El descanso del minotauro
4
Escondida detrás de un vehículo en la acera de enfrente, Paula observaba el interior del bar. Se sintió segura en su espionaje indiscreto, pues un buen par de ventanillas reflectantes le daban la intimidad que requería la situación. Vio cómo la camarera de su corazón iba y venía preparando cafés y transportando desayunos a las pocas mesas ocupadas esa mañana. Estaba preciosa con su uniforme negro y el pelo sujeto en un moño apretado.
Lo cierto era que no se había fijado excesivamente en su físico, pero, ahora que podía permitirse el lujo de hacerlo sin ser vista, se daba cuenta de lo hermosa que era en realidad y de los gráciles movimientos de su cuerpo entre las mesas de madera.
Parece que baila.
Llevaba unos diez minutos allí clavada, esperando que terminara la lucha interna que estaba teniendo lugar en su mente. Por un lado, una fuerza sospechosamente poderosa tiraba de su cuerpo de vuelta a casa, sobrepasada por la forma de lienzo en blanco que había adoptado su futuro próximo. Sin embargo, su parte más aventurera y decidida, la que estaba enamorada de la idea del amor, la que deseaba sentir en su carne los estragos de ese sentimiento poderoso, la empujaba con insistencia hacia lo desconocido y apasionante, a meter los brazos hasta los codos en esos cubos de pintura que tenía alrededor y mancharlo todo.
Se miró en el retrovisor que daba a su lado de la calle y se vio pálida y asustada. Eso fue lo que le dio el valor definitivo. No había llegado hasta ese momento decisivo, que sentía como un punto de inflexión vital, para ahora huir de él. No, señora, tenía que acercarse a esa chica, a su Teseo en prácticas, pues en sus manos estaba su destino. Para bien o para mal.
Apretó los dientes, se recolocó el pelo tras las orejas, luego se lo revolvió para que pareciera más desenfadado, se desabrochó un botón de la camisa, que volvió a abrocharse inmediatamente por pudor, comprobó que su aliento siguiera siendo fresco y cruzó la calle con decisión y el maletín del ordenador sostenido contra su pecho como si fuera el escudo del Capitán América.
Sabía que el día anterior la imagen que había proyectado de sí misma no hablaba demasiado bien de su estabilidad mental, pero iba decidida a cambiar aquella pésima primera impresión que, seguramente, había causado en la chica de sus sueños.
—¡Buenos días, corazón! —saludó Lola nada más verla entrar.
—¡Buenos días! —respondió, notando cómo todo su cuerpo se tensaba al recibir la mirada de la camarera, que observaba la interacción desde el final de la barra.
—Veo que vas recuperando las viejas costumbres. Me alegro de verte de nuevo por aquí.
—Sé que me has echado de menos estos días. Lo hago por ti, Dolores.
—Como vuelvas a llamarme Dolores, no tienes calle para correr —la amenazó con un dedo en alto.
—No es culpa mía lo que ponga en tu DNI. —Se encogió de hombros con una sonrisa socarrona y se dirigió a las escaleras—. Buenos días.
—Buenos días. ¿Lo de siempre? —preguntó la chica, sorprendida de ver a aquella extravagante mujer ser capaz de mantener una conversación normal y corriente sin hiperventilar.
—Sí, por favor.
Paula hizo un gesto con su cabeza como despedida y empezó a subir los escalones. Una gota de sudor literal y metafórica bajó por su sien. Iba a quedarse en los huesos como no empezara a relajarse en su presencia.
Sacó su ordenador y lo dejó en un lado, haciendo hueco a su inminente desayuno. En esta ocasión no iba a perder el tiempo, quería aprovechar aquel escaso minuto que iban a compartir, dedicarle en exclusiva sus cinco sentidos y, quién sabe, quizá inventarse alguno más.
La camarera no tardó en aparecer por el altillo del bar con una bandeja repleta y una sonrisa curiosa.
—Tostadas con jamón y cortado largo —anunció mientras iba dejando las cosas sobre la mesa.
—Puedes llevarte el azúcar, lo tomo solo. —Le tendió el sobre y cerró los ojos un segundo entero cuando sintió el roce de sus dedos con los suyos. Pura energía estática.
—Vaya, yo lo suelo tomar con dos. Debería rebajar mi consumo de azúcar, ¿no? —bromeó un poco, viendo el talante de la chica más sereno.
