Dos hijas para la muerte
Primera Parte
Oro y cristal
—
Uno
Titiana De Nero se sentía una oca vestida de gala con aquel traje pomposo. El fajín le apretaba las costillas en vez del pecho, las faldas se le metían entre las piernas y las sandalias dejaban que todas las piedras del camino le rozaran los dedos de los pies. Incluso los lazos reglamentarios con los que se cubría las manos eran extraños; demasiado caros para ella, tenía miedo de romperlos o, peor aún, perderlos y no recibir otros. No la dejarían entrar en la villa imperial sin ir debidamente presentable, los lazos eran irremplazables.
En cambio, la panta[1] que le recubría los hombros le parecía un absurdo. Era una tela de seda, llena de filigranas en diversos colores tan rechinantes que le habían hecho apretar los dientes. Se le pegaba a la nuca y se le arrugaba en todas partes; no existía forma alguna de que presentarse con ella así fuera a suponer una señal de respeto ante algún aristócrata. Primero, porque estaba ridícula. Segundo, porque no planeaba encontrarse con ninguno ese día. Silva había insistido igualmente.
No perdió la oportunidad de fulminar con la mirada a su coronel mientras avanzaban por las calles de la villa. Si soltaba una de las lazadas de la panta, perdería la tela, no pasaría nada, la dejarían pasar y solo tendría que aguantar una charla de medio día de la mujer. Podría con ello, valoró. Las había escuchado peores.
—Ni se te ocurra —dijo la coronel sin volverse a mirarla.
Titiana se quedó congelada en el sitio. Silva no esperó a que se recuperara de la sorpresa y siguió avanzando, por lo que tuvo que apresurarse para recuperar los pasos perdidos. Una nueva piedra le rozó el meñique del pie derecho; cojeó hasta la siguiente escalinata de mármol. La villa era una tortura laberíntica. Silva era una tortura del mismo estilo.
—¿Cómo lo sabes? —le preguntó Titiana mientras apuraba las zancadas y se colocaba más cerca de la otra mujer. La coronel arqueó una ceja—. No me estabas ni mirando.
—Te conozco desde que te limpiaba los mocos.
—De eso hace mil años.
—Ojalá hubieran pasado dos mil para no acordarme —resolvió Silva. Le dedicó otra mirada de reojo—. Esto no es lo mismo que entonces, así que compórtate.
—Pero…
—Es el insulto más tierno que me has dedicado nunca, Silva. Muchas gracias.
La coronel gruñó desde lo hondo del pecho. Tenía todo un repertorio de sonidos para indicar disconformidad, enfado o advertencia; aquel no era de los que escondían una broma. Titiana procuró enderezar mejor los hombros, asegurar el lazo derecho al anular y dejar la panta en su sitio.
Aquello era por una buena causa, se recordó. Una causa justa, una causa noble, una causa en la que creía y por la que soportaría la nimiedad de una ropa imposible para alguien de su tamaño y gusto por la comodidad. Soportaría lo que fuera. Como las magníficas vistas de la villa cuando llegaron a la parte superior de la escalinata.
Silva le dio una palmada en la espalda. Parecía decirle desde que se acostumbraría a las vistas hasta que lo entendía, claro que lo entendía. Ellas dos solo eran pequeñas piezas, igual de importantes que un dintel, pero no como esos escultores que creaban obras de arte en una de las plazas principales. Los soldados y las guardias jamás pertenecían del todo a ninguna parte. Titiana soltó el aire despacio y asintió, despegándose de los colores absorbentes de la villa.
Tomaron un sendero desde lo alto hacia una de las partes mejor protegidas. Pese a que todo el lugar estaba aislado por muros, el palacio contaba con una protección añadida. Había sido criticado en numerosas ocasiones, y en numerosas ocasiones a lo largo de la historia se había hablado de retirar los muros y plantas venenosas que lo rodeaban, para permitir el acceso más libre del pueblo. Ningún emperador había terminado por ceder a esa petición. La Primera Dama tampoco.
