Conchi Regueiro
Nació en Lugo en 1968. Es trabajadora social, pedagoga y, también, autora bilingüe, en gallego y en castellano, sobre todo de ciencia ficción, pero de lo que se trata es de narrar historias, sean del tipo que sean. Entre su obra más reciente, destaca: ¿Hogar? (Editorial Café con Leche, 2018), Asunto NM (editorial Saco de Huesos, 2019), la saga de la Revolución del Humo (Los espíritus del humo, La refulgencia y Aldith, todas en Cerbero), Eldelrío (Editorial Cerbero, 2020) La Luna para Damas (Apache Ediciones, 2021) e Iones (Cazador, 2022). En LES Editorial tiene las novelas La dama triste (2020) y Las alsacianas (2023).
Sinopsis
Claire intenta escribir la que quizás sea la carta más importante de su vida a Madeleine mientras asiste como reportera al Congreso de la Paz durante unos intensos días de abril de 1915.
Estaban acercándose por fin al puerto de Ferrol, y Claire sintió deseos de abrir el cuaderno una vez más y apuntar sus impresiones del paisaje, pero se contuvo en el último instante: aquel montón de cuartillas entre las dos cubiertas de cartón deberían reservarse para otras funciones más importantes. Se dio cuenta entonces de que una cría de unos siete u ocho años no le quitaba ojo y sintió un sudor frío recorriéndole el espinazo. Pese a lo inapropiado de su aprensión, no podía evitar desconfiar de todos y cada uno de los que la mirasen de forma inquisitiva, fuesen de la edad que fuesen. De repente, la niña dibujó una amplia sonrisa en su carita y señaló el cuaderno. —Es lo más bonito que he visto en mi vida —exclamó en voz alta, ante la mirada de disgusto de la mujer que se ocupaba de ella—, me encantan esas tapas, son verdes. Nunca había visto un cuaderno de tapas verdes, ¿dónde lo compraste? —Ah, mi cuaderno —suspiró aliviada—, sí que es bonito, sí. Pues no lo compré en ningún sitio, me lo regaló una amiga. Ella me lo hizo. —Cómo me gustaría tener uno igual —continuó entusiasmada la niña—. Me encantaría tener un cuaderno de tapas verdes —insistió y Claire volvió a sentir inquietud. Intuía que no había sido buena idea en absoluto mostrar un objeto tan poco discreto. Miró con disimulo su posesión: era demasiado vistosa, y, en el peor de los escenarios posibles, podía ser la mejor pista para la policía. “Sí, la chica que llevaba un cuaderno de tapas de color verde”, diría sin dudarlo cualquier chivato que quisiese estar a bien con las fuerzas represivas. Con gran dolor de corazón, determinó que lo guardaría y emplearía el habitual en el aburrido negro que llevaba en el fondo de su maleta, pero no pudo evitar un latigazo de culpabilidad: había prometido que en esas hojas iba a escribir su mejor reportaje cuando se estaban despidiendo en la estación del tren, donde Madeleine se lo había entregado como regalo de despedida y, a las primeras de cambio, se desdecía. La invadió la tristeza, tanto por su debilidad de carácter como por la incontrolable nostalgia hacia quien había quedado a tanta distancia. —Lo siento, guapa —dijo a la niña—, es una cosa que hicieron solo para mí y para nadie más. No puedes encontrar otra igual en ningún sitio. “Estupendo, ahora presumiendo de posesiones”, masculló disgustada mientras volvía a su camarote, antaño un habitáculo con vocación de lujo, pero que en lo que parecían los últimos y decadentes tiempos de la embarcación solo resultaba un hueco destartalado. Había conseguido oír a algunos pasajeros que ese medio de transporte iba a desaparecer, aniquilado por la nueva línea férrea Betanzos-Ferrol, y la idea la disgustó, pese a que sabía que, una vez acabado el congreso, no regresaría por esas tierras nunca más. Fiel a su espíritu austero, se arrepintió una vez más del dispendio: la mayor parte del tiempo había ido en cubierta, como el resto de los pasajeros, pero quien le había ayudado a organizar el viaje había sido muy insistente con las apariencias: debía dar la impresión de que