Nuestras flores
V. Almendro: Indiscreción
Volví a la sala y me senté delante de Emmanuel. Me sentía ligera: la nube en la cabeza había desaparecido, el cuerpo me pesaba menos. Antes (las veces anteriores) me había sentido como si me hubieran matado a golpes: uno nunca normaliza los engaños, aunque diga que sí. Y me solía sentar con la espalda rígida y me mordía las uñas hasta hacerme sangrar. Tenía que agarrarme las piernas para no salir corriendo; controlar el impulso de no lanzarle algún florero. Y esperaba con ansias una explicación que cerrara el asunto: algo que sonara creíble, que no tuviera huecos por los que se filtraran las dudas, porque sabía que al tiempo encontraría que la duda era una certeza. Porque el engaño había ocurrido. Siempre era real. Más que explicaciones, Emmanuel me relataba una historia de ficción, un modelo de realidad distorsionada, y mientras lo escuchaba no dejaba de pensar que él podría haber sido un buen escritor.
Ahora, no. Y con no me refería a todo lo contrario. Deseaba que la conversación terminara para poder largarme a mi habitación. Poner música y experimentar ese nuevo sentimiento que me azotaba en el pecho. Pero no. No azotar. Esa no era la palabra. Sino todo lo contrario. Me acariciaba. Me pasaba los dedos por el pelo hasta hacerme dormir. Si cerraba los ojos, me encontraba con Azul mirándome, ahora más cerca. Aiz era el tipo de persona que nunca prometía nada serio, como amor eterno y amistad incluso en las malas, sino que prefería demostrarlo. Hacer cosas que nadie en su lugar hubiera hecho. Como esto. Mientras tanto, seguro pensaría en por qué dejé ir a mi única amiga verdadera, pero para eso primero tenía que acariciar la oportunidad de volver a nuestro pasado. Volver a ella.
—Te veo más tranquila —me dijo Emmanuel, despertándome de la ensoñación.
Le estaba prestando muy poca atención, y me di cuenta por su voz; parecía confundido. Por una de las ventanas entraba un viento caluroso que movía las cortinas. Podría haberme quedado así: sintiendo el calor sobre la cara.
—Sí, porque tengo las cosas más claras —respondí.
—Trinidad, yo no te cagué.
—Te escucho, entonces.
Me miró, extrañado. Y sonrió.
—Me sorprende. En serio. Pensé que iba a tener que rogar que me dejaras explicarte las cosas.
—Pero ¿qué tenés que hacer?
Dejarte. Agarrar la llave e irme a la mierda.
—Nada, Emmanuel. Nada. Explicame.
—¿Ah, sí?
—Sí. Si no preguntale. Se había puesto un pintalabios mate y…
Continuó con su explicación, hasta que yo lo interrumpí:
—A mí Ciru me contó que a Josefina le habían mandado la foto también.
—Capaz… capaz la mandó ella. —Emmanuel elevó los hombros, como aceptando la posibilidad.
—¿Cómo va a mandar la foto desde un Twitter privado? Es mi amiga, Emmanuel. Podría decírmelo de frente.
—¿Cuándo tus amigas te dijeron las cosas de frente?
Me callé.
—Ves, ahí lo tenés.
—¿Y qué suponés?
—Que seguro quiere que cortemos.
Todas quieren lo mismo, según vos. No se lo dije. Pero yo tenía razón: ¿cuántas veces los intentos de los demás de mostrarme la realidad eran un truco para separarnos? Quise decirle que la gente no estaba tan pendiente de nuestra relación. Que, en realidad, no le importábamos a nadie.
—Si no, no hay otra explicación. Si ella me vio, me saludó, y sabe que me fui rápido, debe de querer que cortemos y…
—La voy a llamar, entonces.
—No, no. Es que te va a mentir para quedar bien. Ya sabés cómo se manejan. Cómo hacen las cosas.
—¿Entonces qué? ¿Me quedo con tu teoría de que mis amigas me odian, le tienen ganas a mi novio, quieren que cortemos porque sí? Te lo voy a aclarar. —Me levanté y me puse delante de él. Pude verle los ojos, las facciones de la cara, la mandíbula tensa, los ojos rojos por la falta de sueño (o el exceso, tal vez, porque él sí dormía cuando nosotros nos peleábamos) y la esencia del que había sido mi novio desde los trece años. Y le dije—: Esta es la última vez.
—Llamala. —Señaló el celular, con la voz temblorosa—. Llamala a Josefina y preguntale. Vas a ver que te va a decir lo que te dije yo.
—No, eso lo voy a hacer después. —Me volví a sentar en mi lugar—. Ahora, ¿por qué tenías mi cuenta abierta?
—Las dejaste abiertas vos —me respondió—, cuando las usaste en mi celular.
—Jamás hice eso, Emmanuel. O si lo hice, fue cuando tenía, no sé, doce años y actuaba como una boluda porque no tenía idea de que a vos no se te puede confiar ni una olla con agua hirviendo.
