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Códice Beato de Tábara (también conocido como Beato de Girona), Apocalipsis 12, 1-18. Manuscrito iluminado promovido por el abad Dominicus, con iluminaciones de Ende y la colaboración del monje Emeterius y el escriba Senior (975) en el scriptorium del Monasterio de San Salvador de Tábara.
Fuente: José Luis Filpo Cabana, CC BY-SA 4.0 <https://creativecommons.org/licenses/by-sa/4.0>, via Wikimedia Commons
Rebeca de Viturro
Nacida en un pueblo de A Coruña en 1991, se convirtió en historiadora por devoción y profesora por vocación. Amante de la Historia Medieval, los Estudios de Asia Oriental, la fantasía y las cobayas, desde niña ve la literatura como una ventana a nuevos y diversos mundos en los que todo es posible. Con dos relatos publicados en la antología gallega Liñas Compartidas (Editorial Toxosoutos), hoy en día combina su trabajo docente con la lectura y la escritura, a la que dedica tiempo y cariño.
Sinopsis
En Tábara, la monja Ende debe terminar el códice y mostrar la fuerza y fe de su comunidad, pero no será sencillo. La visita de doña Elvira, una noble viuda, y la tensión con los musulmanes pondrán a prueba sus férreos valores y cambiarán su forma de ver el mundo, porque, al final, solo será juzgada por Dios.
Ende (X d. C.) es la primera pintora documentada de la península Ibérica. Como figura olvidada en el Arte Medieval, este relato pretende ser un homenaje a ella y a todas esas mujeres que aún siguen perdidas en los laberintos de la Historia.
«Pintora de Dios» fue mención especial en el I Premio Herstoria.
El hábito rozaba furioso contra las piedras del suelo mientras la hermana Ende recorría el claustro a paso vivo. En su mano portaba un pergamino arrugado. Se suponía que ella no debía estar en las dependencias de los hombres, pero cuando traspasó el portón hacia los dormitorios ninguno de los hermanos se atrevió a detenerla. Al contrario, le cedían el paso e inclinaban la cabeza con respeto. Al llegar a una de las puertas se detuvo y se dirigió, con tono imperante, a los dos monjes que guardaban la entrada: —Deseo hablar con el maestro Magius. Ambos se observaron, indecisos, pero una voz surgió del interior de la habitación: —Dejadla pasar. Ende no esperó a que los hombres se apartaran del todo para colarse entre ellos, empujándolos ligeramente. El interior de la celda estaba casi en penumbra, iluminada de forma tenue por dos velas. En el aire se condensaban diversos olores, entre los que destacaban el de incienso, la orina… y las heces. La hermana contempló con cierta lástima al hombre que languidecía en el catre: el sudor perlaba su frente y el aliento se le escapaba en ráfagas cortas y sonoras. —Maestro Magius… —Sé a lo que vienes —susurró él con esfuerzo—, pero no te he encomendado nada que no puedas hacer. —¡Por supuesto que no puedo! ¡Me habéis encargado finalizar el códice! ¡Vuestra obra! —enfatizó con rabia contenida—. ¿Cómo podría yo estar a la altura? —Lo harás bien. Has estudiado mucho, llevas años trabajando en tus pinturas. —Cogió aire con esfuerzo—. Y me niego a enviarlo a Liébana o a cualquier otro sitio. Ese códice pertenece a Tábara, nos pertenece a todos nosotros. Termínalo. Ella se mordió los labios. —Pero… —Dios te guiará. Y, con un leve gesto de su mano, la despidió. Al entrar en la dependencia del abad Domingo, este la recibió con una media sonrisa asomando entre su barba cana. —Has tardado en venir a verme, hermana. —Mojó el cálamo en tinta y siguió garabateando en el pergamino que extendía sobre la mesa—. ¿Traes la orden oficial del hermano Magius? Ende se la entregó sin decir nada. El abad la observó con una ceja alzada. —Un poco arrugada, ¿no? Con un suspiro y sin pedir permiso, Ende se sentó en un