Dos hijas para la muerte
Relato extra
Todos los problemas de Vita Rosa
Vita tenía muchos problemas y ninguno lo iba a solucionar un aristócrata pretencioso. Sin embargo, a nadie le importaba en absoluto. Era el inconveniente de todavía no tener la edad apropiada: era valiosa y no lo era; era importante y no lo era; era relevante y no lo era. Tenía un Imperio a sus pies, no entre las manos.
Ese era, sin duda, uno de sus principales problemas.
—Compórtate —le recordó su tío en susurro.
Procuró no poner los ojos en blanco. Él había sido el encargado de organizar toda aquella velada. Al parecer, el aristócrata de turno tenía un gran número de barcos en su posesión, lo que no le iría mal al Imperio si quería reforzar Alesi. También era interesante para el comercio, pero su tío no tenía una mente precisamente brillante.
A veces Vita también lo consideraba un problema.
Estiró la mano con educación para saludar a una pequeña familia de aristócratas que acababan de llegar a la casa. La matriarca le comentó que se alegraba de verla, como si fueran grandes amigas. No había hablado con esa mujer en su vida, aunque quizá su madre sí. Fauna tenía por costumbre estrechar lazos con demasiadas mujeres, por lo que había ido aprendiendo desde su muerte.
—Para —le recordó León cuando la familia se alejó.
Respiró hondo. Solo estaba toqueteando los lazos que le cubrían las manos. Eran miles de millones de ellos, le hacían sudar las palmas de las manos, le picaba entre los dedos. La panta tampoco le ayudaba, tan gruesa y recargada que le había hecho doler el cuello desde el instante en que se la había puesto. Al menos, la tiara de esa noche era fina y elegante, un recordatorio de quien era que le permitía mantener la cabeza erguida sin sacrificar toda la espalda.
—Te dije que lo hiciéramos en el palacio —murmuró cuando su tío volvió a abrir la boca para darle una recomendación que no le estaba pidiendo—. Aquí solo somos el espectáculo.
—No seas impertinente.
—No soy impertinente. Soy la Emperatriz. Y estoy en un estrado como si fuera una joya.
—No seas impertinente —repitió León, firme. Era lo que más le decía cuando ella le daba su opinión—. No eres nada todavía.
—Me queda un año para la coronación oficial.
—Bien, pues recuerda que debes seguir viva un año más.
Se mordió el interior de los labios para no responderle. Por supuesto, ese tema. Le gustaría decirle que nadie jamás bajo ningún concepto osaría pensar siquiera en matar a la Emperatriz de Numia, pero ni ella lo tenía tan claro. El número de enemigos bárbaros que los amenazaba había crecido con el paso del tiempo, la muerte de Fauna por su traición solo había aumentado el volumen de su llamada. Las fronteras estaban debilitadas, los aristócratas estaban asustados, la gente del pueblo llano empezaba a quejarse, las Segundas Hijas se habían ofendido y cerrado filas.
Nadie jamás bajo ningún concepto osaría pensar siquiera en matar a la Emperatriz de Numia hacía cientos de años. En ese momento, aquel también era uno de los problemas de Vita.
—Deberíamos reunirnos con las Segundas Hijas —comentó.
—¿Para qué?
—Sería mejor que todo esto. Además, de porque tienes buena relación con ellas. Porque mi hermana está allí. No sé, porque es lo adecuado. —Hizo una pausa antes de añadir lo evidente—. Y tienen poder.
—Vita…
—Este aristócrata no lo tiene. ¿Qué nos importa?
—No importa que es decente.
—¿Las Segundas Hijas acaso no lo son?
—Vita.
—Fuiste tú el que denunció a mi madre por ellas. Ya pueden ser decentes.
—Vita.
—Solo señalo un hecho.
—Por favor. Estás dando un espectáculo.
—Tú lo estás dando. Trayéndonos aquí como si fuéramos pájaros exóticos. Que vayan a ver los de los jardines… —Se sacudió las faldas con ímpetu y miró hacia el resto de los invitados como si no estuviera manteniendo ninguna conversación en susurros con su tío—. Me voy a marchar.
—Tienes quince años, Vita. Harás lo que yo diga por ahora.
—Soy la Emperatriz.
—¿Quieres que te dé otra vez la respuesta de antes?
Cogió aire por la nariz con fuerza. Lo dejó atrapado en los pulmones, encerrado, aislado. Iba a estallar tanto como ella. Lo retuvo incluso con más ahínco, notó que se ahogaba. Cuando lo soltó, el aristócrata que los había invitado se acercaba hacia ellos con la sonrisa petulante de costumbre. Vita ni siquiera sabía cuál era su nombre y ya lo odiaba. Ella no era la persona a la que esa gente tenía que utilizar; el sistema no tendría que funcionar así.
