Anna Pólux
Nacida en Logroño, licenciada en Historia y Psicología, a la que se dedica. También conocida como Newage y por formar parte de La bollería de Ginsey (Instagram). Con LES Editorial ha publicado la bilogía Cosas del destino (junto a Cris Ginsey), El Plan C, Al primer click y Al Segundo Click.
Sinopsis
Recuerdos narra las vidas dos chicas desde que se conocen en el colegio a los cinco años hasta… La autora comparte actualmente esta historia en Wattpad. Este es el primero de los dos episodios inéditos que ha escrito Anna para el blog de LES Editorial.
Ilustración de Mara Saturio.
No recordaba cómo eran las Navidades antes de que llegara ella, pero se acordaba de todas las de después. De la sonrisa traviesa y altamente contagiosa de Dani mientras las dos chupaban bastones de caramelo a escondidas de sus padres, y de la forma en que le chispeaban los ojos cuando le susurraba «Robin, nos van a pillar» entre lametada y lametada. Su mejor amiga lo decía con Barbra Streisand cantando Have Yourself a Merry Little Christmas de música de fondo y a ella el corazón le iba a mil. Se acordaba de un montón de batallas épicas en sus jardines nevados, con copos blancos cayendo a su alrededor mientras el aire helado le congelaba la garganta. Recordaba miles de «¡Ríndete, Wonder Woman!» y «¡Ni en un millón de años, Circe!», y lo roja que se le ponía la nariz a Dani en el diminuto espacio que quedaba al descubierto entre su bufanda y su gorro de lana. La muy cobarde se parapetaba tras adornos navideños y muñecos de nieve y gritaba «¡Me rindo! ¡Me rindo, Robin!» antes de salir de su escondite a la velocidad del sonido atacándola a traición. Se acordaba de todas las Navidades en que el descontrol de sus latidos ya no se debía a sus juegos infantiles, de las sonrisas tontas que le dedicaba Dani bajo el muérdago que sujetaba sobre sus cabezas. Solía llevarlo en los bolsillos de las sudaderas y lo utilizaba como pretexto para robarle besos, aunque a aquella chica nunca le habían hecho falta excusas para robarle todo lo que le apeteciera. Podía llevarse lo que le diera la gana sin pedirlo por favor ni nada. Con Dani sus travesuras siempre habían sido más que travesuras, sus juegos más que juegos y sus besos más que besos. Con ella sus Navidades siempre habían sido más que Navidades. Su entusiasmo desbordado y su capacidad de emocionarse hasta el infinito por cualquier cosa las convertía en el doble de extraordinarias. En el triple de blancas. En el cuádruple de mágicas. Sus Navidades eran mucho más que Navidades desde que la conoció a los cinco y su risa descontrolada se convirtió en su villancico preferido. Robin y Dani. Navidad. Seis años Trató de liberarse del agarre de la mano de su madre para poder asomarse a la cola de gente que esperaba su turno frente a ellas en la plaza del ayuntamiento de su pequeña ciudad. Margaret sabía lo que se hacía, así que la sujetó más fuerte y ella resopló antes de dar un par de saltos para tratar de descubrir si estaban cerca. Es que necesitaba pedirle la colección de figuras de Marvel, pero ya. Nada. Era demasiado bajita como para que sus esfuerzos sirvieran de mucho y encima al segundo intento perdió el equilibrio y tuvo que sujetarse al hombro de Dani, que esperaba junto a su madre justo frente a ellas. Su mejor amiga se giró, embutida en su gorro y su bufanda de La dama y el vagabundo, y la miró en plan «¿Qué pasa?», con el ceño fruncido enmarcado en un gesto divertido. Le brillaban los ojos de las ganas que tenía de llegar al frente de la fila de una vez, pero escondía su impaciencia mucho mejor que ella. —Robin, por favor, estate quieta cinco minutos —le pidió su madre tirándole de la mano para acercarla aún más a su cuerpo—. Como sigas así llamo a Santa Claus y le digo que no te