Lorena Ple
Canariona nacida allá por el año 1995, en Las Palmas de Gran Canaria, y graduada en Administración y Dirección de Empresas, en un intento de buscar su camino. Sin embargo, su corazón siempre ha estado en la literatura, la escritura y el arte. Es por ello que, si le preguntaran, diría con orgullo que lleva una doble vida, «funcionaria de día, artista de noche».
Escribe relatos, historias, poemas y cualquier cosa que pueda plasmar sobre un papel en blanco desde que tiene uso de razón, su vocación está tan intacta como el primer día y espera que sus proyectos puedan ver la luz pronto. No ha tenido la oportunidad, o suerte, de ver sus escritos publicados, pero seguirá luchando por conseguir su sueño cada día.
Sinopsis
Final de 1922, una sociedad en plena liberación. ¿Algo mejor que celebrar el fin de año en una mansión rodeada de personas adineradas? Opulencia, fiestas, locura… Y muchos secretos.
—Espera, ese jarrón será mejor colocarlo en la sala de lectura —ordenó la mujer haciendo aspavientos con las manos—. Es demasiado valioso para dejarlo a la vista, cualquiera podría romperlo. —Sí, señora, enseguida. —La criada agarró el jarrón con cuidado y pasó por delante de ella a paso ligero. Adara sonrió al ver la escena, la chica llevaba trabajando solo dos semanas, gracias al ama de llaves, pero no había heredado las mismas habilidades que su madre. —Querida Grace, no deberías preocuparte tanto, todo ha quedado de maravilla. Va a ser una fiesta inolvidable —afirmó con entusiasmo, poniendo su mano sobre el hombro de su suegra, animándola. —¡Oh, Adara! Me encantaría creerte. Si tan solo los criados supieran hacer bien su trabajo… —Es nueva, aún está aprendiendo, pronto no querrás deshacerte de ella. Tiene buenos maestros. —Eso espero, no me gustaría nada tener que despedirla —suspiró—. ¿Y cuándo llegará Will, querida? —Su voz sonaba más aguda al hablar de su primogénito y sus ojos volvían a brillar. Las dos mujeres caminaron juntas hacia el gran salón, donde los invitados, que empezaban a llegar, aguardaban animados con sus copas de champán en mano. —Hablé con él hará una media hora, me dijo que estaba a punto de coger el coche. Llegarán dentro de nada. —Menos mal, mi hermana Diane ha preguntado ya por él cien veces, esa mujer es incapaz de callar. Vendrá con Andrew, ¿no? Le dije que lo convenciera de acudir este año. —Sí, al parecer esta vez ha sido muy convincente porque, además de Andrew, también viene su secretaria. —¿Por qué tiene que traerla? —Créeme que yo me hago la misma pregunta. Hace unos días le contó que no tenía con quién pasar el fin de año y ya sabes cómo es William, siempre tiene que compadecerse de los demás. —Sentir pena por los demás no le servirá de mucho —dijo claramente molesta—. Si me disculpas, querida, voy a acercarme un momento a hablar con la señora Fitzpatrick, parece ser que han visto a la hija de los Brown muy acaramelada con un artista durante su fugaz visita a Londres. No me quiero ni imaginar cómo debe de sentirse su marido. Adara miraba a su suegra alejarse desde el fondo del salón, se preguntaba cómo detrás de un rostro tan agradable podía haber una mujer tan fría. Su mirada y su sonrisa te hacían sentir especial, pero con sus palabras y su entonación dejaba claro que ella siempre estaría por encima de cualquiera. ¿Era algo que hacían todos los ricos? ¿Tener dinero te convertía en una especie de divinidad? La respuesta era sí, siempre sí. El dinero corrompe, ensucia, pudre y ensalza falsamente; pero es lo que todos ansían, es por lo que todos luchan y matan. Adara lo sabía muy