Ana Quesada de la Rosa
Turismóloga nacida en 1991, en un pueblo cerca de Barcelona. Friki, gamer y aficionada a los juegos de mesa. De pequeña odiaba las letras y me apasionaban los números, pero todo cambió en mi adolescencia cuando conocí a una profesora que me hizo ver la literatura con otros ojos. Desde entonces me encanta leer, y escribir es una de mis pasiones. Tengo dos historias, Un encargo peligroso y We deserve better. Desde muy pequeña soy una apasionada del mundo griego, mi género favorito literario es la fantasía y adoro los giros literarios que sacuden a la lectora en el sofá.
Sinopsis
Grecia, 606 a. C. Amor y guerra; dos caras de la misma moneda que desde tiempos inmemoriales ha dirigido el mundo. Helena es una guerrera acostumbrada a sacrificarse y ponerse en peligro una y otra vez por defender todo aquello en lo que cree, atrapada en una cara de la moneda, sin plantearse siquiera qué hay al otro lado. Todo esto cambia cuando conoce a la poetisa que le muestra que hay más mundos además del de la guerra.
Mención especial del jurado en el I Premio Herstoria.
Grecia, 606 a. C. Abrió los ojos con pesadez, volviéndolos a cerrar al instante cuando la luz del sol la cegó. Parpadeó varias veces hasta acostumbrarse a la iluminación de la estancia y paseó la mirada a su alrededor para examinar dónde se encontraba. Lo último que recordaba era la imagen de su mejor amigo dando su vida para salvar la suya y, posteriormente, caer a las aguas del Egeo antes de perder el conocimiento. Navegaban rumbo al puerto de Sigeo para tomar el control y preservar las rutas de comercio marítimo, de suma importancia para la economía y prosperidad de Atenas, cuando una flota enemiga los sorprendió y los rodeó al momento, imposibilitando cualquier maniobra de huida. Aquella estancia no le era en absoluto familiar y no tenía ni idea de dónde se encontraba. Estaba tumbada sobre una cómoda cama de sábanas rojas y rosadas; al fondo de la habitación sobre un modesto mueble había varios papiros y material para la escritura. A su derecha una amplia ventana dejaba pasar los rayos de sol que iluminaban la habitación por completo. Localizó una jarra ornamentada con dibujos de color negro y verde, sentía la garganta seca, así que intentó incorporarse para agarrarla, pero tuvo que volver a tumbarse al sentir una punzada de dolor en su hombro derecho. Bajó la mirada y vio que unos gruesos vendajes le cubrían el hombro, parte del abdomen y la pierna derecha. Cogió aire y lentamente logró incorporarse, cerrando los ojos y apretando los dientes por el intenso dolor. En ese instante una mujer entró en la sala sosteniendo un cuenco con ungüento y vendajes. Al verla de pie dejó el recipiente sobre el escritorio y se acercó rápidamente. —No deberías levantarte —su voz era suave—, necesitas descansar. —La general la apartó bruscamente y dio un paso hacia atrás para alejarse. La mujer de voz suave y rostro amable sonrió tímidamente y alzó las manos en señal de paz—. No voy a hacerte daño —respondió ante la desconfianza de su paciente. —¿Quién eres? —Dio otro paso hacia atrás y chocó contra uno de los muebles, provocando que la jarra cayera al suelo y se hiciera añicos. Intentó agacharse para coger uno de los trozos afilados, pero de nuevo sintió un pinchazo en el abdomen y tuvo que reincorporarse, respirando con dificultad. —Soy Despina, pero seguro que mi nombre no te da ninguna pista —respondió con sorprendente tranquilidad ante la actitud hostil de su huésped—. Creo que la pregunta correcta sería dónde estás. —Hizo una breve pausa antes de responder a su pregunta, mientras que la general se mantenía en silencio—. Estamos en Mitilene, la capital de Lesbos. Hace dos días te encontramos en la playa durante uno de nuestros paseos matutinos. Te trajimos aquí antes de que los guardias te encontraran, los uniformes atenienses no son bienvenidos. —¿Por qué me ayudáis? —Nosotras no participamos en las disputas bélicas. Preferimos dedicarnos al arte, la lectura, escritura y poesía, pero también a las enseñanzas de la medicina, astronomía, filosofía y matemáticas. Vimos a alguien que necesitaba ayuda y se la ofrecimos, sin importar el escudo que portara en su pecho. —Se encogió de hombros y se giró sobre sí misma para recoger el cuenco con