Imagen de cabecera: Cuadro Escena de la guerra del francés (1808, Joseph Flaugier)
Fuente: Wikimedia Commons
Merche Jiménez
Merche Jiménez nació en Valencia, pero pronto se trasladó a Utiel. Lectora empedernida, compagina dos de sus grandes pasiones, la escritura y la historia de su tierra como guionista en la asociación cultural Somos Leyenda, de la localidad de San Antonio. Autora de la obra teatral La leyenda del olmo, su estreno en el teatro García Berlanga de San Antonio fue suspendido por la pandemia de 2020.
En los últimos años ha sido seleccionada para la antología Resurreción Party Day con el relato de terror «Los Ávalos» (2018) de la revista Vaulderie, «James Grey» para la revista digital de ciencia ficción Metahumano (2020), el poema «Ellas que volaron alto» en el poemario Ellas de la editorial Diversidad Literaria (2019).
Sinopsis
Han pasado cuatro años desde el Levantamiento en Madrid y las tropas francesas siguen su avance por toda la Península.
El 25 de agosto de 1812 la guerra llega a las puertas de Utiel, y María Romeo, La Perra del Magro, deberá tomar decisiones en nombre de la libertad que pondrán en peligro su vida y la de toda su partida.
Mención especial en el I Premio Herstoria de relatos de ficción histórica.
Madrid amaneció frío el día en el que sus calles ardieron de odio y confusión. La pólvora fue el ánimo caliente de la mayoría de la población. La mecha, el cuchillo que cortó los tiros del carruaje del infante don Francisco. Lo llevaban a Bayona, el exilio de la familia real española. La llama, cañonazos indiscriminados de los franceses, barriendo la ciudad mientras las tropas españolas seguían su curso acantonados en el cuartel. Madrid ardió con furia, dando voz a la agitación sorda que se hallaba dormida. Aquel glorioso Levantamiento del 2 de Mayo de 1808 se alzó con la misma pasmosa rapidez con la que los franceses la aplastaron. Los ecos de los heridos y muertos aún se oían aquella mañana del 24 de agosto de 1812. María Romeo miraba el horizonte, esperando un amanecer que ya se vislumbraba, alzándose perezoso, entre las copas de los pinos. Un largo camino verde desde donde se veía la cúpula de la parroquia de Nuestra Señora de la Asunción de Utiel. En lo alto de la Sierra del Negrete, un punto cercano a la ermita de la Virgen del Remedio, la guerrilla había encontrado un lugar seguro de los galos. —María —Mercedes le acercaba un vino caliente especiado—, Carmen y Teresa están preparando el desayuno. —Con esto me basta. Mercedes la dejó a solas y volvió con sus hermanas. —¿Le has dicho que ha venido el primo? —No… aún no —contestó a Carmen—, vamos a dejarla un poco más. —Sabía que era urgente, pero también lo era el momento que cada uno se permitía sumergirse en sus recuerdos. Teresa seguía hablando con el primo Juan Carlos. Las noticias que traía eran extraordinarias. —Los franceses se dirigen a Caudete, donde presumiblemente harán noche. Ya han pasado el Puente del Pajazo. —Llenó su boca de queso y pan, más de lo primero que de lo segundo. Hacía un tanto que su paladar no cataba algo decente. —Entonces… mañana arribarán a Utiel —Carmen lo dijo como si los demás no hubieran desentrañado lo evidente. —Sí, pero… —Miró las caras expectantes de sus primas por línea materna—. Las tropas españolas, en su marcha de Ateca a Valencia, han llegado a Landete. No sé el camino que han cogido, marché antes de saberlo, pero vienen para acá. Saldrán al encuentro del francés. —Como ratificando sus palabras, las campanas de la parroquia comenzaron a sonar. El volteo sonaba furioso, era el «toque a arrebato» solo con la campana mayor. Todos callaron y miraron el sol que ya asomaba en el cielo despejado. —¿Qué está pasando? —María estaba de pie ante ellos y la hoguera. —Señora, yo… —Juan Carlos se había levantado de