Ana Castellón
Ana Castellón es sexóloga, feminista, fotógrafa, cineasta y escritora erótica a ratillos con muchas ganas de explorarse artísticamente.
Sinopsis
Tras veinte años juntas, con hijes y terapias de pareja a sus espaldas, la vida sexual de ambas mejoró exponencialmente desde que hace unos años decidieron salirse de las prácticas más normativas de un matrimonio monógamo. Su última idea caldea el ambiente: hacer un trío.
RØD
―¿Noruego? ¿Lo dices en serio?
―Pues sí…
―¿Por qué noruego?
C no comprendía las sugerencias locas de su mujer y, desde que había aceptado darle gusto en su última extravagancia ―tener un encuentro sexual con un desconocido―, el nivel de absurdos de aquella noche se estaba disparando. Llevaban una hora planeando la fantasía desde el cómodo lecho conyugal y A, llevada por la excitación, proponía y proponía posibilidades que C descartaba sin miramientos, aunque con una sonrisa apenas disimulada. Pero la nacionalidad de su incauto amante fugaz le había sorprendido de verdad.
―¿Que por qué noruego?
―Porque son muy guapos, podemos entendernos en inglés y, vas a flipar, tienen una agencia de maromos aquí mismo, en Málaga.
A sujetaba el ordenador contra sus rodillas mientras palmoteaba con fuerza el muslo de su compañera.
―¿Cómo que agencia? ¿Estás pensando en contratar los servicios de un gigolo?
―Mujer… gigolo… ¡qué viejuna suenas! Ya que solo vamos a hacerlo una vez, yo quiero que sea un profesional y no me importa pagar lo que haga falta.
―Pues a mí la idea de pagar no me gusta.
―Entonces, ¿qué? ―A no la dejó terminar―. ¿Nos vamos a un bar las dos gordacas y asaltamos a un erasmus? No creo que tengamos mucho éxito, la verdad. Y no quiero tener que hablar ni ligar. Yo lo que quiero es follar.
―Que sí, pesada, pero yo había pensado poner un anuncio en alguna página de encuentros y esperar a ver si nos contestaban.
―Claro, y si nos contestan para cuando les niñes ya estén en la universidad o para cuando estemos jubiladas, pues mejor, más tiempo libre. En el anuncio ponemos, sin que suene, para nada, desesperado: «Por favor, no tardes mucho, que todavía podamos hacer posturitas sexis!!!».
A soltó una carcajada y siguió compartiendo sus irónicas propuestas con su paciente esposa que la miraba divertida:
―«Señoras en su cincuentena…».
―Yo tengo cuarenta y cinco ―la interrumpió C, dispuesta a ponerle pegas hasta en las comas.
―Mira, qué más da, es por abreviar, ¿a quién le importan los años exactos? ―respondió A decidida a no perder la inspiración―. «Señoras… maduras…?».
―«Señoras» no me convence. Mejor «Mujeres o pareja de lesbianas busca…».
―Joder, cariño, «pareja de lesbianas busca hombre» no podemos poner, que se nos llena el rellano de salidos. La mayoría de hombres busca pareja de lesbianas a la que dar «su merecido». Es la fantasía hetero por excelencia. Por eso te digo que es mejor un profesional y no tener que lidiar con tonterías.
―Bueno, léeme eso de los noruegos, anda.
Mientras A comentaba en voz alta las características de la web noruega afincada en la Costa del Sol, C había deslizado una de sus manos bajo la camiseta de su mujer, apretando suavemente los pezones de ésta.
―Discreto, profesional…, mira, 200 pavos la hora. ¿Qué te parece?
―Pero ¿eso es para una o para las dos? ¿Habrá precio especial para parejas o tendremos que pagar el doble?
―Puff…, no sé yo si habrá dos por una en servicios sexuales internacionales ni si se podrán pedir descuentos por puntos. Con lo que te gusta regatear te encargas tú de esa parte, ¿eh?
―Ah, ¿sí? ―C le subió, con un movimiento brusco, la camiseta y apoyó las manos en las tetas amadas y saltó sobre ella―. ¿Y de qué te encargarías tú, exactamente?
