El descanso del minotauro
2
La muerte, además de la pena inherente a la pérdida, supone un papeleo terrible. Se iba una de la vida y dejaba tras de sí todo lo que había sido resumido en unas cuentas bancarias, un número en la seguridad social que ya no servía para nada y una burocracia insoportable que los seres queridos tenían que afrontar con el corazón roto.
Paula llevaba dos semanas sin parar, entre bancos, sucursales de telefonía y notarios, relevando a su padre, que bastante tenía con sobrevivir a sus días eternos, de la pesada tarea. Habían decidido mantener el servicio de la mansión activo para no dejarla morir también mientras pensaban qué hacer con ella, y Paula, tras darles a los trabajadores la agradable noticia y recibir los agradecimientos de quienes llevaban allí trabajando toda su vida, pudo al fin escapar y encerrarse en su habitación a llorar por no sabía qué.
Se tumbó en la cama, tapándose el llanto con el antebrazo y dándose tiempo para descargar esa frustración de haber visto desaparecer el muro que lo sostenía todo para ella. Parecía que aquella sensación no se acababa nunca.
Recordó cómo había decorado con su nana aquel dormitorio de invitados para hacerlo más acorde a su edad, para alejarlo del aspecto majestuoso que teñía cada rincón de la casa y dejando únicamente el tapiz que cubría una de las paredes. Aún había algunos pósteres de los grupos de los 90 que tanto le gustaban y un baúl lleno de juguetes de cuando era pequeña.
La caja de música que su abuela le regaló a sus dieciocho, depositada sobre sus manos como si contuviera la madurez que la mayoría de edad le iba a requerir, descansaba sobre la cómoda. De niña, contaminada por las locas historias de su abuela, se angustiaba pensando que la música sonaba y sonaba en su interior aunque ella no la abriera, y había pasado horas escuchando su melodía esperando que, por pura magia, cambiara en algún momento. No se lo quería perder. Pero nada nunca lo había hecho. A sus treinta y un años, había entendido que la música no iba a variar, sino solo su manera de sentarse a escucharla. Tendría que detenerse a descubrirla de nuevo, quizá entonces notara el matiz que siempre se le había escapado.
Se levantó de la cama y se acercó hasta ella. Tocó la madera oscura, deslizando sus dedos por la rosa tallada con mimo en la tapa, y rememoró las palabras de su abuela, mucho antes de que se la regalara, una tarde cualquiera de primavera en la que se la encontró en su habitación, sentada como una niña buena, con sus manitas en las rodillas sin tocar nada, moviéndose solo para darle cuerda cuando se detenía.
―¿Te gusta?
―Es preciosa ―dijo sin quitar los ojos de la bailarina.
La caja la hizo tu abuelo, ¿lo sabías?
―¿De verdad? ―preguntó, ahora sí, mirándola con los ojos muy abiertos.
―De verdad. Cuando nos conocimos, se fue a buscar el árbol del que nacen todos los rosales del mundo y…
―¿Los rosales nacen de un árbol?
―Sí. Es un árbol gigante, con un tronco tan ancho que ni diez hombres podrían rodearlo cogidos de las manos ―inventó, inyectando en su agitada mente aquella imagen—. Y tu abuelo fue a buscarlo.
―¿A dónde? ―preguntó con un hilo de voz, obnubilada por aquella fábula que para ella era tan cierta como la existencia del sol.
―Nunca me lo dijo, pero lo encontró, y de su tronco robó un pedazo.
―Eso no se hace. —Frunció el ceño, disgustada con su abuelo. Cuando lo viera lo iba a regañar por herir al pobre árbol indefenso.
―Los árboles se curan solos con un poco de tiempo, como las personas. —Le tocó el pecho con un dedo, señalando su corazón—. Cuando tú lo encuentres, verás que casi no se nota el lugar en el que el abuelo cogió su parte.
―¿Qué hizo con la madera?
―Talló esta caja —la acarició con suavidad—, y en ella me entregó su amor.
―¿Y dónde está? —buscó con su mirada algo que se escapara a su comprensión, pero allí solo había botones desparejados y un broche de cobre.
―En los rosales que podamos juntos, claro. —Sonrió—. El amor hay que cuidarlo todos los días.
