Marina Pérez Bernal
Marina es graduada en Traducción e Interpretación, aunque en sus años de universitaria pasó más tiempo leyendo novelas traducidas que traduciendo. En su defensa, leer contaba. Al menos para ella. En diciembre de 2018 ganó el XX Premio Provincial de Narrativa Breve Géminis con un relato titulado Un mundo para todos. Como muchas otras personas nacidas a finales de los 90, actualmente se encuentra en el limbo laboral ―y un poco en el existencial―, pero, al menos cuando escribe, le parece que la vida tiene sentido.
Sinopsis
Quizás conozcas a Mary Read y Anne Bonny. O quizás no. Quizás sepas que son dos de las piratas más conocidas de la historia. O quizás no. Quizás hayas oído que murieron en una celda, que fueron ahorcadas, que se ahogaron en una tormenta. O quizás no. Hay poco escrito sobre ellas, eso es cierto, pero es suficiente, porque bajo el mar y bajo tierra todavía se canta el nombre de Mary Read, todavía se escucha el lamento de Anne Bonny.
«La Capitana» fue mención especial en el I Premio Herstoria.
Ítaca Quizás hayas leído que Mary Read murió en prisión cuando estaba embarazada. O quizás hayas leído que Anne Bonny despareció de los registros poco después de ser encarcelada. Hay quien dice que murió en la oscuridad de una celda jamaicana, otros dicen que consiguió escapar antes de que tuviesen tiempo de ahorcarla. Pero yo estaba allí, y puedo decirte que nada de esto es cierto. Jack el Calicó no era especialmente conocido en el mar. Si buscas en la lista de los piratas más conocidos de la Edad de Oro de la Piratería no encontrarás su nombre. No había ni en él, ni en su tripulación, ni en sus hazañas nada destacable. Sin embargo, cuando se cruzaron en su camino Mary Read y Anne Bonny demostró que había al menos una cosa que sí que se le daba bien: guardar secretos. Mary y Anne se cruzaron con Jack en momentos distintos, pero no distantes en el tiempo. Ambas tenían muy claro que como mujeres no podían ser piratas, que como mujeres no gozarían de los privilegios de los hombres, que como mujeres su futuro sería más difícil. El código de los piratas era claro: no se permitían a bordo ni hombres jóvenes ni mujeres. Se decía que traían mala suerte. Pero a Jack el Calicó no le gustaban los mitos y no creía en la mala suerte, así que cuando descubrió su secreto no le importó. Había encontrado en ambas mujeres dos piratas feroces y leales, y solo cuando Anne fue incapaz de mantener oculto el embarazo bajaron ambas del barco. Jack las dejó en Jamaica, en un pueblo costero donde la familia de un viejo amigo pirata cuidaría del bebé. Anne se levantó de la cama al tercer día. Ninguna de las dos mujeres podía quedarse en tierra; el mar las llamaba, su atracción era ineludible. Sin embargo, Mary y Anne lo sabían bien, podían ser hombres y piratas, pero eso no las haría libres. Los piratas celebraban las victorias con grandes cantidades de alcohol, de forma que cuando se vieron acorralados por el gobernador Nicholas Lawes y el cazador de piratas Jonathan Barnet, borrachos e inconscientes, fueron incapaces de oponer resistencia. Solo Anne y Mary se enfrentaron a los soldados. Obligadas a ser mujeres de nuevo fueron condenadas a la horca y arrastradas a prisión. Sin embargo, al alegar que estaban embarazadas, se les perdonó la vida hasta que diesen a luz. Solo una de las dos lo estaba, pero era suficiente. La última vez que Mary vio a Jack este estaba tirado en el suelo borracho e inconsciente. Maldijo su nombre con la boca llena de sangre. La última vez que Anne vio a Jack este se descomponía en una jaula bajo el despiadado sol de uno de los cayos de Port-Royal. No sintió pena, al fin y al cabo, su estupidez le había costado la vida a su estimada Mary. Cuando Mary murió tras el parto en una celda húmeda y oscura todavía sujetaba el bebé en brazos. Las mujeres de otras celdas que conocían la relación entre las piratas cogieron al bebé y entre los barrotes lo llevaron hasta Anne antes de que los carceleros descubriesen el cuerpo sin vida de Mary. La pequeña agarraba con sus delicadas manos un pañuelo blanco con el nombre de Mary bordado en hilo verde que siempre llevaba en el bolsillo. Maloliente y sucio, Anne se lo acercó a la cara y hundió en él sus lágrimas. Aquel pañuelo y el bebé eran todo lo que le quedaba de ella. Aquel día se acabó en los registros la vida de Mary, que había muerto en prisión tras dar a luz. Sobre el bebé no había nada escrito. Anne había tenido también un bebé ― el bebé de Mary— y seguía viva. Los carceleros no cuestionaron nada. Poco sabían ellos de la naturaleza humana, siempre como topos escarbando en la oscuridad de la desgracia de los demás. Varios días después, por orden del Gobernador Woodes Rogers, Anne fue liberada, lavada y llevada hasta donde vivía su exmarido, traidor de piratas, informante del gobernador. Si algún pirata se hubiese