taburete, acomodando su hábito para que no se arrugara demasiado. Tuvo deseos de arrancarse el velo y rascarse la cabeza, pero se contuvo. —Creo que el maestro Magius exagera. —Frunció el ceño al recordar lo que había leído en el documento de nomenclatura. —Y, en cambio, yo opino que se queda corto. El abad leía con interés, intentando quitar las arrugas del pergamino. Ende aguardó en silencio, a pesar de querer gritar y abandonar la estancia corriendo. Iluminar un códice, darle vida en imágenes a las palabras que describían el Apocalipsis. Ah… sin duda eso era una prueba de Dios. —Bien. —Domingo hizo a un lado la orden y la observó con seriedad—. Está decidido, hermana. Serás la encargada de esta tarea y de nombrar a los que serán tus ayudantes. Ladeó la cabeza, pensativa y preocupada: —¿Es definitivo? Domingo asintió con rostro serio. —En ese caso… —Hizo una pequeña pausa, rememorando los hermanos y hermanas que trabajaban en la biblioteca—. Solo necesito dos ayudantes: el hermano Emeterio y el hermano Sénior. Ellos se encargarán de la parte escrita y de construir el códice. —Clavó sus ojos negros en el rostro del abad—. La pintura es cosa mía y no permitiré que nadie interfiera en mi forma de trabajar o adaptar las escrituras. Domingo asintió: —¡Por supuesto! ¡Por supuesto! Estás al mando ahora. Será cómo digas. Y antes de que te vayas… Removió un montón de cartas situadas a su izquierda. Refunfuñando, observó los sellos a medida que las pasaba hasta dar con la que quería. Se la entregó a Ende. —En unos días tendremos una visita de la sobrina del conde. Acaba de enviudar. ¿Sabes lo que significa eso? Arqueó las cejas, leyendo la carta por encima. La señora Elvira Ordóñez deseaba alojarse un tiempo en el monasterio de San Salvador de Tábara con el fin de encontrarse con Dios y guardar reposo espiritual tras el reciente y desgarrador fallecimiento de su marido, asesinado en batalla por infieles musulmanes. Además, estaba interesada en los trabajos de monjes y monjas y quería saber si precisaban ayuda en algún ámbito. —Financiación —murmuró Ende. —En efecto. —El abad estaba radiante—. Si la señora Elvira queda contenta con su estancia aquí y se interesa por nuestra labor… puede significar conseguir un buen pellizco para las arcas de nuestro humilde monasterio, hermana. Se frotó los ojos, cansada solo de pensar en los preparativos. Alojar a una mujer noble era un privilegio, pero también una molestia. Habría que vaciar una celda —la mejor— solo para ella y su dama de compañía, por no hablar del pequeño séquito de soldados que seguramente vendría con ella. Enseñarle el monasterio, acompañarla día y noche en sus rezos, sus comidas, sus paseos… El abad Domingo observaba a Ende con una sonrisa de oreja a oreja. —No —se negó—. Ni hablar. Ya me habéis cargado con el códice sobre mis hombros. No puedo cuidar de una noble con todo lo que tengo que hacer y organizar. —Solo necesito que le expliques tu nuevo trabajo, tu nueva responsabilidad —expuso el abad—. No es necesario que seas tú la acompañante designada. Nombra a otra de las hermanas, seguro que se muestra encantada. Lo importante —agregó— es que seas tú la que le muestre las dependencias femeninas y la labor de las monjas, en especial el tuyo. Un par de días después, el maestro Magius subió a los cielos mientras dormía. La campana de la torre lloró por él y los casi seiscientos hermanos y hermanas del monasterio acudieron al sepelio para rezar por su alma. —Señor —recitaba el abad con los brazos en alto— acoge a nuestro hermano y maestro Magius en tu seno. Vivió y falleció siendo tu siervo en la Tierra y ahora continuará su labor a Tu lado por los siglos de los siglos… —Amén —corearon todos. Tras santiguarse, Ende fue de las primeras en