—Las personas dulces sois así, no lo podéis evitar.
Paula tragó saliva con dificultad tras aquella frase. Jamás, en todos los días de su vida, había sentido una vergüenza mayor que en ese momento. Cerró un ojo, esperando el bofetón de la vergüenza, pero a ella solo llegó una risita que intentaba ser ahogada por la mujer que estaba de pie a su lado.
—Siento decirte que en mi caso es al revés, de alguna manera tengo que contrarrestar mi amargor habitual.
—¿Podrías cambiarme el azúcar por cianuro y borrar de tu cabeza lo que acabo de decir? Por favor y gracias. —No quiso ni mirarla, a pesar de haber conseguido que soltara una carcajada.
—Tranquila, no es el peor piropo que me han echado.
—Pues te pido disculpas en nombre de todas esas pobres almas con las que has tenido la mala suerte de cruzarte. De corazón. —Se llevó una mano al pecho y, ahora sí, la miró.
—Muchas gracias. La verdad es que soy una víctima de la sociedad —le siguió el juego—. Voy a seguir trabajando, que hay que justificar el sueldo.
—Que no se te olvide el cianuro —dijo con la boca pequeña, mirándola de lado sin fijar sus ojos en ella más de medio segundo.
—Hecho. Que aproveche.
Se giró justo antes de empezar a bajar las escaleras y la vio con la cara entre las manos, negando con la cabeza. Volvió a reír entre dientes y continuó con el descenso a la planta menos entretenida del bar. Lola la miró con suspicacia, sin saber de dónde venía esa mueca divertida.
—Lola, ¿tenemos cianuro?
—¿Qué dices?
—Nada, tu escritora, que tiene unas cosas…
—A mi Paula me la tratas bien, que es como de la familia.
—No te preocupes, ya le voy cogiendo el punto. —Se mordió el labio—. Oye, una pregunta… ¿Es una escritora conocida o algo así?
—Algo así. Mira. —Se dirigió a una estantería en la que, en lugar de botellas de licor, había una fila de libros—. Lleva años viniendo aquí a escribir, y siempre nos dedica unas palabras en los agradecimientos y me regala los libros firmados. —Cogió uno al azar y lo abrió por el principio.
—Qué detalle —murmuró, impresionada, mientras echaba un vistazo a las palabras impresas—. ¿Y son buenos? Los libros, digo.
—Léelos y me cuentas.
—Pfff, leer… ¿No hay peli?
—Tira, anda, que te voy a dar. —Puso los ojos en blanco la mujer y volvió a dejar el libro en su lugar.
Paula, en el piso de arriba, estiraba el cuello cual galápago, intentando ver algo de lo que sucedía en la barra de abajo con escasos resultados. Su mesa favorita, la del ventanal, empezaba a tener puntos negativos considerables que podían cambiar el paradigma de su ubicación.
Se recostó en la silla, terminando su café mientras miraba el trasiego de la calle. La metedura de pata de la dulzura había sido monumental y se ponía a transpirar solo de pensarlo, pero, a pesar de estar segura de que la cara que había puesto la camarera tras su gran aportación sería lo que vería en su parálisis del sueño, tenía la impresión de haberlo salvado bastante bien. Su abuela siempre le decía que el camino hacia el corazón de una mujer discurría a través de su risa, y esa parte la tenía ya controlada. Solo le faltaba el minúsculo detalle de conseguir que, en lugar de reírse de ella, lo hiciera con ella. Después de eso, su escalada sería imparable.
Ella siempre había imaginado que, cuando encontrara a la chica que andaba buscando, todo fluiría de manera orgánica: las frases ingeniosas, las declaraciones de intenciones disfrazadas de juegos de palabras, el tonteo efervescente que pica en las palmas de las manos… Sin embargo, aquello estaba resultando más bien bochornoso, infectada por una timidez casi patológica producto del miedo a decir lo que no debía. Desde luego, en ese aspecto, estaba fracasando estrepitosamente.
Pero bueno, el amor es así a veces: un despropósito hermoso.
Miró el reloj con impaciencia. Aún quedaba una hora para su vino y, como consecuencia, para volver a compartir el mismo plano de la realidad durante otro minuto entero. Intentó escribir sin muchos resultados, agitada por la presencia invisible de la chica que trabajaba debajo de sus pies.
