Virginia Orive de la Rosa
Virginia Orive de la Rosa escribe relatos enmarcados en géneros diversos como la ciencia ficción, la fantasía o el humor absurdo con los que ha participado en distintas antologías como Mundos sutiles, Dulce Hogar, Visiones2020, La hermandad de la noche: cuentos de sangre y oscuridad, Sueños de nieve, Espiados o la antología de próxima publicación: Juglares de fantasía.
En 2020 publicó su primera novela de ciencia ficción titulada Propósito, Logro, Duelo de la mano de la editorial Titanium y en enero de 2022 la novela corta de fantasía satírica Intrigancles contra el sistema demostrático con editorial Cerbero.
Puedes encontrarla en su cuenta de Twitter: @virginiadepapel, como @virdepapel en Instagram o en su blog: https://virginiadepapel.com/
Sinopsis
Lo único que Homicidia Tunante quiere es licenciarse en la Academia de Muertes y Agonías de Madame Austeria Rigour, una reputada escuela para señoritas, pero antes tendrá que cumplir una última misión como trabajo de fin de curso. Para ello cuenta con sus dos mayores talentos: acogotar gente y seducir a chicas guapas.
La hechicera Encantea se ha rebelado contra el malvado conde de Progenitornia, un explotador, machista y trasnochado. Alguien debe poner fin a su reinado del terror, aunque por el momento no está teniendo demasiado éxito.
Quizá lo que no se ven capaces de lograr por separado, puedan conseguirlo juntas.
CONTENIDO ADULTO
Homicidia y Encantea
En la academia para señoritas de Madame Austeria Rigour se impartían las materias esenciales que toda joven de buena familia debía dominar, aunque su directora se sentía especialmente orgullosa de su plan de estudios de acogotamiento inevitable, así como del seminario anual sobre «Tortura imaginativa: peluches, globos de colores y otros objetos alegres de efectividad altamente demostrada». La escuela se distinguía, además, por una férrea disciplina que Homicidia Tunante, tras cinco años allí, no había sido capaz de asimilar.
Abrió un ojo y miró a su alrededor en busca de una pista que le indicara dónde se había despertado esta vez. No era su dormitorio, eso estaba claro, pero seguía en la escuela, eso seguro. El horrendo papel pintado rosa, salpicado de florecitas blancas, y las incómodas camas individuales no dejaban la menor duda. Aunque aquella, en concreto, no había resultado tan individual como, seguramente, Madame Rigour pretendía y su propietaria se encontraba tendida junto a Homicidia, pegada a esta en aquel espacio diminuto.
Tenía la sensación de que había olvidado algo importante, pero en aquel momento le estaba costando concentrarse en nada que no fuera la tibieza que desprendía la piel de su compañera de cama: una de las chicas de primer curso, cuyo nombre tampoco lograba recordar. Los problemas de memoria de Homicidia no se debían a ningún caso grave de amnesia, ni tampoco a uno de ninguna otra clase, simplemente le costaba retener las cosas porque, por lo general, no le importaban lo más mínimo. Sin embargo, esta vez, se debía más a la falta de costumbre. Tenía un mal presentimiento, pero por más que lo intentaba, su memoria volvía una y otra vez a la noche anterior.
Acarició con la mirada los rasgos suaves de su compañera de cama. La nariz pequeña, los pómulos marcados y las cejas rubias perfectamente delineadas. Guapa, aunque un poco insulsa. La joven frunció el ceño en sueños, arrancándole una sonrisa. Sin embargo, el gesto también trajo a su mente esa misma expresión en el rostro de Madame Rigour.
Mierda. Eso era. El trabajo de fin de curso. Debería estar en su cuarto preparándose para la ceremonia de graduación, donde se asignaba a cada alumna la tarea que debía realizar para poder dar por completados sus estudios, largarse de la academia y ser libre al fin. En lugar de eso, estaba en un dormitorio ajeno, rodeada de chicas de primero que dormían inocentemente, después de haber comprobado lo poco inocentes que podían resultar si se les daba una oportunidad. Sintió un agradable escalofrío.