bien. Todos esos hombres y mujeres reunidos en el salón harían lo que fuese por un fajo de billetes. Serían capaces de destruir a quienes más quieren por unas cuantas libras. Una vez que pruebas algo bueno, siempre quieres más. «Somos animales y nuestra comida lleva la cara del rey estampada en ella», se decía una y otra vez. La mansión Aldrich era una buena muestra de ello, artículos caros e innecesarios en cada una de las habitaciones exceptuando, obviamente, las de los criados. Cualquiera diría que una larga guerra acababa de terminar cuatro años atrás. Aquellas personas parecían haberlo borrado de sus memorias. Y de ahora en adelante esa sería su vida, ese sería su mundo. Paseaba por el salón con total naturalidad, camuflándose entre los demás, siendo una de ellos. La falda de su vestido verde se balanceaba al caminar, parecía flotar a su alrededor. Sus tacones traídos de París sonaban con firmeza sobre el suelo, mezclándose con el sonido de decenas de pies. El sonido del dinero. —¿Te diviertes? —susurró una voz masculina en su oído derecho, se volvió al sentir su cuerpo tan cerca. Las pupilas dilatadas del joven la escrudiñaban atentamente. —Necesitaría unas cuantas copas más para responder a esa pregunta. —¿Pues a qué esperamos? Pongámosle solución a eso. —Buscó entre los invitados a uno de los criados y le hizo señas para que se acercase con las bebidas. —Creía que esta noche no saldrías de tu habitación. El joven agarró dos copas de la bandeja y le ofreció una a su acompañante. —¿Y perderme esta fiesta? Por nada del mundo. —Su tono dramático la hizo reír—. Tenías razón, en la conversación de esta tarde. No puedo estar siempre alejado de mi familia. Así que si estoy aquí es por tu culpa —dijo mientras se colocaba un mechón de pelo rubio tras la oreja. —Soy muy buena persuadiendo a la gente, ya te lo había dicho. —Brindemos entonces por tus encantos. —Levantaron a la vez sus copas—. Salud, Adara. —Salud, Lucas. —El champán estaba a punto de mojar sus labios cuando los murmullos empezaron a intensificarse, de forma instintiva dirigió la mirada hacia la entrada del salón. Algunos invitados rodeaban a tres personas que acababan de llegar, los saludos y las palabras iban dirigidas al hombre rubio y alto, sonreía a todos y los escuchaba con atención, pero no era él quien atraía todas las miradas. —No sabía que ella estaría aquí. —Bueno, por desgracia, tu hermano es bastante predecible. Llevaba un vestido dorado precioso y muy caro, para ser una simple secretaria. La banda que le rodeaba la cabeza hacía resaltar sus enormes ojos negros. Era hermosa. No podía culparla por la forma en que la miraban los hombres. Se movía como un gato, rápida, elegante y sigilosa. William tenía la mano en su espalda, le sonreía con sus estúpidos dientes relucientes. Ni rodeado de gente podía disimular un poco. Resopló, no aguantaba más. —¿Estás bien? —le preguntó Lucas, preocupado. —¡Claro! ¿Por qué no iba a estarlo? —Es que si aprietas un poco más fuerte la copa, la vas a romper. —Adara agachó la vista hacia sus manos y luego lo miró a él, sonrió. —Tienes razón, lo siento. Supongo que ahora mismo estoy un poquito cabreada —dijo. —Will es un estúpido, todos en esta familia lo son. Él no te merece. No tienes nada que envidiarle a esa chica. —Gracias, Lucas, siempre sabes cómo animarme. Eres diferente a todos ellos, de verdad que no sé cómo has aguantado tantos años. —¡Oh! Con mucho alcohol, querida, con mucho alcohol. —Le gustaba verla reír. Lucas era un encanto, no se parecía en nada a sus hermanos mayores ni tampoco a su madre. Le gustaba