Dos hijas para la muerte
Cinco
(Parte 2)
Rozó las marcas y recordó el rostro de Helda, tan cerca. Tan firme.
Vita tenía una ristra de pecas sobre el puente de la nariz, Titiana las recordaba en verano, cuando más se le notaban. Alguna vez le había dado la punta del dedo índice por encima, como si fuera a contárselas, y Vita la había mirado de vuelta como si fuera estupidez. Una estupidez agradable, porque jamás le había impedido ese gesto, ni en los jardines, ni en las habitaciones. Incluso cuando sabía en lo que estaba pensando ella al estar tan cerca. Tan relajada.
Helda no tenía ni una sola mácula.
Juven se dejó caer a su lado con un suspiro.
Titiana bajó los brazos.
—¿Tú crees?
—Algo me lo dice. No sé. Puede que la intuición. Puede que el sentido común. Puede que el miedo irrefrenable a morir entre terribles dolores… Pero algo me dice que sí, no estaría nada bien que eso ocurriera. —Giró la cabeza hacia ella—. ¿Podrías evitarlo? ¿Por mí? ¿Por Giove?
—No tengo claro si por Giove.
—¡Os estoy escuchando! —rezongó la aludida. Se incorporó en su camastro con el pelo completamente revuelto; la humedad del bosque no estaba jugando a su favor—. A mí no me parece que sea una broma.
—Depende de cómo lo contemos —respondió Juven—. Yo voto por contarlo como una anécdota graciosa, por eso de mantener el honor un mínimo delante del resto.
El apunte calmó la rabia creciente de Giove de inmediato, solo le quedó el desdén a flote, pero Titiana empezaba a considerar que sobreviviría a él sin mayores incidentes. No había intentado apuñarla por la espalda ni tirarla por las escaleras o del caballo, tampoco parecía extender rumores horribles sobre ella, más allá de los existentes. Aquel no sería la excepción: las tres sombras eran una.
—Solo —retomó Juven de nuevo tan tranquila que resultaba absurdo— no lo vuelvas a hacer.
—Fue sin querer.
—Seguro —replicó Giove. Se puso de pie y echó el pelo hacia atrás con saña, pegándolo al cuero cabelludo sin mucho resultado—. La miras…
—¿Cómo? —la provocó Titiana cuando se quedó callada.
Giove soltó el aire por la nariz; se negaba a responder. Juven se levantó de la cama y comenzó a recoger la ropa que había dejado en el suelo, pieza a pieza, igual que una vasija rota que debería volver a montar.
—A mí no me mires, que yo no he empezado —protestó Giove, de nuevo colocándose el pelo.
Por si la sutileza no hubiera sido suficiente, Juven le guiñó un ojo mientras metía un cuchillo más entre el fajín con el que se sujetaba la túnica. Luego, salió con Giove a la derecha, muy recta y muy firme, muy como lo que debería ser una guardia ante un montón de desconocidos. Lo que había pasado en el baño era intolerable; el hecho de que las Segundas Hijas no entendieran los entresijos de aquello al completo y nadie más fuera a saberlo no lo hacía menos grave. Ella no se sentía menos culpable.
Si iba a matar a Helda, debería hacerlo. Si iba a cumplir con su parte de la misión, debería centrarse. Y si iba a hacer algo diferente a todo, debería averiguar qué era primero. Pero sobre todo no tendría que poner en riesgo constante de dos personas que la acompañaban, por mucho que una de ellas fuera insufrible. Giove tenía una hermana, también insufrible, pero que seguramente la echaría de menos.
Hizo crujir el cuello al moverlo de un lado a otro. Respiró hondo. Recordó a su madre, parada como si fuera una estaca en medio de un campo de trigo, toda luz y rectitud: «Si eres una guardia de verdad, tu vida dejará de ser tuya; y si no quieres ser una guardia de verdad, no vuelvas a verme». Por eso hacía tanto que no la visitaba. Su madre lo sabría. La miraría y lo sabría, y empezarían una charla sobre dónde se había perdido, en qué momento había abandonado la fe en el Imperio, en qué punto había decidido que no quería ser quien había dicho desde niña.