golpe. Nunca había visto en persona a la Perra del Magro, pero enseguida supo que era ella. Esa mujer joven, delgada por las circunstancias, era la guerrillera más famosa de todo el interior valenciano. Lo miraba con los ojos negros fijos en los suyos. Apartó la mirada un poco avergonzado. Imponía respeto y miedo al mismo tiempo. —¿Te ha comido la lengua el gato? —María sonrió. Se había acostumbrado a ese comportamiento, no en vano, su mano se había convertido en juez y patíbulo de toda la región. Recogió la cabellera larga y negra en un moño. Con el pelo suelto y revuelto parecía más una gata salvaje que una mujer. —Tropas francesas se dirigen a Utiel por el camino real de Madrid —dijo Teresa—, vienen muchos. —¿Cuántos son muchos? —Según el tío Cremades, hasta donde alcanza la vista, pero ya no tiene los ojos como cuando era un jovenzuelo… aunque sí lo suficiente para ver que portaban dos cañones —Juan Carlos lo dijo sin levantar la vista del suelo—. Señora… con su permiso, pero se hace tarde y quiero bajar hasta Utiel. Voy a luchar. María quedó callada durante varios minutos mientras todos los presentes la miraban en silencio, esperando su decisión. Tenía a su cargo una partida considerable de hombres y mujeres que, como ella, se echaron al monte escapando de las represalias de los franceses o simplemente para luchar contra ellos. Las caras, tostadas por el sol estival, se dirigieron hacia el cielo de Utiel. Desde lo alto de la sierra solo se veía el campanario. En otras circunstancias, su sonido era una llamada de algún siniestro, siempre fuego, pero todos sabían que el peligro era aún mayor que las llamas voraces de un incendio. —Teníamos una partida preparada para bajar dentro de unos días… nos falta bastante aprovisionamiento. —Sus labios esbozaron una sonrisa satisfecha—. Podemos echar una mano con los franceses… al fin y al cabo era lo que todos estábamos esperando. Las voces, todas atropelladas en su ansia por responder, se convirtieron en un escandaloso gallinero. —Mi navaja está sedienta… —Paco, El Borregas, fue el primero en hacerse oír entre la terrible algarabía—. Y mi garganta también. Seguro que podremos echarnos unos vinos en la taberna de la Joaquina antes de abrir en canal a los puercos. —Rio y contagió a la mayoría. —¿Se va a quedar alguien en el campamento? —el que hablaba era Lorenzo Vergara, viudo con tres hijos pequeños. —Por supuesto. —María entendía el miedo del hombre—. Tenemos demasiadas cosas de valor… te quedarás tú —posó una mano en su hombro—, confío en ti… escoge a cinco más… creo que será suficiente. —Id preparando todo… ¡Nos vamos! —Mercedes dio la orden como si sus palabras hubiesen salido de la misma boca de María. Poco quedaba de la niña que había llegado temblando en busca de refugio junto a sus hermanas. Habían huido de la cercana villa de Alieguilla, huérfanas de padres y con un hermano desaparecido. Cumplió los quince años perdiendo una familia y ganando otra. María volvió la vista al punto donde no dejaban de repicar las campanas y disfrutó, no sabía si por última vez, del manto verde que conformaban todas las copas de los pinos. Pensó que ese mismo día volvería a abrazar a su madre y a su tía Elvira. Con ellas en la mente entró en su tienda. Encontró a Catalina, moviéndose de un lado a otro, recogiendo todo tipo de cachivaches. —Catalina… —Se acercó para coger sus manos—. No quiero que vengas. —Eso no lo decides tú. —Cogió el pañuelo verde para tapar su cabeza rasurada, pero María la paró. Aún conservaba trozos de piel sin pelo, mostrando provocadoras cicatrices de un cuchillo traicionero. Acarició cada una de ellas para luego besarlas con ternura. —Por favor… quédate… te prometo que traeré a Mencía. —¿Y si no vuelves? —Se apartó rabiosa—. No lo entiendes… él le hará lo mismo. —Ya sabes que eso