pasar tiempo con él y estaría toda la noche a su lado, pero tenía otras cosas de las que ocuparse. Su mente estaba en otra persona. —¿Podrías sujetarme esto? —Le tendió la copa y él la agarró—. Si me disculpas, voy a hablar con mi marido. —Claro, estaré en un rincón escuchando los problemas de algún borracho, por si me necesitas. La vio alejarse decidida, con las manos apretadas en un puño. Su copa estaba intacta. No era fácil verlos juntos. No estaba siendo fácil estar en esa fiesta. Ver cómo él la sujetaba por la cintura mientras bailaban, cómo ella le acariciaba la espalda con sus manos… Le entraban náuseas. Adara era su mujer y siempre lo sería. Hasta que la muerte los separe. Y esperaba que fuese pronto. Ya no podría escuchar Das Lila Lied sin imaginárselos juntos. Vaya forma de estropear una gran canción. La campana anunciando la cena empezó a sonar. Todos los invitados salieron rápidamente del salón, como si de una manada se tratase, recorrieron el pasillo entre risas hasta llegar al comedor. Paredes rojas, muebles marrones oscuros y mucha decoración dorada. A su lado, su piso de Londres no era más que una casucha diminuta y destartalada. Pero no iba a dejar que la intimidase. Caminó con seguridad, como si siempre hubiese pertenecido a aquella casta. Balanceaba las caderas atrayendo las miradas de todos. Tenía que hacerlo. Los hombres le sonreían, babosos y predecibles, las mujeres cuchicheaban entre ellas, la miraban con una mezcla de asco y envidia y las oía criticarla a sus espaldas. Unas horas más y todo acabaría. Tenía que seguir interpretando su papel. Se sentó lo más cerca de William que pudo, pero manteniendo las distancias, no quería parecer demasiado descarada. Frente a ella, Andrew permanecía concentrado en la comida, ajeno a las conversaciones de su alrededor, a su izquierda estaba Finley alardeando de lo bien que le iba con sus tiendas de vino y, frente a él, su mujer no les quitaba el ojo de encima, malhumorada y resoplando con cada cosa que salía de la boca de su marido. —Me alegro de que papá no me considerara apropiado para su negocio, ser abogado es aburridísimo —decía mientras terminaba de masticar su lomo de cerdo. Tanto dinero y qué poco había invertido su madre en educación—. Eso se lo dejo a William, quiero a mi hermano, pero a soso no le gana nadie. Aunque debo reconocer que tiene muy buen gusto para elegir secretarias. —Le guiñó un ojo y su boca se abrió con una gran mueca que pretendía ser una sonrisa. No podía haberle tocado peor compañía. —Si necesitas una secretaria, estoy segura de que tu mujer sabrá buscarte una muy buena. —¿Rose? Si ni siquiera sabe distinguir un buen vino —rio—. No te enfades, querida —se dirigió a su esposa—, pero es la pura verdad. —¡Oh, Finley! A veces no te soporto —se quejó ella. —Es solo una broma, no seas tan aguafiestas. Se hizo un pequeño silencio entre los tres. —Bueno, dicen por ahí que los hermanos medianos son los que siempre triunfan. Y no se equivocan, aquí tienes un ejemplo, ¿no crees, Enya? —dijo señalándose con la mano. —Eso parece, ya veo que no te va nada mal. —Tú lo has dicho, nada mal. —Oye, Enya. Cambiando de tema… —interrumpió Rose, harta de ver a su marido pavonearse—. ¿De dónde dijiste que eras? —Del condado de Kerry, al sur de Irlanda. —¿Irlanda? Qué casualidad, Adara también es de allí. —Lo sé. Ya me lo han dicho. —Pero ella es de Dublín, de una buena familia, los Byrne, si no recuerdo mal. Ahí estaba su lengua de arpía. —Me alegro por ella, hay muchos que no tenemos la suerte de tener padres ni esposas o maridos ricos. Rose dejó