ungüento y vendas—. Ahora, si no te importa, deberías descansar, todavía estás muy débil. —Se acercó de nuevo a ella para ayudarla a tumbarse en la cama, pero la general se negó apartándole la mano. —¿Eres tú quien dirige este lugar? —Academia —especificó—, no, no tengo ese honor —añadió con media sonrisa. —Quiero que me lleves ante la persona que está al mando —demandó. Desconfiaba de aquella mujer, pese a que su mirada y sus palabras no parecían tener segundas intenciones ni albergar malicia alguna. Sin embargo, la general había sido entrenada no solo en el arte de la batalla y la estrategia, sino también para desconfiar de su enemigo. —Como desees. —La mujer hizo una pequeña reverencia y se dirigió hacia uno de los extremos de la habitación, abrió un cofre de madera y de él sacó una falda de cuero marrón a flecos que reconoció enseguida y una túnica de color verde. La ayudó a vestirse y minutos después la seguía fuera de la habitación, caminando con dificultad con pasos torpes y lentos. La habitación daba directamente a un patio interior que conectaba con el resto de estancias. El espacio era amplio y luminoso gracias a la apertura del techo que dejaba pasar la luz del día. En el centro una fuente con una estatua de la diosa Afrodita adornaba la estancia. Atravesaron el patio hasta llegar a un jardín rodeado de columnas pintadas de vivos colores. El lugar estaba lleno de pequeños arbustos, flores de bello aspecto y varias estatuas de mármol que recreaban escenas míticas. En el centro, sentada sobre un banco de piedra, localizó la figura de una mujer de cabellos largos y negros, recogidos en un elegante tocado. Al llegar a su altura la mujer que le había acompañado se marchó, dejándolas a solas. La supuesta directora de aquella academia no se giró para atenderla, parecía enfrascada en una lectura más interesante que su presencia, y no fue hasta que terminó cuando dejó el papiro con delicadeza a su lado y se levantó para recibirla. Su rostro era bello; era muy bello. Facciones suaves, labios finos, nariz delgada y alargada y bonitos ojos color miel. Su piel resplandecía al sol y sonreía de una forma que en ese momento no supo interpretar. Su figura, envuelta en una lujosa túnica lila, era sinuosa y sugerente. No pudo evitar fijarse por unos segundos cómo marcaba aquella vestimenta la línea de sus senos, pero rápidamente volvió la mirada hacia sus ojos. Había algo en ella que la hipnotizaba cual canto de sirena, atrayéndola hacia su perdición sin que pudiera oponer resistencia. Sacudió la cabeza para alejar esos pensamientos y recuperar la concentración. —¿Cuál es tu nombre? —La mujer decidió romper el silencio que se había instaurado, apenas interrumpido por el murmullo del agua que brotaba de una fuente. —Prefiero no decírtelo —respondió con algo más de sequedad de la que pretendía—, todavía —añadió para intentar suavizar su respuesta, aunque sin demasiado éxito. La mujer volvió a sonreír de aquella manera tan misteriosa antes de responderle. —Puedes confiar en mí. —Deja que sea yo quien decida eso. —La directora ladeó su rostro y levantó las palmas en señal de que le concedía la pausa demandada en aquel punto. —Está bien, entonces te llamaré la soldado misteriosa —dijo bromeando. Se dirigió hacia una mesa situada a escasos metros de donde se encontraban y cogió con elegancia una jarra, vertió un poco de lo que parecía vino sobre dos copas y le tendió una. La general no se movió ni hizo ningún gesto para aceptar su oferta. Sonrió de medio lado, pues sabía de antemano cuál iba a ser su reacción, así que decidió beber ella misma del vaso que sujetaba. Tras ingerir un poco de vino se lo volvió a ofrecer, y esta vez la ateniense lo aceptó, más por calmar la sequedad dolorosa de su garganta que por concederle aquella pequeña victoria a su anfitriona. —Y dime, soldado misteriosa, ¿qué te trae por estas hermosas tierras? —Bebió un poco de su copa y aguardó por una respuesta que, como presuponía, no llegó. Con media sonrisa en el rostro prosiguió—. Aparte de la disputa entre eolos y atenienses por el puerto de Sigeo de la que nadie deja de hablar en la ciudad. —De nuevo silencio, pero esta vez había algo nuevo en el rostro de la soldado, algo que le hacía sospechar que estaba un poco más cerca de su