no lo voy a permitir. —María sintió una profunda tristeza. Habían pasado tres meses y su amiga no se recuperaba—. Lo primero que haré en cuanto llegue a Utiel será ir a por tu hija. —Esta vez la agarró de la cintura y no la dejó escapar—. Pero tienes que quedarte. Aún estás herida. Catalina se derrumbó en sus brazos y comenzó a llorar. María se limitó a dar cobijo a ese sufrimiento, dejando que se desahogara. Muchas noches el silencio y las lágrimas las habían envuelto a las dos. Amigas desde la cuna, sus vidas se habían alejado por el matrimonio de Catalina. La guerra las había vuelto a unir, pero con heridas en el alma muy difíciles de curar. —¿Y Felipe? —Te lo traeré con vida para que decidas. Catalina cogió el pañuelo verde y cubrió la cabeza que su suegro había rapado con una escoda de soldado en la plaza pública. Había sido acusada falsamente de ser una de las putas de los franceses. El presunto delito escondía intereses económicos que a nadie escapaban, pero eran tiempos convulsos y los franceses andaban ganando una guerra injusta. María llegó tarde, y solo pudo recoger su cuerpo maltrecho en la casa de la vieja Elena, gitana de pura raza, que logró evitar que también la emplumaran. —¿Crees que están vivos? —María sintió un estremecimiento. No había pensado en Gonzalo, marido de Catalina, y Manuel, su prometido. Habían pasado casi cuatro años del segundo asedio a la ciudad de Zaragoza. Manuel y Gonzalo integraron el grupo de voluntarios utielanos que se pusieron a las órdenes del Mariscal de Campo, Saint March, en el Regimiento de Infantería de los Voluntarios de Castilla. Las noticias que llegaron de Zaragoza no fueron muy fiables, algunos dijeron que Gonzalo cayó muerto de un bayonetazo en la toma del monte Torrero, otros en la defensa del Convento de Jesús, pero de Manuel nadie daba razón. —Lo hemos hablado muchas veces —la besó con ternura en los labios—, están muertos y… si viven, nosotras ya no estamos obligadas a seguir ninguna norma. No hasta que termine la guerra. Catalina finalmente claudicó y vio cómo María montaba, de un salto, a lomos de su impresionante yegua, un animal que comenzó la guerra con un coracero francés. María la había bautizado con el mismo sobrenombre que el enemigo le había dado a ella. Los galos nunca imaginaron que, lo que comenzó como un desprecio, se convertiría en el grito de guerra de toda una partida. —Tranquila, pequeña. —La bestia bufaba nerviosa—. La Perra necesita fuego y sangre bajo sus patas. —La chanza fue aplaudida por toda la guerrilla. —A buena marcha llegaremos en una hora… eso por el camino principal de la ermita. Si seguimos el de Mancebones tardaremos algo más. —El padre Joaquín Berlanga estaba a su lado, sobre un macho de labranza—. Cuando lleguemos… ¿Qué pretendes que hagamos primero? —Sabía que buscaría a Felipe—. Ese malnacido habrá escapado a la hacienda que tiene en Las Cuevas. Estará ya escondido como una alimaña. —Por eso cuento contigo. —María había establecido una relación curiosa con el sacerdote. Apareció una noche gritando borracho en un claro del monte. Gesticulaba con los brazos alzados al cielo y profería insultos que cualquiera hubiese calificado de herejes. Otro ser de Dios con el alma muerta—. Quiero que mandes a un par de hombres a la hacienda y otros dos que se adelanten a Utiel y vigilen su casa. —Lo miró a los ojos directamente—. A Felipe no se le toca un pelo. Eso le corresponde a Catalina. El padre Berlanga mandó a las hermanas González a Las Cuevas. Tenían un buen número de familiares con ganas de ajustar cuentas con Felipe. Él mismo comandaría el grupo de Utiel. Nadie se enfrentaría al cura por amparar a Mencía. Aunque ninguno hizo nada por la madre, estaba seguro de que ahora todos querrían proteger a la hija. Sería como un acto de redención para unos