Dos hijas para la muerte
Seis
(Parte 2)
Helda notaba la rabia bullir en el pecho de un modo que rara vez había experimentado. Se le desbordaba entre las costuras por la fuerza con la que se agitaba; amagaba con encharcarlo todo, sumergirla. Procuró mantener las manos quietas, pero incluso eso le era difícil. Señaló a Titiana, que estaba de pie en medio de la habitación, esperando a que la tormenta se desatara. Enfadada también, supo. Eso todavía la enfurecía más.
—¿Cómo te has atrevido? —musitó. La habían trasladado lo más rápido posible al templo, con la idea de asegurar la plaza y que ella estuviera a salvo, y había arrastrado a Titiana dentro sin contemplaciones—. ¿Cómo…?
—Ha destrozado la plaza. Ha matado a varias personas…
—¡Y tú has matado al resto en su lugar! O bueno, al resto de los malvados o a los tuyos, ya no lo sé. —Titiana hizo un aspaviento, como si darse cuenta de esa posibilidad todavía le diera más derecho a envalentonarse. Se le escapó una carcajada, una mueca de dolor. Volvió a cruzarse de brazos—. Podían ser… podía ser cualquiera la gente esa y…
—Han atacado…
—¡Y qué! —la interrumpió la guardia. Parpadeó al darse cuenta de con quién estaba hablando; al instante debió de dejar de importarle—. ¿Y qué? Eso no puede ser así. Al menos… al menos piensa que lo podías interrogar. ¿A quién vas a interrogar si no? ¿Vas a volver a hacer que tus hermanas metan las manos en las tripas de los muertos? Al menos… yo qué, esa decencia.
—La decencia tiene que ser mía, y no de las personas que casi nos matan a todos —resumió, la voz tirante—. Ha sido un ataque. Un intento de asesinato. ¿Y tengo que ser decente?
—¡Sí!
—No.
—Claro. Así que tengo que dejar que la gente me mate y todos mueran.
—¡No! Tienes que ser justa. Vita lo sería y…
—¿Eso crees?
De repente, Titiana pareció darse cuenta de que aquello no era un discurso que estaba ensayando, sino que de verdad había otra persona respondiéndole. Quién era esa otra persona. O no. Helda distinguió el asombro y la rabia a la vez en el gesto surcado de polvo y sangre, entre los regueros que se le habían formado en las mejillas; en los ojos encendidos. Por supuesto que aquello no iba de muerte y destrucción para la guardia, porque aquello no iba de una Segunda Hija en el trono del Imperio.
—Es lo que creo. Hay que ser justos y Vita lo sería —repitió Titiana, muy clara.
—Claro que la conozco. Sé que no habría iniciado un…
—Quizá porque no sería capaz de defenderse, tendría que esperarte. ¿Es eso lo que te molesta también, guardia?
—No. —La contundencia de la respuesta reverberó entre las paredes—. Es que la justicia tiene que ser la marca, no destruirlo todo. Una Emperatriz…
—¿Qué?
—Lo sabría. Sabría eso, no se precipitaría.
—Porque todas las emperatrices que han existido en este Imperio se caracterizaban por ser inmediatamente justas, no recurrir jamás a la violencia…
—Sí que lo eran. Y no eran como…
Pero la ilusión de que aquello no era el ensayo de un discurso se había deshecho. Titiana reconoció cuál era el lugar que le correspondía, o a lo mejor solo las consecuencias en caso de que siguiera hablando. Ya era demasiado malo todo, pero una piedra más sobre su cabeza tampoco resultaba conveniente.
A Helda le habría gustado igualmente. Dentro de ella estaba deseando que hubiera esa respuesta, la última. Encogió los dedos y los estiró, casi en un reflejo de lo que podría hacer si había otra palabra.
Soltó el aire.
Se negaba a que aquello doliera. No. Nunca más. Pero la rabia estaba ahí, el enfado estaba ahí, la autoridad estaba ahí, la crueldad estaba ahí, y la pena estaba ahí también, al fondo.
—Vete de aquí —le ordenó a la guardia. Le señaló la puerta, procurando no volver a reducir las manos a un puño—. Fuera de mi vista.
Titiana abrió la boca. En el último instante, volvió a reducir los labios a una mera línea y salió corriendo de la habitación. El portazo hizo que las paredes se estremecieran, el suelo vibrara, el techo se combara. O era ella. Solamente ella, que se desbordaba.
Giró sobre la punta de los pies, queriendo alejarse de la puerta o iría a buscar de nuevo a la guardia. Le explicaría lo que había pasado, le diría que fuera a llamar monstruo a otra persona, le haría entender lo que habría hecho Vita, que no sería nada más y nada menos que…
—Matarla.