traiga nada. Primer aviso. Al escucharla, abandonó todo intento de escapar y la miró en silencio por un segundo, después parpadeó un par de veces y tragó saliva antes de hablar. —¿Conoces a Santa Claus? —De toda la vida. «De toda la vida». Margaret lo dijo dedicándole una mirada de las de «cuidadito conmigo» y ella se colocó bien el gorro con la mano que le quedaba libre, buscando los ojos de su mejor amiga con el corazón ligeramente acelerado. Ante aquella nueva información a Dani se le abrió la boca y a ella se le cerró la garganta. Es que aquella mujer tenía contactos en las más altas esferas y le venía regular tirando a mal. Su madre conocía a Santa Claus, al primo del hada de los dientes y el hombre del camión de los helados le debía un favor. Así una no podía vivir tranquila. —¿Le puedes decir que yo me he portado muy bien? Dani lo preguntó girándose hacia ellas sin soltar la mano de Christine y su tono le sonó un poco a «que no me asocie con Robin, por Cristo bendito». Decidió no tenérselo en cuenta, porque aquel año su mejor amiga había pedido la colección completa de muñecos de La dama y el vagabundo y casi le iba la vida en ello. Se le iluminaba la cara entera cada vez que hablaba de su regalo estrella y daba saltitos impacientes mientras contabilizaba los personajes contándolos con los dedos. Como coletilla gritaba «¡La edición especial! ¡Con Boris y Tofi!» en voz tan aguda que solo algunos de esos perros podrían oírla. Paseó la mirada por los alrededores mientras Margaret le confirmaba a su mejor amiga que intercedería por ella ante Santa Claus. Cuánta amabilidad. Y a su propia hija la delataría en unas fechas tan señaladas sin que le temblara el pulso. Sin remordimientos. Menuda madre. Se fijó en la cantidad de niños de todas las edades que se concentraba en la plaza del ayuntamiento en esos momentos, atraídos por la oportunidad de poder hablar directamente con el mismísimo Santa Claus. Ella necesitaba negociar con él cara a cara, pedirle un préstamo avalado con buenas intenciones y promesas ilimitadas. «Fíame los juguetes de este año, que el que viene me porto el triple de bien». «Todo mi reino por el pack de figuras de los superhéroes de Marvel». Apretó la mano de Margaret, con sobredosis de adrenalina y la tensión por las nubes, al distinguir a Ronda James abriéndose paso entre la multitud. Surgida de unos cuantos puestos por delante en la fila y acercándose hacia ellas a toda prisa, con una sonrisa de las grandes pegada en la cara mientras los altavoces, colocados estratégicamente por la plaza, reproducían Santa Claus Is Coming To Town a todo volumen. Cuando hacía un par de días la profesora les dijo eso de «Pasar unas felices Navidades» ella pensó «Más que felices, señorita», porque daba por sentado que no tendría que ver a la niña más pesada que había conocido en los días de su vida hasta el año siguiente. Dos semanas libres de sus «Robin, ¿quieres que juguemos al escondite en el recreo?», «Robin, ¿vienes a mi casa a jugar en el jardín después del colegio?». —¡Robin, Dani! ¡Ya casi voy a hablar con Santa Claus! —su compañera de clase lo exclamó plantándose frente a ambas y ella respiró profundo, entornando los ojos y escondiendo la boca detrás de su bufanda—. ¡Tiene la barba muy blanca! A veces la vida te da sorpresas amargas. —¿Cuántos te faltan para que te toque? Dani. Dani y su amabilidad sin límites. Dani y su infinita confianza en la capacidad de redención de los seres humanos. A su mejor amiga Ronda le había roto más dibujos de los que podía recordar, una vez le pintó bigotes negros a Marie en su mochila de Los Aristogatos y, aun así, la morena seguía interesándose por su vida y sonriéndole superamigable, como si allí no hubiera pasado nada. —Solo dos. ¿Qué le vais a pedir vosotras? Ronda