No, debía marcharse a toda prisa. Lo mejor sería irse de allí sin despertarla, así se ahorraría la despedida, pero cada vez era más consciente de la suavidad de su piel contra la suya, del pequeño pecho que se le clavaba en las costillas, de la pierna que se enredaba entre las suyas. Colocó un dedo en su hombro y comenzó a bajarlo recorriendo el brazo, deslizándose antes de llegar al codo para aterrizar en su pecho, donde se entretuvo un rato, jugueteando con un pezón que enseguida se mostró encantado con sus atenciones. El ceño se transformó en sonrisa y una mano comenzó a descender por el estómago de Homicidia trazando círculos erráticos sobre su piel.
—Tengo que irme, llego tarde a una cosa —susurró en su oído.
—¿Estás segura?
Había una malicia genuina en la voz de la chica de primero, estaba segura, y eso solo la hacía más y más deseable. Se incorporó, acercando sus labios al cuello de Homicidia, rozándolo con besos suaves, mientras la mano parecía encontrar por fin el camino, directo y sin desvíos, desde su estómago hasta el centro mismo de su deseo. Joder. Tenía que marcharse. Iba a llegar tarde a su propia graduación y eso era demasiado hasta para ella, pero le costaba concentrarse ahora que el dedo de la chica de primero se movía travieso por la humedad de su entrepierna.
Sin saber cómo, Homicidia encontró su propia lengua dentro de la boca de la chica, mientras los dedos de esta no dejaban de resbalar sobre su sexo empapado. No iba a llegar a tiempo, estaba segura. Suspiró, rindiéndose sin siquiera luchar. La chica era bastante hábil en lo suyo y ella ya no tenía ninguna prisa, así que lo menos que podía hacer era corresponder sus atenciones. Total, puestos a llegar tarde, tanto daban dos minutos que varias horas, ¿no? Tal vez, lo mejor sería no presentarse en absoluto.
Madame Rigour contemplaba la puerta cerrada de su despacho alternando la rabia con la tristeza, algo común desde que Homicidia Tunante había llegado a la academia. Aquella muchacha era un desperdicio; no tenía el menor decoro, no era capaz de cumplir ni las órdenes más sencillas y, pese a todo, tenía un potencial muy superior al del resto de compañeras de su promoción. Una injusticia que aquel don que poseía para apuñalar, estrangular y desnucar no hubiera recaído en una jovencita que supiera comportarse como se esperaba de ella. Al menos, provenía de una buena familia; los Tunante llevaban codeándose con la familia real de Mataridia desde hacía al menos seis generaciones, incluso habían conseguido casar a un primo con Sosita, una joven encantadora que, por supuesto, se había formado en la Academia de Muertes y Agonías de Madame Rigour y que era sobrina del hermano del cuñado de una tía de la reina por parte de padre y nieta de una prima en segundo grado de la condesa de Peculio.
Homicidia no se parecía en absoluto a Sosita (tampoco tenían por qué, ya que su parentesco era político, pero Austeria Rigour hubiese agradecido que se hubiera dado la casualidad). En lugar de eso, lo que los Tunante habían enviado a su institución era una bestia salvaje que solo sabía entregarse a la juerga, jugarse la vida sin la menor conciencia y, lo que era peor, desobedecer los sagrados preceptos que regían la academia. De haberse tratado de cualquier otra, ya la hubiera enviado de vuelta a su casa sin despeinarse, básicamente como hacía todo lo demás; ¡antes la muerte que aparecer en público con el moño deshecho! Pero no, no podía expulsar a Homicidia y dejar que su enorme potencial se perdiera. Lo cual no significaba que no tuviera en mente un último plan para meterla en vereda.
Un golpe seco en la puerta anunció la llegada de la joven. Austeria se sorprendió de que llegara tan pronto. Había enviado a buscar a Homicidia antes incluso de que comenzara la ceremonia, ya que sospechaba que no llegaría puntual. Por supuesto, no se encontraba en su cuarto, eso hubiera sido demasiado sencillo y la señorita Tunante nunca le ponía las cosas fáciles. Habían registrado la academia entera mientras la ceremonia seguía su curso sin ella hasta que, finalmente, había aparecido en uno de los dormitorios, pervirtiendo a una de las jovencitas de primero. Solo esperaba que la muchacha no se convirtiera en una nueva Homicidia, con una ya habían tenido más que suficiente. Para entonces, la graduación había terminado, así que le habían ordenado adecentarse y acudir al despacho de la directora. Se había comprometido a presentarse en media hora y ya habían pasado cincuenta minutos, pero, dado que Austeria contaba con que iba a tardar una hora como mínimo, llegaba diez minutos antes de lo esperado.
