Teresa Gispert
Palma, 1978, filóloga inglesa. Trabaja en un instituto impartiendo clases de inglés. Sus dos grandes pasiones son la escritura y la música. Ha publicado poesías y relatos en antologías varias. Destaca su colaboración en el libro Anit vaig somiar que Paul Auster era Déu (Anoche soñé que Paul Auster era Dios), un compendio de relatos que tienen como telón de fondo las Illes Balears, y con el que se adjunta una lista de canciones para acompañar la lectura. También ha sido ganadora del I Premio Misteria, convocado por LES Editorial.
Sinopsis
Tras una temporada en París, Dolores, una joven independiente y aventurera, regresa a Teruel en medio de la Guerra Civil. Son momentos convulsos. Hay pueblos divididos, familias enfrentadas, amistades perdidas para siempre. Mientras otras personas huyen, Dolores está decidida a permanecer y enfrentarse a las fuerzas franquistas. Sin embargo, se ve obligada a huir ante el aviso de su inminente ejecución. Para salvarse, se verá abocada a la vida solitaria en las montañas. Vestida con la ropa de su padre, pone rumbo a un futuro incierto, y borra para siempre su pasado. Hay gente que logró sobrevivir en las montañas, ¿lo conseguirá ella?
Dolores regresó a Jarque de la Val en 1938. La guerra, que había empezado como una especie de broma, se fue extendiendo poco a poco por todo el país; y, finalmente, aquel año, al poco de llegar ella al pueblo, las tropas golpistas de Franco entraron en el territorio. Antes de eso, la vida de Dolores había dado unas cuantas vueltas. Había estudiado en Zaragoza y con sus pocos ahorros se había ido a París para aprender francés y entrar en contacto con la vida cosmopolita. Allí, en París, había abierto su mente hacia cosas que hasta entonces desconocía por completo. Se había vestido con pantalones por primera vez, se había cortado el pelo un poco por encima de los hombros ―cuando su padre la vio, le dijo que parecía un chico―, se había calado una preciosa boina verde y se había sentado en los cafés parisinos a fumar y beber como hacía la juventud del lugar. Había conocido el amor también. Un amor diferente, prohibido, imposible. Un amor que había cambiado su vida para siempre. Después de tres meses, ya sin dinero, había vuelto a España. Le ofrecieron varios puestos de trabajo como maestra en diversos pueblos de Teruel, y durante unos años vivió haciendo y deshaciendo su pequeña maleta. Finalmente, decidió volver a Jarque, no solo porque era su pueblo natal, sino porque quería seguir con la labor del que había sido su maestro, don Nivardo. Gracias a aquel señor, Nivardo Royo, Jarque había sido el primer pueblo sin analfabetos en España. Tozudo, terco como una mula, se empeñó en que la gente supiese leer y escribir. Dolores lo admiraba profundamente. Ella era de izquierdas, republicana, de familia de pueblo, trabajadora, pobre, que había pasado hambre y frío, con unos padres que habían tenido que trabajar mucho para poder enviarla a estudiar a Zaragoza capital. Y después de conseguir su título de maestra, orgullosa por su hazaña, había regresado a la miseria de los pueblos de Teruel porque sabía que era allí donde la tarea era más necesaria. Echaba de menos los cafés parisinos, los paseos junto al Sena y la libertad de la que había podido disfrutar en París, pero su corazón pertenecía a aquellos pequeños pueblos donde el frío cuarteaba las manos y la palabra «futuro» no aparecía en el diccionario. Estaba llena de sueños. Su padre le decía que tenía la cabeza llena de pájaros, que lo que debería hacer era quedarse en la capital, casarse con un buen mozo y tener una cuadrilla de hijos a los que cuidar. Su madre sabía, sin embargo, que había algo en Dolores que la hacía especial. La más pequeña de sus tres hijas siempre había destacado por su espíritu independiente y emprendedor. Jugaba a las muñecas con las chicas y al fútbol con los chicos. Cuando regresaba a casa con los zapatos llenos de barro y las rodillas peladas por las continuas caídas, su padre la reprendía por sus actitudes «poco femeninas». Ella ignoraba sus palabras por completo y al día siguiente volvía a jugar al fútbol o a montar en bicicleta como uno más de la pandilla. No parecía tenerle miedo a nada ni a nadie. Cuando regresó a Jarque, a la edad de veinticuatro años, los ánimos andaban