León le tendió las manos al hombre con una educación exquisita, solo fracturada por la mirada que le lanzó de reojo a ella para pedirle que se comportara. No era tan estúpida como para agraviar a nadie delante de tanto público. No en ese momento, no sin el título firme en su cabeza. Sabía bien a lo que se enfrentaba en ese mundo; era innecesario que su tío se lo volviera a decir.
Sonrió, cándida y formal, y le ofreció las manos también al aristócrata. Este fingió tocarlas con un cuidado reverencial, de aquel que no era digno de tal honor. No lo era, pero todos fingieron lo contrario. Dejó que su tío se ocupara del resto de formalismos de la charla: lo bonita que era la casa, la exquisitez de los murales y las estatuas, lo ilustre de los poetas que habían ido a recitar y lo magníficos que eran los músicos. Vita notó que se atragantaba con la rabia.
Cuando fuera Emperatriz, salvaría Numia y dejaría esas fiestas. Eso sería lo adecuado. Lo justo. Su deber.
—Si me disculpáis —les dijo a los dos hombres con una sonrisa tirante.
Vio el pánico en los ojos de León cuando se dio cuenta de que no podía decir nada extremadamente educado, como a él le gustaba, para retenerla, sobre todo cuando el aristócrata le hacía un gesto para dispensarla. Debía creerse que de verdad tenía el poder para hacer aquello, y a lo mejor por eso León pasó de mirarla a ella con horror a mirar al hombre. Estaba claro que ese aristócrata se debía de creer que ella no tenía ninguna capacidad de acción no solo en el Imperio, sino en la mismísima villa imperial.
—Enséñame ese cuadro —le pidió León al hombre, adelantándose a cualquier posible respuesta—. Me interesa desde que lo vi al entrar.
Vita soltó el puño que había apretado detrás de la espalda al ver cómo su tío lograba alejar al hombre sin más. Era indigno e irrespetuoso, y ojalá demostrarle lo que se había equivocado con ella. Solo porque era joven y su madre era Fauna Rosa y su hermana una segunda hija, de repente a la parte del mundo que no quería matarla se le había olvidado que debía respetarla.
Ese también era un problema.
Se alejó del estrado con pasos rápidos, moviéndose entre las columnas para intentar llamar lo mínimo la atención. Era difícil cuando los lazos que le cubrían las manos destellaban a cada movimiento y la panta era la más regia de toda la sala. Al menos, logró deshacerse de la mayoría de los que se acercaron con unas cuantas frases rápidas. Su tío no podría quejarse.
Llegó a uno de los pasillos sin ponerse a gritar de indignación. Tomó aire.
—¿Emperatriz?
Dio un respingo y se volvió con las manos tensas hacia la persona que la había llamado. Le había dicho mil millones de veces, o a lo mejor más, que no hiciera eso, pero a juzgar por la sonrisa autosuficiente de la otra iba a tener que seguir insistiendo.
—No hagas eso, Titiana. —Se alisó la falda, como si esa fuera la excusa para haber movido las manos—. Pareces un halcón, al acecho.
—Me gustan los halcones.
Entornó los ojos al mirarla. No había visto jamás a Titiana con un halcón; era un animal que se destinaba a algunas de las comandantes, después de muchos años de formación. Tampoco recordaba que su madre lo hubiera llevado, así que era poco probable que la fueran a instruir si no había legado de por medio.
—Te estás burlando de mí.
—En absoluto, Emperatriz.
—Ya. —Apretó los labios—. ¿Sabe Silva que me estás siguiendo?
Vio cómo la aprendiza de guardia palidecía. La comandante Silva estaba pendiente todo el rato de la chica, como si fuera una especie de castigo que había asumido a saber por qué razón. Aun así, no le gustaba enviarla detrás de ella, porque esa sería la función de las sombras en cuanto asumiera oficialmente el puesto como Emperatriz. Hasta entonces las guardias rasas se ocuparían, y Titiana tampoco lo era.
O bien Silva estaba ocupada con los aristócratas y no vigilaba a Titiana, o bien las guardias que ella debería haber tenido detrás lo estaban. Desde la muerte de Fauna, el cuerpo estaba un poco desajustado y León las desquiciaba tanto como a ella.
—Vamos a hacer algo —propuso. Cogió a Titiana por el cinto que le sujetaba la túnica y tiró de ella, con prisa—. Antes de que me encuentren, venga.