abandonar la iglesia y subir las escaleras de la torre, donde la campana seguía tocando en intervalos mayores. En aquella magnífica construcción de piedra y madera se conservaba la biblioteca. Avanzó entre mesas plagadas de documentos. Sus pasos sonaban seguros en la enorme sala, donde la luz apenas entraba. No había nadie para observarla, nadie que le diera ánimos, nadie que le dijera que todo iba a ir bien. Abrió la enorme puerta de madera situada al fondo, vacilando antes de entrar. Volvió a santiguarse y cogió aire. El scriptorium del maestro Magius estaba tal y como él lo había dejado: una página a medio copiar en el atril de madera, numerosos pergaminos esparcidos, tres velas apagadas y casi gastadas, los frascos de tinta bien cerrados, los cálamos colocados en orden ascendente… La mano de Ende tembló al apoyarse en la mesa y leer las últimas palabras que su maestro había escrito. Algo se quebró dentro de ella y las lágrimas fluyeron, cálidas y dolorosas. Nadie la veía a excepción de Dios. —¿Ya está todo, maestra Ende? El joven hermano Emeterio sudaba, cargado de pergaminos y tablillas de madera. Ende lo observó con un poco de lástima mientras entraban al scriptorium del hermano Magius. No. Se corrigió ella. Este ahora es mi scriptorium. Y tengo un aprendiz. —Sí, Emeterio. Está todo —y añadió con sorna—: Excepto tu compañero Sénior. El chico tropezó al escuchar el nombre del otro discípulo de Ende. —En realidad… se ha encerrado en la iglesia a rezar en ayunas porque creía que iba a ser el único aprendiz —confesó en voz baja. Estos niños del Señor. Ende ya se lo había imaginado. Emeterio se emocionó de nuevo al ver el lugar de trabajo de su mentora. Posó su carga donde ella le indicó y curioseó todo lo que habían traído a lo largo de aquella mañana. —Maestra —carraspeó—, ¿ese plano es de nuestro monasterio? Ende echó un vistazo y negó mientras ordenaba las tintas y tablillas que habían traído. —Es del monasterio de Liébana. —¿Lo hizo el maestro Magius? Con una media sonrisa, Ende respondió: —Lo hice yo. En una ocasión, hace dos años, me llevó con él. —Se perdió en los recuerdos—. Liébana es un lugar maravilloso, lleno de sabiduría. Emeterio la observaba con un rubor en las mejillas. —¿Me… me llevaréis a mí también? ¿Para aprender? —Quizá. Si Dios quiere que vuelva allí, vendrás conmigo. Emeterio disimuló su alegría ayudando a colocar los documentos y objetos en su lugar: —Teníais muchas cosas en vuestra celda. —Bueno… —suspiró—. Son muchos años de trabajo. Al menos, la hermana María estará encantada de recuperar algo de espacio. Rio para sus adentros al recordar su entusiasmo en cuanto Ende empezó a recoger todos sus materiales. Cuanto todo estuvo organizado a su gusto, unas horas después, tendió a Emeterio una copia de los Comentarios al Apocalipsis y le indicó dónde y cómo debía continuar copiando. —Dividirás estas páginas con el hermano Sénior, quien también se encargará de copiar contigo. Seguiréis el estilo de letra que inició el maestro Magius —le señaló un párrafo escrito por él—, y trabajaréis juntos en uno de los cubículos adyacentes al scriptorium. Si tenéis dudas con algo o hay errores, tenéis permiso para interrumpirme y avisarme de inmediato. —Clavó sus ojos en los de él—. No quiero fallos. —No, maestra —dudó—. Pero… —¿Sí? —lo apremió. —Esta letra es… extraña. ¿No sería mejor otra más habitual? —Es legible, original y no hay ningún otro códice con los Comentarios al Apocalipsis que la use. Seremos los primeros. Emeterio inclinó la cabeza, aceptando sus palabras. Ende lo despidió con un gesto. —Te veré aquí mañana tras el primer oficio. Hay otros asuntos que requieren mi atención. Doña Elvira. Suspiró con fastidio. Llegaría esa misma tarde y el abad Domingo contaba con ella