Cuando menos lo esperaba, una luz incandescente empezó a brillar en su pecho, luciendo de manera intermitente al ritmo que marcaban los latidos de su corazón, más erráticos cada vez. Antes siquiera de alzar la vista, comprendió que aquello era una alarma de su cuerpo para ponerla sobre aviso de la cercanía de su camarera que, efectivamente, estaba junto a ella, haciéndose notar con un carraspeo. Disimuladamente, se tapó con los brazos el pecho para ocultar esa luz roja de peligro, a pesar de que solo podía verla ella. Levantó los ojos y la vio con su medía sonrisa, como si jamás comprendiera nada de lo que la escritora hacía.
—Tu vino de las doce. El cianuro va camuflado dentro.
—Eres una estupenda profesional. Gracias… —alargó la última sílaba para que le dijera su nombre. Al fin y al cabo, nunca se habían presentado debidamente.
—Ro, encantada.
—Paula, igualmente. Tienes un nombre muy bonito.
—Ojalá pudiera decir lo mismo del tuyo.
La escritora entreabrió los labios y la miró con los ojos como platos soperos, sorprendida, devastada. La camarera rio y le dio un golpe en el hombro.
—Que era broma, mujer.
—Yo creo que por hoy ya hemos llenado el cupo de reírse de Paula, ¿no te parece? —Sonrió, aliviada.
—Es que Paula se mete sola en estos jardines y yo soy una mujer débil que no puede dejarlo pasar. Lo exige mi religión. —Se mordió los labios, intentando no reír para no llegar a incomodarla—. Pero tienes razón, por hoy está bien así.
—Mañana ponemos el contador a cero.
—Pasado, que mañana libro. —Hizo un gesto de victoria con la mano y Paula sintió cómo su corazón se entristecía.
—Uf, qué suerte, un día entero sin hacer el ridículo. Me voy a sentir rara.
—Me diviertes —confesó la camarera tras una risotada, dando unos pasos hacia atrás para marcharse—. Intentaré no perseguirte hoy por la calle para que me pagues. Hasta luego. —Se despidió con un gesto de la mano y le dio la espalda, alejándose.
—Ni que me fuera a importar que me persiguieras… —musitó para sí misma, pero no lo suficientemente bajo como para que la chica no lo escuchara.
Empezaba a picarle la curiosidad con esa mujer aparentemente formal y competente que se volvía una torpe social cuando abría la boca. Tenía la sensación de que era algo que le sucedía en general, pero esa mañana, al verla interactuar con Lola con total naturalidad, se dio cuenta de que solo debía pasarle con personas a las que no conocía. Sin embargo, una vez pasado el susto inicial, tenía un humor inteligente y un ingenio refrescante. Tenía ganas de saber hasta dónde podía llegar su personalidad con un poco más de trato. Desde luego, apuntaba maneras.
Un par de veces se asomó para observarla y siempre se la encontró igual: mirando por la ventana, ensimismada, con los dedos rodeando el cristal del pie de su copa y el ordenador con la pantalla en negro por la inactividad. Se preguntó qué andaría rondando su cabeza, pero, como era lógico, no preguntó nada.
La escritora se encontraba meditabunda y ligeramente contrariada por la ausencia de la camarera al día siguiente. Pensaba en sí misma esa mañana, escondida detrás de una furgoneta de reparto sin atreverse a plantarse con su tierno corazón delante de ella por miedo al futuro incierto. Podía enamorarse como una loca y terminar herida su cordura, como parecía ser habitual en los miembros de su familia, o podía quedarse en nada y sumar una decepción más a su enorme lista de lo que no fue. Ninguna de las dos opciones le resultaba apetecible, la verdad.
Pero allí sentada, con un vino ya caliente girando en su copa, tras haberse sumergido en el aura que rodeaba su presencia, se planteó por primera vez en su vida, de verdad, la tercera opción, en la cual su amor encontraba un lugar donde descansar sin temor. Le parecía increíble ese cambio en su propia actitud con apenas dos días de conversaciones superfluas y, siendo sincera, elementalmente cordiales. Con eso le había bastado a la camarera para hacerla sentir valiente y cambiar su inquietud de volver a verla por ganas de más.
Si esa no es una prueba irrefutable de que ella podría ser mi Teseo, que baje Dios y lo vea.
