Alba G. Callejas
Alba G. Callejas es una escritora vallisoletana nacida en 1992, amante de la fantasía y el arte en todas sus facetas. Autora del relato «Espíritu e Instinto» disponible en Lektu, publicará su primera novela en 2021 con el sello Selecta de PRH. Participa en algunas publicaciones conjuntas como las antologías benéficas Fieles y Talasofilia y también en otras antologías de temática variada como El cuervo de un ojo y el elfo, Caperucita Feroz, Libertad y Wanderlust.
Sinopsis
Lúa viaja con su familia al lugar de la convergencia, como cada año durante el solsticio. Está nerviosa porque será la primera vez que participe en ella como adulta, pero ante todo está nerviosa por reencontrarse con Onega.
Convergencia es un relato de ficción histórica protagonizado por mujeres LBT+ y ambientado en la Edad del Bronce. Resultó Mención Especial en el I Premio Herstoria.
No importaba cuánto creciese ni cuántos años pasasen, la maravillosa vista del valle a sus pies la dejaba sin aliento como la primera vez. Recordaba perfectamente la primera ocasión en que había alcanzado aquella cima por sí misma. Recordaba sorprenderse de lo verde del valle y de lo grande que se mostraba el mundo más allá. Y recordaba el duro viaje, el dolor de cuerpo… pero ante todo el ambiente festivo y todos aquellos desconocidos que se convirtieron en amigos. Sin embargo, poco quedaba ya de la niña que había sido Lúa. Su cabello oscuro, recogido en dos trenzas que recorrían su cabeza desde la frente hasta la nuca y más allá, enmarcaba un rostro en que apenas se adivinaban los rasgos infantiles que la habían caracterizado antaño y, bajo las pieles animales que vestían su cuerpo, se adivinaban las formas de una mujer. Aquel no iba a ser su primer solsticio, pero sí el primero que viviera como adulta, como mujer completa de los pueblos de la región, y estaba nerviosa por ello. Podría decidir cambiar de poblado, unirse a los pescadores del sur o incluso aventurarse a unirse a las comunidades que vivían al pie del gran mar. Podría emparejarse, como tantos otros jóvenes de su tribu, solsticio tras solsticio, eligiendo a muchachos de otros pueblos para compartir el resto de sus días. Pero no era eso lo que la mantenía sonriente, contemplando más allá el paisaje que transcurría ante ella. Quedaban pocos días de viaje hasta llegar al punto de encuentro de las tribus. Pronto volvería a reunirse con amigos que solo veía en aquellos momentos de convergencia, y se encontraría con Onega, su gran amiga de infancia. La sonrisa se amplió en su rostro al recordarla. Estaba segura de que ella también habría crecido, pero esperaba que conservase su larguísima cabellera del color del trigo tostado y aquella mente imaginativa repleta de historias con las que llenar el tiempo. Un sonido a sus espaldas la hizo girarse, un crujido de madera que llamó su atención. Poco a poco todo su pueblo llegaba a la cima de la montaña. Algunos, como ella, se habían adelantado y ya llevaban rato observando las vistas del valle, pero los más ancianos tardaban más en dejar atrás los angostos caminos. Además, estaba también aquel carro que parecía haberse quedado atascado justo en el último tramo, o quizá se hubiese estropeado por la horrible subida y el penoso viaje. Se acercó a él junto con otro par de jóvenes de su grupo y, entre todos, consiguieron hacerlo subir el trecho que faltaba y dejarlo en un lugar protegido, a la espera de ponerse en marcha de nuevo. —Escuchadme todos —se oyó de pronto la potente voz de la jefa de la tribu y Lúa se apresuró a ponerse a su altura para atender a lo que tuviera que decirles—. Estamos cerca de la Ladera de las Estrellas. Acamparemos aquí y esta noche le haremos una visita. Un asentimiento general fue la respuesta de todos a su alrededor, seguido por las risas emocionadas de los más pequeños. Lúa miró atentamente a Vania, aquella mujer de gesto decidido y fuertes brazos y piernas era quien decidía por todos ellos y nadie cuestionaba sus decisiones. Aunque en aquel momento le hubiera gustado decirle que prefería seguir viajando para llegar cuanto antes al lugar de la convergencia. Suspiró, sin atreverse a decirle nada, y buscó a su padre con la mirada. Lo vio más allá, ayudando a algunos de los más mayores a superar los últimos metros de ascenso, y se acercó a él con intención de echarle una mano. Era hora de ponerse cómodos para pasar la noche. *** Tenía que admitir que la puesta del sol en aquel lugar tan lejos de su hogar era muy diferente y hermosa. Además, la Ladera de las Estrellas le daba un toque completamente mágico. Todos los miembros de su comunidad seguían a Vania, la líder, a través de ladera de la montaña de roca desnuda, que pronto mostraría sus secretos ante ellos. Lúa lo recordaba