Belle de Winter
Belle de Winter no es, aunque a veces se lo hayan preguntado, un perro salchicha. Le gusta la comida muy picante, el color del mar y escribir sobre personas con vidas mucho más interesantes que la suya. Se mueve entre géneros literarios, pero considera el romántico su favorito.
Tras muchos años de haber dejado la escritura de lado para estudiar psicología jurídica, ha tenido la suerte de poder retomar su verdadera pasión y ha publicado un cuento fantástico en la antología Sueños de Hadas (Perdiendo el Rumbo) y próximamente un relato de ciencia ficción para Literentropía bajo el nombre de M. Ricart. Seguramente se le irán ocurriendo más nombres, pero no promete nada.
Sinopsis
Olivia es una joven británica apasionada de Egipto y dedicada a su estudio en plena egiptomanía, el furor decimonónico que trajo a El Cairo a miles de turistas y convirtió las pirámides en un espectáculo exótico para los visitantes. A los pies de una pirámide, aparece en el campamento la arrebatadora Dalila, una contrabandista oportunista encantada de lucrarse del caos y los incautos, y en la que Olivia no ha podido dejar de pensar desde que la conoció. ¿Podrá Olivia mantener la calma y las formas ante su antigua amante, o se esfumará con un viento cálido antes de que pueda volver a caer bajo su embrujo?
CONTENIDO ADULTO
Un cielo rojo
Olivia no sabía cuántas pirámides se habían descubierto hasta la fecha en Nubia. Las tradiciones ancestrales de las familias de faraones de piel oscura eran aún recientes para los europeos, pero ella hacía todo lo posible para aprender de los locales todo lo que pudiera darle una pista de lo que iban a encontrarse en el desierto. El grupo de expedición la ignoraba, en su mayoría, cosa que agradecía, en especial porque los hombres europeos le parecían particularmente cargantes de base, y en exceso en el sitio en el que se encontraba.
Había pasado la mayor parte de la tarde dibujando el arco que llevaba al interior de la piedra, repasando las líneas una sobre otra tantas veces que no hacía más que empeorar su dibujo. Si la pobre reina nubia enterrada dentro hubiera salido personalmente para darle un sopapo, Olivia lo habría aceptado como bien merecido.
Nunca había sido de las que se quejaban, pero si alguien le hubiera contado años atrás que abandonaría los salones de té londinenses para estudiar reliquias y pasaría incontables días peleando constantemente con el sol egipcio armada con enaguas y parasol, no habría podido contener la carcajada. Levantó la mirada hacia el atardecer un segundo, resentida. Ni un solo minuto de tregua en toda la semana, las mejillas ligeramente quemadas a pesar del sombrero y rozaduras varias. Intolerable.
Suspiró resignada. A pesar del calor, el cansancio, las largas horas copiando jeroglíficos y tener que soportar compañías poco agradables, el cielo despejado siempre conseguía dispersar su mal humor. Recogió sus bártulos de la arena blanca hasta que una sombra se perfiló sobre ella.
Alta y con la piel de un tono acaramelado, Dalila seguía siendo la única persona a la que Olivia hubiera reconocido entre mil. Se agachó a recoger un par de lápices con desgana, para tendérselos a Olivia como si le hubiera hecho el favor de su vida. «No sabía que estarías aquí».
A Dalila le daba lo mismo que la pillaran con una mentira.
Le había perdido la pista en El Cairo, tras un deleznable espectáculo a cargo de un tal Pettigrew, que se dedicaba a desenvolver momias para los turistas. Hasta las hacía moverse hacia el final, para dar a esos ingleses incautos un susto de nada que en esa ocasión envió a un pobre hombre con su hacedor. La verdad es que Olivia no lo había visto en su momento, pero sí tenía cierta gracia. Dalila, no obstante, había visto lo cómico de la situación al instante.
Llevaba lo que parecían ser pantalones de caballero con una camisa robada en un tono oscuro que se mezclaba con sus cabellos si la miraba a contraluz. Sus ojos estaban pintados con kohl y llevaba varios colgantes alrededor del cuello en distintas alturas. Un crucifijo, por supuesto, hermano ahora de un escarabajo azul, una perla de forma extraña y varios ankh, por si uno no le traía suficiente suerte.
A Olivia casi se le había olvidado lo hermosa que era.
Bueno, no. A ella sí le importaba que la pillaran con una mentira.
***
―Es una expedición académica ―explicaba Olivia en la tienda, cogiendo delicadamente su vaso de té. Le habían traído para el camino una bandeja con dátiles, dulces, cecina y una especie de pan plano pero mullido por dentro.