Titiana procuró no parecer tan impresionada al ver las listas de la enorme verja engalanada por plantas de aspecto exótico, colores fuertes y un olor dulzón de advertencia. No era la primera vez que veía nada de todo eso, pero seguía siendo impresionante: le producía los mismos escalofríos que cuando era una niña. Las enormes puertas se abrieron cuando Silva realizó una seña a las guardias que estaban apostadas al otro lado.
—Por aquí —le indicó a ella antes de que utilizara el camino principal hacia el edificio.
Los jardines del palacio le resultaron todavía más sobrecogedores que cuando era una niña. Los árboles se intercambiaban con obeliscos ornamentados, llenos de oro, que conmemoraban las victorias de la familia Rosa desde la fundación del Imperio. Había plantas brillantes por doquier, frutales, rarezas de todo tipo y pájaros que no dejaban de cantar a pesar de la presencia de personas cerca. Silva no le permitió demorarse ni un segundo al ver a un ave enorme, con una cola que rozaba el suelo desde la rama en la que se apoyaba, llena de plumas azules y verdes.
—¿Ese pájaro…? —tanteó igualmente. Jamás lo había visto antes.
Silva puso los ojos en blanco y no contestó. Abandonaron el camino de los jardines poco después. Se adentraron en una pequeña construcción acristalada, llena de puertas que se abrían y cerraban constantemente por el trajín que guardaba. Sirvientes y centinelas se afanaban en completar las tareas del día, intercambiaban saludos o señales de respeto en función del rango, canturreaban entre dientes o lanzaban susurros para comentar alguna nimiedad. Varios se detuvieron ante Silva para ofrecer sus respetos, a lo que la coronel respondía con sobriedad, hosca. Era alguien considerado allí dentro, incluso cuando parecía serle imposible mostrar simpatía.
El aluvión de gente se ralentizó cuando atravesaron la segunda de las puertas. Había un pasillo estrecho, surcado por marcos vacíos que daban a diversas estancias.
—Esto es nuevo —comentó Titiana mientras echaba un vistazo a una de las habitaciones, aparentemente vacía—. ¿Cómo lo habéis llamado?
—La Casa de los Espejos.
—Muy original.
—Las guardias no somos originales nunca.
—¿Es para vosotras?
—No —reconoció Silva tras un gruñido de desagrado. Era muy característico, lo hacía con una ronquera especial que parecía sacar de entre las tripas—. Lo diseñaron las hijas, es de uso compartido para el personal.
— ¿Y no para ellas?
—Precisamente no para ellas. Querían apropiarse de más partes del palacio, así que nos dieron esto. —Encogió un hombro—. No está mal. Pero nunca sabes qué hay detrás de un espejo.
La coronel se detuvo ante la última estancia del pasillo. Parecía imposible que un edificio como aquel contuviera zonas tan amplias. Aquella parecía un inmenso salón, sacado del corazón del palacio mismo: sofás de terciopelo, alfombras suaves, tapices recargados en las paredes y una enorme mesa maciza en el centro, repleta de comida. Había unas cuantas mujeres desperdigadas por la sala, que apenas la miraron cuando entró. Los trajes reglamentarios las colocaban como guardias imperiales, y los dibujos de las pantas que les cubrían los hombros como comandantes.
—¿Han llegado el resto de candidatas? —preguntó Silva a una de las mujeres que había cerca de la mesa. Le dedicó una seña a Titiana para que se sentara—. No quiero retrasos.
—Están en el jardín —contestó la comandante—. Hay demasiado entusiasmo, así que algunas nos hemos escondido.
—No sabía que el entusiasmo era malo.
—Por favor, Silva… —La mujer suspiró con teatralidad. Antes de decir nada, se fijó en que Titiana tenía la mirada clavada en ella y arqueó las cejas—. ¿Y tú eres…?