Escuchó jaleo abajo y se dio cuenta de que se aproximaba ya la hora de comer, por lo que se bebió de un trago lo que le quedaba de vino, recogió sus cosas y se dispuso a marcharse. Cuando apareció en la planta baja, echó un vistazo a la barra para despedirse, encontrándose con la morena y su expresión burlona de siempre. La muchacha no tuvo otra opción que la de dejarse atravesar por la mirada de la escritora, que la dejaba clavada al suelo durante los escasos segundos en los que la aguantaba sin bajarla. La acorralaba entre sus ojos y la nada, atravesándola de parte a parte, anulando su capacidad para parpadear. Era extraño ese trance breve, y todavía no terminaba de acostumbrarse a tanta intensidad.
Se dijeron adiós con un gesto de la cabeza y una sonrisa sin dientes.
Un par de horas después, tras el turno de comidas, la camarera se marchó también a casa, cansada pero contenta. Adoraba su jornada intensiva y se sentía afortunada de haber encontrado un trabajo como ese, muy bien pagado y que, además, le dejaba tanto tiempo libre. Tampoco es que tuviera mucho que hacer o una familia de la que hacerse cargo, sin contar a su perro, pero le gustaba gastar su tiempo libre viendo películas antiguas, estudiando cualquier curso gratuito de diseño web que encontrara en internet y yendo al gimnasio a hacer escalada un par de días a la semana.
Entró en el piso, demasiado grande para una sola persona y prácticamente vacío. Cuando le notificaron que era la nueva propietaria, estuvo a punto de rechazarlo, pues no se sentía merecedora de un inmueble como ese, ni como ninguno. Así que, sin pensar mucho más en ello, continuó con su vida, dejando aquel asunto en el olvido hasta que, casi cinco años después, le dio un arrebato de añoranza, hizo las maletas, abandonó la isla en la que llevaba un par de años viviendo y regresó a la península.
Durante su infancia, anduvo dando tumbos de casa en casa, esperando al fin un hogar permanente, amasando en su interior una rabia seca contra todo y contra todos cada vez que eso no sucedía. Se convirtió en una experta en el dudoso arte de la indiferencia para protegerse del frío de tantos desplantes, y aprendió a taponar todo lo que le ardía en el pecho cuando tenía ganas de llorar. Se le hizo el corazón de cemento.
Sus últimos tutores de acogida andaban ya mayores cuando aterrizó en su casa de puro rebote, con la adolescencia en su punto de ebullición y una frustración hacia el mundo difícil de manejar. Ellos supieron darle justo lo que necesitaba para que la explosión, que se hacía inminente, fuera controlada: confianza y armas.
Ella misma no se explicaba cómo, pero supieron sustituir su ira por seguridad en sí misma, su soledad por iniciativa personal y su desidia vital por aspiraciones accesibles. Le pareció sencillo, amable incluso, el acto de vivir de la manera en la que lo veía a través de sus ojos viejos. Nunca pretendieron ser algo que no eran, solo se esforzaron en mostrarle las baldosas sueltas que solía poner la vida en el camino para que aprendiera a saltarlas y hacerle sentir la seguridad de que, de todo el planeta entero, por grande que le pareciera a veces, allí siempre encontraría un abrazo y un plato calentito de sopa.
En cuanto cumplió la mayoría de edad, se despidió de ellos y de la casa, con un billete de ida en la mano, algunos ahorros prestados a fondo perdido para mantenerse hasta que encontrara un trabajo y una ilusión que no le cabía en el cuerpo. Podía tener el mundo a sus pies si quería, ya que había descubierto, gracias a esos dos viejos entrañables que le habían dado los trucos para sobrevivir a cualquier naufragio, que había algo bueno, si una se paraba a pensarlo, en no saber el significado de la palabra hogar: que no le pertenecía a nadie.
Siempre pensó que no le había alcanzado el tiempo para quererlos, pero, una vez dentro de aquella casa que ya no olía a comida recién hecha, rodeada de toda la vida que habían dejado tras su marcha, no pudo soportar el peso de una pérdida que no creyó que le hubiera dolido tanto y se deshizo de todo lo que había dentro. No quería una casa llena de fantasmas. Solo dejó una foto de ellos dos que reposaba en el suelo de su cuarto, en el lugar donde iría la mesita de noche cuando tuviera dinero para comprarla.