Dalila había vuelto con ella y permanecía cómodamente recostada sobre los cojines de su cama de campaña, comiendo dátiles con absoluta tranquilidad. Olivia nunca llegó a extenderle una invitación, pero Olivia sospechaba que, de haberlo hecho, Dalila se hubiera marchado.
―Por supuesto. Por eso has venido hasta aquí con Ferlini.
Olivia se ofendió al instante. Le quitó la bandeja de dátiles como si planeara esconderla en su camisón, dudando un segundo qué hacer con ella hasta que se quedó en mitad de su tienda sujetando dátiles con una mano como si ella misma hubiera sido una estatua faraónica. No es que esconderlos en su persona la hubiera ayudado. Algo así solo habría provocado a Dalila, que la miraba con sus ojos oscuros y media sonrisa, esperando como los tigres que tienen una presa asegurada.
―Ferlini quiere trabajar con todos los museos de Europ…
La carcajada de Dalila casi le hizo soltar los dátiles.
―Ferlini es un ladrón y un estúpido. Llevará consigo todo lo que encuentre únicamente para hacerse rico. Los museos y la cultura le traen sin cuidado, y si ellos le niegan la venta, un príncipe bávaro o señoronas inglesas estarán encantadas de quedarse con su botín. Lo mejor que puedo decir de él es que no es un turista, y eso no es mucho.
Olivia sonrió, triunfante.
―¡Ajá! Pero todos esos turistas podrán contemplar la pirámide, como y tú y yo hoy. Y resistirá siglos, tantos que hasta los nietos de nuestros nietos podrán estar donde hemos estado hoy.
La sonrisa de Dalila no desaparecía. Nunca era buena señal.
―Piensa volarla. ¿Lo sabes, no?
Olivia se sentó tan rápido que casi se mareó. Miró a Dalila durante un largo instante, como cerciorándose de que no sería capaz de mentirle en algo así. Por supuesto, ahora que hacía memoria del inventario, cargaba demasiada dinamita para volar únicamente lo necesario para empujar hasta la puerta más obcecada.
―No será capaz.
Dalila arqueó una ceja.
―Sí lo será. No es el primero que destruye tumbas en busca de tesoros y no será el último. Además, tú has venido con ellos. Sin duda contarás con llevarte algo además de tus propios dibujos nefastos.
―No son nefastos.
―¿No? Tu pirámide parece un bocadillo mal montado y soso.
Olivia tomó aliento como para responder, pero un vistazo al cuaderno le hizo mantener la boca cerrada. La parte de «soso» era la más ofensiva y la más cierta. Levantó la mirada para encontrarse con la de Dalila.
―Bueno ―concedió―, hay partes en eso que no puedo negar.
―No te preocupes, tienes otras virtudes.
Dalila buscó dentro de su bolsa hasta encontrar algo que a los oídos de Olivia parecía sonar metálico. Con sumo cuidado sacó varias piezas brillantes como estrellas.
―Percha, por ejemplo. Acércate.
Olivia quería molestarse, pero la curiosidad era demasiado grande. Dalila estaba exhibiendo con cuidado las piezas sobre el suelo de la tienda. Un brazalete dorado con hileras de cuentas esmaltadas, un amplio collar de oro con una pesada piedra roja en el centro, rodeada de otras que formaban a su alrededor la forma de un halcón y un cinturón dorado cubierto por una infinidad de perlas. Olivia tocó la gema roja con cuidado.
―¿De dónde has sacado todo esto?
―Se rumorea que hay cientos de pirámides en Nubia ―explicó, como si eso fuera todo lo que necesitaba para haberse hecho con un botín como ese―. Trabajo para mucha gente, Olivia. Y pocos de ellos de verdad saben qué piezas son las mejores.
―Todas son…
―Preciosas. Eso es lo que son. No quiero ni tener que hacer cálculos antes de que me las paguen.
―Pensarán que son falsas.
Dalila sonrió.
―Puede ser. ―La miraba con cuidado. Hacía tiempo que no se veían, sí, pero Olivia casi había contado los días desde El Cairo―. He pensado que te gustaría verlas primero, eso es todo.
Olivia sabía de sobra que nunca lo era, pero Dalila fingía desinterés mientras bebía té negro de un pequeño vaso de cristal tallado.
―¿Y tú? ¿Las has mirado lo suficiente?
Dalila dejó el vaso en el suelo con cuidado.
―No del ángulo correcto. ―Tomó el brazalete con cuidado y lo ciñó a la muñeca de Olivia. Se dejó hechizar un segundo por el oro antes de reaccionar con sensatez―. Cuidado, puede que se rompa si se engancha en la blusa.