—De Nero —respondió Silva en su lugar—. La chica que se había ido a la provincia, ¿recuerdas que te hablé de ella?
La comandante apretó los labios. Se acordaba y no quería hacerlo, dedujo Titiana. Por si acaso el gesto no fuera suficiente, la mujer sacudió la cabeza y se alejó de la mesa, abandonando el plato de fruta del que había estado picoteando las uvas. Silva se lo apropió sin dudarlo y se sentó a su lado.
—Coge un trozo de mandarina, son excelentes.
—¿Qué le pasa conmigo? —preguntó Titiana, sin hacerle caso. Estiró el cuello para ver cómo la comandante se acerca a otra para susurrar sin vergüenza—. ¿Qué les has dicho de mí?
La fulminó con la mirada. Lo último que podía desear una guardia rasa para ser bien considerada entre las oficiales era que la conocieran como una privilegiada. Todas las guardias se ganaban su derecho a formar parte de ese cuerpo de élite, iniciado hacía doscientos años por la Emperatriz Claudia Rosa, con pruebas largas e instructoras despiadadas. El honor de hacerlo cuando era una cría quedaba reservado a las hijas de guardias de alto rango, pero todas demostraban su valía en la guerra. Salvo que fueran las favoritas de las emperatrices, más muñecas y joyas que guardias de verdad. Salir de la villa había sido la única oportunidad de Titiana de ganarse su puesto por sí misma, ya que la guerra no la atraía tanto; un destino habitual para las privilegiadas que solo eran medio cobardes y no cobardes por completo.
—Es mejor que lo diga yo y no que lo diga un sirviente. —Silva se encogió de hombros y se comió la última uva—. Así puedo jugar con que te elegí pese a todo, y no que tú me engañaste.
—Así que esto es más por tu honor que por el mío, ¿no?
—En absoluto. —La coronel le puso un gajo de mandarina en la mano—. Mis comandantes saben que no me dejo influir por quién es o deja de ser nadie. Soy justa. Y te he elegido justamente, porque eres la mejor del culo de rata al que te fuiste y de toda la región. Si se creyeran que me has engañado —señaló, con una ceja enarcada—, estarías muerta a la mañana siguiente.
—No…
Silva le dio una palmada en medio de los omóplatos, más fuerte de lo aconsejable.
***
No tardó en descubrir que Silva la había llevado a esa sala para demostrar que sería su protegida. Las comandantes serían prudentes con sus conversaciones, y ninguna pretendía acercarse a ella, pero podía observarlas igualmente. Era lo que se esperaba de una guardia prometedora, y la coronel no había exagerado al decir que ella era la mejor de su región y, por ende, la mejor candidata. Había sido elegida personalmente por Silva Amato, la guardia más celebrada de la historia, la más famosa de todo el Imperio: solo elegiría a la mejor. O ese sería el mensaje deseable; algunas miradas de reojo de sus comandantes parecían indicar que tenían otras sospechas.
Su misión era noble.
Su misión era relevante.
Pero la guardia había sido su primera familia. La villa imperial había sido su primera casa.
Procuró no mostrarse ofendida cuando Silva se sentó de nuevo a su lado, después de cuchichear con una comandante de forma descarada.
—Me has vestido como si fuera una cualquiera —protestó entre dientes. Su panta era la de una pobre pueblerina que no sabía elegir los colores para presentarse ante un señor respetable. No quería ni pensar en los lazos; los de las mujeres eran de un tipo de seda modificada, bordeando lo transparente—. No va a ayudar a…
—¿A qué? —Silva torció una mueca afilada. A veces era sencillo olvidar el miedo que daba; Titiana se enderezó en la silla—. ¿Qué acabas de aprender?
