Dos hijas para la muerte
Prólogo
Titiana no lograba apartar la mirada de la Emperatriz. Deseaba que se fijara en ella, que le destinara una única mirada. Una última. Pero estaba rodeada de gente. Las invitaciones habían corrido entre el pueblo a toda velocidad esa mañana, igual que si se tratara de un fuego entre la paja en verano: nadie quería perder la oportunidad de entrar en la villa imperial, ni mucho menos enterarse en primer lugar de a qué se debía esa oportunidad. Vita Rosa llevaba años sin permitir la entrada del numiaros a su hogar; la costumbre parecía perdida. A fin de cuentas, no había nada que reclamarse a una Emperatriz, cuando otros asuntos eran más acuciantes. El Imperio se desmoronaba y Titiana, viéndola en la plataforma, seguía sin entender por qué, cuando la tenían a ella.
Una oleada de murmullos se extendió por la multitud cuando el sol comenzaba a caer pesado sobre sus cabezas. Haría calor ese día, el populacho había sido destinado al foso donde no había lonas ni carpas con las que cubrirse. Los aristócratas ocupaban los espacios elevados, debajo de las telas que les ofrecían cobijo, pero también se revolvieron a un tiempo, como si el calor fuera de pronto demasiado.
Después, llegó el silencio.
Se repitió una segunda vez mientras el resto de la cohorte de hijas avanzaba. Dos filas de siete mujeres ataviadas con prendas sencillas, inmaculadas, que precedían a otras tres que llevaban vestidos tan recargados como lo requería su posición. Se decía que esas tres profectas acogían a los principales dioses de la Fortuna, por eso se permitían el despliegue de artificio.
—¿Qué hacen aquí? —murmuró alguien a su derecha.
Vita tardó unos instantes desde que la Primera Dama se detuvo en levantarse del trono. Los pies descalzos, pintados en color carmesí, descendieron peldaño a peldaño con una lentitud caprichosa. Parecía resistirse a acercarse, pero tampoco había nadie que la detuviera. Titiana se dio cuenta entonces de que no había nadie del consejo del que la Emperatriz solía rodearse, no al menos lo suficiente cerca. No al menos capaz de vencer a todas las Segundas Hijas.
Le pareció que alguien la sujetaba a ella por el brazo. No estaba segura. Era incapaz de no mirar lo que sucedía unos metros por delante de ella, más allá de toda esa multitud inmóvil, asustada y pasiva; era incapaz, porque el sol solo caía sobre la Emperatriz y la Primera Dama, nada más existía.
El coro volvió a emitir un sonido de otro mundo. Fue una invitación para que los murmullos se acallaran de nuevo y Titiana notó con mayor claridad cómo tiraban de ella hacia atrás.
—Ahora no.
Solo que no parecía existir otro momento posible. La Emperatriz sonrió, todos los rayos del sol recortando sus facciones, haciendo brillar oro y sangre. Movió los labios, sin que las palabras llegaran a sobrepasar la línea que había entre ella y su gemela. Aunque fueron capaces de entenderlo igualmente cuando la Segunda Hija señaló el suelo con un gesto de la cabeza. Era una orden.
Igual de impasible que durante todo el recorrido hacia el estrado, la líder de la congregación alargó una mano y permitió que la otra mujer le besara cada uno de los dedos. El coro sostuvo una nota, las hermanas se llevaron una mano al pecho y las profectas hicieron sonar los pequeños cascabeles que llevaban en las muñecas.
.