Paula salió de aquel recuerdo y la abrió. La bailarina empezó a girar con esa melodía que sonaba siempre aunque ella no estuviera escuchando. Nunca entendió por qué su nana le regaló la caja de música de su amor, a pesar de haber descubierto, con los años, que no existía ningún árbol de rosas y que, con aquel cuento, solo trataba de introducirla en el maravilloso mundo de los asuntos del corazón. Fue al marcharse él cuando comprendió que era su manera de pasarle el relevo para encontrar un amor tan puro como el que ellos habían tenido.
De tanto escuchar a su abuela hablar sobre aquel sentimiento poderoso, se había convertido en una prioridad para ella, muy por encima de cualquier otra meta en su vida, pero en aquel momento de hacía más de diez años, con la caja recién entregada en sus manos, sintió sobre su espalda la responsabilidad de corresponder aquella fe que su nana tenía en que encontrara a alguien que fuera digna de que depositara su amor en una caja para ella.
Suspiró y echó un vistazo al enorme tapiz. Había elegido aquella habitación para sí únicamente por él, pues de pequeña pasaba muchas tardes allí, incluyendo al animal tejido en sus juegos inocentes. Debido a aquella fascinación por «el toro», como ella lo llamaba, su abuela gastaba horas explicándole el mito cada vez que Paula se lo pedía.
En la imagen que tenía frente a sus ojos, se veía al minotauro solo en medio de un enorme laberinto ―en el cual su abuela se había inspirado en su juventud para que construyeran una réplica en el jardín―, esperando la llegada de Teseo para terminar con su vida. La figura del hombre estaba ya muy próxima a su encuentro, y la bestia parecía saberlo, pues en su rostro había una mezcla de furia y terror, conocedor de su cercano final.
Viéndolo con sus ojos de niña, no entendía la animadversión general hacia ese animal abandonado, allí solo, aguardando la muerte por algo que él no había elegido. A medida que fue creciendo y asimilando el significado del mito, aceptó que su condición lo condenaba y no lo exoneraba de su parte de culpa. Pasó de provocarle ternura a tenerle miedo, y la parte incomprendida y desubicada de sí misma que siempre se había sentido identificada con el minotauro fue evolucionando a su vez.
El animal permanecía escondido, al igual que ella, solo que, en lugar de en un laberinto enrevesado, lo hacía en una enorme biblioteca llena de pasillos de techos inalcanzables, rodeada de libros que hablaban sobre algo que no llegaba a entender, pero que se moría por sentir debajo de la piel, atrapada en un universo de fantasía alejado del mundo real que dejó de ser su lugar favorito para convertirse en su quimera particular.
La desazón que le producía su ansia de encontrar el amor y no conseguirlo, la confianza que sentía que su abuela había puesto en ella para ese fin desde que le entregó la caja de música, el pavor a encontrarlo y no saber muy bien qué hacer a continuación con su vida después de tantos años dedicados a una búsqueda incansable, y el resultado fatal que el desamor había provocado en la cordura de su familia hicieron que, tras un tiempo desligada de él, se viera de nuevo en la mirada angustiada del minotauro, modificando su conexión al mismo tiempo que nacían sus miedos.
Cambió su percepción de él y de sí misma, y sustituyó el temor de que llegara alguien que quisiera matarlo por un deseo enfermizo de que apareciera por fin. En su mente siempre efervescente, se le dibujaba como una mujer valiente, una heroína deseosa de terminar con el terror que el animal estaba causando, solo que, en lugar de en una ciudad atemorizada, lo hacía en el corazón en prácticas de la muchacha asustada que era Paula.
Esa mujer sería como el Teseo del mito, la encargada de liberarla de la condena que todos esos factores habían impuesto a su alma, y ella misma, el minotauro: la dualidad entre lo humano y lo salvaje, entre su apasionada búsqueda del amor y su miedo irracional a encontrarlo, a perderlo.
Había apostado todo a una carta, a la esperanza casi ingenua de que llegara quien la salvara de su propia bestia interior, y se había acostumbrado a la idea de que solo le quedaba esperar que un día, por pura suerte, apareciera.
Cerró la caja de música y acercó el oído, como cuando era una niña. No escuchó la música en su interior y sonrió, agitando la cabeza con resignación.
Decidió quedarse a dormir en la mansión y permanecer unas horas más en el mundo imaginario que su abuela había creado para ella. Aunque hubiera resultado duro reconocer que las expectativas románticas que su nana le había inculcado formaban parte de sus temores más profundos, se sentía tremendamente atraída por ellas. Allí había creído en la magia y en la felicidad absoluta de quien tiene el corazón pleno, y quería permitirse la paz de espíritu que le proporcionaba estar en un sitio en el que aquello parecía estar al alcance de la mano.