objetivo: ganarse su confianza—. Me disculparás, pero personalmente no me interesan en absoluto los asuntos bélicos, más bien los aborrezco. —Bebió de nuevo y se giró para comenzar a andar por el jardín. Amplió la sonrisa al oír los pasos de la ateniense siguiendo los suyos; parecía haber captado su atención y podía considerarse como un pequeño paso que las acercaba a ambas. —¿Y qué es lo que te interesa? —Curioseó. Había algo en esa mujer que la atrapa y la arrastraba a seguirla por aquel jardín, a romper todas las normas que le habían enseñado durante sus años de instrucción, a preguntarle qué era lo que le gustaba y a querer escucharlo. Una cuerda invisible que, atada a su cintura, la empujaba en su dirección, como si fuera el mismísimo Teseo y estuviera siguiendo el hilo de Ariadna para lograr salir del laberinto en el que había estado encerrada toda su vida. ¿Cómo es posible que se sintiera así tan solo instantes después de haber conocido a esa misteriosa mujer? Necesitaba respuestas, necesitaba entender por qué estaba allí, por qué le había salvado la vida, pero también quién era ella y por qué se sentía así. —El amor —respondió suspirando profundamente. —¿El amor? —repitió sorprendida por aquella respuesta. La directora asintió levemente antes de girarse para clavar sus ojos sobre los suyos. —El amor es lo que nos mantiene vivos. El amor es lo que hace que tu corazón siga latiendo cada día. Si dejas de amar, se para y todo acaba. Y sí, el amor es doloroso, cuando se termina te sientes morir, sientes cómo te falta el aire, cómo tiembla tu pulso y el simple hecho de seguir existiendo, de seguir latiendo te lastima y no lo puedes soportar, pero aun así, entre tanto dolor, entre las llamas que te consumen y te destruyen, de sus cenizas renace un nuevo amor que te mantiene con vida, que obliga a tu corazón a seguir latiendo —hablaba de forma apasionada, con un brillo en su mirada que enfatizaba aún más todo aquello que expresaba de viva voz—. Pero no te confundas, ateniense, el amor tiene muchas formas: el deseo carnal, el amor de una madre hacia su hijo, el amor a la patria, el amor al arte, a la poesía, a las palabras… —Se acercó hacia una de las rosas y la olió por unos instantes—. Saber ver y apreciar la belleza de lo que te rodea, sin destruirla y conservándola, eso también es amor. —Hay cosas más importantes que el amor. —Bebió de su copa de vino sin apartar su mirada, retándola en aquella disputa verbal. La mujer respondió con una sonrisa burlona antes de negar con la cabeza. —Disculpa, me olvidaba de que profesas devoción por Atenea la virgen. —Su tono burlón la ofendió. —Diosa de la guerra estratégica, de la sabiduría y de la justicia —añadió, porque le parecía un auténtico ultraje que se mencionara primero aquel adjetivo antes que todos los demás. —Y virgen —matizó ampliando aún más su sonrisa—, cualidad que, si me permites, no admiro en absoluto. —La ateniense apretó su puño con fuerza como toda respuesta. La directora retomó su marcha por el jardín, dando pasos lentos y sin rumbo predefinido—. Mientras que vosotros vais a la guerra asesinando a personas inocentes, destrozándolo todo a vuestro paso, arriesgando vuestras vidas no por vuestra patria, sino porque un hombre codicioso que piensa que su vida es más importante que las vuestras os lo ordena, yo prefiero dedicar la mía a escribir poesía y a rendir culto a Afrodita amando a sus hijos e hijas. —¿Qué sabrás tú de la guerra? —espetó molesta por todas las acusaciones lanzadas. Aquella mujer se estaba burlando de todo en cuanto creía y que tanto esfuerzo le había costado alcanzar. —¿Acaso sabes tú algo del amor? —la pregunta la cogió por sorpresa, dejándola sin respuesta. En ese instante apareció otra mujer, se acercó hacia donde estaban y le dijo algo a la poetisa que ella no pudo entender al no hablar el dialecto eólico—. He de irme. —Comenzó a caminar hacia la salida, dejándola en medio de los arbustos florecidos—. Nos vemos esta noche. —No era una pregunta, era una afirmación con la seguridad de quien sabe que su «invitada» no va a rechazar su proposición, ya fuese porque no tenía alternativa o porque, en realidad, no podía dejar abierto aquel debate que comenzaba a producirse en su interior. Esa noche llevaba puesta una túnica