Era lo más parecido que había tenido nunca a una familia, y fue durante esos tres años en los que convivió con ellos en los que sintió algo que podría definirse como felicidad, como estar en casa. Deseó, cuando ya era tarde, haberles visitado más a menudo, pero así la habían enseñado a vivir: con absoluta independencia y libertad.
Y esa también era otra manera de quererlos. Su forma.
Después de descansar las piernas un par de horas, se puso un chándal enorme y caminó hasta el gimnasio al que solía ir para soltar adrenalina colgada de una cuerda. Saludó a la chica de recepción, con quien había tenido más que palabras hacía casi un año, cuando regresó a la ciudad donde creció. Ya habían sorteado la incomodidad de quien se ha visto desnuda y jadeante una vez y no más, y habían ido tejiendo una especie de amistad en las conversaciones tras los entrenamientos.
—Tu mujer te está esperando —le dijo la chica tras los dos besos de rigor.
—Se impacienta por verme y siempre llega antes de tiempo.
—Chula.
—Envidiosa.
—¿Nos vemos el sábado?
—Deja de intentar emborracharme todos los fines de semana. Lo nuestro fue flor de un solo día.
—Es que fue un día muy largo —bromeó.
—Me gustan las maratones, qué te puedo decir. Me voy, que mi marida ya me está mirando mal. —Señaló con la barbilla el cristal que separaba la recepción de la sala de entrenamiento y ambas rieron.
—Dale caña.
Ro entró al vestuario y se cambió lo más rápidamente que pudo. Tenía un físico trabajado a base de deporte al aire libre. Su plan perfecto de domingo, si sus amigas no la mataban de resaca la noche del sábado, era coger la tartana que tenía por coche, el perro, un par de bocatas y largarse al campo a conectar con la naturaleza. Era en esos momentos en los que se sentía parte de algo, aunque fuera una cosa tan abstracta e inabarcable como lo era el planeta Tierra. Disfrutaba de las cosas insignificantes, que para ella eran lo que realmente le daba sentido a su presencia en este loco mundo.
—Pienso dejar que te estampes contra el suelo —le dijo Sara nada más llegar.
—Yo también te quiero, bebé. —La apretó con sus fuertes brazos para impedir que escapara y le llenó la cara de besos.
—No sé cómo una enana como tú puede tener tanta fuerza. Cuando eras joven eras una floja.
—Jamás pudiste hacerme sombra en educación física. Supéralo.
Sara era la única amiga que se había molestado en conservar de sus últimos tres años en la ciudad. Se conocieron en el instituto al que fue trasladada a mitad de curso y ella, simplemente, la acogió. Por aquella época, Ro no hablaba demasiado, intentando no echar raíces en alguien que no sabía cuánto tiempo iba a permanecer en su vida. Sin embargo, Sara se mantuvo al lado, sin exigir ni demandar, solo se quedaba allí, se ofrecía como su pareja para los trabajos conjuntos y se apuntó con ella a las extraescolares de escalada del instituto.
Se fue dejando invadir, sin pretenderlo, casi a regañadientes, empujada por la rutina de su presencia alrededor. Cuando quiso darse cuenta, estaba cenando en su casa con sus padres y sus hermanos por su cumpleaños y llevaba una pulsera que se habían comprado juntas.
Cuando se marchó a descubrirse en el mundo, creyó que su amistad había alcanzado su fecha de caducidad, pero los teléfonos móviles e internet hicieron de conservante. No eran dos personas que tuvieran la necesidad de hablar a menudo, y su relación volvió al punto de inicio en el que simplemente estaban ahí para la otra, pero cuando Ro volvía a visitar a los que fueron sus tutores y a su amiga, se daba cuenta de que la confianza y el cariño se habían mantenido intactos. Era una amistad que la mantenía libre, y Sara era, con toda seguridad, la persona a la que más quería de todas las que había conocido, y habían sido muchas.
—¿Cómo vas en el curro? ¿Te adaptas? —le preguntó, saltando hacia la piedra que tenía al lado.
—Es el trabajo de mi vida, tía. Libro los domingos, otro día entre semana y salgo antes de las cinco. Simplemente, la vida que merezco —comentó trabajosamente, sosteniendo su peso con los brazos para elevarse sobre la pared.
—¿Y la jefa? Tenía pinta entrañable, con sus gafitas de abuela.
