María Delfina Ungaro
Buenos Aires (1991), abogada (UBA) y escritora. Su relato «Por mano propia» fue seleccionado en el I Premio Misteria. Ha colaborado en diversos grupos de lectura y análisis literarios.
Sinopsis
Victoria se enfrenta a un dilema y deberá elegir bien sus pasos. Militares por todos lados, dos veredas políticas opuestas, un apellido que proteger y la persona que ama en apuros. ¿Cuál será su decisión sabiendo que toda acción tiene consecuencias? ¿Pesará más su imagen pública o usará su poder para ayudarla? Solo en la intimidad de su alma libre encontrará las respuestas.
En algún pueblo de Buenos Aires. No había caso, de ninguna manera podía concentrarse. Luego diría que se trató de una premonición, pero lo cierto era que sentía un denso malestar recorriéndole todo el cuerpo que le impedía desarrollar con normalidad sus actividades. El sol de la mañana le daba en la espalda sin lograr reconfortarla. Todo estaba como empañado, turbio. Pero tampoco podía quedarse quieta. Buscando algo que hacer, empinó la taza que tenía sobre el escritorio. Arrugó la nariz al sentir el líquido espeso, almibarado y frío que supo ser café, y que ahora parecía veneno. —Victoria, ¿me escuchó? El contador la había llamado para comunicarle las buenas nuevas después de tantos años y ella no lograba reaccionar. Estaba desinflada. Fingió un tono alegre a su manera para salir del paso. Del otro lado, el contador pareció conforme, porque no insistió. Después de todo, ella tampoco era un dechado de emociones. Aunque era cierto que su labia autoritaria estaba muy desmejorada por esos días. Me estoy poniendo vieja, pensó, vieja y sentimental. Nunca antes en su vida se había arrepentido seriamente por hablar sin pensar. Los impulsos eran parte de ella. Por lo visto, eso ya no era así. La discusión en la que se vio envuelta dos días atrás le había aguado el ánimo. Los demás estaban acostumbrados a los vaivenes vertiginosos de su carácter. Sus hermanas la dejaban estar ignorándola y las personas que trabajaban para ella no se animaban a desafiarla, apartándose de su camino ante la menor advertencia de peligro. Justamente, la única persona capaz de hacerle frente estaba molesta con ella. Estaba aguantando las ganas de recapitular e ir en busca de una tregua, pero jamás le había resultado sencillo sortear los intrincados vericuetos de su enorme orgullo. Observó con bronca el teléfono sobre el gran escritorio que en otro tiempo perteneció a su padre, evaluando llamar, pero desechó la idea. La operadora telefónica estaría del otro lado escuchando todo con la respiración contenida, vencida por la curiosidad. Se horrorizó de solo pensarlo. Además, qué sentido tenía si debía elegir de manera cuidadosa sus palabras para evitar ser imprudente. Encendió un cigarrillo con impaciencia, recostándose sobre el sillón. No quería dejar volar demasiado a su mente por temor a que la traicionara. Agradeció verse interrumpida en sus cavilaciones, cuando Segundo entró con su habitual aire taciturno, que parecía anunciar alguna desgracia. Lo interrogó con la mirada. —Todo en orden —dijo—. Hablé con los peones. Les ofrecí el aumento y acordaron no armar ninguna revuelta. Por ahora. —Lo que nos faltaba —respondió con indignación—. Esperar a que los señores estén satisfechos o no. Me parece que todavía no entendieron que se les terminó la joda. Demasiadas concesiones tuvimos que hacerles como para que todavía se quejen. A nosotros, que les damos de comer y nos ocupamos de ellos. Pero mirá, no me hagas reír. Que se pongan a trabajar que para eso están. Segundo asintió con seriedad. Era su mano derecha, una de las pocas personas en las que confiaba plenamente. Y eso era mucho decir. Entre ellos había más entendimiento que palabras. Por