A dejó el ordenador sobre la mesita de noche y rodeó la cintura de su mujer con fuerza. Buscar amante, juntas, la excitaba muchísimo, y si no fuera por dejar cerrado el asunto cuanto antes, ya habría deslizado sus dedos por la gomilla gastada de sus bragas al comienzo de la velada. Después de más de dos décadas juntas, el deseo compartido de vivir nuevas experiencias eróticas la hacía sentirse aún más apegada a esa mujer vital, madre de sus dos hijes y fuente de una felicidad cotidiana que, en los últimos meses, se había potenciado justo al empezar a abrirse a nuevas posibilidades en la cama ―y fuera de ella―.
―Yo me encargo de ti, ¿o te crees que un chavalote vikingo puede darte los orgasmos que te doy?
Mientras decía esto, A deslizó una mano entre sus cuerpos, y con la punta de los dedos, muy suave, empezó a acariciar la vulva de C por encima de las bragas. Su mujer, complacida por el gesto, se apretó, aún más, contra su mano y comenzó a restregarse rítmicamente, provocando que la que estaba debajo tuviera que levantar un muslo para colocar a la demandante contra él y poder, así, mantener el vaivén deseado.
Mientras A se concentraba en mover su cuerpo al ritmo del de su mujer, esta manoseaba bruscamente las tetas de la otra señora, que emitió un fuerte gemido cuando los dedos ansiosos pasaron de los pezones erectos a la boca, penetrando, sin contemplaciones, los labios de A; y esta, excitada por la conversación y lo que no era conversación, buscó los labios de C para fundirse en una serie de muerdos apasionados que les recordó, a ambas, sus inicios como pareja.
El frote violento contra el muslo de A se volvió insoportable para la más joven que decidió zafarse de las manos que la rodeaban y quitarse las bragas. La humedad que A sintió en su piel aceleró su deseo y le pidió a C que se subiera a su boca para continuar con el trote que habían iniciado, como de la nada, cuando buscaban opciones de un amante con el que experimentar novedades follatinescas.
C se abandonó a la calidez de la boca de su mujer y, también, a su experiencia lingual. ¿Qué coño ―en sentido figurado, claro― puede aportarnos un hombre cis, de Oslo o de Alcaucín, si ya tengo todo lo que necesito? Esos pensamientos duraron poco en su mente, porque sabía que si ya le había dicho a A que aceptaba su propuesta, no habría modo de echarla atrás. Sabía que estaba decidida y le parecía bien. A ella nunca se le hubiera ocurrido probar con otras personas. Tenía un sentido de la monogamia acérrimo, pero el paso de los años y la certeza de que su mujer la amaba con locura ―por encima de experiencias sexuales y deseos que ya no ocultaba― habían dejado rendijas por las que se colaban sus propuestas. Y tenía que reconocer, muy a su pesar, que la mejora en su vida sexual estaba suponiendo una mejora en todos los aspectos de su relación, hasta el punto de estar viviendo una inesperada luna de miel, muy alejada ya en el tiempo de aquella vez, la surrealista primera noche de su luna de miel real en la que terminaron, por error de su suegra, en un ordinario hotel de citas que, lejos de espantarlas, las había sumergido en una noche de lujuria inesperada.
También es cierto que A, con su descaro y empeño en tirar tabúes sexuales y de hablar con todo el mundo de sexo no normativo, la había puesto en situaciones donde la vergüenza la había superado. La reciente instalación, en el sótano, de un columpio erótico le vino a la cabeza a C justo cuando la lengua intrépida de su amante cambiaba el ritmo y aceleraba los empellones. El orgasmo profundo que se estaba gestando en su intimidad borró de un manotazo o, mejor dicho, de un lengüetazo, todas estas imágenes de ella misma, oculta en la cocina mientras su liberada esposa acordaba con el manitas de la urbanización la posición, altura y forma de las correas, bajo la atenta mirada de sus dos jóvenes aprendices que apenas disimulaban la curiosidad, mezclada con un pudor aún mayor que el de la dueña de la casa. Cuando A le comunicó, delante de ellos, que faltaban 50 centímetros de cadena para que el dichoso columpio estuviera a su alcance y no hubiera que subir con escalera, cerró los ojos para huir de allí. Igual que ahora hacía su mente, quedándose en blanco y sintiendo solo el palpitar de su vulva, satisfecha y jadeante tras el esfuerzo del orgasmo.
―Te voy a decir una cosa que he pensado. Creo que necesitamos una palabra en clave para asegurarnos de que todo está marchando como nosotras queremos.
A, con los labios empapados y enrojecidos, seguía con su organización del encuentro a tres. Era muy meticulosa y controladora, aunque pareciese lo contrario, y tenía una asombrosa capacidad para pensar y sentir cosas muy diferentes, al mismo tiempo ―y para hacer, como acababa de demostrar―.
