Nuestras flores
I. Anémona silvestre: Hastío
Si me tapo la nariz, la sangre se acumula y es peor. Si tiro la cabeza para atrás, me puedo ahogar. Si en media hora no para, llamo al doctor. Si mi novio no me contesta, lo voy a matar.
De tanto mirarme al espejo ya me estaba desconociendo. Yo no era esa: normalmente no. Me rehusaba a aceptar que podía llegar a ser tan fea, a dar tanto miedo, un día cualquiera. Y eso ni siquiera era lo peor, si le sumaba que la sangre caía y se me metía entre los labios, y el gusto metálico me llegaba hasta la garganta (lo tenía que tragar, porque escupirlo era un despropósito). No sé si yo era tan pálida o la luz me volvía así. Por favor, que sea culpa de la luz.
Si me hubieran dicho «qué deseás, qué querés» en ese momento, hubiera respondido que quería salir corriendo: que apenas el sangrado frenara, me iría del baño y me limpiaría en otro lugar, pero ahí no, por favor, ahí no. Tanto tiempo en un lugar me condenaba a odiarlo. Con una mano volví a marcar el número de Emmanuel y dejé el celular sobre el lavamanos. ¿Qué podía hacer? ¿Qué me tocaba hacer? Si ya había hecho de todo. Solo me quedaba volver a creer en Dios y rezarle, o visitar alguna bruja para ver si se trataba de una maldición. Repetí: Si me tapo la nariz, la sangre se acumula y…
Entonces escuché el «¿sí, gorda?», y volví la cabeza hacia el celular.
—¡Por fin, Emmanuel, por fin! ¿Tengo que llamar a los bomberos para que me contestes? —dije, con la voz gangosa por la nariz tapada.
—Estoy con los chicos, te avisé.
Aunque lo quería matar, su voz me causó cierta tranquilidad.
—Los chicos no son alérgicos al celular. Lo podés tener cerca por si te necesito.
—¿Mateo está bien?
—Sí, Mateo sí. Yo no.
—¿La nariz otra vez?
—Sí. Y no tengo algodón.
—Uy. —Silencio. Tuve el presentimiento de que la respuesta que quería escuchar no iba a llegar pareja—. ¿Llamaste al médico?
—Me dijo que me pusiera algodón.
Otra vez silencio. Apreté los dientes cuando escuché las risas de los amigos. ¿Por qué los hombres hablaban tan fuerte cuando se tenían al lado?
—Usá algún papelito, no sé, papel higiénico, y después compramos algodón.
—Sos un genio, Emmanuel. ¿Qué te pensás que hago hace media hora? —le respondí, y antes de que pudiera recriminarme que le hablaba mal, cambié de tema—. ¿Qué vas a hacer hoy?
—Tengo que trabajar.
—Trabajar —repetí. La comida sobrecalentada de ayer, la cama sin hacer, el pañal de Mateo. Mateo. Tenía que prender las luces exteriores, calentar leche, bañarlo, bañarme, cerrar la puerta con llave. Dormir sola.
—Sí.
—Es Halloween.
—Estamos en Argentina, Trinidad. Esas cosas dejáselas a los yankees o a la gente que vive en barrios privados.
—Lo digo por Mateo, igual.
—En el canal de Disney van a pasar películas. Ponele eso.
—Yo lo quería disfrazar de algo.
—Tiene dos años, Trinidad. Dos. No le importa.
Se rio, y yo me reí, y la sangre salió expulsada con más fuerza. Me cubrí con la otra mano y sentí la palma caliente y húmeda.
—¿A qué hora volvés? —le pregunté. No quise, pero sonó como un ruego.
—Cuando termine, gorda. Te aviso. ¿Vos qué vas a hacer?
—Nada. Me quedo con Mateo.
—Cuidate, te amo.
—Yo más.
Y cortó.