Pero tenía una respuesta muy buena para todo eso.
Cogió la espada que había dejado al lado de la puerta, se la colocó en la funda de la cintura, y salió también de la habitación rumbo a los jardines traseros. Había una enorme mesa hecha con tablones reciclados de madera en el centro, los bancos a los lados de la misma elaboración. Los cuencos con frutas surgían por doquier, en diferentes tamaños, y las bandejas con pequeñas piezas de cazase colocaban entre medias. Había jarras de un líquido rosado, vasos vacíos y llenos por todas partes, y un millón de flores.
Un campo sembrado en rojos y amarillos florecía cerca de la zona. Había varios niños jugando cerca, subiéndose a los árboles que bordeaban el templo, o amenazando a alguien con llevarlo al lago que brillaba a unos pasos. La brisa se había templado con la caída de la tarde, por lo que todo resultaba agradable. Incluso como si estuviera medido, estudiado para serlo.
Dos niñas se le acercaron corriendo y se le enredaron entre las piernas. Una tiró de su panta antes de que le diera tiempo a elaborar una queja. La tenía tan mal colocada que se le cayó al instante. La Segunda Hija que estaba al frente del lugar, Vira, se acercó con la intención de socorrerla, con una sonrisa de disculpas. A su lado iba el crío desgarbado que había fingido ser un fantasma. Llevaba un ramo de flores inmenso entre los brazos, todo rojo y amarillo, los colores del Imperio.
Titiana apretó los labios, sin saber bien qué decir, cuando el niño se lo ofreció. Tenía un gesto inocente de verdad.
—No hacía falta —ofreció finalmente cuando vio que las niñas también la miraban con anhelo. Observó las flores y procuró no estropearlas mientras las acomodaba en los brazos, sintiéndose muy torpe—. Son… muy bonitas.
—Las plantamos nosotras —anunció una de las niñas, ufana—. Sin Naturaleza.
Podrían enseñarles a no plantar flores, sino trigo. Se guardó el comentario lo más hondo posible. Hubo un tiempo en que de verdad respetaba todo cuanto hacían las Segundas Hijas, en que las temía y las veneraba igual que muchas personas. Cada día le resultaba más difícil y, sin embargo, había un deje amargo en ello, en vez de claridad. Supuso que a eso se refería Juven con que era triste dejar de tener fe.
—Siéntate con nosotras —le pidió una de las niñas, la que le había quitado la panta. Tenía una sonrisa de hoyuelos difícil de resistir—. Por favor.
Echó un vistazo al resto de las guardias. Juven y Giove estaban charlando con otro grupo, mientras que Silva se había apartado para escuchar a Quinta con suma atención, aunque de vez en cuando echaba un vistazo a su alrededor para comprobar que nadie se salía del papel. Vio a la Primera Dama con Maira, sentadas a la orilla del lago; parecían ajenas al resto del movimiento.
Suspiró. Dejó que la cría de los hoyuelos la llevara hasta uno de los bancos. Al final, una de las comandantes de la expedición se hinchaba los carrillos e inclinó la cabeza al verla, como dándole su visto bueno. Procuró sonreírle a Vira cuando esta le acercó un plato con diversas variedades de comida.
Cogió un trozo de naranja. La otra niña, que se había parapetado a su derecha, le hundió un dedo en el brazo mientras lo doblaba para llevarse la comida a la boca.
—¿Por qué eres tan grande?
—Ah… —Parpadeó, procurando contener la risa y no atragantarse—. Porque hago mucho ejercicio.
—¿Subes a los árboles?
—Ah, no. Eso no.
—¿Nadas en un lago?
—Tampoco.
La niña entornó los ojos, increíblemente seria.
—¿Plantas patatas?
—No. Tampoco planto patatas.
—Vira…
—Yo también quiero ser guardia e ir a Rotas —anunció la niña de los hoyuelos—. ¿Es divertido?
—Muchísimo —aseguró Titiana. Antes de seguir, vio que Vira negaba con la cabeza—. Pero es muy difícil. En Rotas… —No sabía dónde estaba eso—. Seguro que allí hay que levantar muchas rocas. No es muy recomendable.