eso, sin tocar nunca el tema, sabía que él siempre había estado en una posición incómoda. Era su trabajo ejecutar sus comandas, pero no olvidaba jamás que su lugar estaba con las bases. Dio una pitada al cigarrillo, exhalando el humo con rabia. —Hablé con Varela —soltó. Segundo la miró expectante—. No sé bien cuál es la explicación, la cuestión es que ahora vamos a poder cobrar las exportaciones el doble, o más, no sé. Lamentó no poder controlar su tono ofuscado. Al contador podía engañarlo, pero a Segundo no. —Y eso es bueno ¿o no? —Lo es. Dio otra pitada, apagando el cigarrillo con fuerza en el cenicero. No se atrevió a sostenerle la mirada por temor a sucumbir a las ganas de vomitarle todo. En definitiva, él era su confidente, aunque filtrara la información de manera críptica para no quedar expuesta. Desde luego, era una formalidad. Él siempre estaba al tanto de todo aunque ella no fuera explícita. —¿Habló con…? —No. Él no insistió. —Preparame a Hades. Quizás después de almorzar salga a dar una vuelta. Segundo asintió antes de marcharse, dejándola sola con su malestar. Contuvo las ganas de encender otro cigarrillo, para evitar que su hermana le hiciera una escena al notar que había estado fumando. Cuando llegó al comedor, la estaban esperando. Sin mediar palabra se sentó a la cabecera, en medio del traqueteo de las criadas que repartían bandejas y destapaban recipientes. Como siempre, Inés hablaba hasta por los codos. Era admirable su capacidad de comer sosteniendo un monólogo ininterrumpido sin ahogarse. —… Y por eso le recomendé que no dijera nada hasta estar segura. Todavía no sabe quién le está robando las flores. Qué cosa, no se puede confiar en nadie por estos días —hizo una pausa dirigiéndose a ella— ¿Nos vas a decir a qué hora es el funeral? Estás hace días hecha una sombra. Se dio por aludida, porque le clavó la mirada como un cuchillo, pero no respondió. De pronto sintió que le rugían las tripas. Decidida a ignorarla, le hizo una breve seña a la criada para que se marchara, y se concentró en el plato que tenía frente a ella dispuesta a atacar. Como un rumor que toma fuerza de a poco, desde los pasillos comenzó a escucharse un estrépito de voces acaloradas. Se le ocurrió que tal vez a alguna de las chicas del servicio se le habría caído algo, o como solía ocurrir, alguno de los perros había logrado entrar en la casa, poniendo todo patas para arriba. Pegó un salto en la silla cuando la puerta del comedor diario se abrió de un golpazo. Una criada regordeta de mejillas rosadas entró en estampida, seguida por el resto de las chicas que retorcían sus delantales con nerviosismo. Antes de que pidiera explicaciones, la criada se paró a su lado gritando que se han llevado presa a doña Alicia, señora, se la llevaron presa y nadie sabe qué pasó. No entendía nada. Un baldazo de agua helada le hubiera causado menos impresión. El malestar que hasta entonces la había acosado pareció quedar suspendido por un segundo, comenzando a bullir amenazador. Como una bola de fuego en su pecho. Se puso de pie de un salto, intentando controlarse. Lo sucedido dos días antes volvía a ella con dolorosa intensidad. Tiró la servilleta que descansaba en su regazo sobre la mesa, como siempre que tomaba una determinación. Sus hermanas la observaban expectantes. Hasta Inés había quedado muda dando cuenta de la gravedad de la situación, persignándose en silencio. Preguntó por Segundo, ordenando que le prepararan el auto para salir de inmediato. No quiso saber nada con que le avisaran al chofer. Fue categórica. —Manejo yo. Sus hermanas sabían de sobra que era inútil interponerse en su camino, pero eso no impidió que le dieran las mil y una advertencias. Ensimismada como estaba, no había prestado atención a la corrida