para enseñarle lo básico del monasterio. Cuidar de una noble, ¡qué maravilla! Lo ideal sería sentarse ya a trabajar y avanzar las miniaturas más básicas. ¿Quién sabía cuánto tiempo le llevaría terminar aquello? Con la cabeza llena de ideas y dudas, bajó las escaleras de la torre. El austero carruaje de madera se había detenido en la calzada de tierra que llevaba a la entrada del monasterio. Un poco más adelante, el abad Domingo esperaba pacientemente, mientras que, a su lado, Ende no dejaba de tocarse el velo o ajustarse el cinturón del hábito. Su cara denotaba indiferencia y pereza en intervalos. —Sé amable —le susurró el abad. En respuesta, ella solo frunció el ceño. Financiación, pensó. Por el camino avanzaron dos mujeres y, detrás, el cochero cargado con unos zurrones de viaje. Ende las observó con interés. Doña Elvira, sobrina del conde, llevaba un sobrio vestido negro cuyo bajo arrastraba un poco por el sendero. Ende pensó en pedirle después a alguna de las hermanas que se lo arreglara. Seguro que eso le gustaría a la noble mujer, quien ahora contemplaba el entorno. Casi pegada a ella, con las manos cruzadas sobre la falda, su dama de compañía caminaba a pasos cortos, pendiente de su señora. Un vestido verde. Ende frunció más el ceño. Extraña elección para acompañar la pérdida de doña Elvira. —Bienvenida a nuestro humilde monasterio, señora Elvira. —Domingo realizó una leve reverencia y Ende lo imitó—. Espero que su estancia aquí sea agradable. Ambas mujeres ejecutaron una zalema. —Padre —la voz de Elvira era suave—, os agradezco que nos hayáis acogido avisándoos con tan poco tiempo. —Oh, no os preocupéis por eso. En verdad lamento vuestra pérdida. Endureció su rostro un instante y agradeció las palabras del abad en voz baja. —Mi dama Pilar me acompañará en este retiro —se apresuró en cambiar de tema. La joven se inclinó de nuevo, ruborizándose ligeramente: —Gracias por su hospitalidad. —¿No os acompaña nadie más? —No, Padre. Quería una estancia tranquila. —Bien. —Domingo parecía muy satisfecho—. En ese caso, permitidme que os presente a la maestra Ende. Esta tarde se encargará de mostraros el monasterio. Ende hizo una reverencia con respeto y ambas mujeres centraron su atención en ella. —Maestra. —Doña Elvira la miró con admiración—. Estoy deseando ver en qué trabajáis. Lamento interrumpir vuestra labor con mi visita. —Vuestra estancia aquí supondrá un soplo de aire fresco en la vida del monasterio, doña Elvira. Es un placer y un honor contar con vuestra presencia. Domingo pareció encantado, y puede que aliviado, con la respuesta. —Si me disculpáis, señoras, hay asuntos que requieren mi presencia. Os dejo en las capaces manos de la maestra Ende. —Por supuesto, Padre. —Elvira le dedicó una deslumbrante sonrisa. Ende se dedicó a enseñarles el monasterio sin prisa, desde la gran huerta comunal, donde varios religiosos saludaron a ambas mujeres con respeto, hasta la iglesia situada junto a la torre, en la que algunos monjes rezaban. Doña Elvira solicitó a Ende detenerse a rezar un rato y las tres se acomodaron de rodillas en uno de los bancos. Más tarde, Ende les mostró el orgullo del monasterio: la biblioteca. —Numerosos hermanos y hermanas trabajamos aquí, en los documentos —les explicó Ende en voz baja para no molestar—. Visitamos otros lugares donde, a veces, se nos permite rescatar ciertos manuscritos para incluirlos en la colección de Tábara. —Entonces este es vuestro lugar, maestra Ende —aventuró Elvira. —Lo es —asintió—. Hace unos días nuestro amado maestro Magius ascendió a los cielos y fue su último deseo que yo lo sucediera, por lo que tengo entre manos una importante labor. —¿Podemos ver su lugar de trabajo? Ende dudó. Dejar entrar a gente desconocida en su scriptorium… Sé