corazones en los que había podido más el miedo que la justicia. María miró a las hermanas Jiménez a su lado. Mercedes estaba a su derecha, erguida orgullosa sobre una yegua blanca. Mostraba provocadora sus piernas desnudas, con los faldares recogidos al cinto, donde llevaba una navaja y un trabuco. Un poco más atrás y a su izquierda, Teresa y Carmen. Hombres y mujeres, a caballo o a pie, enmudecieron cuando alzó el brazo. —Ya sabéis las noticias. El mariscal Villacampa llegará esta noche a Utiel, donde quiere interceptar a las tropas del general Maupoint. —Se dio tres segundos para continuar—. La libertad durante estos años se nos ha disipado entre los dedos y apenas hemos avanzado para recuperarla. Hoy nos enfrentaremos al enemigo en campo abierto, con el pecho descubierto si hace falta. Muchos… muchos no volveremos, pero los que vivan serán los encargados de honrar nuestro nombre. —Miró todas las caras que la contemplaban y alzó el trabuco—. Puede que este sea nuestro último día en la vida, pero será el primero de nuestra gloria… ¡Vamos a demostrar a Napoleón que seguimos siendo un afilado puñal clavado en su culo! ¡Muerte al francés! Las proclamas, tan habituales en los últimos años por todos los caminos y calles de la Península, se escucharon hasta llegar al mismo cruce de Villar de Tejas. El resto del camino fue más calmado. Las conversaciones eran en corrillos, sin perder la marcha. Cogieron el camino del Remedio, el más cómodo y corto. El de los Mancebones era el más seguro, pero con las tropas españolas tan cerca, María dudaba de que los franceses acantonados en Requena se atrevieran tan solo a mostrar el hocico. Las campanas seguían repicando cuando entraron a Utiel por la Puerta de la Rambla. La villa había crecido bastante desde la época de los moros y muchas viviendas ya se habían construido extramuros. Esos vecinos, buscando cobijo dentro de la villa y cargados con todo lo de valor que tenían, se echaron un lado y dejaron pasar primero a la Perra del Magro y su partida de guerrilleros. Los susurros de los hombres y mujeres que los miraban entre expectantes y esperanzados se extendieron hasta que una garganta solitaria gritó. —¡La Perra!… ¡Ha llegado la Perra del Magro! —¡Libertadora! —¡La Romeo! Los vítores se mezclaron con los aplausos y los lloros. Todos le debían algo. Ese maldito año habían pasado hambre hasta los más ricos y la partida de María se había jugado muchas veces el cuello, atacando los contingentes de aprovisionamiento de los franceses. Logró desalojar a media unidad gala, persiguiéndolos hasta tres cuartos de legua, para incautar toda una caravana de abastecimiento camino a Madrid. Siempre se quedaba con suficientes provisiones para su guerrilla, el resto lo dejaba en las escaleras de la parroquia de la Asunción o en el convento de la Merced. Unas voces rabiosas se hicieron oír por encima de la algarabía. Unos hombres arrastraban un bulto entre insultos y patadas. El padre Berlanga se adelantó cuando vio que las hermanas Jiménez se ponían como escudo delante de María. Ante los pies de su yegua arrojaron un cuerpo ensangrentado, batido a palos por todos los vecinos que habían reconocido en la cabellera del color del trigo maduro a Felipe. Los vítores a su heroína se intercambiaron por gritos furiosos pidiendo justicia. Se hizo un claro alrededor del hombre y el silencio comenzó a callar las bocas. María desmontó y se acercó al hombre. —Lo hemos pillado en la puerta de Requena intentando escapar. —El sacerdote escupió sobre él—. Llevaba un carro lleno de vino y cereal. —¿Y la niña? —Está a salvo con tu madre. Estaba sola en la casa. —No se podía esperar otra cosa. —Desenvainó el sable y le pinchó una pierna—. Ya puede venir el mismo Pepe Botella que esta vez no escaparás a la justicia de tu propio pueblo. Los