—Adelante. —La voz de Madame Rigour sonaba lúgubre y solemne, como la campana de una iglesia.
—Madame Rigour, ¿me habéis llamado?
Austeria estudió a la joven con desaprobación. No le había dado permiso para sentarse y tuvo el buen juicio de permanecer de pie. Homicidia era una joven alta y ancha, de caderas generosas y muslos amplios. Entrada en carnes, sólida y firme como una montaña. Había enfundado la masa poderosa que componía su cuerpo en unas mallas ceñidas desgastadas por las rodillas y en una camisa que algún día había sido blanca y ahora comenzaba a amarillear bajo la chaquetilla de cuero. Llevaba la media melena de color rojo intenso recogida en una coleta de cualquier manera. Todo en ella era un desastre, pero, al menos, su desaliño general conjuntaba en perfecto equilibrio como un fiel reflejo de su personalidad.
—No voy a andarme con rodeos, querida niña —dijo con una sonrisa, disfrutando del ceño fruncido de Homicidia, que, como la mayoría de jovencitas de la academia, odiaba que la llamaran así—, ambas sabemos lo que has hecho y no creo que ningún sermón pueda ayudarte a estas alturas, así que lo mejor será encomendarte tu labor de fin de curso para que podamos poner fin a esta etapa de tu vida, lanzarte al mundo y esperar que este sea capaz de sobrevivir a la experiencia.
—A mí me sirve así.
—Aquí tienes tu objetivo —dijo tendiéndole un trozo de pergamino.
La joven alargó la mano con expresión desconfiada.
—¿No se supone que debo recibir dos y escoger el que prefiera? Creía que eran las normas.
—Las normas. —Austeria forzó una risa que sonó como el chirriar de las bisagras oxidadas de las puertas de un cementerio—. ¡Qué encantadora! Verás, eso es para quienes asisten a la ceremonia, para ellas se seleccionan dos opciones de entre todas las posibles, aquellas que creemos que mejor encajan con sus habilidades, y se les permite escoger. Para las que ni siquiera se molestan en hacer acto de presencia, solo tenemos las sobras.
—Esto es imposible —dijo Homicidia sin apartar la vista del pergamino.
—Está a la altura de tus capacidades.
—No sé si es usted consciente, Madame, de que, si no paso la prueba, tendré que regresar y deberán aguantarme aquí al menos un año más. Si ocurre tal cosa… le aseguro que no será agradable para nadie.
—No me estás amenazando, ¿verdad, niña? La misión es perfectamente viable. Si fallas, tú y solo tú serás responsable.
El campamento despertaba con una lentitud desesperante, pero no había gran cosa que Encantea pudiera hacer más allá de sugerirles que se dieran un poco más de prisa, si podían hacer el favor, no fuera a ser que perdiera la paciencia y terminase convirtiéndoles a todos en una masa informe y sanguinolenta capaz únicamente de sentir dolor. Sería mucho más sencillo darles órdenes, pero aquella gente se había presentado voluntaria para ayudarla y le sabía mal.
Debían ponerse en marcha antes de que el ejército enemigo los encontrara. En eso se basaba su estrategia, ocultarse, atacar con contundencia y esconderse de nuevo. Quizá no era la táctica más valiente, pero sí la más efectiva. Eso del coraje sonaba muy heroico, pero los muertos no ganaban guerras. Bueno, a veces, pero no le apetecía andarse con resurrecciones.
Llevaban ya tres años de revueltas contra el malvado conde de Progenitornia y, aunque habían progresado más de lo que esperaba el día que se marchó del castillo dando un portazo, Encantea no estaba satisfecha. Mientras ella debía dormir de mala manera en el suelo de una tienda de campaña, el conde aún disfrutaba de un lecho confortable en el palacio. Eso por no hablar de la comida y del agua caliente. ¡Oh, el agua! Soñaba con un buen baño de espuma, pero no habría nada de eso hasta que hubieran tomado el castillo y decapitado al conde. Un fastidio.