revueltos. Las fuerzas franquistas avanzaban rápidamente por Teruel, y aunque algunos pueblos repelían los ataques con bravura, al final, poco a poco, todos fueron cayendo bajo el dominio de los golpistas. Había tensión. Incluso entre las familias, algunas divididas por sus simpatías políticas, otras por la rápida adhesión al nuevo poder. Los rojos salieron por patas dejando atrás a numerosos represaliados y huyeron por los Pirineos, recorriendo los campos y montañas sin otra cosa que lo puesto. La familia de Dolores también huyó. Padre, madre, hermanas y sus respectivas familias, todos huyeron a Francia a tiempo, antes de que las cosas se torcieran por completo. Dolores se quedó. —Mirad, ahí viene una roja —señalaba alguno de los hombres entre un grupo, allí reunidos bajo la sombra, con un fusil colgado al hombro. —Lo que hace el aburrimiento, ¿verdad? —contestó ella—. Ya os hemos dado todo, ¿qué más queréis? —Tu pelo. Un día de estos te rapamos el pelo. Por roja. Así toda la gente sabrá que tú eres una de esas. —Muchachos —interrumpió don Isidoro, el párroco del pueblo—, seguro que tenéis otras labores. —Don Isidoro, usted dedíquese a orar y a confesar los pecados de la gente honrada, que nosotros nos dedicaremos a la ley y el orden —contestó el líder de la cuadrilla. Dolores nunca había tenido nada en contra del párroco. A decir verdad, se llevaban bien a nivel personal, por muy grandes que fueran las diferencias entre sus puntos de vista. La guerra había acentuado aquellas diferencias, pero se había mantenido el respeto y el trato correcto. Por mucho que don Isidoro intentara imponer algo de paz y cordura, efectivamente, llegó el día en que aquella cuadrilla de franquistas rapó la cabeza de Dolores. La cogieron entre varios, un domingo, y la arrastraron hasta la entrada a la iglesia, justo antes de la misa. Delante de todo el pueblo, como si se tratase del circo, le pelaron su ya corta melena con unas tijeras y le dejaron la cabeza con clapas como si fuera una persona con alguna enfermedad o una alopecia severa. De esa manera, tenían perfectamente identificados a todos aquellos que no comulgaban con el nuevo régimen. —Podéis raparme la cabeza, pero no podéis sacar lo que hay dentro. —Cállate, furcia de mierda, o acabarás como alguno de tus amigos. Don Isidoro la agarró por el brazo y la apartó de la multitud. —Deja de provocar. Esto va a acabar mal si sigues por este camino. Sígueles el juego y quizás así se olvidarán de ti —le dijo a modo de consejo. Cuando Dolores se negó a colgar el crucifijo y el retrato de Franco en la escuela, la apartaron de su trabajo. Tuvo que dedicarse nuevamente a aquello a lo que se había dedicado durante muchos años de su infancia, la vida del campo. Como en la fábula de la hormiga y la cigarra, ella hacía todo lo posible por recolectar y ahorrar para el duro invierno que le esperaba. Los fascistas no se lo ponían fácil. Cada cierto tiempo, pasaban por su casa y destrozaban el huerto, arrancando las cebollas, las plantas de judías y pisoteando los calabacines, todo lo que ella había plantado, regado y cuidado con cariño, protegiéndolo de las inclemencias del tiempo y del ataque indiscriminado de los bichos campestres. Su despensa iba menguando, al igual que su pelo y la grasa bajo su piel. Una noche, el párroco llamó a su puerta. Había asistido a una reunión con el alcalde y miembros de la tropa que estaba asentada en el pueblo. Estaba claro que los ánimos seguían exaltados. Allí, con caras rojas por el vino y el calor de la chimenea, habían gritado, cantado y brindado contra los rojos. Y habían marcado unos objetivos claros en su hoja de ruta. En el centro de la diana figuraba una persona. —Van a por ti —le dijo don Isidoro—. Van a por ti, Dolores, y esta vez es en serio. Huye, lárgate. Y hazlo ya. —Gracias —contestó ella. Dolores metió sus enseres básicos en una mochila vieja. En un trapo envolvió algo de comida que le quedaba y aguantaría algunos días: un trozo de jamón, otro de queso, algo de pan, unas manzanas y algunos frutos secos. Llenó una bota de vino con agua. Finalmente, se duchó, se recortó el pelo y se vistió. Del armario de su padre sacó unos pantalones y chaqueta de pana y una camisa de franela a cuadros. Se caló una boina y, cuando la noche cayó sobre el pueblo, en absoluto