amarilla que dejaba al descubierto uno de sus hombros y sus tonificados brazos llenos de cicatrices. Sus heridas estaban sanando mejor de lo esperado y por eso el vendaje que las cubría era menos aparatoso. En el jardín parecía estarse celebrando una fiesta: en el centro había una gran mesa llena de manjares locales y varias jarras de vino. A un lado una mujer tocaba una kithara, mientras que otra la acompañaba con un instrumento de percusión para crear una agradable música que amenizaba la velada. El espacio estaba lleno de mujeres jóvenes de no más de treinta años. La buscó con la mirada, pero parecía que la misteriosa mujer todavía no había llegado. Se dirigió hacia un extremo de la mesa y se preparó un plato con varios alimentos: pan, pescado y algunos frutos secos. —¿Te gusta nuestra gastronomía? —susurró una voz a su lado. Dio un pequeño respingo y recuperó la compostura de inmediato, girándose para localizarla. La directora llevaba una túnica parecida a la suya, pero de color marrón a juego con sus ojos. Asintió con un leve gesto y la mujer le indicó que la siguiera hasta uno de los sofás situados en los extremos del jardín. Esa noche, tumbadas en aquellos cómodos sofás y entre deliciosos manjares, copas de vino, música y cubiertas bajo un manto de estrellas, dejaron a un lado sus diferencias y, por primera vez, disfrutaron de una conversación tranquila. Hablaron de lo que sí sabían, de sus mundos. La ateniense de guerra, de estrategias militares y tácticas de combate. De cómo el polvo te entra en los ojos y te ciega, de cómo lo único que puedes escuchar son los gritos de dolor, y del silencio tras la batalla. La lesbia le habló del amor, de la poesía, del deseo, del sexo, de la escritura, de los libros y la música. De la emoción de rasgar un papiro con la tinta que corría como si fuese su propia sangre, como si emanara directamente de sus venas. De la emoción de darle forma a las palabras de su mente y reflejarlas sobre aquella magnífica superficie, dejando su legado para quienes quisieran leerlo, para la historia. Dos mundos completamente opuestos que bajo aquella estrellada noche chocaban y convergían para convertirse en uno solo. Dos caras de una misma moneda que siempre habían vivido separadas, de espaldas una de la otra, y que, sin embargo, ambas eran las que daban forma a la humanidad, tan intrínsecas al ser humano que sin ellas dejaría de existir. La poetisa le contó que aquella era una academia de escritura y poesía para mujeres. Les proporcionaba un lugar seguro en el que crecer y desarrollar sus habilidades mentales, lejos del mundo misógino y cruel en el que tenían que vivir. Aquel oasis en medio del desierto les proporcionaba un paréntesis en sus vidas antes de tener que abandonar la academia para hacer lo que se esperaba de ellas: casarse y engendrar hijos que fueran productivos para la sociedad. A mitad de la velada una mujer comenzó a cantar uno de los poemas que había escrito, acompañada por la música. Su voz era suave y dulce y el poema narraba el mito de Danae y Zeus. Los poemas se fueron sucediendo hasta que fue el turno de la directora. El suyo era una súplica, un ruego a Afrodita para que le concediera un amor que ella deseaba. La ateniense se quedó enganchada al movimiento de sus labios mientras cantaba, a la forma en la que en algunos versos sonreía, a su voz y a la manera en la que la miraba fijamente. Sentía su corazón golpearle con fuerza dentro del pecho, más y más rápido a cada palabra y gesto de aquella misteriosa mujer que había atrapado cada uno de sus sentidos. No sabía si aquello era lo que ella llamaba amor o deseo, pero por cómo se lo había descrito podría jurar por los dioses que lo que estaba sintiendo en esos momentos se parecía bastante. Cuando terminó volvió a su lado, pero esta vez el silencio se instauró entre ellas hasta que la general lo rompió con un susurro casi imperceptible. «Helena». La poetisa giró el rostro para buscar su mirada. —Es un placer, Helena de Atenas —respondió antes de añadir—: Safo. —Lo mismo digo, Safo de Lesbos. —Le tendió la mano y la mujer no tardó en estrechársela con suavidad. Aquel primer contacto directo provocó que miles de descargas eléctricas viajaran por todo su sistema nervioso, activando hasta la última de sus