hombres de María tuvieron que hacer un enorme esfuerzo para contener a los que lo querían colgar de la muralla. La rabia, tanto tiempo contenida, se desataba en unos corazones que no podían soportar más latrocinio. —¡Te voy a sacar los ojos! —El grito sobrecogió a todos los presentes que vieron a Catalina alzando un hachuelo. El golpe cayó sobre la cabeza de Felipe y el filo quedó encajado en medio de su frente. No fue una muerte instantánea. El hombre se retorció en el suelo con las manos agarradas al mango de madera mientras Catalina no dejaba de llorar. María se adelantó y descargó un golpe de sable sobre el pecho del moribundo. —Ya está… todo acabó—. Se acercó y limpió sus lágrimas—. Catalina… ya no podrá hacerte daño. Catalina se despojó rabiosa del pañuelo verde que tapaba su vergüenza, y lo arrojó sobre el muerto. María dejó al descubierto su cabellera y la cortó hasta dejar la cabeza como la de su amiga. El pelo y los pañuelos quedaron sobre Felipe como una mortaja. Las hermanas Jiménez fueron las siguientes. Todas las mujeres, allí presentes, comenzaron a desfilar, dejando pañuelos y cabelleras. La procesión se convirtió en un cortejo fúnebre del menosprecio que sufría la mujer en todas las guerras. Mudas ante el silencio que le imponía el padre, el hermano, el esposo, el cura. Todo era una serie de obligaciones que al fin hicieron explotar a las vecinas de la villa. María buscó a su madre y a su tía. Sabía que se habían acercado hasta allí. —Han marchado a casa. —Mercedes estaba a su lado, preciosa con el pelo corto—. Te esperan, pero no lleves a Catalina. La niña ha visto cómo mataba a su abuelo. —María… ¡María! —Esa voz a su espalda hizo que la guerrillera apretara los dientes. Apartó de un manotazo la mano que agarraba su brazo como un garfio. María se giró con una mueca de desprecio. —Vaya, Julia… no te has hecho esperar demasiado. —No escondió el tono irónico de su palabras—. ¿Qué pena arrastras ahora? —Si mi pobre hijo te oyera —comenzó con su irritable lloriqueo—. Le juraste, ante el cuerpo colgado de tu padre, que me cuidarías y no he hecho más que pasar hambre… gracias a las monjitas de… —¡Calla! —Contuvo una vez más la bilis que le subía por la garganta—. ¿Me puedes explicar cómo una mujer menuda como tú come como cuatro de mis hombres? La madre de su prometido había exprimido a su familia esos últimos años. Manuel había marchado a la lucha y ella se había comprometido a cuidarla. Nunca hubiera imaginado que se comería esa promesa con creces. —¡No!… ¡No me lo digas!… lo repartes entre los vecinos, vecinos que nunca han recibido nada por parte tuya. Encima tienes la desfachatez de pedir a las hermanas sin ni siquiera ayudarlas con el cuidado de los enfermos… eres… —Una vez más contuvo su lengua—. Dejadla marchar y que llore. Julia era un ser egoísta y manipulador. Recibía todas las semanas de María una cesta de viandas, suficiente para una boca que nada hacía. No era bastante, y se plantaba a los dos días en el hogar de María. Carmen y Elvira aguantaron el primer año, después era un sirviente quien la recibía y despedía con un hato con pan y queso. El vino lo vieron prescindible, a pesar de los lamentos incomprensibles de la viuda. Terminaba la semana pidiendo a las monjas de la Merced. Todo eso lo sabía María porque había mandado espiarla ante las quejas de su madre. Esa noche sería ella la que se acercaría a la casa de Julia. Había algo en todo aquello que no acababa de encajar. Las tropas españolas, dirigidas por don Pedro Villacampa, arribaron a Utiel cuando la noche ya se cerraba sobre la villa. Las campanas dejaron de repicar, y todos los vecinos, aldeanos de poblaciones cercanas y hasta de las humildes aldeas, estaban en la plaza del consistorio recibiendo el cuarto de aguardiente que les correspondía. Calentaban