A la mañana siguiente, tras desayunar en la cocina con el resto de los empleados de la casa, que más bien habían sido parte de su familia, decidió salir a dar un paseo por los terrenos que ahora le pertenecían. Había una arboleda frondosa en la parte norte que, según las leyendas que había escuchado desde que nació, estaba infestada de mujeres-lobo y ángeles sin alas que cantaban los boleros favoritos de su bisabuelo. A pesar de haber descubierto que eso no eran más que cuentos de terror para asustar a los críos, seguía dándole cierto miedo aquel pequeño bosque, pues se cubría de niebla en las noches frías y resplandecía ligeramente en la oscuridad cuando había luna llena.
Un poco más allá, entrando casi por casualidad en la parcela, un río ancho y caudaloso de aguas tranquilas y verdosas separaba su terreno del colindante, abrigado por una espesa vegetación que lo escondía de la vista de quien no sabía que se encontraba allí. Para llegar había media hora de paseo que Paula no dudó en recorrer. Por más que hizo rebotar tres piedras planas sobre el agua en tres ocasiones consecutivas, no vio surgir a ninguna ninfa encantada de entre los nenúfares. Al parecer, el conjuro dejaba de tener efecto con la suma de los años y la consecuente pérdida de la imaginación, pues podría jurar que de pequeña la había visto emerger entre las aguas.
Lo intentó unas cuantas veces más, alcanzando con sus piedras la otra orilla, y observó cómo una de ellas, la que había lanzado con más potencia, seguía saltando por encima de la tierra hasta perderse de vista. Deambuló de vuelta, contenta con su hazaña, y rodeó el enorme laberinto. Escuchó, mezclada con el viento, la risa de su nana espantando a los pájaros, tan tenue que podría perfectamente habérsela imaginado, pero dejó que su espíritu mentiroso, el de ella, volviera a llenarle las venas de lo que no podía ser y decidió que sí, que la había oído y que, si se aventuraba a entrar, la vería bailando con su vestido floreado por los pasillos.
Se dejó la parte del jardín repleta de flores, el invernadero de cristal y la zona de la piscina para otro paseo, pues empezaba a hacérsele tarde. Paula se despidió de todo el mundo y condujo hasta su apartamento. Una ducha reparadora, el pelo castaño claro secado al viento, las pecas especialmente marcadas debido al sol que había lamido su rostro durante la mañana, ropa cómoda y la calle para verla pasar.
Caminó sin prisa por el centro, con los auriculares a todo lo que daban y una extraña sensación de expectativa en el pecho, como cuando estás esperando con ansia una noticia de esas que te ponen la vida patas arriba. Parecía que su organismo estaba alerta por algún motivo que no llegaba a entender. Lo achacó a la ansiedad propia de quien, tras una situación extrema como lo es la pérdida de un ser querido, se relaja con el paso de las semanas y se ve atacada de repente por todos esos sentimientos que una deja para después por no poder atenderlos en ese momento. El ir y venir, entre testamentos y reuniones familiares para resolver el legado de la matriarca, no le había dado un minuto de descanso y, ahora que ya parecía todo encaminado, se daba cuenta de que no había tenido tiempo de ocuparse de su entristecido corazón.
Laura, su mejor amiga desde el instituto, la esperaba en la puerta del restaurante con su sonrisa tranquilizadora, un abrazo curativo y su melena rubia mucho más corta de lo que recordaba. Llevaba sin poder verla desde el día del entierro, en el que estuvo allí, como un faro, a la espera de que el barco de su melancolía buscara un lugar donde atracar. A veces una amiga solo está, ahí, sin necesidad de emotivos monólogos ni palabras de consuelo que no alcanzan. De pie a tu lado y nada más.
―Las ojeras te sientan de pena.
―Yo también me alegro de verte.
Fueron conducidas a su mesa tras el saludo protocolario, pidieron una botella de vino antes siquiera de sentarse y miraron la carta para elegir. Laura cerró los ojos, señaló una de las páginas al azar, y eso fue lo que pidió, haciendo reír a su amiga, que falta le hacía.
—¿Qué harás cuando seas una famosa actriz y tengas cenas con peces gordos de la industria?
—Lo mismo que hago siempre, guapa. La fama no me cambiará —aseguró con dignidad.