amable. Las palabras del abad la perseguían. —Claro —accedió—, aunque les tengo que pedir, por favor, que no toquen nada. Cruzaron la biblioteca hasta llegar a la gran puerta de madera y Ende les cedió el paso. Ambas se quedaron quietas sin saber muy bien qué hacer. —Aquí tengo todos los tintes necesarios. —Les señaló un estante donde una colección de pequeños frascos destacaba por su orden y limpieza—. Es muy importante sellarlos bien después de trabajar con ellos, porque se secan fácilmente, por no hablar de que algunos colores son difíciles de conseguir. Pilar se acercó más, con fascinación patente. —Increíble… Tenéis diferentes tonos de rojo, ¡e incluso verde! Ende alzó una ceja. Le agradaba que una joven como ella fuera capaz de apreciar esos colores. —Pilar pinta de vez en cuando —explicó Elvira con una media sonrisa—, así que comprende lo difícil que es tener esa colección. Ella no parecía escucharlas, más interesada en recorrer cada frasco uno a uno para observar las tonalidades con calma. —Entiendo… —Ende sonrió—. En ese caso quizá algún día podría prestaros algún color para que pintéis durante vuestra estancia. Pilar se irguió y clavó su mirada emocionada en Ende. —¿De verdad, maestra? —Desde luego —accedió—. Quizá haya alguno que no podréis utilizar, como imaginaréis, pero el resto… No veo por qué no. La dama sujetó sus manos con efusividad: —¡Muchísimas gracias! Doña Elvira también sonreía, encantada. Creo que esto le gustará al abad. Ende tampoco pudo evitar reírse con suavidad. Las semanas pasaron con calma y el verano llegó. Doña Elvira parecía cómoda en el monasterio: cosía y bordaba con las hermanas en las dependencias femeninas, rezaba todos los días en la iglesia y recorría la huerta ayudando, de vez en cuando, a recolectar verduras y frutas. Pilar la acompañaba en todo momento y se sumaba sin quejas a las tareas. La hermana Adelaida se había hecho cargo de ellas, aunque, por lo que le comentaba a Ende, a veces las mujeres le preguntaban por la maestra. Hacía apenas un par de días, el abad había recibido una carta del conde dándole las gracias por acoger a su sobrina y asegurándole que, a cambio, él apoyaría económicamente al monasterio. Ende sonrió recordando a Domingo tan contento. Las veía de vez en cuando en la biblioteca, donde les había reservado un pequeño cubículo para leer con calma. A veces, cuando se dirigía al scriptorium, estaban allí sentadas: Elvira leyendo y Pilar pintando con algunos tintes que Ende le había dado. Lo cierto era que la chica tenía bastante talento. A veces, surgía tentadora la idea de pedirle que se uniera a la comunidad del monasterio e instruirla en el arte de la pintura. Después de todo, no sería la primera vez que una noble viuda decidía retirarse permanentemente a una comunidad religiosa. Ende pensó en comentárselo más adelante al abad Domingo. Esa tarde, el hermano Sénior la esperaba en el scriptorium. —He terminado estas páginas. Ende las ojeó por encima, buscando posibles fallos o errores de caligrafía, pero todo estaba impoluto. —Perfecto, hermano. —Se las devolvió—. Puedes ordenarlas con las otras. Pronto tendré las miniaturas de esos pasajes. Él le señaló una pequeña caja en uno de los estantes. —Hoy han llegado algunos hermanos y te han traído eso. El abad me pidió que te lo entregara. Ende abrió la caja con interés. En su interior descansaban frascos envueltos en pergamino. —Ah… —Sonrió—. Más colores. Maravilloso. Sénior carraspeó, un poco incómodo. —He visto que le habéis dado algún tinte a la dama de compañía de la mujer noble. Ende lo observó de reojo sin dejar de sacar la mercancía de la caja. —Sí, ¿por qué lo preguntas, hermano? —Creo que es un despilfarro. Esa mujer no es estudiosa como vos, maestra, ni pertenece a la