de comentarios que generó la llegada de los camiones. Gendarmería, el Ejército, los soldaditos de papel o quienes quieran que fueran. No era su problema. O, mejor dicho, no había sido su problema hasta ese mismo instante. Estaba por subir al auto, cuando le hizo señas a Segundo. Él miró en derredor, evaluando brevemente la situación. Pensativo, se llevó las manos a la cintura, donde descansaban los fierros cortos que llevaba por si se presentaba la oportunidad. Al fin, pareció decidirse. —¡Gallego, vení! Un hombre de boina y rostro curtido se adelantó acomodándose los tiradores de elástico. Había acabado por resignarse al apodo que le asignaron, aunque se hubiera cansado de aclarar a quien quisiera oírlo que él no había nacido ni a 100 km de Galicia. «Es una mala costumbre que tenemos», le explicaron sin enmendar el error. —Es de mi confianza —explicó Segundo al subirse al coche. Y agregó sonriendo—: Duro como roca y rojo como la sangre. Ella soltó una risa irónica. Puso en marcha el auto. —Bajo mi techo son todos del mismo partido: el mío. Atravesaron el camino de tierra dando tumbos. La larga hilera de sauces que custodiaba la entrada de la Estancia a los lados fue pasando como un manchón en el paisaje. Castigó con violencia a la palanca de cambios que se encontraba al lado del volante. No había apuro que fuera suficiente. Maldijo por los tacones que le impedían dar de lleno en el pedal, torciendo el pie para poder pisarlo a fondo. Inés siempre se quejaba de que conducía como si estuviera corriendo una carrera de locos. Tenían un par de kilómetros hasta el pueblo, pero ninguno rompió el silencio. Cuando al fin llegaron, le dio la sensación de no estar en el mismo pueblo en el que vivía. Se respiraba un clima de tensión en la calle que la oprimió. Le pareció un insulto que se alterara de esa forma la tranquilidad de un pueblo como aquel. Pensó seriamente en hablar con el intendente, que no había tenido siquiera la decencia de avisarla. A ella, que era descendiente de los fundadores. A ella, que hacía todo por ese pueblo maldito. Aferró el volante con fuerza. Allá adonde mirara había uniformados de verde pululando como hormigas. El contraste era abrumador. Comparó el verde de los montes, de los árboles, de la naturaleza que la rodeaba, con el de esos monigotes. Nada tenían que ver con todo eso que ella amaba, con el azote del viento de su tierra que le latía en las venas. La puerta de la comisaría estaba llena de gente. El comisario junto con algunos soldados intentaban contener el aluvión de personas que pujaban por entrar. No la sorprendió. La noticia de que Alicia estaba presa debía de haber corrido como la pólvora. Más aún, teniendo en cuenta de que se trataba de la persona más querida por esos lares. Si la reputación lo era todo, doña Alicia era el mejor ejemplo de superación e independencia. De manera incuestionable, estaba envuelta en un aura de virtud a prueba de balas. Las voces callaron. La gente se hizo a un lado dejando un camino para darles paso. Con su altivez intacta se encaminó a la puerta de la comisaría escoltada por Segundo y el Gallego. Al verla, el Comisario arrugó el entrecejo preocupado, pero no tuvo el valor de detenerla. Todo en ese pueblo pasaba sin pena ni gloria erosionado por los años, menos su familia. Dio un paso al costado permitiéndole pasar. —¿Quién está a cargo? La respuesta no se hizo esperar. Un oficial salió a su encuentro, conduciéndola hasta el despacho del comisario. El olor a tabaco rancio que viciaba el aire la asqueó. Hasta para ella, que era una fumadora empedernida, era demasiado. Imaginó a su hermana Inés observando indignada alrededor. Se escuchaba una radio desde otra habitación que reproducía los últimos compases de un tango. —Pase. Detrás