se trataba de una francesita de buena familia que había tenido la ocurrencia de visitar Ferrol. Por supuesto, tenía razón. Sabía de buena fuente que el gobierno español había prohibido finalmente aquel encuentro, y no había viajado tantos kilómetros para que por un descuido la mandasen de vuelta de una patada. Sería la cronista de ese congreso, aunque acabase publicándose en uno o dos medios clandestinos y no la leyesen más allá de una docena de entregados a la causa ácrata. Guardó el cuaderno en la maleta y el recuerdo de quien se lo regaló le vino como un pinchazo. Pese a que no faltaban ni cinco minutos para atracar en Ferrol, sacó sus útiles para correspondencia y empezó a escribirle una carta de manera atropellada: Ferrol, 28 de abril de 1915 Querida Madeleine: Esto es increíble. Tenía razón tu hermano Pierre cuando te contaba tantas maravillas sobre las bellezas de esta esquina de España. Es todo un vergel y su costa es preciosa. Tachó disgustada esas primeras palabras. En escasas líneas ya estaba colando una mentira y una imprudencia: Apenas había conseguido ver nada de esa región gallega que, efectivamente, parecía muy bonita, y no resultaba muy adecuado recordar al hermano cuando precisamente en unos días se cumplirían nueve meses de su muerte en el Marne, tal y como acostumbraban a recordar por aquel entonces, sobre todo, rememorando ese espíritu viajero y optimista que en esa familia tanto se añoraba. —Señorita, tiene que desembarcar —la avisó cortésmente un empleado, y ella se limitó a asentir con la cabeza. Querida Madeleine: No consigo quitarme de la cabeza tus palabras. Miro ese cuaderno de tapas verdes entregado entre lágrimas en la estación y tu gesto de amargura vuelve a mi cabeza una y otra vez. Cualquier partida es un momento de muchos nervios, y por eso lo acontecido la noche anterior solo puede explicarse por esa agitación nerviosa propia de los preparativos de un viaje como el mío y que probablemente acaba contagiándose a las personas que te rodean. Estoy segura de que te arrepentiste al punto, y nuestra amistad es, hoy por hoy, lo más valioso que se me ocurre en el mundo como para enrarecerla con palabras y frases absolutamente fuera de contexto. Igualmente, te debo también una disculpa por mi huida atropellada, aunque bien es verdad que debía preparar el equipaje. —Señorita, por favor, que ya es la última en bajar —azuzó de nuevo el empleado, con menos cortesía que la vez anterior, y Claire guardó la hoja de cualquier manera en su bolso y cogió su maleta. Tal y como estaba acordado, en el puerto esperaba una mujer de unos cincuenta años vestida de luto que miraba descender al pasaje con suspicacia, y a ella se dirigió. —Hola, soy la francesa —saludó casi en un susurro, y la mujer la miró de arriba abajo con el ceño fruncido. —Ya creía que al final no venías —masculló como saludo—. Vamos, andando. Mejor no hacernos muy vistas por aquí. La mujer se echó a trotar con lo que se reveló un paso muy difícil de seguir para alguien borracho de cansancio y con la obligación de transportar un equipaje, aunque liviano, lo suficientemente voluminoso para enlentecer la marcha. La señora mantuvo ese ritmo más de un cuarto de hora, sin girarse o aflojarlo ni una sola vez, mientras que Claire procuraba correr tras ella sin decir nada, demasiado orgullosa para pedirle que no apurase tanto. Llegaron a unas calles perfectamente ordenadas y Claire supuso que por fin estaban en el barrio de la Magdalena. La señora se situó frente a un portal, que abrió de un rápido empujón. —Vamos, entra rápido que no tengo todo el día. Hizo lo que le ordenaba. La señora subió con una asombrosa agilidad por unas escaleras empinadas hasta el segundo piso, donde abrió la correspondiente puerta. —Es aquí. Vamos, rápido —llamó desde arriba mientras Claire aún resoplaba en el primer rellano. Por fin llegó a la vivienda, por lo que parecía, de un buen