—¿Y eso a qué va?
—Que sé que tenés mis contraseñas, porque una vez te las di. —Cuando solté eso, él tensó el cuerpo—. Te las di, me acuerdo. Vos me diste las tuyas a cambio, para que viera que podía confiar en vos. Aunque teníamos ¿quince?, ¿catorce años? cuando pasó todo eso. Ahora vos cambiaste todas tus contraseñas, pero seguís teniendo las mías. Así que sí, eso cuenta como…
—Trinidad, pará.
—… Invasión a mi privacidad. Que espiás mis cosas, que ves con quién hablo y con quién no…
—Trini.
—¿Qué cosa?
—¡Todo! Porque desde lo de Mariel yo me tendría que haber dado cuenta de cómo eras. De cómo iba a terminar todo.
Él sonrió con burla.
—¿Todavía seguís con lo de Mariel?
—Lo de Mariel fue la primera y la única de la que me acuerdo. Después, los pintalabios fueron de tonalidades diferentes. —La bronca me subió hasta el pecho—. ¿Sabés qué color te falta? ¡Verde! El único color con el que tendrías que aparecer mañana, a las tres de la madrugada, para completar el arcoíris de las putas con las que estuviste…
—Trinidad, Trinidad.
—… mientras yo, yo, la madre de mierda, la que se la pasan criticando, la que hace todo mal, mientras yo me quedo en casa despertándome por los gritos de un bebé. ¿Sabés hace cuánto no duermo? —Me agarré la cabeza y sentí la presión de mis dedos sobre la piel—. ¿Sabés hace cuánto no duermo?
No me respondió.
—No sabés. No sabés porque no dormís acá. Pero dormís en otro lado, y de corrido, y con otra.
—Trinidad, no te cagué. ¿Me podés escuchar? Después siempre te arrepentís. Me pedís perdón.
—Siempre me arrepiento porque nunca tengo a donde irme. —Alcé la cabeza entre los brazos, levanté la mirada y la sostuve. Eso era el famoso «vómito»: lo que necesitaba hacer para no terminar sangrando por la nariz.
A esa discusión la siguió otra, sobre quién era mejor padre. Después, mientras le preparaba una papilla a Mateo, Emmanuel empezó a decirme que era mi culpa por no trabajar, por establecer amistades con gente que no sumaba en nada. Evidentemente para él mis amigas, que estudiaban y trabajaban, no sumaban en nada; pero sus amigos, que la mayoría no había terminado el secundario y vivían de lo que él les pagaba, eran buenos modelos. No se lo dije porque, de otra manera, yo hubiera sido la mala que criticaba a sus amigos. Luego del almuerzo, nos sentamos en el sillón y, mientras lo palpaba a Mateo, Emmanuel me explicó que mi mamá le hablaba seguido y le decía cosas feas de mí, como si la verdadera enemiga fuera Helena. A la hora de la siesta del bebé, discutimos en el balcón sobre las anteriores, los otros pintalabios de colores; me dio explicaciones de este pintalabios mate, que al parecer era de Josefina. Después le siguió una pelea sobre las redes sociales: para él, teníamos que mandarnos todas las contraseñas de nuevo y estar en igualdad de condiciones; para mí, tenía que tirarse del balcón si volvía a decir una boludez semejante.
Solo hubo un momento en el que recobré el sentido y fue cuando Emma mencionó a Azul.
—Aparte, ¿qué hacías en esa casa?
Esa casa. La casa de Azul. A mi mente vino su imagen como una ráfaga de olor a menta.
—Me la crucé, y me dejó entrar —dije con la voz ahora cambiada. Seria.
—Ah, ¿sí? ¿Desde cuándo son amigas? —Emmanuel chasqueó la lengua.
—Me vio mal y me ayudó. —Empezaba a acalorarme. Pero no por nada en particular, sino por todo a la vez. Era Azul. Todas las neuronas de defensa se activaron a la vez, como si mi cuerpo me dijera: puede pasarse con cualquier tema, menos con este.
—Pensé que la odiabas.
—¿No te dijo nada de mí?
Mandíbula.
—No. ¿Qué me va a decir? No le importo yo, mirá si le vas a importar vos.
—¿Segura?
—Sí, Emmanuel.
Me miró con los ojos entornados.
—Ahora te cae bien.
—Basta.
—Ahora son amigas otra vez, ¿no?
—¡No!
—La misma chica que…
—Te dije que basta, no quiero hablar del tema. Pasó hace años.
Paró. Creí que por mi tono de voz. Y él sabía que nuestra relación estaba haciendo equilibrismo como para inyectar otro tema de conversación polémico.
Cuando hablaba de Azul, Emmanuel se ponía a bufar. Respiraba con enojo.
Una vez Azul me dijo: «Me odia porque te hago ver la realidad».
٭٭٭
La llave.
Ni yo me acordaba de que la tenía. La había dejado en lo profundo de mi bolso, debajo de los anteojos de sol. Se arrinconó y no la volví a ver hasta dos semanas después.