La tutora formó un agradecimiento con los labios, a pesar de que la protesta de los críos llegó de inmediato. Los calmó con unos cuantos sonidos y palabras en un idioma de lo más extraño. Titiana la observó con curiosidad, sin dejar de picotear lo que había en el plato. Lo cierto era que la mezcla de carne con frutas estaba rica, y le encantaría que alguien llevara a la persona de la cocina al palacio.
Los niños se cansaron de que sus protestas no llegaran a ninguna parte. Después de unas cuantas quejas más, palabras en ese idioma arcaico, y una promesa descuidada por parte de Titiana, sobre lo bien que estaba coger piedras, se alejaron corriendo. La tutora la miró entonces con cierta curiosidad.
—¿Te gustan los niños? —le soltó.
Titiana cogió aire.
—No lo tengo claro —decidió. Soltó el aire y se encogió un poco. Lo último que quería era confesiones con una Segunda Hija; había dejado de llevarlas a cabo a los quince—. Son… graciosos. A veces.
—Entiendo. —Vira amplió la sonrisa, entre amable y atenta—. Antes las guardias no tenían familia. Sé que algunas tenéis todavía esa opinión.
—Era la costumbre.
—¿Y no vas a darme tu opinión?
Si una persona establecía que lo primero de su vida era su Emperatriz, no entendía dónde habría espacio para más. El lugar en el que quedaban los hijos era lejano, ellos solo tendrían ausencias. También entendía la necesidad en ocasiones de la guardia de perpetuar un linaje en base al honor y a la gloria, como si esto no se fuera a diluir igual con la misma sangre.
Se encogió de hombros.
—Puedo entender cualquier versión —optó por la diplomacia. Se llevó otro trozo de carne a la boca y se limpió los dedos en el pantalón—. ¿De verdad que no podrán ser guardias? ¿Qué es eso de Rotas?
—Sí… Perdona. —Dio un trago—. Muy buena.
—¿Conoces la historia de Crea y Cito? —le preguntó la Segunda Hija.
—¿La de los creadores de…? —Hizo un círculo con un dedo—. ¿El Ciclo Alto?
»Hubo discusiones atroces en Valma. Desde el Ciclo Alto hasta el Medio, todo vibraba por la rabia de Crea, por las palabras que se dedicaban todos los dioses entre sí. Llegó un punto en que la Vida y la Muerte no pudieron ignorar más aquellas discusiones, ni siquiera sus peleas tenían sentido, así que dejaron el Ciclo Medio, con toda la vida y la muerte, con todas las personas que representaban ese cambio, y fueron al Ciclo Alto. —Una nueva pausa. Una pequeña sonrisa—. Fue un error, porque estaban en el territorio de Crea, que las apresó.
»Pero Crea no había convencido a todos sus hijos, y la Naturaleza acudió en su ayuda. Cuando las liberó, les pidió que se marcharan, pero la diosa de la Muerte tenía otros planes, y se lo dijo a su hermana —explicó. Cambió la inflexión en su voz—: «Si no la enfrentamos, todo se acabará, no quedará nada de la mente de nuestro padre».
—Pero… —musitó Titiana.
—¿Y por eso al final la diosa de la Muerte y la Destrucción también decidió que su presencia era necesaria aquí?
Vira inclinó la cabeza, sin llegar a afirmar ni negar aquello.
—Ya… —Titiana notó la garganta seca. En algún momento se le había acabado la limonada—. Pero es una guerra eterna, ¿no? Hace… una eternidad —repitió— que se lleva a cabo. Los dioses contra otros dioses contra otros dioses… Nosotros en medio. Sé el peligro —se adelantó—. Solo estoy diciendo que…
—¿Que por qué ahora?
—Sí. —Encogió un hombro. O tal vez por qué le contaba esa historia que se les narraba a los niños en el colegio.
Vira se levantó del banco y se acercó a ella. Le dio una palmada en la espalda, la que debía de haber reservado desde que la vio atragantarse. Después hizo que la jarra de limonada empezara a llenarse de nuevo salida de la nada.
.