caer el tenedor sobre el plato, sus ojos se crisparon, aquello era una ofensa personal. Estuvo a punto de protestar, pero su marido se adelantó, lo último que quería era que montase un numerito. —Al final resulta que Irlanda del Norte no ha querido unirse al Estado Libre Irlandés, ¿eh? Nunca entenderé por qué a los del Sur les molesta tanto pertenecer al Reino Unido. —Quizá es que no les gusta la idea de estar bajo el yugo de otro país y que les quiten su independencia. —Tranquila, mujer, no tengo nada en vuestra contra, es más, le estoy agradecido a Irlanda por crear a unas mujeres tan bellas. ¿Sabes? Cuando era pequeño tuvimos una criada irlandesa, estuvo con nosotros unos cuantos años, era una joven pelirroja preciosa. Pero resultó ser una ladrona, quién lo iba a decir, con lo ingenua que parecía. En esos momentos Enya ya no lo escuchaba, asentía y sonreía de vez en cuando, parecía calmada, actuaba como si disfrutase de la comida y las conversaciones, pero nada más lejos de la realidad. Su mente no dejaba de dar vueltas al mismo asunto una y otra vez. ¿Se fijaría alguien en el sudor de sus manos? Cuando la cena terminó, pasaron todos nuevamente al salón. Quedaba poco menos de una hora para la medianoche y pasarían el tiempo charlando, bailando y bebiendo antes de dar la bienvenida al año nuevo en el jardín, la señora Aldrich había organizado un espectáculo de fuegos artificiales para terminar la velada. La chica se aburría, las conversaciones banales con ricos desconocidos le agotaban la paciencia. Observaba de lejos a la pareja protagonista de la noche, los recién casados respondían las preguntas de todos, amables y felices… Eran perfectos y empalagosos. Adara hablaba con su suegra mientras William, en segundo plano, bebía copa tras copa con su socio y sus amigos. Hasta que la mirada persistente de Enya hizo efecto sobre él. Disimuladamente y con paso lento, se escabulló de sus acompañantes para llegar al lado de su secretaria. —Intuyo que no lo estás pasando muy bien. ¿Hice mal en invitarte? —preguntó alarmado. —No, claro que no. Es mejor pasar el fin de año aquí que sola en casa. —Deberías probar a decirlo con algo más de entusiasmo la próxima vez, he estado a punto de creerte. —Los dos rieron. —Mierda, se me da fatal disimular. —Irás aprendiendo. Estás entre los mejores mentirosos de la ciudad. —Ya me he dado cuenta. —Sonrió con picardía—. Siendo sincera, solo acepté tu invitación pensando que podríamos pasar un momento a solas. —Pasó su mano izquierda suavemente por su brazo. Él dudó tan solo un instante. —Creía que nunca me lo pedirías. —Se alejó un poco de ella y miró a su alrededor—. Mi despacho está arriba, la última puerta a la derecha. Sube tú primero, yo iré en unos minutos. —Te estaré esperando —contestó ella. Cada uno siguió su camino. Enya dio un par de vueltas por el salón antes de subir las escaleras sin que nadie se percatara. Tres minutos más tarde, William se disculpó ante su tía Diane con la excusa de ir al baño y se dirigió a la primera planta a gran velocidad. Ninguno se fijó en que Adara lo había visto todo. ¿Por qué estaba nervioso? Actuaba como si fuera un adolescente. ¿Desde cuándo se sentía intimidado por una mujer? Ni siquiera cuando conoció a Adara ni cuando le pidió que se casase con él sintió esa revolución en su estómago. ¡Por el amor de Dios! ¡Ya era un adulto! ¿Quién se lo iba a decir? Un hombre hecho y derecho de cuarenta años suspirando por una jovenzuela. Cada paso le recordaba el peligro que suponía verse en secreto, pero siempre le había gustado el riesgo. Y las mujeres