tamaño, aunque los escasos y avejentados muebles indicaban que había tenido tiempos mejores. —Te instalarás en la habitación del fondo, y, si alguien te pregunta, le dirás que eres una pariente lejana mía que está visitando la tierra estos días, y ya puedes tener mucho cuidado, ¿estamos? —Sí, ¿señora…? —Aquí en el barrio todo el mundo me conoce por la señora Maruja, así que no se te ocurra referirte a mí de otra manera —ordenó la aludida—. Mañana acércate con discreción hasta el Ateneo, y, si alguien te pregunta, diles lo de la familia y que estás dando una vuelta, ni se te ocurra decir que vas al Congreso porque me buscas la ruina. —No se preocupe, eso haré. Ya he estado en otros sitios y situaciones delicadas y no voy a cometer ninguna indiscreción, se lo aseguro —dijo Claire un tanto ofendida. —Eso espero —aceptó la mujer—. El Ateneo está a unos pasos de aquí, así que, en principio, puedes llegar sin mayores problemas. Me dijo José —supuso que se estaba refiriendo a José López Bouza, el organizador de todo aquello, y asintió con la cabeza— que vas a escribir para un periódico francés. —En realidad, voy a ofrecérselo a diferentes publicaciones —corrigió—. Es importantísimo que se sepa que en esta ciudad de España se va a clamar contra la guerra y a hacer lo posible para la paz de los pueblos. Será todo un hito en la historia del movimiento obrero. —Sí, sí, me parece muy bien —cortó la casera—. Escucha, he aceptado alojarte porque es verdad que José me hizo un par de favores en el ayuntamiento, y una sabe ser agradecida, pero ya se lo dije a él, y ahora te lo repito a ti: ni se os ocurra buscarme un lío con vuestras reuniones porque diré que me engañasteis. Me quedo tan ancha, y seguro que me creen, porque tengo amistades en el mismísimo Gobierno Civil. Solo tendría que dar un par de nombres y me harían una reverencia, así que ya podéis tener cuidadito, ¿estamos? —Sí, señora, puede quedarse tranquila. Estaré unos días cubriendo las reuniones y luego me marcharé por donde he venido —aceptó Claire mansamente. —Muy bien, pues pasa a tu habitación y ponte cómoda. El cuarto de baño está aquí, al lado de la cocina —dijo, señalando una puerta cerrada—. Si quieres cenar, puedo prepararte después un café con galletas, y hay un poco de queso y chorizo, si tienes más apetito. —Me valdrá cualquier cosa, señora Maruja. No voy a ser ningún trastorno para usted. —De acuerdo, entonces vete a reposar un poco. Seguro que estás muy cansada —la animó la mujer enlutada, con su suspicacia un poco vencida. Claire entró en su habitación: se trataba de un cuarto que daba a un oscuro patio de luces y en el que, pese a una limpieza primorosa, imperaba un olor a humedad. Solo tenía una estrecha cama y una mesilla, mientras que un hueco en la pared atravesado por una barra de la que colgaban un par de perchas y bajo la que estaba un viejo taburete hacía las funciones de armario. Claire miró con disgusto el lugar, aunque prefirió convencerse a sí misma de que por unos días bien valía y que apenas lo iba a pisar. Se sentó en la cama: fundamentalmente cómoda y sin los molestos chirridos de muelles que habría esperado, y pensó en lo que podía hacer en ese intervalo hasta la cena. La cuartilla con el borrador de la carta la reclamaba muda desde su bandolera, ya colgada en el cabecero, pero el cansancio acabó imponiéndose y antes de que se pudiese dar cuenta, estaba dormitando sobre la colcha y sin siquiera descalzar, aunque el recuerdo de los ruidos e imágenes de la estación pareció pasear un momento por sus sueños. —Bienvenida al Congreso por la Paz, compañera —la saludó un hombre joven en la misma puerta del Ateneo—. Yo soy José, nos conocemos vía postal —se presentó con una acogedora sonrisa—. ¿Qué tal con la señora Maruja? —Muy bien, muy bien —contestó ella sin pensar. —Es muy buena mujer, pero algo gruñona, no se lo tengas en cuenta —rio—. En fin, me alegra que hayas