del escritorio del comisario, un hombre uniformado alto y serio se puso de pie. Tenía un bigote poblado que parecía un cepillo recortado con regla. Tenía más chapitas de colores brillando en su uniforme que los demás. Algo en su seria impasibilidad indicaba una autoridad incuestionable. Con un ademán, les indicó a sus subalternos que permitieran pasar a sus acompañantes sin revisarlos. —Señor, están armados. Él asintió, pero repitió el gesto. Sin hablar, volvió a sentarse detrás del escritorio indicándole el asiento al otro lado. —Soy el teniente Benavidez —dijo con voz ronca, tomando un cigarrillo—. Estoy ahora a cargo de este destacamento. Le ofreció un cigarrillo, pero ella lo rechazó, tomando uno de su propia tabaquera. —¿Por qué motivo? Él sonrió desconcertado, como si no pudiera creer lo que estaba oyendo. Era una suerte que ese día estuviera de buen humor, y si podía decirse que tenía alguna debilidad, esta sin duda podía tratarse de las mujeres elegantes con agallas. —Órdenes de arriba — respondió, y de inmediato agregó viendo su intención de contraatacar—. Permítame decirle que me sorprende verla por acá. Este no es un lugar para una señora como usted. Sí, sé perfectamente quién es usted. Con su mano enguantada le restó importancia al comentario. —Entonces sabrá por qué estoy acá. Han encarcelado a unas personas hoy. —No veo qué relación puedan guardar con usted. Dudo mucho que tenga algo que ver con una banda de peronistas traidores a la patria. —Tiene razón. Pero, verá, entre ese grupo hay una mujer del pueblo que fue puesta presa también, seguramente por error —explicó. Se le estaba acabando la paciencia—. Teniente, exijo su liberación inmediata. Los bigotes de Benavidez se tensaron grotescamente. —Eso no es posible. Fue descubierta en flagrante colaboración con esa banda de delincuentes. —Si la conociera, sabría que ella le prestaría su ayuda a cualquiera que se la solicitara. —Debería advertirle a su amiga lo peligroso que es ayudar a cualquiera por estos días. —Créame, me cansé de advertirle, pero no me ha hecho caso. Exhaló una bocanada de humo, notando que a su espalda la tensión iba en aumento. Segundo y el Gallego parecían dos estatuas tensas a punto de atacar al menor indicio. El teniente hizo una pausa, pensativo. —Las coincidencias podrían favorecerla —comentó—. El padre Machado me pidió que la dejara fuera de esto, destacando sus virtudes de buena cristiana. Eso es así, ¿cierto? —¿El padre…? ¿Qué tiene que ver el cura con todo esto? ¡Quiero verla de inmediato! El militar no respondió. —Déjemelo pensar mientras reviso los papeles. Para demostrarle mi buena voluntad, voy a permitirle ir hasta la celda. Se paró como un resorte. Antes de salir le hizo una seña a Segundo, que este captó silenciosamente. Cada paso que daba retumbaba en la losa monocromática del piso. El chirrido de las rejas, de las cerraduras, le daba una sensación de encierro asfixiante. No podía imaginarse encerrada, sin poder moverse a sus anchas, en libertad. El guardia que abrió la última reja le sonrió con insolencia. Ni siquiera lo miró. «Un ratito nada más, eh», masculló al pasar por su lado. Fue difícil acostumbrarse a la penumbra. Ahí no corría aire. El ambiente viciado generaba una pesadez insoportable. Toda la habitación estaba atravesada por una enorme reja de hierro que dominaba la estancia. Con ojos ansiosos, escrutó la oscuridad. Dos mujeres se hallaban recostadas en un camastro, mientras que un hombre moreno deambulaba por la celda. Los tres se detuvieron a observarla aprensivos. Los ignoró. Por fin dio con lo que buscaba desde el mediodía, cuando la criada rolliza le dio la mala nueva. Alicia parpadeó incrédula. Se incorporó desde el otro camastro, que tenía pinta de ser tan cómodo