almas y corazones, buscando la valentía en los posos del alcohol. María vio a la mayoría de su partida, muchos acompañados de las familias. Suspiró ruidosamente. Aquella misma tarde había ido a la casa de su madre. La vivienda de sus abuelos maternos donde vivía con su tía. La despedida había sido amarga. Su tía Elvira se había ocupado con sus continuos reproches. Ella no entendía, no como su madre, que había tenido que soportar ver a su marido colgado de un olmo de la Alameda. Después del Levantamiento en Madrid, las tropas francesas se dirigieron a Valencia por el camino Real. Llegaron a las Cabrillas, el 21 de junio de 1808, para tomar el estratégico Puente del Pajazo, la antigua entrada al Reino de Valencia desde Castilla. El ejército español estaba esperando con alguna pieza de artillería, pero de nada valió. Fueron aplastados por la Gran Armé, que apenas tuvo bajas, mientras los paisanos huían al monte. Todas las familias que pudieron escaparon, y los franceses encontraron los pueblos prácticamente abandonados. Hasta que llegaron a Utiel el día 23. Don Antonio Romeo escondió a todos los soldados batidos en retirada que pudo. Pero la mala suerte apareció en forma de arrobas de vino escondidas por un sirviente en los bajos de una cama. Fue la excusa perfecta para un oficial francés que apenas chapurreaba unas palabras en español. —María… ¡María! —Teresa estaba a su lado. La miraba sonriendo. —¿Dónde están tus hermanas? —La interrupción ayudó a desechar de su memoria la última imagen de su padre. —Anda uno por ahí diciendo que es nuestro hermano. Mercedes ha ido a ver —lo dijo encogiendo los hombros. A ella le daba igual, no recordaba al hermano que marchó a la guerra. —¿Cómo te encuentras? —María la necesitaba despejada de entendederas. —Si lo dices por el aguardiente que me he metido entre pecho y espalda… bien —Una risilla se le escapó. —Dile a Mercedes que acuda a la calle Santa María, a la casa de mi padre. —¿No es allí donde vive la pedigüeña? —Recordaba haber llevado una de las cestas de viandas a Julia y tener que soportar sus lamentaciones—. ¿Quieres que vaya yo?… te juro que estoy bien. —No… manda a tu hermana cuando la veas. —Vio en los ojos de Teresa decepción—. Para ti tengo otra misión… me gustaría que mañana cuidaras a mi familia. Quiero que te quedes en mi casa por si la cosa sale mal. La niña comprendió que no era un ruego, era una orden disfrazada de favor. Debía mucho a esa mujer y, aunque su corazón ardiera de emoción ante un enfrentamiento con el enemigo, obedecería. María se escabulló entre el gentío, llegó a la calle Santa María y se plantó en la casa donde había nacido. Subió la tapia trasera, la que daba al huerto que en otros tiempos fue la envidia de todo el vecindario. Ahora solo era una sombra desamparada. No la sorprendió comprobar que el resto de la vivienda estuviera en la misma situación cuando entró por el ventanuco de la alacena. Si no hubiese sido por el olor a suciedad y desperdicios humanos, habría creído que llevaba mucho tiempo abandonada. —Desagradecida —masculló entre dientes al comprobar que también faltaban muchos muebles, la mayoría de la época de su bisabuelo. La casa, con todo su contenido, era el regalo que su padre había ofrecido a la pareja, una magnífica dote que nunca pudo disfrutar. Subió las escaleras conteniendo la furia para parar de golpe en el rellano. Se oían varias voces, una de ellas reconocible por el tono lastimero. La otra era la de un hombre joven. Descartó la idea de un amante. —¿Quién aguantaría un bicho así? —susurró—. Aunque también sería la única forma de callarla. —Sonrió ante su propia ocurrencia y siguió caminando hasta la puerta. —¿Manuel? —no podía creer que lo tuviera delante—, ¿eres tú de verdad? —Ma… María —Sus ojos estaban igual de sorprendidos