Era frustrante, pero no estaba dispuesta a ceder después de tanto tiempo. El conde era un explotador, machista y trasnochado; alguien debía poner fin a su reinado del terror. Había probado a contactar con los reyes, a los que había escrito una bonita carta decorada con purpurina y corazones que nunca había obtenido respuesta. Si no estaban allí para ayudar a su pueblo, entonces ¿para qué servían? Así que no le había quedado más remedio que radicalizarse. Encantea se había levantado en armas en nombre de la justicia y no pensaba parar ahora.
Homicidia se deslizó con sigilo entre dos tiendas aprovechando el refugio que le ofrecían las sombras y se detuvo a revisar su arsenal por última vez: dagas, lana rosa, espada, peluches varios, cuerdas, algodón azul cielo (eso nunca podía faltar), alambre, piruletas, un ukelele… Estaba lista. Llevaba siguiendo a los rebeldes desde esa mañana, cuando habían desplazado el campamento a una nueva ubicación. Hacía ya más de un mes que Madame Rigour le había encomendado la tarea de poner fin a las revueltas de Progenitornia. Un trabajo que, en principio, podía hacer cualquiera, incluidos los hombres del conde, de no ser por la hechicera.
Al parecer, la tal Encantea era diestra con la magia. Había estudiado con la Todopoderosa a la par que Magnánima y Humilde Graja, la Inmensa, a la que, por abreviar, todo el mundo conocía como Gra. Los poderes de Gra eran famosos en el mundo entero y ser escogida como su aprendiz era no solo un honor, sino poco menos que un milagro. La mujer tenía miedo de compartir su conocimiento, verse superada y acabar convertida en la no tan inmensa o, peor aún, de cargar con una inútil que ensuciara su buen y largo nombre. De modo que, en sus trescientos ochenta y cuatro años de vida, solo había tomado a su cargo a dos aprendices. La tal Encantea había sido la última.
Matar a una todopoderosa bruja no era una idea particularmente tentadora, pero Homicidia hubiera podido lidiar con ella. No, el verdadero problema era que debía poner punto final a la rebelión sin hacer daño a su líder, que debía ser entregada al conde sana y salva. A la dificultad de derrotar a la bruja y cargar con ella como un fardo hasta el castillo se unía el hecho de que a Homicidia, lo de no matar se le daba más bien regular, pero, si no lo conseguía, estaría condenada a pasar un año más con Madame Rigour. Así que allí estaba, dispuesta a intentarlo con todas sus fuerzas.
Se había mantenido oculta mientras el sol se encontraba alto, pero ahora que la oscuridad de aquella noche sin luna se había adueñado del campamento, se había colado por detrás de los guardias y les había acogotado empleando un matasuegras y un tronquito de fresa. Suponía que eso estaba permitido. Nadie había mencionado nada de no matar al resto.
No le costó mucho encontrar la tienda de la hechicera, era la única de color rosa de todo el campamento. Después de cinco años en la academia, seguía sin comprender qué le veía la gente a aquel color, pero ahora, por primera vez, le encontraba una utilidad. El plan era fácil; colarse en la tienda de Encantea, sorprenderla mientras dormía e improvisar a partir de ahí. Homicidia nunca había sido muy buena con eso de trazar planes, pero había descubierto que esa tercera parte solía funcionarle bastante bien.
Eran las dos de la madrugada, así que aquel era tan buen momento para sorprender a Encantea en la cama como cualquier otro. Hizo un corte en la tela de la tienda, preciso y medido, de arriba abajo y se deslizó en el interior sin hacer ruido. Tal y como esperaba, la hechicera dormía tendida sobre un catre repleto de cojines y sedas. Homicidia la estudió con ojo experto de asesina, aunque su inspección pronto tomó derroteros mucho menos profesionales.
Ninguna de las descripciones ni retratos de Encantea había logrado hacerle justicia. La larga melena rizada, negro intenso, enmarcaba salvaje un rostro lleno, de piel broncínea. La nariz era un tanto grande para el fino rostro, pero aquel rasgo solo servía para otorgarle un atractivo exótico. El cabello le caía después sobre los hombros, hasta los pechos apenas cubiertos por la sábana. Más allá solo podía distinguir una figura imponente, plagada de curvas. Avanzó hacia ella, devorándola con la mirada y pensando en que la idea de atarla, ya no le parecía tan mala.