James lo preguntó en plan casual, como sacando conversación. Lo hizo sonar a «Casi ni me interesa, pero ya que estoy aquí…» y a ella se le dispararon todas las alarmas, porque después de tres largos años compartiendo aula con aquella individua se sabía sus modus operandi de memoria. Intentó frenar el desastre con un enérgico «Dani, no se lo digas», pero solo le dio tiempo a pronunciar «Dani, no se lo di…» antes de que su mejor amiga se fuera de la lengua con overbooking de ilusión y ojos chispeantes. —Yo voy a pedir la colección completa de los muñecos de La dama y el vagabundo. La edición especial, ¡con Boris y Tofi! Casi le dieron ganas de golpearse la frente con la palma de la mano, porque Ronda transformó su sonrisa en una estúpidamente complacida y ella supo lo que iba a decir antes de que abriera la boca. —Pues yo voy a pedirle eso también. Adiós al overbooking de ilusión y a sus ojos chispeantes. A Dani se le cambió la cara y frunció el ceño. —Pero no se lo puedes pedir, es una edición especial. Hay pocas y a lo mejor no me llega. Su mejor amiga lo dijo con gesto compungido y tono desilusionado. Predicando en el desierto, porque al oírla Ronda sonrió aún más amplio. —Pues haber llegado antes, igual te dejo jugar con mis muñecos en los recreos. Dicho aquello, aquel personaje se dio media vuelta y regresó a su lugar en la fila, dando pequeños saltitos y con uno de los extremos de su bufanda de color amarillo pollo revoloteando a sus espaldas. Dani observó cómo se alejaba y después la miró a ella con los ojos un pelín tristes. Con un «Pues vaya…» enorme y contrariado, desentonando a tope con el ambiente navideño que envolvía aquella plaza. Le dieron ganas de soltarle «¡Si es que llevo diciéndotelo toda la vida!» con mucho sentimiento, porque Dani ya sabía sumar sin contar con los dedos y era de las que mejor leía de la clase, pero parecía que las cosas realmente importantes le costaba bastante pillarlas. Quería exclamar «¡Toma nota, morenita!», pero bastante tenía la pobre con gestionar aquel inesperado disgusto, así que se limitó a darle unas palmaditas cariñosas en el hombro como apoyo moral mientras se aguantaba las ganas de quitarle a Ronda el gorro y tirárselo al barro. *** Le había repetido cuatro o cinco veces que era importantísimo que ese año le regalase aquel juguete. Gigantescamente vital. Imprescindible, nivel vida o muerte. Se lo había dejado así de claro y Santa Claus le había asegurado que lo tendría debajo del árbol la mañana siguiente, con promesa de dedo meñique y todo. Después de tanta solemnidad estaba más tranquila, la verdad, así que regresó junto a Dani mucho más contenta que hacía unos minutos y saltando al ritmo de Jingle Bell Rock. Sus madres hablaban animadamente con una de las compañeras de trabajo de Christine, se llamaba Felicity y le decía que las sudaderas de Spiderman eran ropa de chico cada vez que la veía con una puesta. Le caía regular tirando a fatal, así que la ignoró descaradamente y centró toda su atención en Dani. —Ya está —dijo colocándose bien el gorro y frunció el ceño al fijarse en el gesto de la cara de su mejor amiga—. ¿Qué te pasa, Dani? Seguro que a Ronda no le trae nada, te va a llegar uno. La morena casi puso pucheros al escucharla y ella pensó que en ocasiones aquella niña era demasiado dramática. —Es que se me ha olvidado decirle que quería la edición especial. Pero… ¿qué demonios…? Le entraron ganas de exclamar «¿En serio, Danielle?», porque su mejor amiga llevaba semanas gritando a diestro y siniestro eso de «La edición especial, ¡con Boris y Tofi!». Se lo había repetido como un millón de veces durante los recreos, en el sofá de su casa mientras veían la tele y entre los hierbajos del jardín, amenizando sus pormenorizadas búsquedas de hormigueros