Eran las siete de la mañana. Emmanuel recién se había levantado para ir a trabajar.
Me plantó un beso en la frente y no se despidió sin dejarme el jugo de naranja preparado en la cocina.
Sentí el olor a tostadas, a manteca y membrillo de frutilla, y me desperecé entre las sábanas. Pensé que la parte buena de las peleas era esa: el después. Ahora la casa no tenía una huella de polvo, pero sí pisadas, ropa tirada; la cama estaba desarmada y de ambos lados, con ambas almohadas ahuecadas y yo sabía, lo sabía porque fue lo primero que recordé esa mañana, y era que había platos y vasos para lavar, cubiertos, olor a comida de la noche anterior, la olla pegoteada. ¿Cómo le explicaba a alguien que me ponía contenta que las cosas se ensuciaran?
Mateo todavía dormía. Esa noche se había despertado dos veces, y las dos Emma salió disparado a atenderlo.
Chequeé a Mateo y le quité el juguete sucio y mojado con saliva que dormía junto a él.
Cuando entré a la cocina, con una mano revolviéndome el pelo y la otra sosteniendo el juguete, me encontré con mi bolso en el centro de la mesa. Tenía una notita pegada, firmada por Emmanuel, que me decía que iba a llegar temprano hoy así festejábamos mi cumpleaños. Sonreí. Siempre me había gustado el gesto de las notitas, por ser cursis, por ser lo que esperaba de alguien romántico y, al contrario de todas las demás, algo que podía guardar y verlo para recobrar la fe. Pero cuando saqué la notita del bolso, sin querer, vi la llave ahí en un rincón.
La llave.
Chiquita, circular. Su tacto era irregular. Vi la ventana abierta, la Reserva Ecológica detrás con las talas, los sauces criollos y (mis favoritos) los ceibos. Pensé en tirarla. Desde donde estaba podía lanzarla y, con mala suerte, capaz caía en el balcón del vecino. Pero no. Algo me dijo que no. No la iba a usar, estaba segura. En cambio, podía guardarla y tenerla como recuerdo de Azul. Hace tiempo que tiré nuestras fotos, casi cuatro años atrás, y a veces soñaba que las volvía a encontrar y yo, suspirando de alivio, las ponía sobre la chimenea. Eran retratos de Aiz y yo en mi cumpleaños, su cumpleaños, una fiesta, el bautismo de no sé qué primo suyo y algunas más. Ya no tenía las fotos, pero tenía la llave.
Entonces caminé con ella dentro del puño hasta mi cuarto. En la esquina había dejado la remera de Aiz, debajo de otra ropa sucia de Emmanuel, y la agarré también. Eran regalos, no los podía tirar. Pero había otro lugar mejor para ellos, y lo pensé con seriedad: en mi baúl.
Abrí un poco las ventanas y, después, me metí en el vestidor. Estaba entre las cosas de Emmanuel, al fondo, porque sabía que él apenas usaba su parte del placar. Mi mamá, en cambio, siempre entraba a la mía y revisaba todo, me ordenaba los percheros y cambiaba de lugar los zapatos. Antes de empezar, dejé el juguete sucio de Mateo entre las cosas de Emmanuel, pero no pegado a su ropa, para que no se le ensuciara. Tenía que tirar ese juguete, pero a Mate le gustaba tanto que Helena no me dejaba ni pensar en lanzarlo al tacho de basura.
Me agaché y revolví entre sus zapatos. Tiré de la cuerda casi invisible y lo arrastré hacia mí. El baúl no era pesado: apenas era más grande que mi torso; pero verlo me anudaba la panza.
Así que lo abrí. Doblé la remera por la mitad, la olfateé por última vez y la guardé. Arriba dejé la llave. Lo cerré. Listo. Dejé el baúl en su lugar y me levanté.
No llegué a levantarme del todo, en realidad. Apenas había flexionado las rodillas cuando alcé la mirada y noté el abrigo de Emmanuel. Era un saco largo, con bolsillos delanteros profundos. Todavía conservaba el olor a frío nocturno y perfume de hombre. Era el mismo que había usado el día que nos peleamos. Pensé que necesitaba una lavada.
Rectangular, pero roto en una de las esquinas. Parecía de papel; lo rocé con los dedos. Lo apreté. No quería sacarlo por miedo. No quería sacarlo porque ya sabía lo que era. Pero en un momento lo hice, y cuando lo alumbró la luz del placar, el sobre del preservativo se me cayó de las manos. Ahora en el suelo. No lo podía agarrar otra vez.
٭٭٭
Me vi en el cristal. La cara hinchada. Las venas rojas de los ojos, los labios secos como en invierno. Me había sacado la piel de los labios con los dientes y ahora tenía rayas con sangre entre las grietas. De un brazo colgaba Mateo; del otro, mi bolso. Volví al mismo lugar que dos semanas antes, la misma situación, con el mismo sentimiento.
—Dale, pasá —me dijo Azul, y la seguí hasta su departamento.