Al segundo de haber cortado, toda la cara se me contrajo en una expresión de rabia. La sentí surgir como un brote de agua, porque si de algo tenía ganas en ese momento era de romper todo, el vidrio del espejo, el mármol del lavamanos, los azulejos de la pared. Miré el celular con odio. Lo agarré con la mano ensangrentada. Sin ni siquiera voltear la cara, lo tiré y encesté en el inodoro. Podría haberlo arrojado por la ventana, pero no había ventanas en el baño; o podría haberlo estrellado contra la pared, pero Emmanuel siempre veía las abolladuras. La cuestión era que necesitaba romperlo y mucho: que le entrara agua por los costados, que no funcionara más. Quería que no funcionara más.
Apenas escuché el sonido del agua e, inmediatamente después, el golpe del celular contra el inodoro, pude respirar tranquila. Relajé los músculos. Volví a la posición normal: cabeza gacha, ojos venosos, manos sobre los costados. ¿Qué hago acá? Ah, esperar a que frenara. Eso.
Hacía meses que me sangraba la nariz por nada. ¿Qué digo? Hacía años, pero en ese momento, con veintiún años, era peor que nunca. Cada par de días aparecía una gota, a la que seguía un hilo fino, y yo ya sabía que tenía que ir corriendo al baño antes de manchar las sábanas o el sillón. Ah, además, eso: estaba siempre en la cama o en el sillón. Y sola. Me dolía más eso que la sangre, pero quién era yo para explicárselo a él, justamente a él, que pensaba que era «afortunada» por no tener que trabajar.
Levanté la cabeza y me miré, otra vez. Me vino a la memoria (no iba al caso) la época en la que no tenía obligaciones, antes de quedar embarazada, en las que salía a tomar sol apenas hiciera un grado de más. Y me bronceaba. Siempre me decían que me pusiera protector, que hacía mal a la piel, y yo me contentaba con no hacer caso porque no sabía, no podía diferenciar entre algo que te hace mal ahora o algo que te hace mal a la larga. Me sentí terriblemente tarada cuando sonreí por eso. Aparte no quería condenar el embarazo, ni ninguna de mis obligaciones, pero (no iba al caso tampoco) me di cuenta de que, cuanto más pasaba el tiempo, menos libre era. Bueno, no, tampoco tan así. Pero de alguna manera antes hacía cosas que ahora quería y no podía.
Y después de un rato, la sangre frenó. Pasé de una posición defensiva, con los músculos atrofiados de tanta tensión, con el cuello tieso por la inclinación, a relajar los hombros y sonreírle victoriosamente al espejo. Me sentía libre. Me enjuagué las manos y me lavé la cara con agua tibia. El calor me reconfortó. Apreté el botón del inodoro e intenté que el agua se llevase el celular (no importaba, siempre había iPhones viejos en una caja que guardaba mi mamá), pero no se fue.
Salí del baño con tranquilidad, incluso feliz. Y me encontré con el resto de la casa, mucho más luminosa, con paredes blancas y cuadros de mi familia. Había juguetes de Mateo por todo el piso y ropa para planchar en una canasta a un costado, con los vestidos floreados de mamá, camisas grises de papá y tres bóxeres negros de Emmanuel. Dos floreros con jazmines de plástico y la computadora de Rosario, entreabierta, sobre la mesa del living, junto con la computadora de trabajo de papá y las carpetas llenas de gráficos azules y rojos. El aromatizante ambiental con aroma a vainilla y el olor de las milanesas quemadas de la noche anterior se mezclaron, y no supe cuál era más real.
Cuando entré a la habitación de Mateo, noté que las ventanas estaban abiertas. Seguramente desde ayer.
Y hacía frío.
٭٭٭
—No te escucho —le dije—. Hablá más fuerte.
Tenía el celular sobre el cachete y el hombro, y hacía fuerza con el cuello para que no se me volara; con las manos, movía las polleras y hacía el típico sonido de la percha arrastrándose sobre el caño. Mateo, desde el carrito de compras, me miraba a mí y a todo lo que lo rodeaba. Saludaba a cualquier persona, con su manito regordeta y los dientes de leche a punto de salir por completo, yo escuchaba a los otros que le decían «¡hola, bebé!» o «¡qué lindo!». Ni se me ocurría contestar, porque la gente que hacía ese tipo de cosas me resultaba extraña. Así que seguí con la mirada fija en las polleras y las moví de un lado a otro. Pasé las de cuero, porque tenía mil; las rojas, muy llamativas; ¿amarillo?, ¿qué?; ah, verde militar. Verde, sí, sí, sí.