―Como cuando practicamos BDSM. Una palabra que pare la práctica si en algún momento se nos va de las manos.
C se bajó de la boca lujuriosa y parlanchina y se desplomó a su lado. ¿De qué leches hablaba su mujer?
―Podríamos usar la misma de siempre, «rojo». ¿Te parece, amor?
A la miraba esperando respuesta. Había cogido, de nuevo, el ordenador y buscaba la dirección del garito noruego en cuestión, pero C no iba a dejar las cosas así. Nada se iba a interponer en sus ganas de lamer a su mujer porque sabía, de sobra, que la vulva de A rezumaba olor a miel, como decía la canción, y quería saborearla. Así que bajó por el edredón, desatendiendo la pregunta que se quedó flotando en el aire y, sin más preámbulos, arrancó con cierta dificultad ―las piernas generosas no son fáciles de manejar a tientas― las bragas de su esposa, que enmudeció de golpe y se recostó cómodamente, dispuesta a recibir las caricias que tanta vida le daban, a sus cincuenta años recién cumplidos.
A tenía la cabeza llena de imágenes que la erotizaban. Algunas con su mujer, otras sin ella, pero la posibilidad de hacer realidad alguna de sus fantasías dentro del rígido contrato matrimonial ―o eso le parecía en ese momento de su vida o, más bien, desde que cumplió los cuarenta y sintió que la vida volaba, que solo podría atesorar recuerdos o lamentos y no era persona de arrepentirse por lo que no se había atrevido a hacer― le había supuesto un soplo de energía que, no podía ocultarlo, la había sorprendido.
BDSM, visitas a clubs nocturnos de swingers, aunque solo fuese para mirar, salón erótico de Barcelona, posporno compartido y un cada vez más largo etcétera empezaban a poblar el bagaje de esa pareja de amorosas lesbianas, madres nada ejemplares pero todoterrenos, activistas y aguerridas feministas que habían decidido cambiar las interminables horas de terapia de pareja por otra cosa, más difícil de contar a sus familias, pero infinitamente más satisfactoria.
Cuando unas horas antes C le había comunicado que estaba de acuerdo, que podían vivir su deseo de un trío ―con un hombre, mejor, que de mujeres ya tenían bastante― , A había sonreído, agradecida. No tenía duda de que si su mujer aceptaba, era porque esa posibilidad también le atraía a ella, aunque reconocerlo abiertamente era otra cuestión que a A ya no le importaba. Había dicho que sí, después de casi siete años esperando, así que no había tiempo que perder.
En la siesta, su tiempo-espacio sagrado, había aprovechado para llamar a K, su fiel amiga, cómplice de la mayoría de sus incursiones fuera de los márgenes de lo aceptable ―que en lo sexual, pensaba A, eran ridículamente limitados― y había obtenido el nombre de una agencia de hombres que estuvo investigando para prever las posibles pegas que su mujer pondría cuando se lo propusiera.
Mirando atrás, le parecía un milagro que el sexo, otrora su campo de batalla, se convirtiera en ese momento de la relación en el cemento que las unía con una fuerza renovada y se confirmara como un bastión firme y fiable de longevidad parejil.
Aun así, aunque nunca se lo reconocería, A tenía la seguridad de que, por mucho que experimentara con otres, nadie podría darle el placer que su mujer le daba con la boca. Pero no buscaba solo orgasmos. Eso ya los tenía y, últimamente, en abundancia, además. Buscaba cuestionar, esta vez desde la práctica, las normas sociales que la inmovilizaban y que, cada vez, le resultaban más absurdas y ajenas. Bueno, no se iba a engañar a estas alturas; si esta investigación personal le acarreaba placeres corporales nuevos, bienvenidos fueran.
Cuando la cabeza emergió de entre las piernas gozosas, después de desencadenar tempestades, A escuchó una sola palabra: Rød.
―¿Rod?
―Sí, rød, ‘rojo’ en noruego. ¿O esperas que el Thor de turno hable en castellano y nos entienda entre jadeos? Mejor ponérselo fácil…
―¿Y tú cómo demonios sabes eso?
―Yo tengo mis recursos, chavalita…
Y ambas, desnudas y abrazadas, siguieron planeando su nueva aventura conyugal con tintes cosmopolitas, tapadas con un edredón nórdico que protegería, con mucha profesionalidad y garantía 100 %, el calor que juntas emitían.