venido desde el mismo París a este rincón del mundo. Queremos discutir y proponer todo de lo que se puede hacer para parar esa maldita guerra en la que tu país está participando. —Sí, con una frivolidad como si solo estuviésemos pasando el día en unos juegos campestres —bufó ella recordando los comentarios de su hermano Alain cuando iba a alistarse—. Al principio, parecía que esto serían unos simples ejercicios de esgrima entre jóvenes camaradas, y, si decías algo, te tachaban como poco de traición a la patria y amiga de los boches. Procuró serenarse. Siempre se enojaba al recordar esos primeros tiempos del conflicto. Las discusiones con su hermano habían sido tremendas y el enfado se había prolongado de tal manera que ella se había negado a ir a despedirlo, cosa que ahora se le clavaba como un hierro ardiente en su ánimo. Alain había partido con el disgusto de marcharse enojado con su hermana pequeña, hasta no hacía tanto, una de sus personas favoritas en el mundo, pero feliz por lo que él entendía que era su gran misión como joven francés henchido de fervor patriótico. —Seguramente, aquí no nos estamos enterando de mucho, pero debe de ser una verdadera carnicería. La siguiente vez que vio a Alain, solo se encontró a un muñeco babeante bajo un montón de vendas. Por lo que les explicaron los médicos del hospital militar, una explosión le había destrozado la cara, haciéndole perder masa cerebral y, con ello, todo lo que una vez lo había definido como persona. Contempló cómo lo bajaban de aquel tren en la camilla y por su cabeza pasó la imagen de la vieja muñeca que reposaba en una estantería de su habitación, similar en su inmovilidad. —Sí, tienes razón. Es toda una carnicería —asintió con el recuerdo de aquellos vagones cargados de muertos y heridos. Fue el primer día que vio a Madeleine, aquellos inmensos ojos llorosos siguiendo uno de los ataúdes—, pero nunca hay que perder la esperanza. Abrió los ojos asustada. Seguramente, había vuelto a soñar con la camilla ocupada por el guiñapo que una vez había sido su hermano. “Estupendo”, pensó, “ahora no me volveré a dormir”. Según su desportillado despertador de viaje, eran las cuatro y media de la madrugada. La casa y la calle parecían silenciosas y, con ese mismo recogimiento, recuperó los útiles de escritura. No había vuelto a la carta en todo el día anterior, y ahora le parecía el tiempo y el lugar perfecto para afrontarla. Leyó lo ya escrito, y una oleada de vergüenza la recorrió. Rompió el papel en pedacitos, pese a estar ya escasa de cuartillas, y preparó otra. Puntillosa como era, también estuvo a punto de tirarla por escribir mal la fecha: el 29 acabó hace unas horas, susurró molesta, aunque consiguió corregir las cifras sin que diesen la impresión de una tachadura. Ferrol, 30 de abril de 1915 Querida Madeleine: No sabes lo estimulante que es dar con una gente que de verdad entienda esta Gran Guerra que nos aflige como lo que de verdad es: una sangría alimentada con las vidas del pueblo y solo del pueblo. Ya por oír eso merecen la pena estos miles de kilómetros recorridos con tantas dificultades. Se ha propuesto como medida de choque la convocatoria de una huelga general internacional, y poco ha faltado para que saliese corriendo a gritar frente a nuestra embajada, por mucho que esta esté en Madrid, tal es mi deseo de hacer algo contra todo ese horror que nos ahoga. Levantó la vista del papel y recorrió con ella la exigua habitación. En la mesilla reposaba el cuaderno de tapas verdes donde había intentado redactar infructuosamente unas cuantas impresiones de lo vivido en la jornada, y sintió cómo su corazón parecía salírsele del pecho. Mi más preciada amiga, tú y yo comprendemos perfectamente la situación porque tú y yo hemos visto cómo han quedado reducidas a la nada dos de las personas que nosotras considerábamos claves en la felicidad propia y de la gente que nos rodea. Pierre