levemente; en otro de aquellos viajes para acudir a la convergencia se habían detenido en aquel alto y, como en aquella ocasión, el jefe del poblado los había llevado a aquel lugar a contarles las historias que sus ancestros habían dejado grabadas en la roca. Pero ella había sido muy pequeña, tanto como aquellos chiquillos que seguían a Vania de cerca con las caras llenas de ilusión. Los colores cambiaban en el cielo con rapidez, nada quedaba ya del azul brillante que había custodiado su viaje. El sol descendía con rapidez, dejando paso a una cálida gama de naranjas y rosas que embellecían, todavía más, el paisaje a su alrededor. Lúa, y algunos más, miraban en torno a ellos hacia los bloques de piedra que los rodeaban, con interés, tratando de desentrañarlos sin éxito. No fue hasta rato después cuando Vania se detuvo y alzó los brazos, haciendo así que todos se detuvieran también y se colocasen a su alrededor. —Hermanos —empezó a decir con aquella voz clara y solemne que la caracterizaba—, es una época muy especial para todos nosotros. Rompemos con nuestra rutina y nuestro modo de vida para encontrarnos durante unos días con nuestros vecinos en el lugar de la convergencia. Nos reunimos una vez más para celebrar que seguimos aquí, que hemos superado otro duro invierno y que el periodo estival se abre paso, marcando otro ciclo para nosotros. Nos reunimos para celebrar, para compartir y disfrutar y también para despedirnos de aquellos que nos dejaron durante estos meses y permitir que se encuentren con nuestros ancestros. El gesto de Lúa se endureció ante aquellas palabras. Su madre no había sobrevivido al invierno y eso hacía de la convergencia algo especial para ella y su padre; se despedirían de ella y entregarían sus restos para permitir que se uniera a los antepasados. Vania no permitió que pensase demasiado en ello, ya que continuó hablando: —Nuestros ancestros participaron en las convergencias desde que el mundo es mundo y dejaron sus marcas para nosotros. La Ladera de las Estrellas es uno de esos lugares especial para nosotros, porque podemos leer en la roca lo que nos dejaron con tanta claridad como si estuvieran hoy aquí. —Se agachó y acarició la piedra que había bajo sus pies, casi con cariño, entonces miró a uno de los jovencitos que había cerca de ella y le sonrió—. Hay decenas de historias en toda esta montaña, os contaré una de mis favoritas de cuando era niña. Según iba hablando, el sol seguía en su descenso y, poco a poco, la Ladera de las Estrellas mostró su magia y Lúa no pudo evitar dejar de atender a las palabras de la líder, demasiado maravillada de todo lo que se mostraba a su alrededor. Porque entre las irregularidades de la roca desnuda de la montaña comenzaban a aparecer dibujos y grabados de todo tipo, revelados de algún modo gracias al descenso del sol en aquel momento del año. Lo primero que logró ver fue un antropomorfo; una forma alargada, con brazos y piernas que asemejaban a una pequeña persona. Más allá observó un ciervo, como tres veces más grande que aquel humano, con sus poderosas astas alzadas al cielo. Se sorprendió de ver más allá dos, tres ciervas, cerca de aquel enorme macho. Comenzó a pasear por la ladera, siendo perfectamente consciente de que no era la única de su tribu que había comenzado a descubrir aquellas maravillas, y su imaginación comenzó a volar. Encontró decenas de cazoletas, círculos concéntricos y también más animales y humanos grabados en la roca y casi sintió que sus ancestros le contaban historias en aquellos trazos sobre la piedra. Escuchó el asombro de los más jóvenes de la tribu y sonrió. Adivinó que Vania estaba terminando ya su relato; había reconocido aquel petroglifo que les estaba enseñando, se trataba de un gigantesco laberinto. Recordaba la historia que le habían contado allí cuando era pequeña, hablaba de solucionar problemas, hablaba de libertad. Aunque estaba segura de que Vania añadiría a aquella narración su toque personal. Continuó su paseo, observando atentamente los trazos sobre la roca de la ladera, entonces encontró dos antropomorfos, uno muy cerca del otro, y parecía que el artista que los había dibujado los había retratado con el cabello largo y en actitud de complicidad. Sonrió y volvió a acordarse de Onega, la amiga que volvería a ver en muy pocos días y con la que sabía que compartiría muy buenos momentos. Tomó una roca del suelo y se decidió a dejar reflejada su propia historia para aquellos viajantes del futuro que, como ella, pudieran leer parte de su historia. Cuando se alejó de aquella parte de la Ladera de las Estrellas, aquellas dos figuras humanas de cabello largo se daban la mano. *** Dos días después de dejar atrás la Ladera de las Estrellas, el grupo al que pertenecía Lúa llegó