células. Una respuesta fisiológica altamente placentera que no había experimentado nunca. Tal vez por eso tardó más de lo habitual en romper el contacto, queriendo alargar el momento lo máximo posible. Avanzada la noche la ateniense cayó presa de Morfeo, incapaz de resistirse por estar todavía recuperándose de sus heridas y por el vino ingerido durante la fiesta. Todas las alumnas se habían ido a descansar hacía ya rato, y en aquel jardín en el que ahora imperaba el silencio solo quedaban ellas dos. Safo no sabía cuánto tiempo llevaba viéndola dormir cuando de pronto sintió el deseo irrefrenable de dejar salir todo aquello que sentía. Buscó un papiro y tinta y comenzó a escribir las palabras que se amontonaban en su mente, dándoles forma. Dicen unos que una tropa de jinetes, Otros que la infantería Y otros que una escuadra de navíos Sobre la tierra oscura es lo más bello Más yo digo que es lo que una ama Los segundos se convirtieron en minutos y los minutos en días que se iban sucediendo, uno tras otro, sin que ninguna de las dos pudiera hacer frente al dios Chronos. Pasaban las horas leyendo, escuchando las poesías de Safo, o compartiendo sus historias. Pero también la general enseñó a la directora algunos movimientos básicos de combate, principalmente de defensa. Aprendiendo la una de la otra, compartiendo sus pasiones y descubriendo nuevas. Paseaban por el jardín, bailaban en las fiestas que organizaban y entrenaban casi a diario. Disfrutaban de la tranquilidad que les proporcionaba aquel pequeño paraíso en mitad del caos del mundo exterior. Aprovechaban aquella pausa que la vida les había regalado, todos los momentos que pudieran disfrutar juntas, antes de separarse, pues ambas sabían que aquello era solo una pieza más del puzle de sus vidas, una parte colorida de un complejo mosaico que una vez acabado quedaría para siempre en sus mentes como un feliz recuerdo. Esa noche Helena llevaba una túnica roja que dejaba gran parte de su espalda y su hombro izquierdo al descubierto; por su parte, Safo vestía con una lujosa túnica verde de escote pronunciado. Parecía una de tantas noches que habían compartido y, sin embargo, todo se sentía distinto. Las caricias y muestras de afecto entre ambas eran más frecuentes y más intensas que ningún otro día. Había algo invisible en el aire que lo envolvía todo de un aroma distinto, mágico y embriagador. Tras bailar una canción que narraba la historia de Odiseo, Safo cogió su copa de vino y abandonó el lugar sin mediar palabra. La general se quedó dubitativa unos instantes sin saber bien qué hacer: era muy extraño que la directora fuese de las primeras en irse, especialmente porque todavía era temprano y la fiesta apenas acababa de comenzar. Sus piernas comenzaron a moverse solas por toda respuesta, sin saber por qué necesitaba seguirla, simplemente lo sentía así. Caminó hasta vislumbrar al final del pasillo una puerta entreabierta de la que emanaba un tímido rayo de luz. Con paso tembloroso avanzó hacia la habitación de Safo. Ella, a quien jamás le había temblado el pulso en combate, que se había enfrentado a miles de enemigos armados con las armas más avanzadas que el hombre había sido capaz de imaginar, que había dirigido a la armada ateniense hacia innumerables victorias y había mirado a Hades directamente a los ojos en muchas ocasiones, ahora temblaba por el simple hecho de enfrentarse a Safo en la intimidad. Tras las numerosas historias que la poetisa había compartido con ella iba a ser la primera vez en su vida que las pusiera en práctica. Unas enseñanzas que distaban mucho de las que había recibido en su tierra natal. Sin armadura y sin escudo, sin espada ni lanza y en un contexto íntimo se sentía indefensa e insegura. Abrió la puerta despacio, con la respiración perdida en algún recoveco de su pecho, el pulso temblándole y el corazón martilleando sus costillas con violencia. Se paró en seco cuando visualizó la figura de la mujer que había alterado toda su existencia en apenas unas semanas, de pie en medio de la estancia sosteniendo su copa de vino y la túnica verde a sus pies, en el suelo. Safo sonrió de medio lado al ver la reacción que había causado en ella y dio un lento sorbo a su copa. —Y dime, ateniense, ¿quieres rendirle culto a Afrodita esta noche? —una