Sara Santos
Sara Santos es el seudónimo utilizado por esta autora nacida en 1975 en la ciudad de Huelva.
Licenciada en Derecho por la Universidad de esta ciudad, se ha dedicado a realizar varios trabajos relacionados con sus estudios, siendo desde asesora jurídica, a colaboradora y administrativa en diversas empresas.
Su vocación por la literatura y la escritura se ha manifestado desde una edad temprana, habiendo realizado numerosos relatos y escritos, y habiendo participado recientemente en algún concurso literario.
No obstante, hasta el momento no se ha planteado la publicación de ninguno de sus relatos, siendo este el primero, y confiemos que no sea el último.
Sinopsis
Una gira preelectoral por Estados Unidos, le permite a una conocida periodista y autora entablar una amistad con la primera dama del país.
Es una historia ficcionada que parte de un hecho real constatado, a través de las misivas que ambas se enviaban, de la íntima relación que se creó entre ambas mujeres.
Apagaba un cigarrillo y encendía otro mientras ojeaba a través del cristal de la cafetería, justo frente a la corte de justicia, a la espera de la salida del famoso asesino de ancianas. Mucha gente en la puerta bajo la fina lluvia, con libretas y ojos abiertos, pero nada se movía alrededor. Giré la cabeza un momento hacia la entrada del local, y pude ver al redactor jefe del periódico, señalándome y en dirección hacia mí. Venía con mucha urgencia. Me quitó el cigarrillo de la mano, me agarró por la muñeca y tiró de mí hacia el exterior. —¡Oye! ¿Qué modales son estos? ¿A qué viene tanta prisa? —le espeté —Perdona, es que es muy urgente y no quiero que nos escuche nadie —me indicó con gesto de preocupación. —De acuerdo, ¿de qué se trata? —le dije algo más calmada. —El director de nuestra agencia ha recibido un encargo que nos puede encumbrar a lo más alto, si sabemos hacerlo bien. Se trata de seguir al presidente y la primera dama por su ruta de campaña a través de distintos estados —me dijo casi susurrando. —¿Al presidente y la primera dama? ¡Ay, Dios! ¿Y qué me pongo? —dije en tono socarrón. Pero Johnny no estaba de broma, y me lanzó una mirada que me asustó más que la del asesino que había visto entrar en la corte de justicia, unas horas antes. —Está bien, perdona. Sabes que ante las situaciones de estrés actúo con humor —le dije mientras le pellizcaba el moflete. Tras mantener una escueta conversación al respecto, me dirigí hacia mi apartamento para poder pensar con tranquilidad las preguntas que le iba a hacer al presidente y la primera dama de Estados Unidos. Era evidente que no perdería el tiempo con ninguna de las cuestiones que me había indicado Johnny en una hoja manuscrita que me entregó. «A Lorena Hickok nadie le dice qué debe preguntar», pensé en voz alta mientras caminaba en dirección a mi apartamento. Ya había tenido la oportunidad de entrevistar a Eleanor Roosevelt hacía unos años, y estaba emocionada por volver a coincidir con una mujer que me resultó tan interesante. Unos días después, y aún bajo la cansina y débil lluvia, estaba montada en un tren de Washington a Oregón, que era la primera parada de esta larga ruta de las elecciones presidenciales. No faltaba a ningún gran evento de la gira y recogía en mi libreta todo lo que consideraba importante para mi trabajo, pero también había tiempo para fijarse en los detalles. El presidente estaba siempre rodeado de asesores y resultaba un tanto difícil encontrar un hueco para la intimidad. En cambio, la primera dama, también acompañada con frecuencia, permitía esos escasos minutos de sosiego entre un café y otro. Aprovechaba cada uno de ellos y, a medida que conversábamos, me iba fijando también en sus ojos, en la confortabilidad que transmitía su sonrisa, en su pelo siempre recogido en la nuca… Descubría una piel tersa, a pesar de los años, y una gran intensidad en sus palabras, cargadas de convicción y fundamentos. Me atraía su fuerza, la energía que desprendía. En una de las convenciones programadas, se organizó una cena con altos cargos del partido, representantes de las mejores empresas del Estado, diplomáticos y artistas varios. Era una noche cargada de buenas sensaciones, música suave y champán por doquier. Me desplazaba por la sala, con esas arañas de