como un colchón de clavos, poniéndose de pie con dificultad. Cuando se acercó a la reja, la escrutó con angustiosa inquietud, para asegurarse de que no estuviera lastimada. Tenía el cabello despeinado, los ojos cansados y los faldones de la camisa desacomodados afuera de la pollera, pero por lo demás parecía indemne. Alicia sonrió al verla. —Me pareció escuchar su voz en el pasillo —susurró tras las rejas—. ¿Qué hace acá? —Sacarte de esta pocilga —respondió—. Ya hablé con el teniente. Es cuestión de minutos. —¿Nos van a dejar ir? Sintió una punzada de ansiedad. Nunca se le habría ocurrido pedir también por los demás. Delincuentes o no, no eran su asunto. Alicia echó una breve mirada a sus compañeros de celda, entendiendo todo. —No soporto verte acá un segundo más —murmuró Victoria. Los ojos desafiantes de Alicia le respondieron con gravedad. No pensaba irse sin ellos. Tuvo ganas de gritar, pero se contuvo porque sabía que no era el lugar apropiado. La última vez que habían hablado, terminó en la maldita discusión que la tuvo a mal traer por dos días. No entendía qué bicho la había picado para que de pronto, con sus años, le diera por jugar a la justiciera. —No pienso irme sin mis compañeros —zanjó. —Pero ¿qué te sucede? ¿Estás loca? El tono de su voz alertó a los otros integrantes de la celda, que comenzaron a mirarla con miedo. —Claro que no —respondió Alicia—. No hemos hecho nada, no tienen por qué retenernos acá. Resopló con impaciencia. Si algo había aprendido después de estar casada infelizmente con un abogado por diez años, era que no había Constitución ni ley alguna que valiera cuando la rueda giraba y el bando cambiaba, y decidían pasarse el estado de derecho por donde mejor les cupiera. Parecía que la única forma que encontraban en este país para resolver las cuestiones era a través de las armas. A sangre y fuego. No quiso decir nada, por temor a volver a encender la mecha que había complicado todo días atrás. De ningún modo pensaba continuar la discusión ahí. Alicia se alejó de la reja mirándola desafiante. Le sobraban ganas de matarla. Y aun así, pensó, nunca antes la había visto tan bella. Volvió a la realidad de manera cruda. —A mí estas ropas no me engañan. Yo no me olvido de dónde salí, ni de los que nos dieron voz —dijo—. O nos vamos todos o ninguno. La terquedad de Alicia terminaría por hacerla estallar de rabia. No le entraría nunca en la cabeza por qué no se dejaba rescatar. Era la misma historia de siempre. Desde que fuera criada en su casa. Aunque la respuesta era otra: por qué ella nunca la podía rescatar. Por qué después de tantos años debía continuar tragándose kilómetros de historia que quedaban ocultos bajo el mar de la apariencia. Conformarse con poco, sin poder darle a la persona que amaba desde que tenía uso de razón el lugar que le correspondía en su vida. A la vista de todos, con todo el amor y el derecho del mundo. Tuvo ganas de patear la reja. De ponerse a gritar como loca. En cambio, una vez más, recapituló. Los tacos resonaron por los pasillos con un eco de determinación. —¿Usted me está pidiendo que los largue a todos? —En efecto —respondió encendiendo un cigarrillo—. Vamos, teniente, a mí me gustan tan poco como a usted, pero es una larga historia, ¿cómo lo podemos arreglar? El militar la observó molesto. Se cruzó de brazos acomodándose en la silla. Cuando más tarde el guardia abrió la celda, los prisioneros salieron dubitativos. Menos Alicia, que no tenía dudas sobre su capacidad resolutiva. El guardia los dejó pasar con la quijada dura de bronca, aferrando su fusil con fuerza. —Tuvieron suerte, peronistas de mierda. Ya los vamos a agarrar —agregó escupiendo al suelo. Los militares apostados en la entrada de la Comisaría habían dispersado a los empujones a las personas que se quedaron esperando. Desde luego, la mayoría se había quedado en los alrededores mirando, no fuera a ser que se perdieran algún detalle. En los próximos días, el pueblo sería un hervidero de chismes y versiones de lo ocurrido que poco tendrían que ver con la realidad. Ella los esperaba en la puerta, junto a sus dos recios escoltas. —No quiero volver a verlos por acá —les espetó—. La próxima no voy a salvarles el cuello. Ellos dos los van a acompañar hasta el cementerio donde los están esperando. No se preocupen, es de los suyos.