voz sugerente acompañada de una mirada más penetrante que las afiladas lanzas de los hoplitas hicieron que la general tuviera que tragar con fuerza y agarrar el pomo para intentar controlar sus nervios. Con un gesto del dedo índice le indicó que se acercara y, tras unos segundos de duda, dejó la seguridad del umbral de la puerta para adentrarse del todo en los aposentos de la mujer que había puesto del revés todo en lo que creía, que se había burlado de todo cuanto le habían enseñado, y que aun así logró que su corazón latiera de una forma diferente. Safo le hacía sentir diferente. Diferente incluso de la sensación de volver a su hogar junto a sus progenitores tras cada batalla y poder ver el rostro de su madre y de sus sobrinos una vez más; diferente a la sensación de despertar en su cama, al olor a salitre y el graznido de las gaviotas que llenaban su casa, situada a escasos metros del Pireo. Diferente al orgullo de ser admitida en la academia de lucha incluso siendo mujer —era la única del lugar— y de demostrar que era merecedora de portar la armadura del ejército ateniense, que era digna luchadora por la libertad. Cuando llegó a su altura, Safo recortó la poca distancia que las separaba y atrapó con suavidad sus labios en un beso tierno y lento que despertó terminaciones nerviosas que la ateniense no sabía ni que existían. Habían permanecido dormidas todos esos años, expectantes del momento en el que apareciera la mujer indicada para sacarlas de su largo letargo. A ella, esperándola a ella. Su corazón bombeó sangre con más fuerza, latiendo de esa forma diferente, golpeando sus costillas con bastante violencia, pero en esos instantes ese detalle no podía importarle menos. Safo intensificó sus besos y sus caricias y con ello el aire se llenó de algo más denso y demandante, casi impaciente. A tientas y con pasos torpes la general la condujo hasta la cama, llevándola y dejándose llevar, sin estar muy segura del siguiente paso, pero completamente convencida del que estaba dando en ese instante, llevada por una fuerza invisible que la estaba ayudando. Tal vez fuera Afrodita, tal vez Eros o alguna de las musas que solían inspirar a la poetisa, fuera quien fuere ella en su interior le estaba muy agradecida. En ese momento esa fuerza invisible se tornó tangible cuando las manos de Safo guiaron las suyas por su cuerpo, tocándola y tocándose, descubriéndola y descubriéndose, enseñándola y mostrándole los placeres carnales que hasta entonces habían permanecido ocultos, completamente desconocidos para ella. Esa noche fue la primera de muchas en las que hicieron el amor, rindiéndole culto a Afrodita y agradeciéndole que uniera sus destinos, aunque fuera un simple cruce en cada uno de sus propios caminos. Bajo esas sábanas se sentían protegidas, a salvo del exterior, inalcanzables. En su guarida solo cabían los besos, el placer, el sudor, las caricias y las risas. No había lugar para el dolor y tampoco lo dejaban pasar. Bajo esas sábanas solo había sitio para ellas dos, para descubrirse, para besarse, para tocarse, para perderse y para encontrarse. Para amarse. El verano ya había desaparecido. Atrás habían dejado las mañanas cálidas y soleadas y ahora la brisa marítima era más fría y húmeda. Esa mañana mientras paseaba por el jardín interior esperando a que Safo regresara vio a dos mujeres hablando con gestos de preocupación. Agachada y cubriéndose tras los rosales llegó hasta su altura para poder escuchar la conversación. Y al oír las palabras «Atenas» y «guerra» su mundo entero se derrumbó en ese preciso instante. Las tropas del rey Cambises de Anshan amenazaban a toda la Hélade, y el tirano de Atenas, Solomón, había llamado a combate a todas las tropas atenienses y aliadas para defenderse. Miró hacia arriba unos segundos, rogándole a los dioses que no fuera verdad y trató de tomar aire cuando sus pulmones pedían clemencia, porque se había olvidado de respirar. Al final dejó que fuera la rabia quien condujera su cuerpo y le hiciera dar un puñetazo a una de las columnas. Rabia. Era lo único que sentía en ese momento, mientras daba paso lentamente a una sensación de impotencia por no poder hacer nada para evitarlo. Pese a que su corazón le golpeaba las costillas con fuerza, tal vez tratando de