y Alain representaban todo lo bueno que en una familia puede existir en términos de cariño y apoyo incondicional, pero esa idea absurda de la patria nos los ha arrebatado, bien mediante la muerte, bien mediante la invalidez más absoluta que solo deja un pelele desmadejado. Cuando nos conocimos ese desafortunado día, meses atrás, supimos reconocer recíprocamente esa desgracia y esa idea común nos ha convertido en las amigas que ahora somos, apoyos mutuos en la pena y acicates para todos esos planes que de verdad vienen a honrarnos como personas y participantes de esa Humanidad que ahora parece perderse o despreciarse en el campo de batalla. Tengo muy claro que fuiste tú quien me ayudó a dar este paso tan importante, con tu argumento irrebatible de que la voz de la paz debe ser registrada allá donde se produzca. Y es algo por lo que siempre te estaré agradecida. Me gustaría que mis ánimos también valiesen de algo en tu vocación pintora, pues creo que nuestro país tiene en ti a una de las mejores retratistas de la historia, y solo la naturaleza inmovilista de gentuza como la que ocupa la Academia de Bellas Artes y demás sitios donde lo rancio se hace fuerte evitan que tu talento sea valorado como se merece. Releyó el inicio del párrafo: mi más preciada amiga. En realidad, sí que lo era, no tenía la menor duda. Sin embargo, Madeleine la había definido de otra manera, infinitamente más intensa, y ella se había escapado asustada, porque, a esas horas, era la explicación más honrada para su acción. Mejor no seguir por ahí. Por ningún lado, en general. Al día siguiente tenía que madrugar y era mejor levantarse descansada. Dejó todo a un lado y volvió a acostarse. De nuevo en la oscuridad de la habitación, el insomnio la torturó una serie interminable de minutos, aunque ella siguió firme en su decisión de mantener los ojos cerrados, pero recordó aquella oferta de ser dibujada con un gesto risueño, pues, en palabras de la artista, su sonrisa podía iluminar la noche más oscura y comprendió que el sueño se mantendría en guardia toda la noche finalmente. Llegó a enterarse de la detención en bloque de la delegación portuguesa en el mismo instante en que traspasó las puertas del local. El resto de participantes comentaban indignados cómo habían ido a buscarlos a la posada donde se alojaban y los iban a expulsar del país, los más dispuestos habían empezado a redactar un manifiesto para dar a conocer el asunto al mundo entero. Incluso se estaba hablando de la posibilidad de convocar una huelga general revolucionaria por ese acto de represión. Claire se dispuso a tomar nota de todo aquello cuando, para su disgusto, se percató de que se había dejado la pluma estilográfica en el dormitorio. Avergonzada, salió corriendo hacia la casa de la señora Maruja para enmendar el error lo antes posible. Aunque había entendido que en esa jornada se iba a tratar sobre todo la reorganización del sindicato anarquista nacional, no quería dejar de tomar nota de ninguno de aquellos acontecimientos y sobre eso iba cavilando, por eso, cuando le abrió la puerta del piso un hombre tras un inmenso bigote no comprendió el lío en que estaba metida. Solo al verse en aquella especie de celda supo que su etapa de cronista del congreso quedaba definitivamente interrumpida. Con todo, no estaba asustada, los agentes la habían tratado con una fría educación que a ella le resultó muy adecuada para un momento de tanta incertidumbre, y el jefe de terno desgastado le recordó directamente a su tío Jean, tan serio y de tono tan condescendiente. —Buenos días, señorita, ¿entiende mi idioma? —Perfectamente. Hablo varias lenguas sin problemas, aparte de la mía —contestó con un punto de desprecio. —Me parece muy bien —aceptó el doble de su tío—, ¿sabe por qué está aquí? —No tengo ni idea. He venido hasta esta tierra a dar una vuelta aprovechando la invitación de la señora Maruja, pariente lejana