comunidad. Ende suspiró. Sabía que tarde o temprano llegaría alguna queja. —Se las he entregado con el beneplácito del abad Domingo —vio como él arrugaba la cara, molesto—, así que si tienes alguna queja puedes comentárselo a él. Sénior se marchó sin decir nada y ella continuó colocando los frascos, un poco molesta por la actitud de su compañero. Distraída, comprobó que en la caja se repetían dos tonalidades de azul. Apartó un frasquito con la intención de dárselo a Pilar más tarde. Antes de la cena, Ende se encaminó a la celda que habían asignado a doña Elvira con la pintura que le sobraba. Seguro que agradecían el detalle. Se encontró entreabierta la puerta de las invitadas, por lo que quizá ellas ya se habían ido al refectorio para la cena. Se asomó en silencio y el frasco casi se le cayó de entre los dedos. De pie en medio de la estancia, Elvira besaba en los labios a Pilar, que se dejaba abrazar en un torrente de pasión y entrega absolutas. Ende lanzó una exclamación de sorpresa. Las mujeres se separaron y la miraron con terror a la vez que sus rostros empalidecían a gran velocidad. —Maestra Ende… —Elvira trató de hablar—. No… No creáis que… Pilar se tapó la cara con las manos y comenzó a llorar. Ende consiguió mantener la compostura. Lo sospechaba desde hacía días. ¿Cómo no iba a hacerlo? Aquellas miradas, los juegos de manos, a todas partes la una con la otra… —Solo venía a traer esto. —Dejó el frasco sobre el baúl de madera—. Me sobra ese color y seguro que Pilar puede aprovecharlo. Se dio media vuelta, dispuesta a marcharse, pero Elvira la agarró de la manga del hábito. —Por favor, maestra Ende —suplicó—, lo que habéis visto… No supo cómo continuar. Pilar seguía llorando, ahora con la mirada fija en ellas. —La Biblia nos dice no juzguéis si no queréis ser juzgados. —Apartó con suavidad la mano de Elvira—. No me corresponde a mí decir si está bien o mal. Al marcharse, Elvira comenzaba a llorar también, a la vez que murmuraba un débil: —Gracias… Días después, Ende avanzaba por el claustro cuando una de las hermanas más jóvenes la detuvo. —Maestra. El abad me ha pedido que la informe de que a mediodía habrá reunión en la sala capitular. Confusa, Ende le dio las gracias y continuó andando. Las vistas de la sala capitular solían avisarse con una semana de antelación. Por el camino, se cruzó con Elvira y Pilar, que la saludaron con cordialidad y nerviosismo. Ella correspondió. Había decidido tratarlas como siempre y fingir que no había visto nada. Más tarde, en la sala capitular, Ende encontró un sitio en una de las tribunas y se sentó. A su lado, la hermana Helena parecía distraída. —¿Sabes por qué nos han convocado? —Ni idea, maestra. A mí también me ha sorprendido. Cuando se cerraron las puertas, el abad Domingo tomó su asiento en la tribuna central y abrió la sesión con las formalidades de siempre. A su lado, dos presbíteros transcribían sus palabras. Al terminar, el silencio se hizo en la sala y el abad vaciló antes de hablar: —Debéis disculparme por esta reunión repentina, pero uno de nuestros hermanos tiene algo que compartir con todos nosotros y decidí que sería mejor hacerlo de manera formal. —Alzó la vista y buscó entre los monjes—. Hermano Sénior, tenéis la palabra. Decenas de rostros se giraron hacia él mientras se ponía en pie y se santiguaba. —Me veo en la necesidad moral y cristiana de hacer saber a todos vosotros — escudriñó las tribunas— que, en este monasterio que nos acoge, dos mujeres llevan tiempo realizando actos impuros entre sí. Esas palabras cayeron como una maza sobre la cabeza de Ende y, acto seguido, la sala capitular se convirtió en un hervidero de voces y exclamaciones ahogadas. —¡Silencio! ¡Silencio! —gritó el abad, logrando contener la sala a duras penas—. Hermano