿Quieres agua? Esto es importante para ti. —Apretó mi mano—. Me alegro de que confíes tanto en mí. Ahora, cuéntame la historia. ¿Cómo se llama ella? Qué grandeza tenía. Recuerdo que la veía como un ángel que había descendido a la Tierra. Aquella época fue muy especial. No logré que ella también hiciera su confesión, pero estrechamos lazos. Me tenía al corriente de todas sus clases maestras, a veces me saludaba desde el escenario antes de volverse hacia el alumno del día. Algunos espectadores empezaron a fijarse en mí; mi apellido, que ya resonaba en los pasillos del Kremlin, ahora también lo hacía por los corredores del Bolshói. Le hice regalos. Regalos más caros a medida que pasaban las semanas. El primero fue una bufanda de piel. Una tarde, después de la clase, entré en su camerino con un paquete enorme; uno de los trabajadores del teatro tuvo que ayudarme a cargar con él. Me había hablado en muchas ocasiones de ese violín. Lo conseguí gracias a la madre de Pavel, una poderosa aficionada a la música. Me había gastado todos mis ahorros y también parte de los de mi hermana. Los ojos de Alina se volvieron más brillantes en cuanto tuvo el instrumento entre los brazos. Se puso lentamente de pie. Lo sostuvo como si fuera un recién nacido. —Nastya, no puedo aceptarlo. —Es un buen violín, ya está. El sonido viene del violinista. De ti. Un Guarnerius del Gesù del 1733. Tenía un sonido tenebroso, según el lutier. Me abrazó. Era la primera vez. Cerré los ojos y enterré la cara en su cuello. Estuvimos un largo rato así. Pensé que quizá al separarnos nos besaríamos. Nunca había besado a nadie, pero sabía cómo hacerlo. Entreabriría los labios y le pasaría una mano por la nuca, como había visto hacer en las películas de Tatiana Dorónina. La casa estaba repleta de recuerdos de la cena. Pese a que solo había estado una vez, sin ella la dacha estaba vacía, muerta. Y yo también lo estaba. Pasé un día con los Lavrov, en parte como agradecimiento a Anya por ayudarme a conseguir el violín. Cuando volví a casa, supe que algo había pasado. Mi hermana Anesha salió a darme el encuentro. —Alina ha estado aquí. —¿Qué? —Ha preguntado por ti. ¿Por qué no me habían avisado? Me encontraba a tan solo unos metros, al otro lado de la avenida… Mi madre se asomó al porche. —¿Qué es eso de que le has regalado un violín, Anastasiya? Se lo conté todo después de la última clase maestra a la que asistí, la número diecinueve. Se lo conté encima del escenario del Bolshói. Los espectadores rezagados conversaban y reían entre ellos, repartidos por el enorme patio de butacas. Me escuchó agachada junto a la funda abierta del instrumento, con la vista clavada en sus manos. Su mirada, una mezcla de tristeza y lástima. —Lo siento, Nastya. Desgraciadamente, hay cosas que se me escapan de las manos. Los bordes de mi visión empezaron a oscurecerse. Parpadeé muchas veces para que no me notara las lágrimas. Me ardía la cara de rabia. —Espera, Nastya. Antes de que pudiera alejarme de ella, corrió hacia mí. Me estrechó con fuerza contra su cuerpo, pese a que no le devolví el abrazo. Arruinas mi vida y la tuya, pensé. Unos días más tarde, pedí un favor a Pavel. Otra persona se habría negado, al menos al principio, pero él era poco más que un delincuente de clase privilegiada. Le di un sobre con la propaganda que había recogido del suelo aquel día en la ciudad; los papeles estaban acartonados de la nieve derretida, pero a los guardias poco les importaría ese detalle. Lo vi bordear la verja de mi dacha esa misma tarde. Se sentó sin decir palabra a mi lado en el jardín. Su expresión era inescrutable, entonces se inclinó para coger una taza de té recién hecha. Sonrió. —Dios, Nastya, deberías haberlo visto. Se meó en los pantalones. Hicieron falta seis guardias para reducirlo. No respondí. Aquello me hacía menos desgraciada, pero no feliz. En un acto impulsivo, ordené a nuestro chófer que recogiera a Alina y la trajera a casa. Esperé en el jardín; pasé todo ese tiempo espantando a mi madre y a mis hermanos. Cuando la vi bajar del vehículo, el corazón me dio un vuelco. Me puse de pie tan rápido que perdí el equilibrio. Fui a recibirla. La alegría de verla atenuó el impacto que me habría causado su aspecto en otra ocasión. Alina parecía su propio espectro. La abracé y cerré los ojos para aspirarla. No olía a nada. Cargaba su violín al hombro. —¿Podemos subir a tu habitación? —pidió con una voz que tampoco era la suya. —Claro. La conduje arriba. Era incapaz de borrar la sonrisa del rostro. Cerré la puerta tras ella, con una rapidez que me delataba. Dejó la funda sobre mi cama y se dispuso a sacar el violín. Sus movimientos eran pesados. Todavía no me había mirado. —¿Qué vas a tocar? —No voy a tocar —respondió ella—. Voy a matarte. Me reí. —Por cierto —comenté, sentándome en el otro lado de la cama—, este verano viajaremos a Suiza. Deberías venirte, aunque sean tres o cuatro días. —Estás loca, Anastasiya. —¿Por qué, querida? Deberías salir de ese apartamento tan pequeño. Volteó el Guarnerius entre las manos, como si lo viera por primera vez. Estaba pálida, los ojos inyectados en sangre. Rodeó el mástil del violín con la mano y anduvo unos pasos por la estancia. Por fin me miró. —Me has destrozado la vida, Anastasiya. —Te he hecho un favor —la corregí—. Te habrías arrepentido de casarte con él. —Sé que has sido tú. Pude hablar unos minutos con él antes de que se lo llevaran. Reconoció a tu maldito amigo. —Lo que haga Pavel es asunto suyo. Me fijé en sus dedos, blancos de apretar el violín. —No volveré a verlo. —Tampoco tenías que… De pronto me encontraba en el suelo, con las manos en la mullida alfombra, escupiendo sangre. Sangre. Me moría. Traté de darme la vuelta para enfocar mi vida de nuevo. Ella se había movido, ahora estaba detrás de mí. —¿Te hago daño? —farfulló—. ¿Hablamos del daño que me has hecho tú a mí? La derribé abalanzándome sobre su cintura. Se oyó un fuerte crujido cuando el violín se resquebrajó. Tardó en reaccionar, aturdida. Aproveché esa pequeña ventaja y me puse de pie con torpeza, tambaleándome. Empecé a pisar con fuerza a mi alrededor, hasta que por pura suerte di con una de sus manos. No paré de pisar hasta que oí cómo se le resquebrajaban los huesos. Me senté en el suelo, jadeante. Un agradable silencio. Alina se sentó a mi lado con las piernas abiertas. Se miraba la mano, que ya no parecía una mano. —Mátame —rogó—. Por favor, mátame. La puerta se abrió con un fuerte chasquido. Identifiqué la silueta de mi padre, sus anchos hombros de gimnasta. Su expresión era indescifrable. Miró el estropicio de la habitación, el instrumento roto y la sangre, y luego a mí. Por cómo suspiró, supe que una parte de él esperaba encontrarse justo con lo que se encontró. Hurgó en el bolsillo de su gabardina hasta dar con la pistola que llevaba siempre con él. Apuntó a la cabeza de Alina y disparó. Di un bote en el sitio, pero nada más. —Cámbiate de ropa —ordenó, antes de darse la vuelta.Toska
Ese final… !! 😱😱
¡Vaya!