con aquel tono agudo empapado de entusiasmada impaciencia. ¿Y se le olvidaba decírselo a Santa Claus? ¡Por Cristo bendito, Danielle! En vez de reprocharle «Pero… ¿en qué estabas pensando?», le metió prisa con un decidido «¡Tienes que decírselo! ¡Vamos!» y tiró de su mano de vuelta a la silla que ocupaba Santa Claus sobre aquel pequeño escenario. Le descolocó un poco encontrársela vacía, pero no dudó ni medio segundo antes de arrastrar a Dani hacia el otro lado del decorado en busca de aquel traje rojo. Las dos pararon de golpe a la vez al encontrarse a Santa Claus entre bambalinas, con la barba en una mano y un cigarrillo a medio fumar en la otra. Hablaba con un par de hombres que no parecían nada sorprendidos ante aquella transformación, menudo cuajo, y le escucharon decir algo así como «Joder, esto pica la hostia» mientras se rascaba la mejilla. Parpadeó tres veces, con el organismo en pausa y el corazón a mil. Al mirar a Dani, que estaba inmóvil a su lado, se la encontró observando la escena con la boca abierta de par en par y un gesto bastante expresivo en la cara, a juego con el suyo. —Es el señor Norris —susurró la morena sin desviar la mirada del espectáculo. Sonó increíblemente alucinado y una nubecita de vaho escapó de los labios de su mejor amiga acompañando aquella gigantesca revelación. Aquel hombre tenía dos hijas que iban a su colegio y la mejor tienda de helados de toda la ciudad. Los llevaría directamente desde el Polo Norte, por eso estaban tan buenos. De repente, que el señor Norris fuera Santa Claus tenía todo el sentido del mundo. Tenían que largarse de allí sin ser vistas, sin que aquellos hombres se enterasen de que los habían descubierto. Tiró de la mano de su mejor amiga y regresaron junto a sus madres a la velocidad de la luz y respirando deprisa. No podían contarle a nadie lo que habían visto. Se trataba del mayor secreto de la historia de la humanidad. Se lo llevarían con ellas a la tumba. Era de vital importancia que… —¡Mamá! ¡Mamá! ¡El señor Norris es Santa Claus! La morena lo exclamó sin perder ni medio segundo, sujetándose al brazo de Christine, y ella dejó escapar un puñado de aire caliente entre sus labios en un silencioso «Pfff, Danielle». Esa niña tendría que entrenar en eso de guardar secretos si quería seguir siendo su mejor amiga. Su decepción ante la poca capacidad de discreción de Dani se volatilizó al instante, justo cuando cayó en la cuenta de las miradas que intercambiaron las tres mujeres tras recibir aquel bombazo de noticia. Margaret miró a Christine. Christine miró a Margaret. Ambas miraron a Felicity y Felicity las miró a Dani y a ella antes de despedirse con un apresurado y altamente sospechoso «Hasta luego. Feliz Navidad». Salió de allí tan deprisa que casi derrapó con la fina capa de nieve que cubría la superficie de la plaza. Increíblemente sospechoso. El corazón comenzó a latirle a doble potencia tras presenciar un nuevo intercambio de miradas entre Margaret y Christine, porque aquellas dos no parecían sorprendidas. ¿Por qué no parecían sorprendidas? Las vio pasear la vista a su alrededor, nerviosas, como si no les viniera nada bien estar tratando aquel tema en mitad de una plaza llena de niños. Al segundo siguiente las guiaban de la mano, alejándolas de la gente hacia una calle desierta. Y simplemente lo supo. Aquella conspiración trascendía al señor Norris y sus dos secuaces. Tragó saliva, mientras trotaba junto a su madre, procurando seguirle el paso hacia el solitario callejón. Allí nadie las oiría gritar. Una vez lejos del bullicio de la plaza, Margaret y Christine se agacharon frente a ellas sujetándolas por los brazos. —¿Quién os ha dicho eso, mi amor? —le preguntó la madre de Dani a su mejor amiga. —¡Lo hemos visto sin la barba! —respondió la