Dos hijas para la muerte
Dos
(Parte 2)
El abanico de encantos de Quinta hacia Silva resultaba fascinante, y lo más curioso era que la coronel parecía genuinamente inmune. Formal hasta para caminar por los pasillos, Silva Amato recitaba todas las medidas de seguridad implementadas desde el día anterior. Siempre parecía imposible que hubiera novedades, y siempre la sorprendía. Las guardias eran de esa clase de personas perseverantes, igual que una enfermedad.
Helda procuró fijarse en las sonrisas de Quinta para mantenerse centrada. El despliegue era encomiable; la firmeza de Silva en mantener el paso firme, todavía más. Si no fuera porque ambas mujeres dejaban un espacio en medio para que se moviera, podrían haber estado solas. Helda fantaseaba con eso cuando podía: dejar de existir. O, al menos, dejar de estar allí, atendiendo a obligaciones, normas, protocolos, candados y verjas. No la necesitaban para nada de todo eso.
—Tenemos a las nuevas aspirantes…
—¿Ya están bien? —cortó Quinta. Parpadeó con inocencia cuando Silva la miró con las cejas enarcadas, a punto de soltar algo probablemente impropio para su rango—. La Primera Dama se encuentra muy preocupada todavía por el espectáculo.
De reojo, la coronel le lanzó una mirada para comprobar si era cierto. La Primera Dama no estaría preocupada por pequeñeces terrenales, eso sería lo que una profecta debería transmitir al mundo. Pero habían optado por la política de ser bondadosas mientras estuvieran en el palacio, sobre todo cuando se trataba de las personas a las que iban a ver todos los días, y ofrecerles las costillas para su protección. A las profectas no les había gustado la idea al principio; habían terminado por verle la utilidad al cabo de los pocos días, gracias a los pasteles que podían robar cuando se pasaban por las cocinas.
—Siento que le molestara, Emperatriz. —Nunca estaba claro cuando Silva usaba ese apelativo para molestar o cuando lo hacía por otros motivos. Desde luego, nunca era sin querer; jamás sin querer con la coronel de la guardia imperial—. Entre nosotras es habitual que existan este tipo de cribas. La sangre es siempre un buen elemento discriminador.
No se lo dijo a Silva. La mirada de la guardia le pareció que sabía justo lo que pensaba, aunque eso fuera imposible. Silva era apenas una comandante novata cuando ella era una niña corriendo por el palacio. Hacía una eternidad de eso, ya no se conocían de nada. Incluso si había algo en Silva que le daba ganas de agachar la cabeza y pedir perdón por una trastada.
—Puedo llevaros a que las veáis —ofreció la coronel ante el silencio. Volvió la vista al frente y fingió que solo tenía que hablar con Quinta—. Algunas están en el ala de la clínica, pero están saliendo ya a los jardines a entrenar. Dentro de poco les daremos el traje y jurarán ante la Emperatriz, las filas se engrosarán de forma notable y será imposible que alguien la dañe…
—Eso esperamos todas —contestó Quinta, complacida. Pestañeó, encantadora—. Seguro que el trabajo es impecable, coronel Silva. Siempre eres muy eficaz en todo.
Helda estuvo a punto de reírse.
Atravesaron parte del palacio hasta llegar a la zona donde residía la guardia. Era más austera que el resto, aunque la belleza seguía impregnando cada columna, cada mosaico perdido en las paredes. En la clínica, todo se había teñido de blanco, e incluso eso quitaba el aliento: debía de requerir mucho esfuerzo mantener ese color en un lugar donde habría tanta sangre.
Las carcajadas tampoco parecían muy acordes. Vio cómo Silva enrojecía de rabia, sin duda no se esperaba tener una fiesta en medio de la clínica que la dejara en evidencia. La mujer no tardó en musitar una disculpa y alejarse con grandes zancadas hacia el ruido.
—Vamos. —Quinta tiró de ella con la misma premura: no pensaba perderse lo que estaba pasando.
A Silva le costó dos órdenes hacer que el corrillo se deshiciera, sorprendido por la intromisión. Las jóvenes cuadraron los hombros con una agilidad sorprendente, colocándose en fila igual que si nunca se hubieran saltado ningún tipo de formalismo. En cambio, las otras dos parecían demasiado metidas en su contienda como para darse cuenta de lo que ocurría. Silva tuvo que introducirse entre ambas, y la más grande de las dos le dio un golpe en el pecho por inercia.