—Menos mal que la gente del faranduleo es rara.
—Prefiero decir excéntrica, queda mucho más interesante. —Bebió de su copa de vino—. ¿Qué se siente al ser una rica heredera dueña de una mansión de ensueño?
—Pues la rica heredera tiene las uñas llenas de barro de la orilla del río. Menos mal que llevo la manicura francesa, porque seguro que parecen mejillones.
—¡Eres una cerda! —Se tapó la boca para que no se le saliera el vino por la nariz.
Y ya está. Un par de frases y Laura ya había pasado por encima del tema sensible en la vida de Paula, con la ligereza propia de quien no necesita preguntar para saber. Comieron poniéndose al día de las cosas mundanas, sin querer profundizar demasiado en aguas más turbulentas, al menos de momento.
―¿Cómo llevas el libro?
―Abandonado. Con todo lo de mi abuela no he tenido la cabeza en su sitio.
―No la has tenido nunca, Pau, ya era hora de que alguien te lo dijera. —Dio un sorbito a su infusión—. Pero eres una chica muy simpática —comentó, fingiendo estar impresionada.
―Y tú muy imbécil, cariño. —Le lanzó un beso y probó su café.
Se miraron con los ojos entornados por encima de sus bebidas, evaluándose y congratulándose de volver a su dinámica de siempre, sin incómodos silencios, condolencias violentas ni pies de plomo. Una nunca sabe exactamente cuándo termina un duelo y, aunque de todos es sabido que no hay boda sin lágrimas ni funeral sin carcajadas, nunca queda del todo claro en qué momento la persona que ha sufrido la pérdida se da cuenta de que, bueno, la vida sigue. Hay como un impasse, un punto muerto que no aparece en la línea de tiempo de cada una, un espacio en blanco que la memoria se salta cuando tira hacia el pasado, y que comprende esos días, semanas, en las que todo queda detenido mientras vas asimilando los pequeños cambios que suponen la ausencia definitiva de alguien a quien amas.
Según la opinión de Laura, su amiga ya estaba al otro lado de ese pequeño paréntesis temporal.
―La notaria, al final, ¿era tan hermosa como lo era su voz? —imitó el tono intenso de su amiga y se llevó una mano al pecho con teatralidad.
―Seguramente en los años setenta fuera toda una belleza.
―Qué lástima. Otra más a la lista de lo que pudo ser y no fue. —Cabeceó, frunciendo los labios.
―La lista más larga del mundo —suspiró, recostándose en la silla y removiendo el café distraídamente.
―Podrías basar tu libro en esa lista. Una pobre escritora en busca del amor tiene un listado de nombres que va tachando tras cada corazón roto.
―Seguro que la elegida es el último nombre de esa lista —se lamentó.
―Pues que empiece por el final. —Le guiñó un ojo.
Paula la miró, ladeando la cabeza. Así de fácil. Su amiga tenía la capacidad de poner cada cosa en su lugar, retirando con soltura todo lo que una se cargaba a cuestas sin necesidad, desenmarañando las enredaderas de lo accesorio y dejando los problemas al desnudo. Lo cierto era que, vistos así, no parecían para tanto.
―¿Sugieres, entonces, que vaya directamente al final de la historia?
―Te sugiero, maldita pedante, que dejes de buscar un imposible idealizado por las historias turbias de tu abuela muerta y eches un polvo de una vez.
A Paula no le quedó más remedio que estallar en carcajadas con semejante demostración de su franqueza brutal. La verdad era que tenía mucha razón. No es que ella no hubiera tenido aventuras ni relaciones. Al contrario, siempre que sentía una conexión similar a la que ella esperaba que le pusiera el corazón del revés, iba con todo a por la chica en cuestión, se enamoriscaba de ella primero, la conocía después y, cuando descubría que algo tan descafeinado, tan poco trascendente, no podía ser el final de su búsqueda, se despedía con educación y volvía a sacar su catalejo de pirata, en busca de la siguiente mujer de su vida.
Lo cierto era que tardaba poco en comprender que la elegida no podía ser esa chica eventual que acabara de conocer, que esa fuerza endemoniada del amor definitivo, del para siempre que traspasaba la frontera de lo lógico y de lo terrenal, en nada se parecía a un sentimiento tan calmo y predecible que, en lugar de crecer, se quedaba congelado en un momento donde lo único que conseguía con el calor del lecho compartido era provocar un deshielo que lo hacía desaparecer.