silencio, salvo por los grillos y algún otro animal no identificado, Dolores salió de su casa y se aventuró en el bosque. Había oído de gente que vivía por las montañas, por los verdes bosques; los huidos, personas que renunciaban a abandonar su tierra, pero se veían obligados a replegarse ante el avance de las tropas franquistas. Poco a poco se unirían en agrupaciones guerrilleras. Más tarde los conocerían como los maquis, que resistían como podían, y guerreaban a veces. Ahora Dolores era uno de ellos. *** Cauterets era y es un pequeño pueblo en el Pirineo francés conocido por sus balnearios. Las aguas medicinales esperaban a todos aquellos que necesitaban recuperarse de la larga caminata, ya fuese por afición o por necesidad. Gracias al Tour de Francia había ganado cierto reconocimiento, pero la mayor parte del tiempo no dejaba de ser otro pequeño pueblo perdido entre las montañas donde el tiempo había dejado de correr. Algunos españoles se habían instalado allí tras huir de la guerra y la mayoría había dejado de pensar en volver a casa. En una de las casitas blancas a las afueras del pueblo vivía una extraña pareja. Los dos españoles, ella había sido la primera en llegar a Cauterets, allá por 1939, con sus padres y hermanos; se instalaron en aquel pueblo y rehicieron sus vidas como pudieron, dedicándose a la agricultura; él llegó en 1947, con aspecto de mendigo y muerto de hambre. Ella le ofreció cama y comida; él no tenía nada que ofrecer, tan solo agradecimiento. De manera natural, poco a poco, se estableció entre ellos una relación que era algo más que amistad, pero que no encajaba en el estereotipo de amor romántico. Era algo más grande, más completo, más difícil de definir. Había admiración, respeto mutuo, comprensión. La familia de ella no acababa de ver aquello con buenos ojos, pero con el tiempo aceptaron aquella relación extraña. Vivieron juntos, pero nunca se casaron; y no tuvieron hijos, aunque cuidaban a los sobrinos y sobrinas de ella como si fueran hijos propios. Ella era sociable y alegre; él, en cambio, era tímido y poco dado a la conversación con otra gente. No les gustaba hablar del pasado. —Lo pasado, pasado está —decían los dos siempre, casi al unísono, cuando alguno de los sobrinos preguntaba cosas sobre la guerra o las aventuras que habían vivido hasta llegar a Cauterets. Sobre todo, él. Era una tumba sobre su experiencia en la montaña, cómo había sobrevivido al hambre y al frío, y la familia que había perdido. No se sabía casi nada de su vida antes de la guerra. Ni de su pueblo, ni de su familia, ni de los amigos o enemigos que había dejado atrás. —Fueron tiempos duros, no vale la pena recordar nada. El presente es más interesante, con eso me basta. Esta es mi familia ahora y estos son mis amigos —decía él cuando le insistían los jóvenes para que contase alguna anécdota de aquellos tiempos—. Ya os digo, no queréis saber nada de lo que es cazar conejos, romperles el cuello y arrancarles la piel con las manos. —Puaaajjjj, ¡qué asco! —decían los jóvenes espantados. Y salían de allí corriendo, sin más preguntas ni más respuestas. Aquel silencio llamaba la atención, pero todo el mundo acaba por acostumbrarse a lo peculiar cuando esto se hace rutinario. Nadie sabía, aunque se imaginaban, los traumas, miedos y horrores que había padecido. Con el tiempo, la gente se acostumbró a su opacidad, y la pareja pasó de ser extraña a entrañable. Hacían pastelillos para los niños y jugaban con ellos a las cartas. Y todo el mundo los vio envejecer alegremente, juntos, en su silencio, acompañándose mutuamente en sus largos paseos por los campos, o recogiendo las verduras del huerto. Primero murió él, de un ataque al corazón, y poco después ella, de pena y soledad, simplemente se dejó llevar. Cuando él murió, ella se consumió, como una vela que llega a su fin, poco a poco, pero de manera irremediable. Al vaciar la casa, en uno de los cajones del modesto dormitorio que compartían, Pedro, uno de los sobrinos, descubrió un sobre amarillento y recubierto de moho verde. Y allí unas partidas de nacimiento. La de su abuela, María, decía que había nacido en Calamocha, Teruel, en 1914. Leyó luego la partida de nacimiento de él, y sonrió. Quizás aquello explicaba muchos silencios. Ella se llamaba María. Él se llamaba Dolores.Rojo