—Te digo que le busques algo un talle más grande. Mateo creció un montón. En la parte de bebés, a la derecha…
—Sí, ya sé cuál es la parte de bebés. —Miré a un costado y noté las remeras de noche, que parecían más pezoneras que otra cosa, y me acerqué.
Por la derecha pasó una vendedora, con camisita blanca y el nombre colgado del bolsillo delantero, y le sonreí. El shopping era un cúmulo de gente hablando, cajas registradoras y alguna que otra persona gritando el nombre de otra. Me gustaba sobre todo el aroma a limpio, a tela nueva.
—Bueno, ahí —dijo mi mamá. Por un momento me había olvidado de que estaba en el teléfono—. En la parte de pijamas, hay como unas remeritas peludas. Están forradas con lana o algo así.
—Sí, sí, las estoy viendo. —dije. Pero en realidad no. En ese momento encontré un body negro, con encaje de flores desde el cuello hasta la cintura. Me pareció hermoso. Si lo combinaba con la pollera verde, podría hacerlo pasar por un disfraz militar de dudosa procedencia. Revisé el precio y lo puse en el carrito de compras.
No es que no me importara lo que me decía. Solo creía que no tenía razón, pero hacérselo entender podría llevar a una discusión de dos horas. Porque si el bebé tuvo frío, no fue porque el pijama no tuviera forro de lana, sino porque alguien dejó la ventana abierta. ¿Qué significaba eso? Que Emma era culpable. ¿Pero cómo le iba a echar la culpa a su yerno querido, el más bueno, el que soportaba a su hija menor, el que tenía muchísima plata como para borrar todos sus errores? Y como yo no sabía nada de psicología, no podía contra esa negación.
—¿Qué colores hay? —me preguntó mamá.
—Los de siempre: azul, verde, rosa…
Seguí removiendo en la ropa, buscando algún otro body.
—Comprale uno azul.
—Perfecto. —Caminé hasta la parte de zapatos y busqué con la mirada. Mateo se divertía jugando con la pollera y yo lo observaba de reojo cada tanto para asegurarme de que no se lo hubieran llevado. Estaba entrando en la etapa charlatán, algo de lo que me advirtió el pediatra: soltaba frases aleatorias, comentaba los colores, se reía en voz alta y, cada cinco segundos, decía «mamá», pero no me llamaba para algo importante en términos adultos (y por eso creía yo que mucha gente no aguantaba a los niños), sino para que lo viera a él.
—Vas a ver que ahora no va a tener más frío por la noche —dijo mamá.
—Tendríamos que probar con cerrar las ventanas también.
—Ahora, ¿no hay ninguna chance de que vos, sin querer, hubieras dejado la ventana abierta y que…?
—¡No! Fue Emmanuel, mamá. Si ayer casi ni estuve en casa. Y él fue el último en verlo. Habrá pensado que hacía calor. Si Emmanuel es más tarado…
—¿Cómo que te fuiste? No podés dejar a tu hijo solo.
—¡A comprar, mamá! Y lo dejé con Emmanuel.
—Tampoco tardaste tanto, entonces.
—Entre estacionar en pleno centro, buscar las cosas que me pediste vos, que me pidió él…
—¡Pobre él, encima que…!
—Basta, mamá. Ya está. Ya está. No quiero hablar de eso.
—Bueno, bueno. —La escuché suspirar. Para ella, salir corriendo a comprarle ropa a pedido de ella porque sí, estar encerrada todo el día, con mi hijo, no era suficiente: también tenía que procurar estacionar rápido para llegar antes a mi casa—. ¿Y Emmanuel cómo anda?
—Por ahí, con los amigos.
—Se merece. Se merece salir un poco. Ese chico trabaja mucho.
—¿Cuándo vuelven? —pregunté. Agarré un par de tacos de aguja. Olían a cuero nuevo.
—En dos semanas. Pero Rosario tal vez se quede.
—Va a faltar a mi cumpleaños, entonces.