Sénior, tu acusación es grave, por lo que solo voy a hacerte una pregunta y deberás contestar con sinceridad. —Al fin, monjes y monjas guardaron silencio—. ¿Pertenece alguna de esas dos mujeres a nuestra comunidad? Ende sentía que le costaba respirar. Su cuerpo se había quedado rígido y notaba las manos frías. —No. La respuesta de Sénior provocó otra oleada de murmullos. A la vez que él tomaba asiento, el abad se pasó una mano por la cabeza con gesto preocupado. No era necesario decir nada más. Un monje de pelo cano se levantó. La furia ardía en su rosto: —¿Cómo se atreven a mancillar así la casa de Dios y nuestra hospitalidad? ¡Merecen penitencia! Algunos corearon su propuesta. En la otra tribuna, la hermana Adelaida también se levantó: —¡El hermano Sénior debería aclarar su acusación! ¿De qué clase de actos impuros estamos hablando? —Los demás escucharon con atención—. Llevo semanas haciéndome cargo de ambas y su comportamiento es ejemplar, por no hablar de lo mucho que colaboran en todos los trabajos. Con gesto huraño, el hermano Sénior no se molestó en levantarse esta vez: —Las vi besándose en su cubículo reservado de la biblioteca. —Miró a Ende directamente—. Quizá pensaban que no había nadie. A lo largo y ancho de la sala, se alzaron las voces tanto para acusar como para defender a doña Elvira y Pilar. Ende apretó los puños al escuchar los castigos penitentes propuestos y miró con rabia a Sénior, quien ahora parecía satisfecho de su trabajo. Haré que te rompas la mano copiando. Ende se puso en pie y pidió la palabra al abad, que se la concedió de inmediato a la vez que ordenaba callar a los demás. —Parece que estoy en la obligación de recordar las Sagradas Escrituras. —A su alrededor, algunos asintieron—. Dice Santiago: «Hermanos míos, no os hagáis maestros muchos de vosotros, sabiendo que recibiremos un juicio más severo». —Dejó que asimilaran sus palabras—. ¿De verdad nos corresponde a nosotros juzgar e imponer castigo a alguien de fuera de nuestra comunidad? Permitidme que lo dude. La sala se sumió en un silencio sepulcral y, finalmente, el abad Domingo tomó una decisión: —Les propondré de forma cordial que abandonen el monasterio lo antes posible. El conde ha sido generoso con nosotros, y nosotros con su sobrina. Creo que estamos en paz. La gran mayoría se mostró conforme. La mañana que Elvira y Pilar se marcharon rumbo al castillo del conde, Ende se despidió de ellas en el camino. Como obsequio, les entregó unos pergaminos, cálamos y una pintura amarilla que Pilar aceptó encantada. —Habéis sido buena y generosa con nosotras, maestra Ende. —Elvira sonrió—. No lo olvidaremos. Ende devolvió la sonrisa y miró a Pilar: —Sigue pintando. Dios nos da dones y es nuestro deber atesorarlos y cultivarlos. La joven asintió, dando las gracias y conteniendo las lágrimas. —Maestra Ende. —La voz de Emeterio sonaba preocupada. Ella levantó la cabeza de su trabajo para observar una de las láminas que él le enseñaba. —Ah, la Crucifixión. —Sonrió, orgullosa de su trabajo—. La terminé ayer. ¿Qué le sucede? El joven parecía dudar. —Es que… maestra, habéis puesto a Gestas a la derecha de Nuestro Señor Jesucristo… y él es el Mal Ladrón. —Sí, lo sé. —Ende mojó el cálamo en tinta y trazó una curva azul en el pergamino. —Pero a la derecha siempre va Dimas, el Buen Ladrón, maestra Ende. El Bien, lo correcto, siempre está a la derecha del Señor. Ende sonrió, sintiéndose un poco culpable por el apuro de su aprendiz, quien seguía de pie, inquieto, sosteniendo la miniatura, y le respondió con afecto: —En realidad, Emeterio, a veces incluso el Señor puede equivocarse y poner a su derecha algo erróneo. Es nuestro trabajo saber aprender de esos errores, aunque estén hechos sin querer. El joven parecía más confuso