Encantea temía desde hacía tiempo que el conde enviara a sus secuaces a por ella, así que había colocado guardas en la puerta y extraños símbolos en las paredes que la alertarían en caso de que alguien se colara. En aquel momento, el patito de goma del lateral izquierdo chillaba en lo más profundo de su mente. Sintió una presencia, había alguien más en la tienda y no pudo evitar que la rabia la consumiera. Se puso en pie de un salto dispuesta a detener a su asaltante y se encontró frente a frente con una jovencita paliducha, con el cabello rojo intenso, alta, grande y un tanto entrada en carnes, que la miraba de arriba abajo boquiabierta.
La hechicera dio forma al conjuro en su mente y comenzó a recitar las palabras, momento en que la asesina aprovechó para saltar tras uno de los baúles en que guardaba su ropa. Cuando sus generales le decían que cargar con tantas pertenencias en mitad de una guerra era un error, no los había entendido, pero suponía que se referían a eso. La bola de energía espásmica se estrelló contra la madera haciéndola estallar en mil pedazos, junto con las sedas, pedrería y encajes que contenía. Encantea chilló de rabia.
Homicidia esquivó el siguiente hechizo a duras penas. No es que en la academia no le hubieran preparado para situaciones como aquella, sino que le estaba costando concentrarse. ¿Por qué tenía aquella mujer que dormir desnuda? ¡Y con aquel cuerpo! Aquello debía ser ilegal, aunque ya que era una rebelde era muy posible que aquello no la hubiera detenido
Consideró la situación; primero, debía derrotarla sin asesinarla y, si había algo que a ella se le diera bien además de lo de acogotar gente, esto era sin duda el noble arte de la seducción y eso no mataba, normalmente. Además, se moría de ganas por acariciar aquella piel, de un color marrón suave, que brillaba como si fuera de metal o, peor aún, como si se la hubiera frotado con aceite. Se armó de su mejor sonrisa y se plantó frente a la hechicera con las manos en alto.
—¡Espera!
Encantea sabía que aquello era una trampa, pero no le parecía bien asesinar a alguien que se rendía, así que retuvo el hechizo en su mano, por si aún lo necesitaba.
—¿Quién eres y qué haces aquí? —gritó amenazadora.
—Me llamo Homicidia y estoy, básicamente, admirando tu desnudez.
—Si esperas que deshaga el conjuro para cubrirme, vas lista. Mejor en pelotas que muerta.
—No, no, por mí no te cubras, querida. Eres mucho más guapa en persona que en los letreros.
—Cosa del conde. Pretende sacarme de mis casillas utilizando un retrato que me hicieron del lado malo. ¿Qué haces aquí? —repitió, haciendo que la bola brillara con más intensidad.
—He venido a detener este sinsentido, pero sin intención de causarte daño alguno —añadió a toda prisa cuando la expresión de Encantea se volvió aún más fiera—. Me gustaría ofrecerte mis servicios.
—¿De qué tipo?
—Múltiples y variados.
La hechicera la estudió un momento, con expresión indescifrable.
—Está bien, deja todas tus armas en el suelo.
La joven comenzó a sacar todo un arsenal de cuchillos, confeti y algún que otro mondadientes y a dejarlos caer a su alrededor. Pasados cinco minutos de hachas, venenos y lazos de colores, alzó las manos de nuevo con expresión inocente.
—Eso era todo. ¿Quieres registrarme? —preguntó en tono juguetón—. Gracias por el voto de confianza —añadió ante el gesto negativo de Encantea.
La hechicera se encogió de hombros. El conjuro se disipó con un sonido agudo similar a un prfrrfrfrfrf.
—Me recuerdas a alguien. —Para su disgusto, su voz sonó triste.
Se acercó al catre y se envolvió con una de las sábanas de seda antes de tomar asiento e invitar a la tal Homicidia a hacer lo propio. La joven parecía desilusionada, pero enseguida se recompuso.
—¿A quién te recuerdo? Espero que sea guapa.
—Mucho. Piel nívea, sonrisa pícara y carnes generosas. Una combinación peligrosa.