Tampoco era mujer de alargar lo que de nada servía. No pensaba conformarse con un sí pero no, y menos después de haber visto con sus propios ojos que ese amor con el que tanto había soñado y que tanto deseaba sentir existía en la realidad. Lo había visto en su propia casa, y a esa creencia demente se aferraba con todas sus fuerzas. Era lo único que deseaba realmente en su vida, y no iba a tener tan mala suerte de que justo fuera eso lo que no pudiera conseguir, ¿no?
La estadística, el azar y la mala o buena suerte se andaban frotando las manos.
―¿Cómo lo estás llevando? —le preguntó, algo más seria, cuando salieron del restaurante.
―Es un poco raro. Al principio era como si no hubiera pasado nada, pero según pasan los días voy siendo más consciente de que no va a volver.
―Podría hacer un Rafiki y decirte que ella vive en ti —imitó la voz del mono de El rey león—, pero ya sabes que no me van mucho las cursiladas.
―Y menos mal, no soportaría a una persona como yo. —Soltó un suspiro y se miró los pies—. La echo mucho de menos.
Laura se puso de puntillas para pasar el brazo sobre los hombros de su amiga, bastante más alta que ella, la apretó contra su costado y dejó un beso en su pelo. Ella era de las pocas personas que conocía la relación tan especial que habían mantenido abuela y nieta, y sabía cómo de perdida debía de sentirse sin tener a su nana a una llamada de distancia.
—Es bonito eso.
—Sí que lo es. —Le dedicó una sonrisa de labios apretados.
—Y ¿qué vais a hacer con la mansión?
—De momento mantenerla como está hasta que el servicio se jubile. Llevan allí toda su vida. Luego ya veremos.
—Podrías vender tu piso y trasladarte. Va mucho con tu rollito de escritora maldita vivir en un caserón deshabitado.
—Intento mantener el equilibrio entre lo real y lo imaginario y me está saliendo regular, así que la opción de vivir allí ni la contemplo.
—¡Podrías construir una casa encantada! —dijo, como si fuera la mejor idea del mundo.
—¡O el parque de bolas más grande de Europa! —se dejó llevar por su ilusión infantil.
—Con tanta escultura no lo veo, Pau. Es peligroso para los niños, ¡¿es que nadie va a pensar en los niños?!
—A mí me gustaría más una escuela de magia. ¿Te imaginas?
—Le falta el campo de Quidditch.
—Pero el laberinto lo tenemos.
—¿Para qué queremos un laberinto?
—¡Para jugar el Torneo de los Tres Magos! —exclamó Paula con obviedad.
—¡Hostia, es verdad! ¡Todo encaja!
Laura consiguió su cometido y, tranquila al ver que dejaba a su amiga más animada de lo que se la había encontrado, se despidió de ella con dos besos y la promesa de llamarse para el fin de semana.
De vuelta a casa, con un peso menos en su espalda gracias a la despreocupación que la presencia de Laura siempre le infectaba en el organismo, la escritora, con los auriculares puestos y las manos en los bolsillos, disfrutando del aire fresco de aquella noche de marzo, se dedicó a observar a las mujeres con las que se cruzaba, pero con un matiz distinto esta vez. No buscó esa chispa brutal con la que tanto fantaseaba, como hacía siempre, sino que se limitó a observarlas con unos ojos que no eran los suyos, como separada de su propio cuerpo, sin búsquedas ni anhelos, simplemente con las pupilas depositadas en una piel que no ansiaba conocer, observando la vida que palpitaba en ellas sin pensar en cómo sería ese camino ilusionante de aprenderse sus horarios, descubrir sus rituales de antes de dormir, sus pequeños traumas infantiles, sus filias, sus fobias y esas cosas que no se le cuentan ni a una madre.
Solo compartió una sonrisa con ellas, como deseándoles algo mejor de lo que era ella misma: una mujer solitaria y obsesionada con lo único que no podía obtener a su antojo.
Se lanzó sobre su enorme cama con un chándal lleno de manchas de lejía que aún conservaba de cuando tenía unos cuantos kilos más. Parecía nadar en él. Se quedó bocabajo con los brazos estirados en cruz, pensando en la manera de conservar esa levedad de espíritu que la invadía cada vez que pensaba con la mente de Laura.