—Me prepara tuppers todos los días para cenar —se detuvo para mirarla con una expresión de incredulidad.
—Es, efectivamente, una abuela homologada.
—¿Lo malo de todo esto? ¡Mierda! —Se le escurrió una mano y a punto estuvo de caer—. Lo malo es que el tipo al que estoy sustituyendo se reincorpora en cuatro meses.
—Podemos deshacernos de él. ¡Dame cuerda, Mike!
—¿Y que parezca un accidente? —bufó, quitándose el sudor de la frente con el antebrazo.
—Tú déjamelo a mí. —Soltó su risita de desequilibrada mental y se elevó flexionando las piernas—. ¿La clientela se porta bien?
—Es un barrio superpijo. Muchas amas de casa, algunos oficinistas y una escritora excéntrica.
—¿Una escritora? Pero… ¿famosa?
—Según mi jefa, sí, pero yo no la he visto en mi vida. Y créeme —la miró fijamente por debajo de su brazo—, me acordaría.
—¿Es guapa? —Puso cara de interesante.
—Es guapa, y más rara que un perro verde. ¡Rober, deja de mirarme el culo y dame cuerda!
—¿Rara en plan exótica o rara en plan orden de alejamiento?
—Rara en plan «me encantaría saber qué narices tienes en la cabeza».
—¿A qué te refieres? —Enganchó un mosquetón y se detuvo a descansar unos segundos.
—A que en un momento me tira una ficha, al otro se pone nerviosa y tartamudea —se agarró con esfuerzo a la última piedra antes de llegar a la cima—, pero luego vacila a mi jefa y cuando se va me mira tan fijamente que no soy capaz ni de moverme.
—Eso es entre turbio y adorable. No sé, tendría que verla. Pero vamos, por experiencia te digo… ¡Mike, cuando baje te voy a matar, suelta cuerda, coño!
—¡Vais a flipar cuando os toque subir a vosotros! —Les hizo una peineta a los dos chicos que se reían abajo.
—Inútiles —masculló su amiga—. A lo que iba, que por experiencia te digo que las actrices, escritoras y artistas en general son más bien intensas. Está en su ADN.
—Bueno, ya te iré contando. —Con un impulso llegó hasta arriba y se sentó en el borde a esperar que Sara terminara mientras bebía agua.
—Ahora la buscamos en internet, a ver qué tan conocida es.
—Qué va, tía, paso, no vaya a ser que sea famosísima y yo me haga pis en los pantalones cuando la vea.
—Cagada.
Cuando ambas terminaron de subir la pared, descendieron, les dieron sendas collejas a los chicos y se fueron a duchar y a tomar algo. Era su rutina de siempre: quemar unas cuantas calorías y recuperarlas con unas cervezas y algo de tapeo. Por más que Sara insistió en buscar a la escritora en la red y, al menos, ponerle cara, Ro se negó en rotundo. No era una persona mística ni le gustaban las sorpresas, pero prefería que su extraña relación camarera-clienta se desarrollara con normalidad, sin añadidos externos. Bastante tenía ya con su incomprensible manera de relacionarse con ella como para añadirle también su propia inseguridad a la ecuación. No, gracias. Hasta ese momento eran exactamente iguales, y así quería que siguiera siendo.
Adoro a Paula es un bebé cuquísimo y Ro me cae genial.
Ayyyy que gana de seguir viendolas interactuar.
Un cianuro por aqui, gracias.
Ayyy me muero quiero más!! Me encanta el punto de vista de Ro y su historia 🥺
Que ganas de seguir leyendo! Espero que Paula no sufra mucho.
Uy esa Ro me da a mi que se lo va a poner difícil a la intensa de Paula… ¡Me encanta!
Este capítulo se me ha hecho cortisimo.
Me ha gustado conocer un poquito mas de Ro.
Cómo lo haces? Entre más leo tu trabajo más me asombra esa capacidad tuya de dibujar personalidades con una intensidad tan relajada como Paula y un hermetismo extrovertido como Ro… Es una dicotomía sentí trabajo que se me hace adictiva. Gracias por un gran capítulo y por la historia en general, me tienes súper enganchada.👏👏👏
Me encanta!!!!! Deseosa de leer más capítulos
Pfff me gusta mucho cómo va avanzando la historia, se me ha hecho cortísimo
Que bueno “conocerlas” ya.. y saber más de Ro, se viene diver diver..