—No te haces una idea —respondió Homicidia.
—El conde es mi padre. —Soltó las palabras como si le dieran asco.
Homicidia escondió la sorpresa de manera bastante aceptable.
—Así que por eso insiste en mantenerte viva.
—Empeñado en controlarme incluso ahora, siempre igual. ¡Moriré si me da la gana! No le hizo ninguna gracia cuando marché a estudiar hechicería porque, según él, no era cosa de mujeres vagar por los caminos, pero encima, cuando regresé a casa con Vila… casi le da algo. Que si no había gente de piel oscura, que tenía que liarme con la paliducha esa y que por qué no un hombre. Pues porque no lo era, así de simple. También los ha habido, unos cuantos —dijo con sonrisa traviesa.
—No sé —dijo Homicidia torciendo el gesto—, nunca han sido lo mío.
Encantea se encogió de hombros.
—El caso es que me enamoré de Vila como una idiota. Mi padre me dijo que solo era una aprovechada que quería meterse en la cama con la hija de un conde y que no pensaba consentirlo.
—Hizo que la asesinaran. —Homicidia había apoyado el rostro sobre sus puños y escuchaba con total interés.
—Peor, le ofreció dinero. —Suspiró—. Llevaba razón, Vila no me quería, solo le interesaban mis riquezas. Era joven y fui una tonta, pero eso no quita para que él sea un cerdo. ¿Quién le mandaba inmiscuirse? Entonces sí la mandó matar y, aunque ya no me dolió tanto, se pasó de la raya. Es un déspota, siempre lo ha sido, pero yo voy a detenerlo. Reformaré Progenitornia y lo convertiré en un lugar moderno, aunque antes, clavaré su cabeza en una pica.
—Creo que puedo ayudarte.
Encantea carraspeó, no sabría decir en qué momento la mano de Homicidia se había posado delicadamente sobre su rodilla, su pelo rojo brillaba como el fuego y, además, le estaba prestando tanta atención a sus palabras… no había nada en el mundo tan sexy como alguien que no solo te miraba, sino que también te veía. Dejó de sostener la sábana, que fue resbalando lentamente sobre su cuerpo, al fingir que se colocaba la melena. Los ojos de Homicidia siguieron el recorrido de la seda al caer y sus manos fueron detrás. Decididas, cuidadosas, expertas en la materia.
Encantea la rodeó con los brazos y la arrastró con ella hasta el catre. Su cuerpo era firme y sólido, sus labios suaves y jugosos, su lengua inquieta y vehemente. Homicidia destilaba pasión y Encantea suspiró dejándose arrastrar a aquel mundo de caricias húmedas, besos hambrientos y roces insoportablemente placenteros.
Madame Rigour se sorprendió cuando la portera, Marijó, le informó de que Homicidia Tunante había vuelto a la academia. O bien, en apenas dos meses, había logrado la tarea que le habían impuesto superando todas las expectativas, o bien había matado a la bruja y ya no había nada que hacer. Austeria deseó que fuera lo primero, pero temió que se tratara de lo segundo. Aguardó impaciente a que un golpe seco en la puerta anunciara a la díscola alumna de último curso.
—¡Adelante! —dijo conteniendo el aliento.
—Directora —saludó Homicidia, tan pronto como cruzó el umbral, con una sonrisa satisfecha —. He venido a licenciarme.
—¿Has cumplido con tu cometido?
—Así es. He puesto fin a la rebelión sin hacer daño a Encantea.
—¿Has detenido a la hechicera? —preguntó con suspicacia. No le había terminado de gustar el tono que había empleado al pronunciar su nombre.
—No exactamente, más bien la he empujado en la dirección correcta.
—¿Y esa dirección es…?
Homicidia no cabía en sí de gozo, por fin podría marcharse de allí. Encantea la esperaba en el castillo de su padre, tan cálida, con su cabello hecho de oscuridad y su piel de bronce. Madame Rigour no estaba contenta, pero no le había quedado más remedio que entregarle el título. Al fin y al cabo, el trabajo decía que no podía asesinar a la hechicera, pero todos habían estado de acuerdo en que del conde nadie había mencionado nada. Y si algo se le daba bien a Homicidia era acogotar gente, eso y seducir a chicas guapas.