por parte de mi madre, y me encuentro con que soy conducida a este sitio sin mayores explicaciones. Es un verdadero atropello. —Ahórrese esa explicación, señorita, que la dueña de la casa ya nos lo ha contado todo —cortó aburrido el hombre—. Dice que la han engañado y que usted se vino a apoyar a todos esos alborotadores pese a la orden taxativa del Gobierno de no reunirse. —No sé de qué me está hablando —protestó. —Sí que lo sabe, sí —rebatió pacientemente aquel comisario o lo que fuera—. Como comprenderá, será expulsada del país de inmediato. —¿Cómo que expulsada? No pueden hacer eso. —Desde luego que sí, y lo vamos a hacer. De todas formas… —¿Qué pasa? —¿Usted es Claire Marie Legrand? —Sí —reconoció. Sabía que en esos momentos intentar tirar de alguna identidad falsa no serviría para nada. —Le trajeron esto al piso, solo unos minutos antes de que usted llegase —explicó mientras le entregaba un sobre de telegrama abierto—. Está claro que tiene que regresar a su casa. Comprendió al instante de qué se trataba y se lo arrancó de las manos, olvidándose de protestar agriamente por una violación tan clara de su correspondencia. Hacía frío en la sala en la que esperaban el primer vapor de la mañana que la dejaría en Coruña desde donde sería deportada, decisión que se había tomado tras muchas dudas y consultas con terceros y que le había obligado a pasar la noche en un calabozo, sobre un catre incomodísimo que hacía añorar profundamente la cama estrecha del piso de la señora Maruja. La pareja de agentes que se encargaban de su escolta en ese trayecto medio dormitaba en otro banco y ella aprovechó para hacer un inventario de sus pertenencias: como era de esperar, le habían confiscado el cuaderno con las anotaciones sobre el congreso, y también el material para la correspondencia que le quedaba. Por el contrario, habían respetado la ya tan preciada libreta de tapas verdes y, en un giro de honradez inesperado, la pluma estilográfica olvidada y que alguien había colocado en su equipaje. Respiró aliviada: podía escribir lo que llevaba rondándole la cabeza toda la noche. Se hacía imprescindible aquella carta y no tenía los útiles adecuados, así que decidió sacrificar algunas de aquellas hojas tan bien encuadernadas para dar rienda suelta a aquella miríada de pensamientos que pugnaban por salir. Ni siquiera importaba la posibilidad real de llegar en persona antes que la misiva por el deficitario servicio postal que no dejaba de imaginar en ese rincón del mundo. Solo escribiendo podría alcanzar la paz. Ferrol, 1 de mayo de 1915 Querida Madeleine: Seguro que ya conoces la noticia: Alain murió por complicaciones de sus heridas anteayer por la noche. Solo espero que haya sido sin dolor, como postrer detalle del mundo con mi infortunado hermano. Debo confesarte que he llorado mares por él, pero, a la vez, que he experimentado un inmenso alivio por el fin de su sufrimiento. No hay cielo ni infierno, pero incluso esa nada absoluta que imagino parece mejor que la postración perpetua a la que estaba condenado. Esto me ha demostrado (idiota de mí, nunca me había parado a pensarlo en toda su profundidad) que la vida es el bien más preciado, y que lo único que importa es lo que hagamos con ella, que sepamos exprimirla hasta la última gota y aprovecharla al máximo porque nunca será suficiente cuando llegue nuestro último aliento. Por eso me he propuesto a partir de ahora actuar con ese principio, de puro obvio, tan esquivo. Es el momento de las confesiones y, con ellas, de las solicitudes consiguientes del perdón. Soy una cobarde porque no sé afrontar lo que siento o lo que me ocurre. Esa es la verdadera coherencia, que tú derrochas a manos llenas, auténtico fundamento del coraje, y no este ánimo aventurero mío que me llevó a viajar hasta una esquina de España para cubrir una información que bien sé (y sabía) que apenas tendrá posibilidades de ver la luz en