Soltó el aire por la nariz. Despacio, dejó vagar la vista por la estancia. Había tres mujeres cerca de la puerta, las más mayores: altas, fibrosas, curtidas. La comandante que había acabado las uvas charlaba con otra, ambas recostadas en un sofá tan cerca que resultaba vergonzoso. La más joven de todas las presentes estaba tumbada en un diván sobre el que caía toda la claridad, esforzándose en parecer ausente. Había una séptima comandante cerca, ojeando unos papeles con un interés desgastado para alguien tan joven como lo parecía.
—Están aburridas —juzgó.
Silva sacudió la cabeza.
—¿Qué más?
—La de las uvas y la otra tienen un lío, pero está claro que a la que finge dormir como si fuera una sirena le molesta un poco. Las tres viejas querrían estar en cualquier otra parte, así que quizá les denegaste la jubilación.
—Se lo propuse a las tres, pero les gusta demasiado la villa —la corrigió Silva. Inclinó la barbilla para mirarla mejor—. ¿Y la que falta?
—Joven. —Desvió la vista y cogió el último gajo de mandarina. Era cierto que estaban muy ricas—. Alguien la quiere o bien para que la sustituyas, o bien ella misma se considera mejor que todas. Y seguramente lo sea.
—¿Y de qué te vale saber todo eso?
Titiana tragó la mandarina y aprovechó para respirar hondo. Un ruido en los jardines sobresaltó a las tres comandantes mayores, que se apresuraron a salir de la estancia con una agilidad envidiable. Las otras le dirigieron una mirada a Silva antes de seguirlas, como si fuera necesario que incluso para una hazaña pequeña la tuvieran de su parte. La coronel se puso en pie también, lo que fue suficiente para que todas salieran.
—¿De qué? —insistió Silva cuando ella las siguió a toda prisa.
Tardó un rato en recordar lo que le había preguntado. Estaba pendiente de no perder un lazo mientras veía cómo el barullo de candidatas se revolucionaba en un extremo del jardín. El gran palacio parecía haber abierto una de sus puertas, llegaba un olor extraño.
Cuadró los hombros por inercia, igual que le habían enseñado a hacer desde que apenas sabía andar cuando se acercaba alguien de autoridad. Esa gente esperaba una reacción determinada de una guardia, tenía que ofrecérsela. En cambio, el resto de las candidatas parecían haber olvidado la compostura durante unos segundos. Las comandantes lanzaron órdenes con una destreza inflexible hasta lograr que el grueso de jóvenes se reubicara con precisión en sus puestos.
—¿Devotas? —musitó. Por supuesto que las Segundas Hijas habían dejado en el cargo a las comandantes que mejor se inclinaran ante ellas.
—Ya te dije que eras la mejor todas —contestó Silva.
Le hizo un gesto para que fuera a reunirse con el resto. Pasó al lado de la comandante de las uvas, que la juzgó con dureza y no debió encontrar ni un solo error. Era difícil moverse con las sandalias y las briznas de hierba haciéndole cosquillas entre los dedos, los lazos que se le movían por las muñecas y la panta amenazando con caerse justo en ese momento, cuando ya no tenía oportunidad. A lo mejor el atuendo era parte de la prueba, aunque el resto de candidatas no parecían igual de incómodas con sus prendas.
Tuvo la tentación de presentarse. Era lo adecuado si las colocaban como escuadrón, pero podía notar la picazón de la mirada de Silva encima. Le había preguntado de qué le valía haber observado a las comandantes y todo lo que había arañado sobre ellas: supervivencia. Se lo agradecería algún día a la coronel: le había limpiado los mocos cuando era niña, no dejaba de acumular deudas con ella.
Un tintineo suave llenó la sección de los jardines donde estaban. El olor a incienso se hizo más sutil, pero también más fácil de reconocer: rosas, higos; una mezcla extraña para acumularla en una varilla. Pero se decía que no había nada que las Segundas Hijas no pudieran hacer. Procuró mantenerse tan seria como sus compañeras; no quería ni que el ruido de su corazón la delatara, por muy encerrado en el pecho que lo tuviera.