Era idéntica a su gemela.
—Eso sería lo que haría Vita —dijo la Helda del reflejo. La voz de la diosa encajaba a la perfección en la imagen—. Tú y yo lo sabemos. Deberíamos enseñárselo a esa guardia.
—No.
—Sí. Quieres hacerlo como Vita, ¿no? Pero te contienes todo el tiempo, y esto es lo que pasa.
—Cállate.
—No.
—Es lo que debes hacer, Helda. ¿Por qué crees que te eligió Vita? Venga, lo sabes —la provocó—. Ella no me tiene a mí. Es lo que quería cuando te pasó el trono: a mí. Así que la única forma era elegirte para acercarse… Lo sabes, sabes que era su objetivo.
—Ya basta.
—Por eso te llamó, Helda. Por eso nos trajo. Lo quería hacer ella y ella no me tenía.
—Basta.
—Dame el control. Haré lo que se debe hacer. Nadie nos lo reprochará jamás, Helda. Ninguna guardia, ningún rebelde absurdo… nadie podrá con nosotras. Deja que me ocupe por fin de todo esto, lo arreglaré. —Estiró la sonrisa, los ojos tan abiertos que devoraban el resto de la cara—. Dame el control, Helda. Es el momento.
—He dicho que no.
—Basta.
—Helda…
—¡Basta!
Descargó el puño contra el espejo. La imagen se fragmentó en cientos de trozos. Le pareció ver el último atisbo de sonrisa en uno de ellos justo antes de que se cayera al suelo.
—¿Helda?
Se giró, la mano en alto para darle un nuevo golpe a otro espejo imposible. Pero se trataba de Quinta, parada en la puerta de la habitación y con el ceño fruncido. Tenía también un aspecto lamentable, odiaría que cualquiera la estuviera viendo así, con las joyas sucias, las heridas abiertas. Helda bajó la mano, que chorreaba sangre, y no fue capaz de darle las gracias.
—Así que otra vez… —murmuró Quinta. Parecía menos dispuesta a las bromas que normalmente, aunque se esforzó igual por sonreír—. Menos mal que tengo un poco de práctica… ¿Maira?
—Estoy… ¿Qué?
—Trae una tinaja con agua y vendas.
Desde su posición, Helda no llegó a ver a la otra profecta; solo escuchaba los pasos: fuera de la habitación, dentro de la habitación, de nuevo fuera. Se habrían apresurado todo lo posible para evitar un desastre, aunque seguramente no contaran con aquel.
Helda apoyó la cabeza contra la pared. Apretó los labios.
—No pongas esa cara —le pidió Quinta—. Me las he visto con manos peores y sabes que Maira es una artista de las esquirlas, no deja ni una.
—Ha sido…
—Sin excusas.
Quería ofrecerlas. A lo mejor encontraba una explicación decente a lo que acababa de ocurrir. O una que no contuviera un montón de pánico bien enterrado al final del pecho. Cerró los ojos, que al final era más sencillo. Notó las manos de Quinta ir preparando las suyas, estirándolas sobre el regazo con delicadeza, comprobando los huesos desde la muñeca.
Se imaginó la carcajada de la diosa al ver la escena. La escuchó. A lo mejor lo estaba viendo todo de verdad. No lo sabía. Siempre tenía esa duda: hasta qué punto accedía a lo que ocurría fuera de sus pensamientos, hasta qué punto controlaba todo su cuerpo. Las hijas del coro se cortaban la lengua, de tal forma que no hubiera palabras con las que traicionar a los dioses que las ocupaban: solo oír y callar, solo ver y callar. Los dioses tendrían toda la información a través de peleles sin ningún otro propósito.
Si pensaba en ellas, a Helda le resultaba muy difícil. Tener fe. Creer en lo que hacía. Resistir. Vivir. Todo.
—Ay —se quejó.
Abrió los ojos. Maira murmuró una disculpa, pero siguió con las pequeñas pinzas quitándole los pequeños trozos de cristal que tenía en los nudillos. A su lado, Quinta estaba concentrada revolviendo el agua de la tinaja. Apestaba a aceites y sales extrañas.
—No ha sido para tanto —comentó la mayor de las profectas—. Hay un montón de heridos, pero casi no ha muerto gente.
—No puedes saberlo tan pronto —replicó Helda. Volvió a quejarse cuando Maira retiró una esquirla que estaba especialmente bien clavada—. Apenas habrá dado tiempo a quitar piedras…
—Solo estaban las guardias cerca de ti cuando se cayó la estatua. La gente tiene respeto hacia la Primera Dama, sabe que no se puede acercar. —Quinta dejó de remover el agua y le hizo un gesto para que le acercara la mano buena—. De Conti y De Juno fueron rápidas al intentar separar a los más cercanos. De Conti, en concreto, me salvó el culo —señaló. Le envolvió la mano en un paño impregnado en el agua de la tina—. Luego solo había caos.