enterado de quién mantenía los lujos de aquella casa le habría atado un ancla al cuello y lo habría tirado al mar. Anne se preguntó si no habría sido él quien había enviado a la muerte a Mary, Jack y sus hombres. Su exmarido quería cobrarse el favor que le había hecho al sacarla de prisión, así que Anne dejó el bebé de Mary a un lado, se metió el pañuelo con el nombre bordado en el bolsillo y se levantó la falda. Y cuando James Bonny dormía le cortó la lengua para que jamás pudiese volver a pronunciar su nombre. Hay favores que se cobran muy caros. Cerca del puerto dejó al bebé en un burdel. Las mujeres lo cuidarían mientras ella se subía a un barco y ganaba suficiente dinero como para tener su propio navío y su propia tripulación. El burdel era el único lugar que sabía con seguridad que seguiría allí cuando regresase. El puerto no volvió a ver sus pies hasta tres años después. Solo entonces fue al burdel en el que las mujeres cuidaban del bebé de Mary. Les dio una parte del dinero que había ganado como forma de agradecimiento y se marchó. Las mujeres del burdel eran, quizás, las únicas que sabían que aquel capitán pirata del que tanto hablaban borrachos y marineros era una mujer. Salió del burdel como el hombre que no era y se dirigió al puerto. Ya estaba lista. Tenía un barco pequeño y tripulación. Había llegado el momento de volver al lugar en el que había dejado a su hijo con la familia del viejo pirata amigo de Jack. Un hijo que, como ella, era en realidad hija. Una hija vestida de hijo a la que encontró con los brazos y la espalda llena de marcas. Tenía entonces siete años y era la primera vez que veía a su madre, una madre que era capitán de barco y que, por tanto, no podía ser mujer, ni madre. Una madre que la miró a los ojos y juró venganza. Anne no dejó a nadie con vida. Ni a la vieja viuda del pirata, ni a los hijos, ni a las hijas. Prendió fuego a la plantación y a la casa. Pero Anne no estaba loca, no podía llevar a dos niños con ella, así que les buscó un nuevo hogar. Encontró un poco más allá a una nodriza que cuidaría de ambos. Una mujer que les daría de comer y los mantendría limpios. Una mujer que no haría muchas preguntas; estaba demasiado sola como para hacerlas. Y durante años el dinero llegó. Sin noticias. Sin su presencia. Los críos que traían las monedas no habían oído hablar de ninguna mujer pirata y tampoco sabían mucho de lo que ocurría más allá de donde llegaba el puerto. Y las hijas de Mary y de Anne no tardaron en aprender a no preguntar. Anne difícilmente podía identificarse como mujer, pues había vivido la mayor parte de su vida como hombre. Primero para protegerse, después para trabajar y, finalmente, para alimentar a su familia. Como hombre se sentía poderosa, segura, fuerte. Así que Anne nunca volvió a por su hija o a por la de Mary. Anne había muerto en prisión, igual que Mary. Solo quedaba de ella su cuerpo, solo vivía para mirar el pañuelo con el nombre de Mary bordado en verde que siempre llevaba en el bolsillo. Anne, vestida de hombre, se hizo de un barco capitán, y con él surcó los mares en busca de un tesoro que llenara el hueco en su pecho que había dejado la muerte de Mary. Corrieron rumores de que la amada del capitán había muerto en el mar, y, poco a poco, la tripulación empezó a cantar canciones cuando Anne se iba a descansar. Y Anne, que ya no dormía, escuchaba a la tripulación cantarle a Mary: Mary, Mary, la reina del mar, Hasta que te encuentre no dejaré de navegar; Mary, Mary, la mujer del capitán, Por encontrarte hasta a los peces preguntarán; Mary, Mary, en cada ola se escucha tu nombre, Aunque hace años que nada de ti sabe el hombre. Incluso cuando el tifus finalmente acabó con Anne, las canciones sobre Mary siguieron azotando el mar. Los marineros las cantaban para calmar las aguas cuando había tormenta. Las mujeres las cantaban para acunar a los hijos de piratas cuando estos lloraban de hambre o de miedo. Y en los puertos y bajo los puentes, sombras y fantasmas, prostitutas y borrachos, le cantaban a Mary para que curase sus males o para que les llevase pronto. Incluso en palacio, criadas y condes cantaban en susurros el nombre de Mary. Y Mary se convirtió en la reina del mar, una sirena, una leyenda, una nana. Anne desapareció de la historia igual que desapareció de los registros. Pero Mary siguió viva durante mucho tiempo en los labios de todo aquel que tuviese el valor de entonar una canción de piratas y cantarle a la amada del capitán. El capitán, una mujer que se hizo pirata para navegar en busca del camino que la llevase hasta Mary, su amada, la amada de la capitana. Mary, Mary, la reina del mar, Ni de día ni de noche en ti dejamos de pensar; Mary, Mary, la mujer del capitán, En todos los puertos tu nombre sabrán; Mary, Mary, te buscamos, ¿dónde estás?, Sin ti los marineros del barco no bajarán jamás.La capitana