cristal colgando del techo, guirnaldas de flores en las mesas y velas de color blanco en cada rincón. Hablaba con unos y otros, una sonrisa aquí, un cometario jocoso allí, y de repente, apareció ella de entre un grupo de señores canosos y sus esposas con abrigos de piel. Llevaba un vestido verde entallado en la cintura y largo hasta los tobillos, con unos zapatos atados con cinchas doradas. Iba simple pero rotunda. Sencilla y elegante. Simulaba estar inmersa en conversaciones profundas, pero no cesaba de dirigirme su mirada, que esquivaba la mía en cada giro de mis ojos. Comenzó a aparecer una sonrisa que ocultaba tras esos hoyuelos en sus mejillas. De pronto dejó al grupo con el que estaba y se dirigió firme, como ella era, hacia mí. Pidió disculpas a mis acompañantes por privarles de mi presencia y, con un gesto, me pidió que la siguiera hacia los jardines que rodeaban aquella sala. La noche estaba preñada de estrellas, que parecían caer por el peso al agua de la laguna. Juntas sobre la barandilla del jardín, hombro con hombro, cogió mi mano con la suya, fue un contacto sutil, casual, pero fue la primera vez de muchas en que sentí el roce de su piel sobre la mía. Esas noches se repitieron a lo largo de casi veintiún mil kilómetros, diecisiete estados y una larga travesía en tren. Actuábamos como amigas con una gran complicidad, pero manteniendo las distancias para evitar las lenguas afiladas de todos aquellos que componían la comitiva presidencial, porque la realidad era que nos convertimos en más que amigas, en amantes. Eleanor y el presidente aparentaban un matrimonio feliz y bien avenido. Pero la realidad era otra, y así me lo hacía saber en cada carta que me entregaba, aunque nos viéramos a diario. En una ocasión, durante una barbacoa organizada por un congresista en su mansión, aprovechamos el intenso calor para meternos en la piscina. En una mesa redonda, con sus vasos de whisky y hielo en a mano, y bajo la sombrilla tornasolada, se reunían el presidente y sus asesores, además del anfitrión de la fiesta. Parecían discutir temas de enjundia, organizar el mundo, y estar decidiendo cuestiones esenciales. Sin embargo, para mí, no había nada más esencial entonces que compartir aquellos momentos con Eleanor, sentir flotar mi cuerpo en la piscina, con la tranquilidad de tener a mi amor al lado. Sé que era una temeridad por mi parte, pero en varias ocasiones aprovechaba para bucear y acercarme a su entrepierna, donde le enviaba burbujas que chocaban en su sexo. Ello provocaba movimientos eléctricos en Eleanor, que la hacían sacar parte del cuerpo fuera del agua para volverlo a introducir. Y surgía la risa entre ambas. «Juegos de mujeres», decían desde la mesa cercana aquellos señores sesudos. «¡Si supieran!», pensaba yo, y me volvía a introducir en el agua. En las mañanas, me conformaba con tomar un café en aquellas mesas llenas de gente mientras se organizaba la agenda del día, los discursos, los actos públicos y demás. Cuando desayunábamos, descalzaba mi pie izquierdo y lo acercaba a sus pantorrillas, solo para acariciarlas. Y en las noches, esperaba esos momentos de asueto, de besos robados, en los que manteníamos largas conversaciones, hablábamos del mundo, de los derechos humanos que tanto le preocupaban, de las mujeres, de los hombres, de la vida. En otras ocasiones, me conformaba con recibir en mi habitación de hotel aquellos sobres verdes, donde se guardaban las misivas en las que me abría su corazón y su alma. Pero un día el viaje llegó a su fin y regresamos a Washington. Me había acostumbrado a tenerla cerca y fue muy duro volver a mis rutinas y a su ausencia, pero su aplastante realidad se imponía. No fue ese el fin de nuestra relación, de esa comunicación tan especial que tuvieron nuestras almas, que vinieron a encontrarse de una manera tan fortuita. Nunca dejamos de cartearnos, incluso viajamos juntas varias veces y nos veíamos en la medida de lo posible. Hasta el fatídico año de 1962, cuando Eleanor falleció. A veces me pregunto, a dónde se ha ido ese amor vivido, esos besos, esas conversaciones, esa energía. Siento que no volveré a ser así de feliz hasta que mi alma se eleve hacia ese lugar en el que esté la suya, para seguir compartiendo, de algún modo, nuestro inmenso amor.Tú y yo