—Y fuego.
—Se incendió una casa, pero se logró sofocar. Los caballos desbocados y las carrucas destrozadas son lo más grave. De verdad.
Apretó los labios. Le resultaba difícil creerlo hasta que pudiera hacer ella misma el balance de los acontecimientos. La situación tenía que calmarse primero.
Maira sacó la última de las esquirlas del dedo anular y le cedió a Quinta el trabajo de meterle la mano en la tinaja. Enseguida se volvió de color rosado.
—Además, tenemos a uno de los autores —comentó Maira—. Podremos saber de qué ha ido todo esto. Sospechábamos que la anterior asesina era del sur, ¿no? Esto casi es bueno.
—¿Con quién está?
—Silva se ocupa.
Sacudió la cabeza.
—No dirá nada —vaticinó. Le empezaban a picar las heridas, pero Quinta le tenía la mano bien sujeta para que no la quitara del agua—. Los rebeldes… —Se detuvo antes de continuar—. Tenemos que barajar que no hayan sido ellos.
—¿Quiénes si no? —preguntó Quinta.
—No lo sé. Lo del palacio, quizá sí… Pero ahora vi a alguien encima de la estatua… Los rebeldes no hacen eso. Incendian casas, sí. Generan caos, sí.
—Te quieren muerta —contribuyó Maira entre dientes—, sí.
El silencio que le ofrecieron fue suficiente para darle la razón. Realmente Helda no quería tenerla, pero había visto a esa persona en lo alto, en medio de la sonrisa de Tenas como si fuera un relámpago antes de caer. Eso explicaría que la estatua se partiera de esa forma, porque todo lo demás era igual de fantasioso.
Se revolvió en el sitio, cada vez más incómoda por el picor en las heridas. Por no saber lo que había pasado. Por el silencio de las profectas. Por la quemazón al final de la boca del estómago. La diosa ni siquiera estaría enfadada, por supuesto. Había dejado claros sus argumentos y su petición una infinidad de veces; llegaría un día en que no tendría que volver a repetirlos y tomaría lo que era de ella. Por derecho, le diría quizá. Se había consagrado, aquello no era una unión de verdad porque no se trataba de nada bidireccional; era una entrega.
Quinta le sacó la mano del agua y Maira se apresuró a envolvérsela en una toalla limpia con la que secarla. El picor remitió lentamente. Solo quedaban las vendas. La segunda profecta comenzó con la tarea, igual de concienzuda que se había mostrado con la anterior parte del proceso. Sin embargo, el silencio era diferente.
Helda sacó el aire por la nariz.
—¿Qué pasa? —las incitó.
—Deberías… —probó Quinta.
—No pienso matar a la guardia.
—Eso es justo lo que….
—¿Ella espera que hagas? —probó Maira. Se encogió de hombros cuando Helda la miró y siguió trabajando mientras le devolvía la pregunta—: ¿Por qué te importa tanto lo que opine?
Porque había sido la única que la había mirado a los ojos el primer día. La única que se había acercado a ella en el balcón, sin miedo. La única que le había dicho que no era lo correcto. Ninguna guardia, ni comandante ni coronel, tendría esa capacidad. A veces hasta creía que ninguna hija la tendría.
Flexionó los dedos.
—Porque parece que es la única que opina.
—Ya, y opina que eres horrible en comparación con Vita —añadió Quinta, con un bufido—. No es una buena combinación. Todas sabemos que eres mejor que Vita, porque tu hermana era… —Se calló al ver la expresión de Helda—. Eres mejor. Que esa guardia no lo sepa da igual. No la mates si no quieres, aunque deberías por traición y… y más cosas, seguro. Pero destiérrala.
Notó la presión en el pecho con la idea. Enviarla lejos, al igual que se hacía con todo lo que no se quería ver.
—No.
Quinta puso los ojos en blanco, pero ella se mantuvo firme. El hecho de sacarla del mapa no cambiaría nada: Vita seguiría ganando en esa partida, el mismo monstruo de siempre acechando. Detestaba que las profectas tuvieran razón, igual que detestaba cómo la hacía sentir el modo en que Titiana le había hablado.
—Lo sé. Es solo que… Quizá me sirva. De brújula, o algo así. Demostraré que se equivoca.
Quinta alzó las manos, dándose por vencida. En cambio, Maira le dedicó una pequeña sonrisa. No era de apoyo, al menos no del todo, pero tampoco le decía que no estuviera de acuerdo con eso.
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