—continuaban mirándola incrédulos.— Bueno, váyanse de una vez, ¿o es que quieren volver a la cárcel? El hombre y las dos mujeres le agradecieron de manera solemne, aún sin entender qué había ocurrido. Abrazaron a Alicia, murmurando por lo bajo como despedida, que viva, que viva el General. Tuvo ganas de bufar molesta, pero se contuvo. El rugido del auto acelerando dejó una estela de polvo que cubría el comienzo del final del día. Con la cabeza, le hizo señas a Alicia para salir de ahí cuanto antes. Le habían entregado sus pertenencias, que llevaba amontonadas de cualquier modo entre sus manos. —¿No pensás decir nada? Habían caminado en silencio algunas cuadras. Sabía que desde las ventanas estarían espiando cada movimiento desde distintos ángulos. No había escapatoria alguna ni respiro en ese pueblo. Pero, en aquel momento, no le importó. Años de estrategias de ocultamiento la dejaban a salvo de cualquier suspicacia. Además, lo único que importaba era que Alicia volvía a estar a salvo. —Lo que me intriga es saber qué les ofreciste a cambio de nuestra libertad. —Ah, eso —dijo restándole importancia—. Segundo se va a encargar. Nada que dos novillos recién carneados no puedan solucionar con una tropa hambrienta —hizo una pausa—. Parece, después de todo, que ser una ricachona egoísta sirvió para algo. Vencida por su propio carácter, lanzó el puntazo envenenado. Ya era suficiente con todo lo que había tenido que contenerse a lo largo del día. A su lado, Alicia parecía mortificada. Se sintió culpable por hacer mención de la discusión que habían tenido, pero en el fondo el sentimiento se le mezcló con otro de placer. La alegraba que estuviera a salvo, pero a la vez necesitaba recriminarle sus acciones, por haberla tenido padeciendo con el corazón en la boca. Era confuso. Todo era confuso, y contradictorio. Los avatares de los años las encontraban en veredas ideológicas opuestas. Y aun así, ahí estaban. —Lo lamento. De verdad, lo lamento —le dijo—. No quise decir… —No hablemos de eso ahora. Oportunidades para volver a enfrentarse por sus ideas no les faltarían. Mejor era hacer una tregua que les permitiera sobrellevar las diferencias con la mayor delicadeza posible. No lo admitiría ni bajo amenaza de muerte, pero, aunque jamás podría estar de acuerdo con ella en algunas cuestiones, que sostuviera de ese modo su causa la hacía inmensa a sus ojos. Alicia abrió la puerta de su casa, volviendo la vista hacia atrás. —¿Entra? —Quizá sea lo mejor. Asegurarme de que no vuelvas a cometer una locura. Alicia rio con ganas por primera vez en el día. —Además —murmuró para que las paredes no escucharan—, todavía no me dijo qué precio tiene mi libertad. Le devolvió la sonrisa. —Y convengamos algo, este país sí ha cambiado: ahora soy yo quien te prepara el baño. Nada estaba perdido. La tarde aún podía salvarse. Las campanadas de la iglesia dieron las seis. Tenía tiempo de sobra antes de que volvieran por ella, antes de que sus hermanas desesperadas comenzaran a rastrearlas, antes de que el mundo reaccionara de nuevo. Hasta entonces, podría compartir esa libertad muda entre cuatro paredes que tan feliz la hacía. La que no tenía precio.Qué precio tiene tu libertad