morena. —¡Y fumándose un cigagrillo! Reforzó aquella información buscando la mirada de su madre y la vio suprimir una sonrisa de las empapadas de cariño antes de hablar. —Se dice cigarrillo, cariño. Y el señor Norris no es Santa Claus… Frunció el ceño al oírla desmentirlo con tanta sangre fría, como si no lo hubieran visto con sus propios ojos hacía unos minutos. Echó un rápido vistazo a su lado y se encontró a su mejor amiga observando a las mayores con gesto desconfiado. Normal. A lo mejor se pensaban que aún tenían cinco años o algo. Que seguían chupándose el dedo y podían colársela así de sencillo. Que podían echar tierra sobre aquel descomunal secreto y resetearles el disco duro con un solo golpe de ratón. Devolver la magia a la Navidad y hacerles olvidar que Santa Claus no tenía barba y fumaba cigagrillos marca Lucky Strike. A lo mejor aquellas dos se creí… —… es un ayudante de Santa Claus. Uh… Un ayudante de Santa Claus. Por lo visto tenía muchos, se vestían como él y le ayudaban a repartir los regalos. Seguro que al señor Norris se lo agradecía llenándole la nevera de helados. Habían sido bastante ingenuas al creer durante seis años que un único hombre barbudo y barrigón podía repartir todos los regalos del mundo en una sola noche. Aquella nueva versión de la historia encajaba como un guante y, ante el drama navideño de Ronda y la edición especial de La dama y el vagabundo, haberlo descubierto aquella Nochebuena les venía que ni pintado. *** Las camisetas rojas de propaganda del taller de su padre les quedaban lo suficientemente grandes como para ocultar que no tenían pantalones del mismo color. Se las habían ajustado a la cintura con dos cinturones negros de los que se ponía Douglas los domingos, cuando se vestía más «egalante». Se habían visto obligadas a hacerles dos agujeros extras, para poder abrochárselos bien, pero casi ni se notaban, así que seguro que los mayores no se darían cuenta. Sobre la cama de su habitación tenían los gorros de Santa Claus que habían llevado en la función del colegio y un paquete entero de algodón del que usaba Margaret para curarles las heridas que se hacían jugando en el jardín. Sacó la barra de pegamento del estuche que llevaba a clase y se giró hacia Dani con ella en la mano y media sonrisa de satisfacción en la cara. Su mejor amiga le devolvió la mirada, completamente embutida en rojo y de pie junto al colchón. —Robin, igual nos riñen. Puso los ojos en blanco al oír la misma cantinela de siempre y se acercó a ella destapando la barra del pegamento. —¿Quieres la colección completa de los muñecos de La dama y el vagabundo, edición especial? Se lo preguntó directamente tras plantarse frente a ella y Dani miró el pegamento antes de cambiar el peso de su cuerpo de pie. —Con Boris y Tofi —reconoció, asintiendo discretamente con un suave movimiento de cabeza. —Entonces cállate y aprieta los labios. Sin más miramientos comenzó a restregar la barra de pegamento por la barbilla y las mejillas de su mejor amiga. Tenía que cubrirlas con suficiente cantidad como para que el algodón se quedase bien adherido. Al principio, Dani mantuvo los ojos cerrados, pero en cuanto sintió que comenzaba a cubrirle la cara de blanco abrió el derecho esbozando media sonrisa divertida. —¿Parezco una ayudante de Santa Claus, Robin? —Regular, pero mi madre lo conoce, así que nos colará esta noche y podremos robarle a Ronda tu edición especial. Por nada del mundo iba a permitir que una tocanarices dejara a Dani sin su regalo estrella de aquella Navidad. Es que a su mejor amiga le brillaban los ojos al máximo cada vez que hablaba sobre aquel juguete. —¡Con Boris y Tofi! —repitió la morena mientras ella le cubría con algodón el labio superior. Se pasó su turno para caracterizarse soltando risitas