En realidad, no era tan difícil, solo tenía que limitarse a vivir, a disfrutar del presente en lugar de agobiarse por un futuro incierto que no podía controlar, pues tenía la sensación de llevar corriendo hacia delante, sin parar, desde que aceptó el testigo que su abuela le entregó junto a la caja de música y, sin embargo, encontrarse siempre en el mismo maldito lugar.
Devoraba sus relaciones buscando un sabor concreto, sin detenerse a paladear aquello que, aunque no era lo que buscaba, resultaba igualmente delicioso. No, ella lo desechaba sin dedicarle ni un bocado más, como si fuera una pérdida de tiempo, como si todos sus esfuerzos tuvieran que ir enfocados en una única dirección. Empezaba a tener la sensación de estar perdiéndose experiencias y personas por una meta que nunca parecía estar más cerca. Seguía teniendo los mismos amigos y amigas de siempre, sin ampliar en absoluto su círculo, sin querer presentar nunca a mujeres que no iban a permanecer mucho tiempo en su vida, encerrada en una vida imaginaria que nunca llegaba a darse y que estaba dejándole una frustración seca en la garganta.
Laura tenía razón, debería dejar de ser tan radical en su manera de afrontar la vida, apreciar también la escala de grises que unía el blanco con el negro y dejar de intentar saltar de un extremo al otro de esa línea que ella siempre había relacionado con la mediocridad. No. Estaba decidida a pisarla, a hacerse un nudo con ella en los tobillos, a enroscársela al cuerpo y, por una vez, pararse a mirar todo lo que la estaba rodeando en lugar de mantener la vista fija en un punto del horizonte que nunca había estado a su alcance.
Quizá no todo iba de gente trascendente que le cambiara la vida, sino también de personas que andaban por el medio tan solas como ella.
Ayyyyyy que ganas de mas. Me encanta Paula, es tan diferente que😍😍😍😍
Creo que en algún momento todas hemos sido Paula y luego nos estrellamos irremediablemente entre el sueño y la realidad.. ojalá persista sin dejar de vivir.
Gracias escritora 🥰
Se va poniendo interesante con la paleta de grises aún por estrenar por Paula!! 💗
Y qué penita echar tanto de menos a alguien que sabes que no vas a volver a ver, que tienes que aprender a vivir con ello…💔
Creo que en algún momento nos hacemos una escena idílica de lo que debe ser la vida y nos perdemos un poco la realidad. Muchas gracias por el viaje emocional que seguro será esta maravilla de tu mente.
que hermoso poder entender cada sentimiento de Paula, nos permite ser totalmente empáticas
Que bien pinta todo, que dolor en la pérdida pero que necesario transitar ése momento dándose la libertad de abrir puertas y ventanas. Gracias Cristina por hacernos viajar una vez más con vos por estos senderos tan nutritivos y mágicos.
A veces vivimos tan en el futuro que no se repara en el presente…
Creo que en algún momento nos hacemos una escena idílica de lo que debe ser la vida y nos perdemos un poco la realidad. Muchas gracias por el viaje emocional que seguro será esta maravilla de tu mente.
Que corto se me hace el capítulo y que larga la espera hasta el siguiente 🙁
Me encanta la profundidad del relato, creo que todos en algún momento idealizamos él amor.muchas veces él amor llega.. Así.. De repente … En él lugar menos pensado y esperado y sorprende…yo debo d3cir que conocí él amor siendo mas grande que Pauka, ese amor que aun hoy despues de 10 años permace.Firme con luces y sombras pero siempre dale la luz.Deseo que este personaje de Osuna encuentre él amor… Es él sentimiento mas añorado y él mas difícil de encontrarlo de una manera olwna.Me gusta este comienzo de la historia. Promete .. Será un éxito.Gracias Gris, eres muy talentosa 🍀🍀❤🎵
Decir que me encanta es una obviedad. Todas podemos identificarnos con Paula, con esa búsqueda del amor frustrante a veces, descorazonador la mayoría. Y cómo escribes, bueno no hay palabras, es que el talento es el talento y tu lo tienes por todos lados.
No puedo esperar al viernes para que sigas.
El perder una persona allegada duele, y más si existe tal conexión, a veces nos detenemos de vivir experiencias por el simple hecho de idealizar una vida que al fin al cabo no va con la realidad, y eso nos hace ir por la vida en busca de algo que se nos torna difícil de encontrar y no nos hace vivir el presente.
Maravilloso capitulo, ya con ansias esperando el proximo xd