Quinta no ocultó la carcajada. Una de las aspirantes más cercanas a las dos se sonrió, pero recibió un codazo rápido. Acababan de descubrirlas, así que la estancia se llenó todavía de más solemnidad. Ya no se trataba de haber sido cazadas por su superior haciendo una chiquillada; aquello era grave. Helda se compadeció de ellas.
Helda subió las cejas. Recordaba haberla visto en medio del espectáculo atroz. Creía que era la que iba a morir apuñalada antes de su llegada. Estaba claro que no había encontrado ninguna enseñanza en lo acontecido.
—Emperatriz —se disculpó Silva. También jadeaba, parecía haber estado metida en la batalla—. Primera Dama. Esto…
—Está bien —resolvió Helda.
La coronel cerró las piernas e hizo un saludo formal; podría haberse flagelado allí mismo para demostrar su arrepentimiento y tendría el mismo gesto. Por detrás, las dos combatientes se lanzaban miradas de reojo, ambas arrodilladas por fin tras descubrirla. La del pelo cobrizo, con un millón de pecas en la cara, parecía dispuesta a clavar los dientes en cuanto se dieran la vuelta. La otra seguía encantada de sí misma.
Helda la estudió de refilón mientras Silva empezaba a recitar la importancia de las nuevas generaciones entre las guardias, de qué forma se entrenaban y por qué tendían a ganarse su puesto con juegos de fuerza. Como justificación era absurda, pero Quinta parecía maravillada.
—¿Quiere que se las presente, Primera Dama? —preguntó Silva cuando acabó el discurso pertinente.
Asintió, sobria. Si iban a protegerle las espaldas, quería conocer los nombres. En especial porque la tradición marcaba que tres de ellas se mantuvieran siempre cerca, que al menos siete estuvieran rondando. Tendría que elegir a alguna de esas chicas para ser su nueva sombra.
—Inri De Asta llegó desde Alabastros antes de la conquista. Estuvo peleando con el resto de su familia para salvaguardar la última frontera. Su madre y su hermana, guardias también, fallecieron. Su padre la ayudó a ponerse a salvo en un carromato que la llevó a la capital. —Silva se detuvo al lado de una chica especialmente flaca; era la que se había reído con Quinta antes—. Lleva entrenando sin descanso desde entonces.
—Gracias por tu honor, Inri —le dijo la profecta cuando ella no encontró las palabras adecuadas. Se limitó a cabecear y Quinta sonrió—. Hacen falta personas como tú en todas partes. Que la Fortuna te proteja.
Lo último que les faltaba a las guardias era ver un despliegue de poder de los dioses. O quizá justo lo que necesitaban. Quinta dejó que la Fortuna tomara posesión de su cuerpo. El cambio era sutil, pero incluso las ondulaciones en el ambiente hablaban de un poder diferente, antiquísimo, peligroso. La sonrisa de la profecta se hizo profunda de un modo que resultaba aterrador; tenía la mirada blanquecina, de otro mundo.
Cuando Quinta retiró las manos, volvía a tener el control de su cuerpo, los ojos del tono habitual y un par de arrugas más en la frente. La guardia se tiró de rodillas a sus pies, en un acto de devoción que personas como ella deberían tener muy reservado para la intimidad. Pero a su favor podría decirse que el resto de chicas, incluida Silva, estaban igual de impresionadas. Por mucho que los emperadores dijeran que eran dioses, jamás habían dado muestra de ello en ese palacio. Alojar a las marionetas divinas de verdad era claramente diferente.
Helda carraspeó. Odiaba llamar la atención más de lo habitual de por sí, y sobre todo odiaba quitarle a Quinta el protagonismo que tanto le gustaba a ella y a la Fortuna, pero no quería verse envuelta en una vorágine de devoción tan temprano. El día era largo. Las guardias no podían hacerle eso; había tenido otros planes para esa reunión. El cambio la agotaba.
—¿Y ellas? —preguntó. Se estaba saltando a toda la fila de aspirantes supervivientes al espectáculo, pero no se le había ocurrido nada más para apresurar la escena. Señaló con la cabeza a las dos pendencieras—. No hace falta que la Fortuna las toque también.