Dalila sonrió ampliamente, como alguien a quien le acaban de dar una buena noticia.
―Eso tiene solución. ―Sus manos se dirigieron a la blusa de Olivia y comenzaron a desabrocharla. Esta comenzó a balbucear una excusa, pero antes de que saliera de sus labios, Dalila se había puesto tan cerca de ella que sentía su aliento sobre sus labios―. ¿De verdad es eso lo que te preocupa?
―No te he visto en meses.
―Pensabas que me habría olvidado.
Olivia intentó ocultar el rubor que le subía por las mejillas.
―No he dicho nada de eso.
Dalila deslizó de nuevo sus dedos sobre la tela sosteniéndole la mirada. Desabrochó los botones con dedos hábiles hasta posar las yemas ligeramente sobre la camisola que casi ocultaba el corsé de la inglesa. La contrabandista la miraba sin vergüenza alguna y mantenía la vista sobre la curva de sus pechos.
―No te lo vas a poder probar si no estás cómoda.
Olivia sabía de sobra el efecto que Dalila tenía sobre ella. La desvistió con cuidado, haciéndole pasar los brazos para librarse de la tela, liberando sus pechos encorsetados y liberándola de la fina camisola de debajo en un movimiento fluido sin llegar a tocarla, aún no, esperando con mirada felina para saltar sobre su suave piel blanca y rosada. Olivia la dejó ceñirle el precioso cinturón con cuidado, conteniendo el aliento, y luego el collar. Esperó expuesta a que la morena diera un paso atrás para contemplar su obra. Le soltó el pelo, que cayó en una cascada rubia sobre gemas de valor incalculable que debían de haber pertenecido a una mujer de piel oscura y dorada, y seguramente mil veces más hermosa.
Esa última parte era con la que Olivia sabía que Dalila no habría necesariamente estado de acuerdo.
La egipcia acarició sus cabellos, deslizando los dedos por sus ondas rubias hasta recogerle los mechones en la nuca. La arqueóloga la miraba sin apenas respirar. Sus ojos se veían casi dorados a la luz tenue de las lámparas de aceite. Estaban tan cerca que casi podía rozarle los labios. Dalila le sostuvo la mirada un momento, desafiante, para agarrarle los cabellos con fuerza un segundo después, exponiendo su cuello blanco a la tenue luz de la tienda. Olivia sintió cómo tomaba aliento de forma súbita y lo retenía.
La contrabandista la miraba como si ella misma se hubiera tratado de un tesoro, bajando la mirada del pesado collar de oro al tono rosado de sus pezones endurecidos, bajando la cabeza para lamer uno con cuidado hasta tenerlo en la boca y morder, con la fuerza justa para hacerla saltar y lanzar un espasmo casi eléctrico hasta su centro. La atrajo hacia sí poniendo las manos sobre sus caderas, bajando hasta agarrar sus curvas blancas. Tocó el cinturón apenas un instante, poco interesada excepto para usarlo de agarre para pegar el cuerpo desnudo de Olivia al suyo.
La besó en el cuello expuesto, como disculpándose innecesariamente por la marca que llevaría al día siguiente. A través de la fina camisa negra, Dalila sentía sus pechos apretados contra los suyos, suaves y cálidos. Sin poder esperar otro instante, se lanzó a desabrocharle la camisa hasta liberarla de la tela, con tanta prisa que las dos pudieron escuchar claramente cómo se rasgaba.
Se hizo un momento de silencio entre ellas.
―Esa era mi única camisa ―informó Dalila, y tumbó a Olivia sobre el suelo de la tienda, dejando de lado los dibujos, comida o arena que pudiera encontrarse debajo. Se lanzó a besarla como si le fuera la vida en ello, con sus cabellos negros cayendo alrededor de la cara sonrosada de su amante, como protegiéndola de su propio rubor. Olivia veía cómo los pezones oscuros de Dalila sobresalían de su camisa para encontrarse con su piel blanca, apenas escuchando el sonido de los colgantes de su amante al chocar contra el oro con el que la había vestido.
Todo lo que Olivia sentía era la forma en la que aquella mujer le hacía perder conciencia del resto del mundo. Sus labios se ocupaban de trazar un camino desde su cuello a su cadera mientras sus manos se deslizaban entre sus muslos, que se abrían ante ella como si le pertenecieran.
Dalila se detuvo un segundo a mirarla con ojos intensos. Olivia le tocó los cabellos con la mano, sedosos y oscuros, tratando de guardar esta imagen en su memoria.