ningún periódico o revista, aunque para nada me arrepiento de ello: como tú dijiste, cualquier grito por la paz debe ser registrado y luego repetido por todos los medios posibles y yo lo haré, pese a esta derrota que me lleva de vuelta antes de tiempo. Cuando, la noche antes de mi partida, tú me llamaste “amor mío”, yo respondí estúpidamente con una tontería porque, es verdad, me asusté muchísimo, y yo reacciono con exabruptos ante lo que me descoloca, y lo que en ese momento me descabaló por completo fue que tú pudieses resumir en esas dos únicas palabras todo ese sentimiento que ahora sé con total precisión que yo comparto, quizás desde la primera vez que te vi. Fuiste tan honrada y sincera que, lejos de cohibirte, hablaste desde el corazón sobre todo lo que te hacía expresar así, y ahora repaso y disfruto esas palabras en mi memoria como el mayor regalo que nadie me podrá hacer jamás, pues, de la primera a la última están llenas de verdad: es amor y solo amor, y poco importa ante esto todas esas inconveniencias que nos puedan señalar gentes y grupos que, por otra parte, no dudan en enviar al matadero a jóvenes maravillosos como nuestros hermanos. El amor debería ser la piedra angular de la sociedad, pues nada hay más precioso que dos personas que se quieren, y ante eso sobran valoraciones sobre la idoneidad de esa relación o el escándalo subsiguiente. No hay nada malo ni nefando en ello, y la perversidad solo está en las cabezas de esas gentes que prefieren la gloria de una herida mortal o las decenas de ataúdes frente a la bandera al alborozo de un abrazo o el simple beso de dos personas del mismo sexo. Si rezase, ahora mismo llevaría susurradas mil oraciones rogando que a mi vuelta me aceptes, y no solo como esa buena amiga que yo estúpidamente me empeñaba en catalogarme, sino como esa compañera de vida que te desea en cuerpo y alma y que solo piensa en estar a tu lado y compartir todo contigo, pues no se me ocurre mayor premio que envejecer juntas tú y yo, como cualquier pareja bien avenida que estoy segura que formaremos. Solo espero que sigas haciendo gala de tu inmensa generosidad, que te llevó incluso a acudir a la estación para despedirme y regalarme el precioso cuaderno de tapas verdes cuando debías de estar destrozada por dentro ante mi rechazo. Una vez más, lo siento, pero te garantizo que te resarciré por ese comportamiento. Por favor, solo acéptame a la vuelta, dame esa oportunidad. Sé que será muy arduo. En este punto, desgraciadamente, no hay adorno posible. Somos dos mujeres, es incontestable, y nunca van a aceptarnos ninguna otra relación diferente a la de dos amigas unidas por la desgracia de la guerra, pero nos enfrentaremos al rechazo y al oprobio desde la fuerza de nuestro sentimiento mutuo. Podremos conseguirlo. Déjame repetirlo: te quiero, te quiero, te quiero, y nada ansío más que volver a tu lado, refugiarme en tus brazos y besar tus labios, yo también tengo ese mismo anhelo que tan valientemente me confesaste aquella noche. En unos días se hará realidad. Pronto estaremos juntas. Con todo mi corazón, Claire Firmó y rubricó en el mismo instante que sonaba la primera llamada del vapor. —Vámonos, señorita —ordenó educadamente uno de los agentes, y ella recogió sus cosas y se dispuso a salir al muelle. Era muy consciente de las malas pasadas de la falta de sueño y lo caprichosas que llegan a ser las ilusiones ópticas, pero subió a la embarcación repleta de dicha ante el reflejo de Alain que le había parecido ver. Llevaba el traje veraniego de lino y la había saludado burlonamente con el canotier, pero sus ojos destilaban el cariño que siempre se habían profesado, amorosos ante todo lo que aquella hermana un par de años más joven hiciese o dijese, y ella se sintió amparada como en los más dichosos tiempos pasados. —¡Allons![1] —proclamó orgullosamente mientras el barco soltaba amarras. [1] ¡Vamos!Querida Madeleine