que los suyos. Julia se escondió espantada detrás de un sofá y María comprendió. —Todos estos años… —María… estás preciosa… ¡No sabes cuánto te he echado de menos! —Has estado escondido como una rata. —Suspiró aliviada. Durante todo ese tiempo se había sentido culpable. Había saboreado los labios de la libertad en un mundo injusto y cruel y, aun así, no quería perderlo. Sonrió—. Esto es mejor… y sin remordimientos. Sacó el sable. —Creo que me debes una disculpa… y vas a pagar… hoy mismo. Manuel la miró con verdadera sorpresa. No creía que fuera capaz de hacerle daño. Aquella madrugada del 25 de agosto de 1812, en el paraje del Alto del Tollo, María chocó con las rígidas normas del ejército. Su partida no quería entrar en las filas de ningún regimiento. Tampoco lo querían los utielanos y voluntarios de las villas cercanas. El general tuvo que claudicar y los mandó a la retaguardia del Regimiento de la Princesa. El padre Berlanga ya había avisado a Villacampa sobre la guerrillera. Le ponía más arrestos que conciencia, y con esa determinación nunca desfallecía. —¿Se sabe algo de Catalina? —Hasta ese momento no había podido preguntar por ella. —Elena la tiene en su casa. —Carmen pasó la bota del vino. Todos estaban mirando el amanecer. Sabían que, en cuestión de una hora, probarían por primera vez la guerra de verdad, demostrando que el mejor soldado era un español cabreado. Aunque el silencio trató de extenderse como un manto entre todas las almas que poblaban el paraje, los susurros entre grupillos, lamentaciones de última hora y los rezos desesperados conformaron un mundo poblado de miedo y despecho. En una batalla, el odio es el Dios de la Guerra. Y allí había demasiado odio y rencor. Comenzó a oírse un murmullo acompasado de patas de corcel. A lo lejos, cientos de jinetes y soldados a pie del ejército galo levantaban el polvo asentado en el camino por los meses secos del verano. Todos debían esperar a la orden y muchos de ellos mordían los mangos de sus navajas para contener los gritos de guerra. Un burro asustado salió de las filas de un batallón español. A lomos llevaba un hombre atado. —Auxilio… ¡Ayuda! —fue lo último que consiguió decir Manuel antes de morir entre el fuego cruzado. Su sola existencia había sido un puñal en una hombría castiza y valiente. Comenzaron cuatro horas de horror, de cañones y fusilería. Algunos franceses huían por las huertas cercanas, despavoridos al ver cómo las mujeres se arrojaban sobre ellos buscando la muerte y mirando su siniestro rostro. Los vecinos de la villa no se quedaron en la retaguardia, con el primer disparo saltaron al frente. —¡A mí! —María gritó a su partida. Uno de los cañones de los franceses había encallado en el barro. Habían abierto las compuertas del río Magro y todo alrededor se hallaba inundado. Apretó los dientes en cuanto tuvo al primer galo a tiro. El fogonazo fue uno más en el campo donde los cañonazos se confundían con los gritos y los lamentos. Carmen cayó fulminada por un cascote de metralla en la cabeza antes de que sus compañeros arrebataran el cañón al enemigo. Fue entonces cuando comenzó la defensa de tan apreciado tesoro a base de trabucazos, cuchillos, navajas y alguna herrumbrosa espada. Los cadáveres comenzaron a amontonarse y los heridos pedían ayuda en ambos idiomas. Mercedes se desgarró la garganta gritando para que la ayudaran a mover el cañón y dispararlo contra los franceses. Solo pudo hacer una detonación, un coracero francés se le echó encima con la bayoneta al frente. El padre Berlanga la apartó a tiempo, cogiendo las riendas del caballo y derribando al jinete. —Muere… ¡Gabacho hijo de la gran puta! —El sacerdote atravesó su pecho con una espada—. ¡Qué no quede ni uno! María, con el orgullo frío, no paró de disparar hasta que la pólvora se desvaneció