Las hermanas saludaron a las oficiales con gestos dispares: agrado y aprecio. Eran dos partes de un mundo que no parecían destinadas a encontrarse, pero llevaban unos años compartiendo el mismo territorio y, supuestamente, los mismos intereses. Las Segundas Hijas querían lo mejor para la Primera Dama, las guardias velaban por la seguridad de la Emperatriz, y ambas personas habían convergido en la misma. De todas formas, era extraño ver a las comandantes más mayores iniciar una charla banal con las hijas, vestidas de sedas azules y pies descalzos.
—¿Son estás, coronel Amato? —preguntó en una voz muy grave una de las profectas. Tenía unos ojos azules que parecían cargados de lluvia; los paseó por encima de la formación con curiosidad—. Parecen muy serias.
—Son guardias —contestó Silva con rapidez. Se acercó a las profectas con pasos lentos, dignos de un gato que medía quién era realmente el dueño del lugar—. Las mejores de todas las regiones, como acordamos.
—O sea —comentó una segunda profecta. Tenía un aro en cada aleta de la nariz, y un tercero en el septum con un pequeño ornamento—, que hay regiones que ahora no tienen una buena protección.
—Hay regiones ahora que están llorando la pérdida de una buena guardia, y prepararán a una generación entera para sustituirla —corrigió Silva, sin inmutarse—. Las guardias somos perseverantes.
—Tozudas, diría yo —respondió la segunda. Al girar la cabeza para comentar algo al oído de la primera que había hablado, descubrió que también tenía toda una oreja llena de aros de oro—. Queremos ver el espectáculo, ¿no?
—Por supuesto.
—¿De verdad? —protestó la tercera profecta, en un tono remilgado. Parecía más delicada que sus compañeras, de carne tierna y gestos frugales—. Pensaba que bastaría con que hiciéramos una revisión, solicitáramos consejo…
Las tres profectas miraron a la vez a Silva, como a la espera de que ella solucionara un dilema que Titiana no terminaba de entender. Nadie había dicho nada de un espectáculo, más allá de verlas a todas ellas formar con ropa ridícula. Las comandantes también habían dejado la charla con las otras hijas, ya no había interés que fingir.
—Un espectáculo será justo —decidió Silva tras una pausa dramática, medida. En su rostro no se apreciaba ningún sentimiento—. ¿Les apetece o no?
A pesar de la brusquedad de la pregunta, las dos primeras profectas sonrieron, la tercera se limitó a mirar al cielo como si buscara el inicio de una tormenta que diera fin al espectáculo. Las comandantes enseguida se pusieron en movimiento. Titiana miró a los lados, a la espera de que alguien le explicara qué era; seguía sin saberlo.
La chica de las pecas cazó su sorpresa con un gesto a medio camino entre el hastío y la duda.
—¿Qué?
Hubo un grito de una de las comandantes mayores. Su cuerpo respondió por inercia, dispuesto a la marcha detrás del resto en perfecta formación. Se podía despedir de mantener a su corazón cautivo, acababa de dar un salto que le resultaba imposible controlar. Silva no le había dicho nada de que para pasar de candidata a elegida debería luchar. Tampoco ella había preguntado. Creía que un proceso largo de charlas, entrenamientos y recitar mandamientos de hacía siglos sería suficiente; a ella le daría margen suficiente.
Negó para sí. En la villa imperial nada era sencillo.
Silva pasó por su lado en su momento y no le dedicó ni una sola mirada de reojo. Estaba claro que habría oído el comentario; cualquiera lo habría oído. Las hijas pasaron por su zurda con una expresión contrita que disimulaba mal el entusiasmo. Mucha devoción y mucha sangre, como decía el dicho.
***
Resultaba ridículo continuar con la panta sobre los hombros y esas sandalias. Entendía la parte de tener una espada ligera entre las manos, incluso la parte en la que otra de las aspirantes había logrado hacerse con un tridente, seguramente por tener contactos menos nobles que Silva. Pero la panta era absurda. Era ver a veinte ocas combatiendo.