—¿Algo como qué? Nos vamos a meter en un lío. Vita, ¡Vita!
Sabía que Titiana la seguiría fuera donde fuera; eso no era ningún problema.
Corrió a través del pasillo en busca de una puerta que diera al jardín. Habían hecho un recorrido al llegar por ellos, porque el dueño debería estar contentísimo de cómo le robaba ideas a la villa imperial para su propia casa. Sabía que si salía y giraba hacia la derecha, podría llegar hasta una pequeña cuadra donde había vislumbrado a los jardineros guardar herramientas.
El aire de la noche se le antojó frío sobre las mejillas arreboladas cuando llegó al exterior. Tomó aire unos segundos, empapándose. Titiana resolló a su lado, dispuesta a decirle que debían volver, así que echó a correr de nuevo. Notó que la panta se le resbalaba de los hombros y no se molestó en rescatarla.
Llegó a la cuadra casi sin aliento. No estaba acostumbrada a grandes ejercicios, a pesar de que su madre había encomendado a las guardias que la mantuvieran en forma cuando era pequeña. Era cierto que la orden parecía haber caducado con su muerte, no podía culparlas. Puso las manos en las caderas para intentar recuperarse con dignidad. Titiana lo tenía más fácil: no se cansaba, solo se asustaba muchísimo.
Vita era consciente de que si se partía el cuello haciendo aquello y encontraban a Titiana a su lado, la colgarían. Las dos tendrían que esforzarse entonces por que ella no muriera de forma trágica. Quizá no podía confiar en Titiana para que la salvara de todas las maquinaciones de un imperio que no la asumía todavía como Emperatriz, pero desde luego sí para que no la dejara caer del tejado.
—Ayúdame a subir —le dijo mientras iba hacia un lateral donde había una especie de carro—. Vamos a ver las estrellas.
—Vita…
—Vamos, no seas aburrida, es una fiesta.
—Y deberías estar dentro.
—Nadie me quiere dentro —sentenció. Titiana la miró con los ojos muy abiertos—. Solo digo la verdad. No me van a echar ni de menos.
—Vita…
—Venga, va. Ayúdame. Solo me fiaría de ti para hacer esto.
Sabía que era la forma adecuada de convencerla. Titiana chasqueó la lengua igual que lo hacía siempre, y luego se reajustó la túnica, igual que lo hacía siempre, para unirse a su inventiva. Llevaban juntas incluso desde antes de nacer y sus madres embarazadas conspiraban en el palacio. Había sido imposible separarlas luego, si sus madres habían seguido conspirando. Vita había creído que quizá Titiana se marcharía después de la muerte de Fauna y el exilio de la comandante De Nero, pero Silva había hecho posible que se quedara. Lo agradecía mucho.
Era Titiana o estar absolutamente sola. Su madre se había muerto, su hermana la había abandonado, su tío le tenía miedo y para el resto del mundo aún no existía de verdad. Titiana era lo que tenía. Y la ayudaba a subirse a tejados en los jardines de aristócratas insoportables a los que debería colgar de los dedos pulgares, lo que estaba muy bien.
Se sentó en el tejado cuando logró cierta estabilidad y le ofreció las manos a Titiana para que las usara también de apoyo al subir. La aprendiza se dejó caer a su lado con un suspiro pesado, cargado de quejas sobre lo que les iba a pasar y lo terrible, terrible, terrible que era lo que estaban haciendo. Vita le señaló el cielo salpicado de estrellas, un millar de margaritas en un jardín en primavera.
—Ahora dime que no es bonito.
—Claro que lo es.
Se dio cuenta de que Titiana no estaba siguiendo su dedo para fijarse en el cielo, pero fingió que el cielo la tenía demasiado atrapada como para apreciarlo. No era difícil. Realmente era precioso. Todo un mundo allí arriba. Los dioses los estarían observando desde el Ciclo Alto y riéndose de lo insignificantes que eran, que incluso debían pedirles favores para sobrellevar sus vidas.
Seguro que Helda entendía mejor esas estrellas de lo que lo haría jamás ella. Intentó deshacerse de esa envidia, pero era muy difícil. Helda lo tendría más fácil con las Segundas Hijas: orar, servir, ser poderosa. Ella tenía que charlar, reír y aprender a ser poderosa. Necesitaba serlo, y pronto. O la acabarían devorando.
—¿Tú me protegerías? —soltó de improviso. Bajó la vista y cazó a Titiana mirándola—. ¿De lo que fuera?
—Por supuesto.
—¿Me lo prometes?
—Te lo prometo.