lesionarla, mientras le gritaba «no» una y otra vez, su cabeza ya había tomado la decisión y no había marcha atrás. Respiró hondo intentando calmar sus pulsaciones. Abandonó su escondite sin importarle que la vieran y fue a su habitación, con paso lento y firme, intentando aparentar serenidad, aunque en su interior todo estaba hecho un desastre, destrozado y revuelto. Cuando llegó fue directa hacia el baúl donde guardaba su ropa y comenzó a vestirse. Jamás le habían picado los ojos al ponerse el uniforme, ni había tenido la sensación de ahogo al enfundarse la coraza plateada. Por primera vez los brazos los sentía cansados cuando se colocó las protecciones, y nunca antes el escudo le había pesado tanto. Era como si su cuerpo entero se revelara contra ella y no quisiera vestir aquel uniforme, ese que la separaría de lo que en los últimos meses la había hecho ser más feliz y estar más viva que en toda su vida. De ella. —Te vas —la voz temblorosa de Safo congeló sus movimientos, rompiéndola aún más. No era una pregunta, venía de la ciudad y ya estaba al corriente de la situación actual. Tampoco era una súplica disfrazada, pues sabía tan bien como ella que el sentido de su deber pesaba más que todo cuanto habían compartido durante los meses que habían estado juntas. Giró sobre sí misma para localizarla apoyada en la puerta, como si temiera que al entrar en la habitación lo fuera a hacer todo más real, y el estar allí le permitiera retrasarlo por unos instantes; parar el tiempo y que volviesen a ser ellas dos, solo ellas y volver a sentirse intocables y a salvo. Pero ni tan siquiera la poderosa Afrodita podía combatir contra los caprichos de Ares y su séquito. Cuando la guerra llamaba los soldados respondían y dejaban atrás amadas y amados rotos esperando por un regreso no garantizado. —Es mi deber —intentó que sonara firme, pero ver cómo los ojos de la poetisa se llenaban de lágrimas hizo que la voz se le rompiera al final. Respiró hondo tratando de calmarse. —Tu deber con un tirano codicioso —matizó, aun sin despegarse del marco de la puerta. La ateniense negó con la cabeza al mismo tiempo que una solitaria lágrima resbalaba por su rostro. —Atenas está en peligro, toda la Hélade está en peligro. —Colgó el escudo a su espalda y avanzó dos pasos hacia Safo—. Mientras me quede aliento, mientras mi corazón siga latiendo, defenderé la libertad de las niñas y niños, de mujeres, hombres y ancianos. Su libertad y su derecho a seguir viviendo en paz. —Libertad o muerte —rescató el lema del ejército ateniense y la general hizo una mueca que no llegó a sonrisa, porque el pecho le dolía como nunca antes y estaba concentrando todas sus fuerzas en no derrumbarse allí mismo, en no derrumbarse delante de ella. Recortó la distancia que las separaba y tomó sus labios con suavidad, queriéndole transmitir con un beso todo lo que ella le hacía sentir, queriéndole agradecer que le hubiese hecho vivir los mejores meses de su vida y todo lo que Safo representaba para ella. Ese beso de sabor dulce y amargo, que sabía a amor y a despedida. Su último beso antes de que la general se separara de la mujer de cabellos negros para emprender su camino hacia Atenas. No quiso mirar atrás mientras abandonaba la academia, porque sabía que si lo hacía sus piernas se negarían a moverse y sería incapaz de irse. Sintió su mirada clavada en ella mientras desaparecía por la puerta principal. La poetisa se quedó allí, inmóvil durante unos minutos, incapaz de reaccionar. Lágrimas amargas y el corazón roto por tantos sitios que le hacía daño físico. Lágrimas que le condujeron hacia su escritorio, hacia sus papiros y su tinta, hacia su único refugio: la poesía. De verdad yo quisiera verme muerta. Ella me abandonaba entre sollozos Y ante mí repetía sin cesar: —¡Ay de mí, qué cruelmente sufrimos! Mas no dudes que te abandono, Safo, sin quererlo Y yo le respondía de este modo: —Márchate alegre y tenme en tu memoria Porque bien sabes cómo te mimábamos Masi sino, yo quisiera Traerte los recuerdos De aquellas experiencias hermosas que vivimos Pues con muchas coronas de violetas Y de rosas y flores de azafrán Te ceñiste, a mi lado […] Y sobre blandos lechos Saciabas el deseo Y no había ningún recinto o santuario Del que nos mantuviéramos ausentes…Nuestros mundos