atractivas. Estaba en su naturaleza. Se paró delante de la puerta de su despacho, apretó los puños un instante y suspiró hondo para relajarse. Procuró cerrar rápidamente tras entrar en la habitación, los criados podían estar husmeando. Miraba por la ventana, de espaldas a él. Su silueta era perfecta. Se acercó decidido y le puso las manos en la cintura, ella se giró. Frente a frente, los nervios aumentaban, tener sus labios tan cerca le hacía pensar en cosas poco adecuadas. —¿Vas a besarme ya? —Enya acarició su mejilla y cerró sus ojos, era una clara invitación. Él aceptó sin pensárselo dos veces. Sus labios se juntaron. El ruido de un portazo hizo que se separaran de golpe. Adara estaba allí, de pie, con los brazos cruzados. ¿Cómo pudo darse cuenta? Había sido cauteloso, nadie lo vio subir. ¿Qué había hecho mal? —Adara, amor mío, no es lo que parece. —Se disculpó. Dio unos pasos hacia ella, con las manos abiertas, en son de paz. Su mujer suspiró, era más un suspiro de resignación que de dolor. Se alejó de él y caminó hasta el escritorio. —Por supuesto que no es lo que parece —dijo. Su voz sonaba segura, su rostro, impasible, no mostraba ninguna emoción. Cogió dos copas y una botella de vino del minibar, el vino favorito de su marido. Las puso sobre la mesa del escritorio y las llenó con paciencia. —Brindemos. —Le tendió una con una sonrisa—. Vamos, querido, no muerdo. William agarró la copa y la bebió de un solo trago. No sabía cómo reaccionar, no sabía qué decir, nunca había visto actuar a Adara de esa forma, tan segura de sí misma, con ese extraño brillo en sus ojos. —¿Y se puede saber por qué brindamos? —consiguió preguntar. —Por la buena suerte. Y porque este final de año va a ser estupendo. —¿No…? ¿No estás enfadada? —¿Enfadada? ¡Oh! No, cariño, al contrario. Mi plan ha sido un éxito —rio—. Aunque no lo podría haber conseguido sin ti, mi amor. —Sus ojos no le miraban a él. Enya, que había permanecido silenciosa detrás de ellos, se acercó a Adara y agarró la mano que esta le ofrecía entre las suyas. —Pero, ¿qué diablos…? —Tranquilo, es normal que estés confuso, tan solo has sido una marioneta más. Déjame que te lo explique. ¿Era esto una broma? ¿Acaso se estaban riendo de él? —Mi verdadero nombre no es Adara Byrne —continuó ella—, sino Arlene, Arlene Shepard. Puede que este nombre no te suene de nada ahora mismo, pero ten paciencia, pronto lo recordarás. Mi padre era un agricultor inglés que murió en un accidente unos meses después de dejar a mi madre embarazada, ella se llamaba Deidre, era una irlandesa pelirroja que a los diecinueve años, viuda y esperando una hija, decidió trabajar como criada para una familia adinerada a las afueras de Londres. El rostro de William se volvió aún más pálido al oír los orígenes de su esposa. —Tú eras aquella niña, la hija de Deidre. —Veo que ya comienzas a recordar. —Pero… No entiendo nada. ¿Por qué? ¿Por qué nos mentiste? ¿Por qué haces esto? —Por venganza —sentenció ella—. ¡Por tu culpa la echaron de esta casa! Tú y tus líos de faldas la dejaron sin trabajo, sin hogar y sin comida. —Ella nos robó. —¡Ella te rechazó! Y eso fue lo que más te dolió. Un veinteañero acostumbrado a que todas las chicas cayesen bajo sus encantos no podía soportar que una simple criada se negase a pasar las noches con él. Le mentiste a tu madre y a todos, les dijiste que había robado la cubertería de plata cuando no era cierto, no la quisieron contratar en las mansiones de tus amigos. Con una hija de cuatro años, ¿qué podía hacer? —Era joven, no pretendía hacerle daño, ni a ti ni a ella. —Pues lo hiciste. Por