Tuvo que hacer otra cuenta al echar un vistazo a su alrededor: siete ocas, tal vez; diez a lo sumo. Había algunas candidatas que parecían haber nacido para llevar esa prenda, lo que sin duda les supondría una ventaja. Era consciente de por qué no les habían ofrecido una vestimenta más adecuada, simplemente se negaba a reconocerlo. Era grotesco tener guardias engalanadas solo por protocolos con la aristocracia, que no querían ver hombros desnudos cuando luego celebraban fiestas donde precisamente piel al descubierto no era lo que faltaba.
Sacó el aire por la nariz. La misma chica del este que había prometido matarla le sonrió, como si acabara de añadir otra línea más a su sentencia de muerte.
—Vamos, será divertido —la animó.
Titiana no se molestó en dirigirle ni una mueca. No era una depravada que quería derramar sangre. Siempre había sido la característica que más despreciable le había parecido en otra guardia, y una con las que más habían peleado sus superiores en la región. Al parecer, se esperaba de una guardia que fuera sanguinaria por defecto, como si al nacer las hicieran beber la sangre de algún enemigo asesinado en el lecho en el que nacían. Había oído historias al respecto.
Aferró mejor el mango de la espada y respiró hondo. La chica pecosa soltó una risa entre dientes. Era sabido por todos que las colonias solo estaban llenas de bárbaros sin civilizar, y Titiana no quería ser de esa clase de persona que asentía con vehemencia a esa declaración, pero estaba cambiando de idea. Sobre todo porque en la línea de candidatas de enfrente había una chica idéntica que también sonreía.
—¿Tu hermana? —se le escapó entre dientes.
—Pequeña —contestó la chica, sin perder la sonrisa—. No te preocupes, no le dejaré nada.
—¿Te crees graciosa de verdad o es que en el este hacéis así amigos?
Notó cierto regocijo al ver cómo la otra perdía un ápice la sonrisa. No le dio tiempo a buscar una victoria mejor, porque Silva avanzó entre las dos filas comprobando que todas tuvieran un arma entre las manos. Parecía tranquila para estar condenando a algunas de las mejores guardias de la región a morir por un espectáculo absurdo. Hacía décadas que habían abolido esa clase de nombramientos para servir en el palacio, se desestimaban demasiadas vidas valiosas.
Observó a las profectas donde estaban el resto de comandantes, al final del paseo de Silva. Era culpa de las Segundas Hijas, por supuesto, igual que el caos general del Imperio. La coronel se dedicaba a contentarlas, no tenía otras opciones.
La distracción sirvió para que la hermana del este la encontrara en medio de la refriega. Las candidatas se atacaban con ferocidad, en busca de un objetivo débil, y estaba claro que serlo suponía un enorme peligro. Tenía que demostrar que no lo era, así que pivotó sobre el pie derecho y giró el cuerpo para evitar el ataque de la hermana. Descendió la espada con destreza en el proceso, arañando la piel del muslo de su oponente cuando pasó por su lado. No perdió la oportunidad de repetir el gesto, creando una línea roja en el brazo que hizo que la chica aflojara la espada.
Si la chica pecosa no hubiera aparecido, la hermana sería el siguiente objetivo general. A Titiana solo le hizo falta un ataque para entender que esas dos habían peleado juntas antes. Se deshizo de los golpes de la primera y procuró no acercarse a la segunda, en un juego de pies que le había costado aprender. Cuando era pequeña, las guardias mayores se reían de su torpeza: no quedaba ya nada de eso cuando tenía una espada en la mano.
Logró acertar al costado de la segunda hermana del este mientras esquivaba un golpe bajo de la primera. El gemido de dolor llamó la atención de las combatientes que había cerca. Titiana se metió en ese círculo sin prudencia. Dedicó un par de tajos a una de las que parecían estar ganando la contienda, y bloqueó el revés que le lanzó otra de las chicas, ofendida por la intromisión. No dudó en devolverle igualmente el golpe, dejando la espada sujeta con una mano para usar el otro puño y metérselo bajo las costillas.