—No me… —Miró a Quinta antes de que completara la frase—. No hoy, quiere decir.
Silva recuperó la compostura. Le dio una patada con disimulo a Inri para que se pusiera en pie en lo que se acercaba a las otras dos, todavía arrodilladas para demostrar lo muchísimo que se arrepentían de haber avergonzado a todas las guardias.
—Ella es Giove De Conti —explicó Silva, señalando a la perdedora. La hizo levantarse con un gesto. La chica se estiró, orgullosa. Las pecas le relucían en el rostro dorado—. Proviene de una de las colonias del este. Ella y su hermana menor, que también se encuentra como guardia, lucharon contra sus orígenes y familia para estar aquí. Y ella. —Se acercó a la ganadora, a quien le dio una patada menos sutil que a Inri—. Es Titiana De Nero. Su madre fue comandante.
Una presentación concisa, con pocas alabanzas. Titiana la miró con un descaro que hizo que incluso Quinta se tensara.
—P-pero… Emperatriz… no han…
—Encontrarán contra quién pelear protegiéndome.
Se dio la vuelta sin añadir nada más. Esperaba haber sonado lo bastante tajante como para no admitir una carta que le pidiera replanteárselo; Silva era propensa a esa clase de formalismos. Quinta se apresuró a seguirla: no escribía cartas, pero no aceptaba tampoco bien esa clase de decisiones sin consulta.
—¿Qué te acaba de pasar? —le preguntó, en un susurro discreto. No podía esperar a llegar a una habitación privada.
Helda se encogió de hombros.
—He tenido un pálpito.
La ofendía la facilidad de la diosa para coger algo que ella había deseado y tergiversarlo, retorcerlo, deformarlo: era la Destrucción, que ejercía de ese modo, pero no por ello resultaba menos molesto. Helda había visto a las guardias moverse alrededor de su madre desde que tenía uso de razón, sabía que habían hecho lo mismo por su hermana. Era una tradición, iba a cumplirla y no tenía nada que ver con dioses.
—Lo de las estrellas cayendo era mi única petición.
—Me has entendido, Quinta.
Aunque estuvo desde entonces con la vaga sensación de que no, no lo había hecho. Se imaginó lo que diría todo el Imperio de tener a las Segundas Hijas organizando el juramento de las nuevas guardias, lo que diría su hermana, la forma en la que se reiría. Estuvo tentada a no aparecer cuando amaneció el día indicado. Solo tenía que irse por algunos de los pasadizos que agujereaban todo el palacio imperial y mantenerse en un templo el tiempo suficiente. Silva se ocuparía de todo.
La primera de todas ellas era el séquito de sirvientas apareciendo con Silva al frente en su habitación cuando llegó el momento de prepararse, en lugar de hacerlo con una profecta. Helda se sentó con docilidad en la silla para que la peinaran y pusieran un poco de pintura en sus pies, como marcaba la tradición de los Rosa.
—Será breve —le dijo Silva. Llevaba una panta ricamente adornada con flores y el blasón de los emperadores; la túnica estaba inmaculada y sus sandalias parecían nuevas—. Somos conscientes de que tiene asuntos que atender.
—¿Puedo? —dudó la coronel.
—Mi Emperatriz —dijo Silva, recuperándose con rapidez.
Fue igual de rápida para dirigirse a la puerta, ya que se habían acabado los preparativos. Las sirvientas la ayudaron a moverse, aunque Helda las apartó con un gesto al llegar al pasillo. Era capaz de moverse sin parecer un objeto delicado y precioso. Además, el recorrido era corto.
Allí estaban todas las flores de la villa, los collares colgaban desde los tulipanes rojos y las cuentas de oro relucían entre las hojas. Era ella la que les ofrecía esa vez los regalos a las nuevas guardias. De reojo, vio a Silva contener el aliento al entrar.
—Guardias —llamó la mujer cuando se aproximaron a la balaustrada—. Hoy es el día.
»Soy la guardia del mundo. Soy la guardia del Imperio. Soy la guardia de la Emperatriz Rosa. Desde este momento hasta el fin de mis días mi propósito queda ligado a la protección de la protectora. Nada temeré, pues hoy empieza mi vida y al fin tengo un propósito.
—Larga vida a Helda Rosa —contestó Silva.
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