—Y bueno, hija…
—¿Por qué? ¿El novio de turno se lo pidió?
—No seas así con ella. Es el prometido.
—Como el anterior, ¿no? Hasta que le prestamos mil dólares. Y después desapareció. Puff. —Esbocé una sonrisa. Mateo me estaba llamando otra vez, quería agarrar mi teléfono.
—¡Pero, Trinidad…!
—Ya faltó el año pasado porque el novio de turno estaba enfermo. ¿No podés decirle nada, mamá?
Un recuerdo de la niñez me vino a la cabeza en un instante fotográfico: Rosario y yo, con tres y ocho años, agarradas de la mano, sonriéndole a la cámara.
—¿Qué querés que le diga? Ella está demostrando que sería una buena esposa, una buena mujer. Así se hace. No al revés. No se empieza teniendo hijos, eh.
Apreté los zapatos. Al principio no me di cuenta; después, cuando bajé la mirada y vi mis dedos exprimiendo el tacón, lo solté de golpe y se cayó. Si hubiera tenido a mi mamá a pocos metros, le hubiera revoleado la punta del tacón a la frente. Ahí, entre las dos cejas depiladísimas y las manchas que se tapaba con base de un tono más claro que el suyo.
—Te callaste. ¿Qué pasó?
—¿Qué querés que te responda? —le contesté, dando media vuelta y alejándome con el carrito—, si vos me dijiste que…
Mirá dónde te vengo a encontrar.
—¿Qué pasó? —me preguntó mamá.
Una morocha de ojos azules alzó una remera con flores celestes y la soltó enseguida. Le vi la nariz pomposa, los labios de tonos rosados y degradados, y las manos pálidas sujetando remeras que veía con asco. Era su cara de asco. No había otra igual en el mundo.
—Nada, nada. Después te llamo. —Y la corté.
Empujé el carrito por entre las perchas, dentro de la zona de ropa de verano, y estiré el cuello para verla mejor. Capaz me había confundido. ¿Cuántas morochas de ojos azules había en Argentina? Igual el pelo era muy oscuro, muy brillante. Y los ojos, muy azules. Si a Azul Regantes la confundía, entonces tenía que ir al médico, porque me fallaban los sentidos y porque confundirla a ella era como olvidar mi voz. ¿Pero cabía la posibilidad de que se hubiera venido de Bragado a la capital de Buenos Aires, desde ese pueblucho hasta esta ciudad atiborrada de luces, vehículos y hollín? Sí, la misma posibilidad de que cayera un meteorito y nos matara a todos. Y me agarré el pecho. Estrujé la camisa con la mano.
Continué caminando, pero ahora con pasos nerviosos. Atravesé la zona de ropa de verano, me moví entre los pantalones. Mateo parecía divertirse con la persecución, mientras que yo agarraba el carrito con fuerza y apretaba los dientes.
¿Dónde carajos se fue?
Frené.
Si me la cruzaba, si llegábamos a coincidir, ¿qué le iba a decir? Era absurdo.
Aflojé las manos y tragué saliva. Absurda yo que la perseguí sin pensarlo. De todas formas, me resultaba raro que estuviera ahí, de todos los lugares del mundo. Una persona que no veía hacía dos años y que pensé que no iba a volver a ver nunca más. ¿Y si no la veía más? ¿Cuál era el problema?
Cuando la fui a buscar, ya no estaba más. Aparte, todo terminó muy mal para, llegado al caso, cruzarnos y hacer como si nada hubiera pasado, porque sí pasó, y con lo fría que era, seguro no se había olvidado.
Entonces, no entendía, no podía explicarme el porqué de la emoción. Por qué volver a verla, aunque solo fuera un atisbo de su imagen, me aceleró el corazón.
Y tenía la mente perdida y caminaba despacio, como sin sentido, cuando de repente choqué con una persona. Cuando levanté la mirada, Aiz me estaba observando.
—Perdón —alcancé a decir.
Me miró con ojos helados. La cara no reflejaba sentimientos, sino indiferencia. No me reconoció.
No contestó. Se apartó y se metió en los probadores.
.
Me gusto, quiero ver como sigue la historia, hay un bebe y una mina enojada