Se deshizo así de ese grupo y lo dejó atrás. Necesitaba recuperar el aliento después de las hermanas. Era una mala idea hacerlo. Apenas había logrado coger aire cuando alguien la embistió por detrás. Se revolvió lo más rápido que pudo, pero no logró evitar la caída. Su adversaria le apresó la mano contra la gravilla hasta que soltó la espalda y luego descargó la cabeza contra su frente. Titiana se quedó unos segundos desconcertada. Demasiado tiempo.
Se quitó la sandalia mientras la otra chica se ponía de pie, con la cara cubierta de sangre, pero todavía con una espada. Titiana se lanzó hacia adelante, sandalia en mano, y le atizó con ella en la cara a la candidata. Se libró de la panta tal y como había soñado desde el principio, y mientras agarraba los dos extremos de la tela, giró para esquivar la espada de su adversaria. Se situó detrás y le colocó la panta al cuello a la otra chica. Tiró y tiró y tiró.
Su rival soltó la espada, preocupada de pronto por la tela con la que la estaban ahogando. Arañó las manos de Titiana, furiosa, hasta que incluso eso comenzó a desvanecerse. Apenas había empezado a aflojar la tela cuando notó una sombra cerniéndose sobre ella. Ligera, soltó la panta y se volvió, pero los brazos de la hermana del este la esperaban para atraparla.
Una vibración recorrió el campo. Titiana la notó atravesarle la planta de los pies y ascender a trompicones por su columna. La chica de las pecas la soltó de golpe; primero tiró el puñal al suelo, luego lo hizo ella misma al arrodillarse como si estuviera ante un dios mismo.
Un puesto para protegerla.
El golpe en la espalda la cogió de improviso, sumergida en esa mirada dispar. Sin embargo, fue sencillo entender lo que se requería: una vez que se inclinó hacia adelante por el dolor repentino, las rodillas recordaron que debían doblarse. Quedó postrada ante la nueva Emperatriz igual que el resto de las candidatas.
—Primera Dama —dijo Silva, colocándose delante de Titiana—. No sabíamos que vendría.
—¿Son mis guardias?
—Sí.
—¿Y por qué algunas de mis guardias están heridas?
—Solo las mejores.
El silencio que llegó tras esa respuesta fue tan denso que pareció ahogarlas a todas. Titiana se atrevió a levantar la mirada desde el suelo. La Primera Dama se mantenía firme ante la coronel, que había agachado la cabeza como si tuviera un gran peso sobre los hombros. Sin apenas hacer ruido, las hijas que habían acudido al espectáculo se habían colocado detrás de la Primera Dama y las profectas permanecían a tan solo un paso de distancia, atentas, sonrientes.
—Solo las mejores —aceptó finalmente en voz alta la Emperatriz Rosa—.Bien. Estoy deseando conocerlas. —Volvió a cambiar el foco de su mirada, y Titiana agachó la cabeza lo más rápido posible, hasta que su frente tocó el suelo—. A todas ellas, coronel. Ya hemos perdido a demasiadas.
—Por supuesto.
Solo fue capaz de escuchar el ruido que hacían sus propios latidos en sus oídos, todavía con la sensación de esos ojos encima. En su nuca, en su mente. Alguien le dio un golpe en el costado y un dolor lacerante le recordó que la habían herido en aquel espectáculo absurdo. La chica de las pecas la miró desde arriba.
—Has tenido suerte —le escupió.
.
Esto pinta muy pero que muy bien!?
Jajajaja como si eso fuera consuelo *come papitas mientras espera la acción* 🤭
Bueno bueno bueno, ya estoy enganchada con la historia. Ardo en deseos de leer más cap. Gracias por compartirla.