tontas, porque Dani le hacía cosquillas con los algodones al pegárselos en la cara y, una vez listas sus barbas, se colocaron los gorros como colofón de aquellos magníficos disfraces. En un alarde de envidiable precisión, Christine eligió ese mismo momento para llamar a su hija desde la planta inferior con un poco negociable «Dani, baja que nos vamos». Por lo visto Margaret había terminado de desvelarle sus secretos culinarios y de repente tenían prisa, como si lo que ellas tenían entre manos no fuera más importante que una triste receta de pato a la naranja. Pues ya podían ir flexibilizando horarios, porque aquella noche les esperaban planes de los inaplazables. Animó a su amiga a seguirla fuera de la habitación y bajaron las escaleras con cuidado, agarrándose a la barandilla, porque las camisetas les llegaban por los tobillos y dificultaban sus movimientos. Entró en la cocina primero, con Dani pisándole los talones y dispuesta a pedirle a su madre que las llevara hasta Santa Claus o que, al menos, le llamase para que las incluyera en su ejército de ayudantes de aquel año. No le dio tiempo a abrir la boca, porque en cuanto Christine las vio aparecer por la puerta gritó fuerte llevándose las manos al pecho, víctima de un susto de los que hacen historia. Como si no reconociera a su propia hija disfrazada de ayudante de Santa Claus. A aquellas dos los carnés de madres les debían de haber tocado en una tómbola. No había otra explicación. Margaret abandonó lo que fuera que estaba haciendo en la encimera y se giró hacia ellas, alertada por la exagerada reacción de la madre de Dani. Al descubrirlas allí, mirándolas atentamente la una al lado de la otra junto a la isleta, se tapó la boca con ambas manos y ahogó un «Ay, Dios mío» contra sus palmas. —¿Qué os habéis hecho? —exclamó Christine agachándose frente a la morena. —Queremos ayudar a Santa Claus a repartir los regalos esta noche. Ella lo explicó así de sencillo mientras Margaret se arrodillaba a su lado, examinando cuidadosamente el maravilloso trabajo que habían realizado en la confección de aquellas barbas. —¿Con qué os habéis pegado esto? —preguntó la mujer tirando suave de uno de los algodones y pareció bastante aliviada al comprobar que se despegaba con facilidad. —Con el pegamento del colegio. ¿Puedes llamar a Santa Claus? Es muy importante. Casi lo exigió, recuperando la pieza de su disfraz de entre los dedos de su madre para devolverla a su lugar, y Margaret chasqueó la lengua en plan «Por Dios, esta niña». —No podéis ser ayudantes de Santa Claus. Christine acabó de un plumazo con su plan maestro y ella frunció el ceño al igual que su mejor amiga. Las dos exclamaron «¿Por qué no?» con voz aguda y al unísono. —Porque para ser ayudante de Santa Claus hay que tener más de dieciocho años y carné de conducir —dijo Margaret como si aquellos requisitos fueran vox populi y la miró a ella alzando una ceja—. ¿Tienes dieciocho años? —No… pero… —¿Sabes conducir un coche? —No, pero mi bici tiene cesta. Las dos mujeres se rieron al escucharla, como si no se dieran cuenta de que aquello era serio de verdad y Dani la miró con cara de «Adiós a mi colección completa de muñecos de La dama y el vagabundo. Edición especial, con Boris y Tofi». Al ver la expresión de sus ojos sintió un pellizco desagradable en la boca del estómago y tensó la mandíbula. Estaba a punto de protestar ante aquella injusticia tan enorme, pero la interrumpió el sonido de un claxon y Christine dijo «Ya está aquí tu padre. Vamos y te limpio la cara en casa». Le quitó a Dani el cinturón y la camiseta roja, llevándose el gorro de Santa Claus por el camino y dejó a su mejor amiga despeinada y con la barba a medio caer. Medio minuto después, Margaret se despedía de Christine en el porche de la casa y ella se