―¿Qué pasa?
―¿Esto era el monte de Venus?
―Serás gilip…
Perdió todo el aire de golpe. Sus pulmones se llenaban de un aire húmedo y ardiente mientras los dedos de Dalila formaban círculos, presionando con cuidado. Apenas podía pensar. Aquellos ojos oscuros siempre habían tenido claro cómo hacerle perder las formas. Sentía su propio sexo húmedo y tenso, apenas recobrando el aliento cuando Dalila deslizaba sus dedos dentro. Sentía cómo sus caderas se alzaban para buscar de nuevo caer sobre ellos mientras el pulgar trazaba círculos sobre su carne húmeda. Las ganas de insultar a quien fuera siempre desaparecían cuando le costaba recordar su propio nombre.
Dalila la besaba buscando el calor de su cuerpo, manteniéndose sobre sus labios hasta que notaba cómo a Olivia le faltaba el resuello, buscando con su lengua la curva de sus pechos hasta llegar entre sus muslos, hundiéndola en su humedad.
Sintió cómo poco a poco se iba formando un grito en su garganta. Sus ojos se volvieron a Dalila, suplicantes. Ella alzó la cabeza un segundo, casi fingiendo indiferencia antes de recuperar el ritmo son dedos hábiles que se movían cada vez más rápido. Le tapó la boca con la mano libre y plantó un beso condescendiente sobre su mejilla que la hizo retorcerse y cerrar los ojos con fuerza, tratando de no gritar. Olivia sentía el aliento de Dalila, cómo le lamía el cuello mientras sentía que iba a salir de su propio cuerpo. Apenas podía refrenar el tintineo metálico del oro sobre sus pechos rosados mientras luchaba para recobrar el aliento. Comenzó a sentir cómo una explosión de calor le llegaba en olas, tenues al principio, aumentando hasta que notó cómo se contraía alrededor de los dedos de la contrabandista, dando gracias por la mano que le tapaba la boca para mitigar sus falsos sollozos.
Recuperar el resuello comenzaba a devolverla a la tienda. El aire de sus pulmones se le antojaba casi frío. Dalila volvía a esbozar una media sonrisa mientras contemplaba cómo sus pechos no dejaban de moverse con su respiración. Olivia notó cómo volvían a subirle los colores, pero la morena le sujetó las manos antes de que pudiera hundir su cara en ellas.
―A estas alturas, vergüenza.
Olivia estaba casi ofendida, pero no tenía aún suficiente energía. Hablaba casi sin resuello.
―A todas las alturas. Siempre.
Besó a Dalila tomando su cara entre las manos. Estaba convencida de llevar una expresión completamente indigna, pero aquellos ojos oscuros se habían suavizado.
―Te había echado de menos, ¿sabes?
―Es la primera vez que me dices eso.
―Si te lo dijera todas, ya se te habrían caído las orejas. ¿Cómo llevarías todos los pendientes que robo para ti, entonces?
Olivia esbozó una sonrisa. Era imposible mostrarse ofendida. Bajó la mirada al ostentoso collar esmaltado, contemplando el brillo de sus gemas rojas
―Entonces, ¿puedo quedarme todo esto?
Dalila negó con la cabeza.
―¿Y arriesgarme a que otro te lo vea puesto?
Olivia encontraba la posibilidad de algo así tan remota que no pudo ni ofenderse. Sospechaba que Dalila también pensaba lo mismo, pero solo podía leerlo en ella en momentos como ese.
―Nadie iba a apreciarlo tanto.
―Eso por descontado.
Olivia se incorporó lentamente hasta sentarse a horcajadas sobre la cadera de Dalila, que permaneció en silencio ante la visión de la mujer a la luz de la tenue lámpara, hecha de alabastro y oro.
―Lamentaré tener que perder esto de vista.
Olivia la besó con pasión, apenas conteniendo una sonrisa.
―Aún te queda noche.
***
Despertó con dátiles pegados a la espalda y un ostentoso brazalete en la muñeca, cuajado de gemas carmesíes, que no había visto la noche anterior. El brillo dorado y el tono rojo como el del sol al atardecer le hizo esbozar una sonrisa satisfecha. Dalila, como era de esperar, se había llevado el resto de las joyas y había desaparecido con la luz de la mañana.
Ese día Ferlini voló por los aires la tumba de una reina, comenzando por la parte que roza el cielo hasta reventar los cimientos, sacando cientos de piezas de valor inestimable, dejando apenas nada para aquellos que lo visitarían en el futuro y descorazonando a los que lo contemplaron.
Durante la noche, Olivia había perdido todas sus camisas.