Sonaba tan sencillo que la hizo reír. Ojalá el mundo fuera como Titiana, sin apenas dobleces. Le resultaría mucho más sencillo pararse al borde del trono y gobernarlo con mano justa, a sabiendas de lo que sería mejor para Numia.
Despacio, soltó todo el aire que había retenido desde el inicio de la noche. Le tendió las manos a Titiana.
—Quítame los lazos —le pidió. La aprendiza la miró con espanto—. ¿Qué? Solo son unos lazos. Me pican las manos un horror, y ya se han movido todos al subir. Hazme el favor, que yo sola no puedo.
Entre la alta sociedad de Numia la forma en la que alguien se arreglaba las manos estaba cargada de significado. León había creído que recargar las suyas la destacaría, igual que una piedra preciosa, pero solo la hacía parecer vulgar. Cuando fuera Emperatriz y decidiera en aquello, apenas llevaría un trozo de seda en cada mano, usaría las pinturas corporales que eran típicas entre los emperadores y emperatrices, y dejaría que su poder estuviera más allá de un adorno. Aunque tal vez permitiera conservar la idea de que nadie podría deshacer un lazo suyo, que nadie tendría jamás tanta confianza.
Miró a Titiana entre las pestañas mientras esta deshacía cada una de las vueltas con los dedos hábiles. Empezó a notar lo rasposa que tenía la piel de los ejercicios con Silva.
—Cuando sea Emperatriz, me ocuparé de los bárbaros —soltó. La aprendiza se tomó unos segundos para mirarla, dubitativa—. Ya sabes, nada de ir a estas fiestas, sino de ocuparme de verdad del Imperio. Haré lo que sea por mantenerlo a salvo.
—¿Lo que sea?
—Sí, claro. Me infiltraré si hace falta.
A Titiana se le escapó una carcajada.
—Te infiltrarás. Tú. La Emperatriz Rosa.
—Sí. Oye, no te rías de mí —le exigió, dándole un golpe con un pie en la pierna—. Podría hacerlo perfectamente. Tú me ayudarías. Acabas de prometer que me protegerías, así que tendrías que ir conmigo.
—No te dejaría infiltrarte, Vita. Esa sería la manera de protegerte.
—Tonterías. —Movió los dedos para restarle importancia, pero Titiana se los aferró mejor. Le quedaba trabajo por hacer—. Haría lo que tuviera que hacer para mantener el control. Pero nada de pasear por fiestas solo para saludar a gente estúpida.
La sonrisa de Titiana decía que no se lo creía. A fin de cuentas, esa gente estúpida era la que mantenía con dinero el palacio y la villa imperial y parte de las arcas de los Rosa; la duda era lícita. Tendría que encontrar alternativas, pero lo haría. Estaba convencida de ello. Encontraría cómo salvar el mundo. Encontraría, por supuesto, la forma de ser la Emperatriz más poderosa de todas y que nadie la pusiera jamás en duda nunca más.
Titiana enganchó el último lazo y tiró de él con suavidad. Tenía el regazo lleno de telas brillantes, con perlas bordadas y pequeñas flores secas. Vita volvió a reírse y, con las manos libres, cogió todo aquello y lo lanzó por el borde del tejado antes de que a la aprendiza le diera tiempo a reaccionar.
—¿Pero qué…?
Puso las manos desnudas sobre el pecho de Titiana y la obligó a tumbarse sobre el tejado. Después, se colocó a su lado. Así era difícil ignorar el cielo cubierto de estrellas. Se fijó en cada mota, cada brillo.
Giró la cabeza para mirar a Titiana. En esa ocasión, la encontró atendiendo a lo espectacular que era el cielo, el perfil recortado en la oscuridad. Hacía poco le había dicho que no dejaba de crecer, como si fuera un roble, y era cierto. Se había hecho mucho más alta que ella, más fuerte; pero tenía la misma nariz de siempre y los mismos hoyuelos.
—Serás la mejor guardia de todas —le dijo—. Protegerás el Imperio. Todo irá bien.
La aprendiza dio un pequeño respingo. Lentamente, ladeó también la cabeza para mirarla. Incluso con esa ausencia de luz, Vita era capaz de distinguir el rubor en sus mejillas. Se lo había dicho en serio: no había nadie más leal. Eso era lo que necesitaba una guardia. Deber, honor, lealtad. Fauna lo decía siempre de De Nero.
—¿Y si no lo soy? —dudó Titiana.
—Seguro que sí. —Estiró los dedos desnudos y dio con la mano de Titiana en medio—. Confío en ti.
Porque Vita Rosa solucionaba sus problemas, y Titiana nunca sería uno.