asomó a la puerta con el corazón a todo trapo y el alma en los pies. Menudo fracaso. Dani le dijo adiós con una mano mientras su madre la sujetaba por la otra animándola a atravesar deprisa el jardín, porque nevaba a lo bestia, y ella le devolvió el gesto y tragó saliva al escucharla gritar «Feliz Navidad, Robin». Le respondió «Feliz Navidad, Dani», aunque sabía que para su amiga no iba a serlo si el puñetero Santa Claus entregaba la última edición especial de La dama y el vagabundo a la idiota de Ronda James. Se dio media vuelta y regresó al interior de la vivienda, con una mezcla perfecta de impotencia y enfado paseándose por su organismo. Con un firme «Robin. Al baño. Ya» su madre consiguió tenerla sentada sobre la tapa del váter en tiempo récord y ella se limitó a mirar las baldosas del suelo, como si fueran las culpables de todas sus desgracias, mientras la mujer le limpiaba el pegamento de la cara. —¿Por qué estás tan enfadada? —preguntó Margaret pasado un rato, y ella se limitó a tensar más fuerte la mandíbula—. Estoy cien por cien segura de que Santa Claus te traerá esa colección de figuras de superhéroes, aunque no le ayudes a repartir regalos esta noche. —No le he pedido eso —masculló girando la cara al sentir que insistía con el algodón en el mismo sitio. Su madre la sujetó por la barbilla con una mano y la obligó a encontrarse con su mirada, daba la impresión de que no le había hecho gracia eso de que cambiase de opinión en lo referente a sus deseos navideños en el último momento. —¿Dos meses dando guerra con las figuras de los superhéroes y ahora no las quieres? Al escuchar aquella pregunta se limitó a apretar los labios y, ante su silencio, Margaret insistió con un suave «Robin…». —¡Sí que las quiero! Lo dijo con mucho sentimiento, porque era muy verdad, y le quemó un poco la boca del estómago al caer en la cuenta de que había perdido el regalo que más había querido en su vida por nada. —¿Entonces por qué no se las has pedido? —Porque he pedido otra cosa. —¿Qué otra cosa? Bajó la mirada a las baldosas del suelo del baño, con el corazón latiéndole fuerte en el interior del pecho. Traicionada por la magia de la Navidad, porque debería haber funcionado sin necesidad de que nadie se enterase. De repente le daba vergüenza reconocer que había sido así de tonta, pero su madre le acarició suave las piernas por encima de la camiseta de propaganda del taller y se vio obligada a confesar. —La colección completa de los muñecos de La dama y el vagabundo. La edición especial, con Boris y Tofi. Por un momento el baño se quedó en silencio y a los dos segundos alzó la mirada en busca de la de su madre y se encontró con aquel gesto suavizando sus facciones y un amago de sonrisa en la comisura de sus labios. Aquella forma de mirarla la descolocó un poco, a decir verdad, pero Margaret no le dio tiempo a profundizar en cuál podría ser su significado. —Pero a ti no te gustan esos muñecos, mi amor. ¡Pues claro que no! Aquel era su drama. Que había cambiado a Spiderman y al Capitán América por los puñeteros Boris y Tofi y encima no había servido de nada. La bola de rabia que había comenzado a tomar forma en mitad de su pecho explotó sin previo aviso y lo soltó todo sin más. —No eran para mí, eran para Dani. Le he pedido a Santa Claus que esta noche los dejara debajo de su árbol, porque casi no hay ediciones con Boris y Tofi y Ronda James ha pedido una antes solo para fastidiar y a Dani no le iban a llegar. Y si le pedían dos veces una edición para Dani seguro que Santa Claus se lo daba a ella. De repente le picaban un poco los ojos, porque su plan era perfecto en teoría, pero en la práctica había hecho agua por todos lados. Sin previo aviso su madre tomó su cara con restos de pegamento entre las manos y le dio un beso