al lugar de la convergencia: una amplísima explanada en el fondo de las agrupaciones montañosas, justo en el lugar donde iban a morir dos ríos, donde se unían dos valles. En el lugar indicado para que todos los pueblos de los alrededores llegasen sin dificultades año tras año. Presidiendo aquella verde explanada, un gigantesco montículo se alzaba, indicando el lugar de encuentro sin lugar a la equivocación. No les habría costado encontrarlo, ni siquiera en el caso de que hubieran sido los primeros en llegar. Pero la explanada bullía de actividad y muchos rostros sonrientes acudieron a su encuentro nada más los vieron llegar. Todos se vieron rodeados de amigos y conocidos, los saludos y las muestras de afecto se repartieron por doquier según avanzaban hacia el promontorio y Lúa pronto se reunió con algunos amigos a los que, en principio, le costó reconocer. Casi lo primero que hizo fue preguntarles por Onega, pero el grupo de su amiga todavía no había llegado al lugar de la convergencia. Pasaron el resto del día en compañía, echados en los prados circundantes a la explanada poniéndose al día y contando miles de anécdotas de la vida durante el tiempo que pasaron separados. Hablaron de tormentas, de cacerías y de mil cosas más que llenaron la tarde de risas y complicidades. Lúa estaba contenta de volver a juntarse con Gruni, Kanda, Uni y otros tantos amigos que, como ella, habían crecido mucho en un año. Todos pertenecían más o menos a la misma generación y aquella era la primera vez que participarían en la convergencia como adultos, pero aquello cada vez le importaba menos a Lúa, que cada vez estaba más inquieta por la ausencia de Onega. ¿Y si su amiga no acudía? ¿Y si le había pasado algo a ella o a su pueblo? Muchos otros grupos llegaron a lo largo del día, siendo recibidos con jolgorio y alegría. Pero la noche alcanzó la explanada sin que hubiera noticias sobre el grupo de Onega. Lúa se reunió con su padre con el corazón lleno de dudas. Poco a poco las hogueras comenzaron a encenderse, iluminando la explanada alrededor del montículo central al tiempo que la oscuridad los cubría por completo y las estrellas comenzaron a tachonar el cielo. Se repartió una cena escueta, con aquello que cada grupo había traído desde el hogar. En aquel lugar de unión no había comunidades diferenciadas, todos eran uno y les esperaban algunos días por delante en los que compartirían cada momento y cada recurso. *** Lúa se despertó de pronto, sobresaltada, en el momento en que sintió que alguien le tapaba los ojos. Trató de incorporarse, pero fuera quien fuese que estaba impidiéndole ver también evitó que se levantase. —¿Qué? —murmuró, contrariada. Oyó una suave risita a su lado y sintió un beso en la mejilla. —Buenos días, dormilona —escuchó que decía una voz que reconoció al instante. —Onega —dijo, sintiendo que el sobresalto era sustituido por alivio en su pecho. La risa a su espalda se repitió y las manos que tapaban sus ojos se retiraron. Lúa se dio la vuelta tan rápido como pudo y se encontró de frente con los ojos verdes de su amiga, que le sonreían. Ambas se abrazaron con fuerza y Lúa pudo ver, por encima del hombro de Onega, que su padre también le sonreía. Todavía no había amanecido, pero comenzaba a clarear; quedaban pocas horas para que el sol se alzase y se llevase a cabo el rito de reencuentro, pero en ese instante Lúa no podía pensar en eso. —¿Acabas de llegar? —le preguntó. Onega asintió, sin soltarla todavía. —Hemos viajado toda la noche para llegar a tiempo, algunos contratiempos retrasaron nuestro viaje. —Da igual, ya estáis aquí. Lúa cerró los ojos para disfrutar del reencuentro con su amiga, después de tanto tiempo sin verla. En aquel fuerte abrazo fue consciente de que ella también había crecido, notaba en sus brazos una fuerza que no recordaba, pero el olor de su cabello era el mismo que la había acompañado el año anterior, mezcla de pino y salitre. Cuando se separaron se sonrieron y Onega se echó en la hierba junto a ella y comenzó a hablar sin poder parar. La joven estaba cansada después del viaje tan duro y sin haber tenido apenas ocasión de detenerse, pero había sido incapaz de echarse a dormir, había preferido buscarla y darle una sorpresa. Le contó que algunos miembros de su grupo eran demasiado ancianos para viajar, pero que aun así habían insistido en unirse a la convergencia, retrasando el trayecto mucho más de lo que habían calculado. A Lúa ya no le importaba en absoluto lo que hubiera pasado, tan solo le importaba que Onega estaba junto a ella de nuevo, con aquella sonrisa que tanto había echado de menos pintada en su rostro pecoso. Antes de que se dieran cuenta, la primera uña de sol asomó por el fondo de uno de los valles, iluminando la explanada y el