tu culpa su vida fue miserable. —Lo siento mucho, de verdad, me gustaría compensarla. —¿Compensarla? —gritó, furiosa—. Sois todos iguales, creéis que con dinero se puede arreglar cualquier cosa. —¿Entonces? ¿Qué es lo que quieres? —Cumplir mi promesa. Antes de morir, hace muchos años, le prometí que buscaría venganza, que haría sufrir a aquellos que la hicieron sufrir a ella. El tono de su voz le produjo escalofríos a William. Los nervios y la confusión se transformaban ahora en miedo. Era una mujer ingenua, no sería capaz de hacer nada extraño. O eso creía. Arlene miró a Enya y asintió, aquello debía de ser una orden, puesto que la chica sacó un maletín de debajo de la mesa y se dirigió hasta la otra punta de la habitación, donde había un gran retrato de la señora Aldrich. Apartó el cuadro y en la pared apareció una caja fuerte, puso la combinación. La cara de William era un poema, sus ojos parecían salirse de sus órbitas. —No te preocupes por el dinero, ese será el menor de tus problemas —dijo serena mientras Enya llenaba el maletín con los fajos de billetes que se encontraban en la caja fuerte. —¿Cómo has sabido la combinación? —Arlene me la dijo, entre nosotras no hay secretos. —Cerró el maletín y le guiñó el ojo. —¿Desde cuándo os conocéis? —preguntó, seguía sin entender nada. —Nos conocimos hace siete años, yo era una quinceañera que se enamoró irremediablemente de su mejor amiga de diecisiete años, aunque por aquel entonces no sabía que se trataba de amor. —¿Amor? —William no daba crédito a lo que oía. De pronto todo su mundo se vino abajo, todo era mentira, lo habían utilizado. Le costaba respirar, la garganta le picaba, se estaba mareando. —Será mejor que te sientes, Will —le dijo Arlene en un tono suave. —¿Qué me habéis hecho? —preguntó él, apoyándose sobre el escritorio para no caer. —Cianuro. Dentro de poco todo se habrá acabado. Cuando 1923 comience dejarás de sufrir. —¡Estáis locas! —vociferó. —Puede, pero el malo siempre se lleva su merecido —contestó—. Gracias por regalarle a Enya la casa de Brighton y por dejar que nos llevemos tu dinero, haremos buen uso de él. El hombre estaba de los nervios, todo a su alrededor giraba sin parar, el dolor le impedía moverse, sus pupilas estaban dilatas, su corazón latía con rapidez, sentía cómo se quemaba por dentro. —¡Ayuda! ¡Socorro! —Shhh, nadie puede oírte, cariño. —Arlene estaba junto a él, acariciándole el pelo—. Los fuegos artificiales han comenzado. No aguantaba más, se dejó caer sobre la alfombra, convulsionando. —Nosotras nos marchamos ya. —Su mujer sonrió ante la escena—. Enya, vamos, es hora de irnos. La chica del vestido dorado agarró el maletín que estaba en el suelo, vació la copa que Arlene no se había bebido y la guardó en él, igual que la otra copa usada y la botella de vino. Tenían que deshacerse de las pruebas. Se agachó junto a su jefe, que ahora tenía la cara y las manos azuladas, le besó la mejilla fría y sacó las llaves del coche del bolsillo de su chaqueta. —Descansa, William. —Se despidió. Las dos mujeres salieron del despacho, bajaron hasta la cocina y, mientras todos estaban en el jardín disfrutando del espectáculo, salieron por la puerta que usaban los criados. Se montaron en el Rolls-Royce, Arlene lo puso en marcha, dirigió una última mirada a la mansión y arrancó. Enya, en el asiento del copiloto, apretaba el maletín contra su pecho y, sonriendo, miraba el resplandor en la cara de su novia y cómo el viento ondeaba su pelo castaño.Fiesta de fin de año
PRIMERA PARTE
SEGUNDA PARTE
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