de los significativos en mitad de la frente, después la miró con algo increíblemente dulce que moldeaba sus facciones, como si de repente se hubiese olvidado de los dos meses que se había pasado gritando «¡Quiero el pack de las figuras de Marvel!» a todas horas. —Eso que has hecho es muy bonito, mi amor. Al escucharla le quemaron un poco las mejillas y evitó su mirada, frunciendo el ceño y centrándose en lo realmente importante. —No, porque ese Santa Claus no era Santa Claus y encima a Dani se le ha olvidado decirle que quería la edición especial, así que se la dará a Ronda porque la ha pedido primero. Y no podemos robársela, porque no tenemos dieciocho años ni sabemos conducir. —¿Para eso querías ser ayudante de Santa Claus? ¿Para robarle el regalo a Ronda? Aquella mujer lo preguntó como si le sorprendiera, como si no supiera que ella se pasó primero y segundo de infantil robándole los almuerzos a todos sus compañeros. Como si no conociera a su propia hija. —Sí, pero ahora Dani se va a quedar sin la edición especial con Boris y Tofi y su Navidad no va a tener magia y va a ser una mierda. Escuchó a su madre chasquear la lengua al escucharla usar aquella palabra, pero cuando alzó la vista no le pareció que fuera a regañarla por decir palabrotas. Por lo visto tenía algo más importante que enseñarle. —La magia de la Navidad no son los regalos, Robin. La magia de la navidad es lo que has hecho tú hoy. Por un momento le sostuvo la mirada, la observó desconfiada y parpadeó dos veces antes de fruncir ligeramente el ceño ante aquella críptica lección. Le dieron ganas de decirle «Discrepo contigo, mamá», porque si a Dani no le llegaba la edición especial, su mejor amiga iba a llorar lagrimones bien gordos. Margaret sonrió con cariño al verla y depositó otro beso en la punta de su nariz. —No te preocupes. Mañana Dani tendrá una edición especial debajo del árbol. Ante aquella profecía se le aceleraron los latidos, se olvidó del ceño fruncido y de la magia abstracta de la Navidad. —¿De verdad? —Por supuesto, los ayudantes de Santa Claus que reparten los regalos esta noche me deben un par de favores. Increíble. Aquella mujer es que jugaba en otra liga y sus contactos con la crème de la crème no tenían límite. —¿Quieres que les diga que dejen también un pack de superhéroes debajo de nuestro árbol? Sacudió la cabeza en gesto afirmativo, con mucho entusiasmo y los ojos iluminados por aquella posibilidad. Después del inesperado giro en los acontecimientos se dejó limpiar el pegamento de la cara sin oponer ni la más mínima resistencia, mientras informaba a su madre de los superpoderes de sus superhéroes favoritos con una sonrisa de oreja a oreja. A la mañana siguiente, Dani la llamó por teléfono y le gritó al oído «¡Robin, me ha traído la colección completa de La dama y el vagabundo! ¡Edición especial! ¡Con Boris y Tofi!» y a ella el corazón le latió más rápido que al abrir el paquete con sus figuras de Marvel. A los seis años no se dio cuenta, pero con el tiempo descubriría que Margaret tenía razón. Que aquella era la verdadera magia de la Navidad. La magia de la Navidad
Bueno, me ha costado un poco ubicarme con el cambio de nombres, pero después de un rato te acostumbras. El resto tan maravilloso como siempre, si es que estas niñas son amor puro 😍
El cambio de nombres, Por Dios! 😱 Es magnifico todo lo que creas, gracias nuevamente Polux 🤗
Cuando me he enterado que vais a publicar recuerdos me he emocionado, es de las historias más bonitas que he leído. Enhorabuena porque es una maravilla que salga en papel.
En cuanto al relato sinceramente no me ha gustado, no me gusta que les cambies los nombres y la verdad que esperaba el relato navideño junto al bebé maravilla que es por donde vamos en watpad
Que bonito. Muchas gracias