que antes y Ende rio. —Lo entenderás con el tiempo. Los años pasaron lentamente y la vida en el monasterio continuó igual, sin sobresaltos. Ende pasó un mechón de pelo canoso detrás de la oreja mientras leía otra carta. El montón de la mesa nunca parecía disminuir. Una vez más, otro monasterio solicitaba el manuscrito de Tábara para copiarlo. Ende sonrió. ¿Cuántas peticiones como esta le llegaban en un mes? Con parsimonia, redactó la respuesta en un pergamino, explicando que no se negaba y estaba más que dispuesta, pero debían enviar los copistas a Tábara. El códice no se movería de allí. La puerta se abrió sin que nadie llamara antes. Ende irguió la cabeza molesta. Uno de los hermanos más jóvenes la observaba, asustado, mientras intentaba recuperar el aire: —Abadesa Ende —habló con torpeza—. ¡Hay un ejército fuera! En el camino de entrada, una mujer esperaba de pie. Pero, más allá, se veían numerosos soldados a caballo, pendones que colgaban de astas y un par de carruajes. —¿Doña Elvira? Ende no daba crédito a lo que veía. Aunque los años también habían pasado para ella, Elvira mantenía aquel rostro astuto y unas hebras castañas aun luchaban por abrirse paso entre las canas. —Abadesa —la saludó con una reverencia—, malas noticias me traen a vuestras puertas. Se acercó más a ella y no pudo evitar preguntar: —¿Y Pilar? —No la veía por allí. El rostro de Elvira entristeció por un momento. —Falleció hace unos años —sostuvo su mirada—, pero estuve con ella hasta el final. Nunca nos separamos. Ende asintió lentamente, comprendiendo. —No hay tiempo para esto, abadesa —la apremió Elvira—. Estáis en peligro. Todo el monasterio lo está. Un infiel musulmán se acerca con numerosas tropas. Un escalofrío recorrió la columna vertebral de Ende. —Almanzor —susurró. Elvira asintió. —Debéis evacuar el monasterio. Debéis huir. —Pero… Los archivos, la biblioteca… ¡el códice! ¡No puedo dejar todo atrás! Elvira parecía esperar aquella respuesta. —Tu códice —señaló. —El códice de Tábara —la corrigió—. Tardé cinco años en terminarlo. Ambas sonrieron levemente, pero la abadesa dio media vuelta y se encaminó al monasterio. —¿A dónde os dirigís? —A Girona. —Elvira la siguió—. Es un lugar seguro y tengo allí un pequeño señorío de mi difunto marido. —Bien. Llenaré dos baúles con lo que debes llevarte entonces. Hay documentos que deben salvarse… Elvira la agarró de la mano y la frenó. Ende frunció el ceño. —Ven conmigo —le pidió—, ven a Girona. Allí hay comunidades religiosas también, hay un monasterio enorme, hay… La abadesa palmeó la mano de Elvira y, tal como había hecho muchos años atrás, se la retiró con suavidad. —No puedo abandonar a mi gente aquí —sonrió— y la ley musulmana prohíbe hacer daño a monjes y monjas. Pero —agregó— nada les impide destruir los bienes materiales, los manuscritos. Por ello debes llevarte el códice. Ponlo a salvo. Protege mi trabajo, Elvira. Ende continuó su camino al monasterio y Elvira la siguió sin protestar. La abadesa no perdió el tiempo y comenzó a dar órdenes a todo el que veía. Por su lado, Elvira llamó a sus soldados para ayudar y organizó las pocas defensas con las que contaba el monasterio. Ende subió las escaleras de la torre con algo de esfuerzo. En su scriptorium, voluminoso, descansaba el códice que tanto le había costado terminar junto a sus hermanos Emeterio y Sénior. —He aquí mi legado —susurró pasando la mano por el lomo—. Al final parece que sí te irás de viaje. Se permitió pasar algunas hojas para contemplar aquellas miniaturas por última vez. Las lágrimas se agolparon en sus ojos con emoción al leer la inscripción final: ENDE, PINTORA Y SIERVA DE DIOS Anno Domini 975 en el día 25 del mes séptimoPintora de Dios
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