de la cartuchera. Trató de ver entre el humo, pero sus ojos no paraban de lagrimar abriendo surcos en sus mejillas ennegrecidas. Le ardían los pulmones y la boca de morder cartuchos. Una mujer se le acercó con una tinaja de agua y un cesto de munición. A esas horas, el sol calentaba lo suyo y muchas voluntarias de Utiel no dejaron de acarrear cántaros de agua mezclados con los del aguardiente. Los primeros refrescaban las gargantas secas. Los segundos insuflaban valor en las tripas descompuestas por el miedo. Conforme vaciaban los carros de cántaros, los llenaban con los heridos que ya no podían empuñar un arma. —¡A por ellos! —la orden salió de la boca de Mercedes que, a través de la humareda, vio cómo la fusilería de los franceses perdía fuelle. Retrocedían buscando resguardo en los viñedos colindantes, pero el general Villacampa aprovechó la ocasión para hostigarlos y separarlos. Logró su cometido y el general Maupoint emprendió la huida por el camino de los Barrios dirección Requena, donde los franceses mantenían una guarnición. —¡Vienen los gabachos! —Fermín Pardo, guerrillero de la partida de Los Perejiles, arengó a sus hombres para contener a una unidad francesa separada del resto—. ¡Por España y por Fernando Séptimo!… ¡Viva la libertad! —gritó borracho de sangre y odio mientras amartillaba la escopeta tras despachar, con la mirada turbia, otro trago de vino. Arcabucearon al enemigo, golpearon con los fusiles descargados y hasta se arrojaron sobre ellos con las manos desnudas. Todo entre gritos, maldiciones e invocaciones piadosas Un oficial galo pilló a María desprevenida y la agarró fuerte por detrás, pero la prisión apenas duró unos segundos, un chorro de sangre cayó sobre su cabeza y el oficial se desplomó muerto con la garganta cercenada. Catalina sujetaba el cuchillo con la mirada perdida. Siguió su camino, buscando a los franceses que aún se mantenían en pie. Iba ciega, sumida ya en una locura irreversible. —¡Catalina! —María la vio perderse entre el humo de la pólvora quemada y los gritos de los combatientes. Trató de ir tras ella, pero un grupo de soldados franceses en desbandada lo impidieron. El sonido de las campanas de la parroquia y de San Francisco tocando a muerto detuvo el fuego, y los hombres y mujeres que seguían en pie dejaron de acometer a los supervivientes. Todos cubiertos de sangre, barro y pólvora se miraron sorprendidos de seguir vivos ante el paisaje desolador de tan enorme carnicería. Aliviados, muchos besaron los escapularios que llevaban al cuello. María, en un impulso de rabia, cayó sobre un soldado malherido para terminar con su vida de una cuchillada en el corazón. El padre Berlanga impidió que siguiera mancillando el cuerpo del muchacho. —María… detente. Ya ha terminado. —Sus palabras salieron roncas pero tranquilizadoras. Cogió con ternura su mano y la desarmó—. Teresa… está mal. Al oír el nombre volvió a la realidad. El cansancio y los estragos del combate hicieron su efecto en un alma saturada por las circunstancias. —¿Dónde está? El sacerdote señaló el cañón. La muchacha estaba recostada, con el rostro lívido y las tripas abiertas. Su luz se apagaba con tan solo trece años y una sonrisa satisfecha en sus labios. —¿Y ahora qué haremos? —Mercedes estaba a su lado, con la falda sucia y la camisa desgarrada. No quiso mirar a sus hermanas, ya lloraría más tarde. María miró a su alrededor. La neblina se estaba disipando y presenció cómo más de la mitad de su partida yacía inerte junto al doble de franceses. —Seguiremos luchando… nos queda aún mucho camino por recorrer. La Perra del Magro
Estupendo relato el que ha escrito Merche, la felicito, ha sabido transmitir las emociones de los personajes y el ambiente de aquella época, espero seguir leyendo mas relatos u otras piezas literarias que escriba.