promontorio. En aquel instante los tambores comenzaron a sonar, despertando a todos aquellos que seguían dormidos. —Es hora de abrir la montaña —dijo Onega, levantándose del suelo ágilmente, y tendió la mano para ayudar a Lúa a incorporarse. —El rito de descanso —murmuró Lúa y su gesto se ensombreció—. Mi madre se sumará a los ancestros este año. Una expresión de lástima cruzó fugazmente el rostro de Onega, que asintió con la cabeza lentamente. —Tú también deberías unirte con tu pueblo —dijo el padre de Lúa, que se había levantado y las miraba atentamente—. Cada grupo debe ofrecer a sus difuntos. Onega asintió de nuevo y, tras lanzar una larga mirada a Lúa, se alejó de allí. El enorme promontorio que se erigía en el centro de la explanada no era otra cosa sino un túmulo funerario donde, una vez al año, los pueblos de la convergencia depositaban los restos de sus seres queridos para su descanso con sus antepasados. Lúa se acercó al carro que habían traído consigo desde el hogar. En él habían llevado no solo algunos víveres para el viaje y la reunión, sino los huesos de los miembros del pueblo que les habían dejado durante el año. En esta ocasión, el grupo de Lúa había perdido a tres individuos, entre ellos a su madre. El rito del descanso era sencillo pero muy solemne. Todos aquellos que habían acudido a la convergencia se reunían en la cara este del túmulo, allí donde se encontraba la losa de piedra que cerraba el acceso a la cámara. Los tambores se alzaban con fuerza y se entonaban algunas oraciones a los antepasados que descansaban en la montaña. Entonces, los líderes de los siete pueblos que se reunían allí para la ocasión retiraban la losa de la entrada y la luz del sol naciente entraba por fin en el corredor del túmulo, iluminando en aquel momento del día hasta el final de la cámara. Luego cada pueblo llevaba, uno a uno, a sus difuntos hasta el interior del túmulo, donde descansarían para siempre. Lúa esperó pacientemente su turno, sin poder camuflar su nerviosismo y su emoción. Llevaba entre sus manos un saco de tejido amarillento que pesaba más conforme los minutos pasaban. Aquel momento sería el último adiós a su madre. Cuando le llegó el turno y los líderes le cedieron el paso al interior de la montaña, sintió como si el tiempo se parase. Nunca antes había entrado allí y jamás habría imaginado lo que iba a encontrar. Las gigantescas losas de piedra que conformaban el corredor y la cámara estaban recubiertas de pinturas que lo decoraban todo con blanco, negro y rojo. Pinturas rituales que mostraban figuras humanas en actitudes de danza y regocijo. Y al fondo de la cámara podía ver los restos de otros antepasados de su pueblo y de los vecinos, su madre estaría bien acompañada hasta el momento en que su padre y ella tuvieran que unirse a ellos. Abrió el saco y depositó cada hueso junto a los demás, con el corazón encogido y lleno de emoción, mientras su mente volvía a rescatar recuerdos de aquella mujer sonriente que la había criado y enseñado tanto. No se entretuvo. Cuando hubo dejado allí el último de los huesos y un medallón de bronce que su madre había llevado en vida, se apresuró a abandonar la cámara para dejar paso al siguiente. Se reunió con su padre, que colocó una mano sobre su hombro y asintió. Lúa todavía se sentía emocionada por el momento y fue testigo, como si se tratase de algún tipo de sueño, de cómo los líderes sellaban de nuevo la cámara después de que el último de los difuntos hubiese sido entregado a los antepasados. Después del solemne acto, los líderes comenzaron a hablar para todos, cediéndose la palabra por turnos, diciendo que los que descansaban esperarían un año más y que quienes vivían tenían que seguir haciendo crecer las comunidades, hizo referencia a los nuevos nacimientos que se habían llevado a cabo en cada pueblo y también a los jóvenes que, como Lúa, habían pasado a ser adultos durante el transcurso de aquel ciclo. Entonces comenzó la fiesta. *** Lúa recordaría poco de aquel intenso día. Los tambores cambiaron su ritmo y los jóvenes de muchas generaciones se reunieron. Las risas eran el sonido dominante por doquier en la explanada y el grupo de jóvenes que recordaba de ver en cada convergencia se agrupó para divertirse. Se repartieron en pequeños vasos cerámicos las bebidas que cada pueblo había aportado para la convergencia, distintos tipos de licores fermentados y que algunos de ellos era la primera vez que probaban, embriagando sus sentidos. Lúa no tardó en sentirse algo mareada, pero se sentía tan feliz rodeada de amigos que no le importó lo más mínimo. Tirados en los prados que rodeaban el promontorio, había más de una agrupación de amigos como ellos que reían y disfrutaban de aquellos días de convergencia. Las horas pasaron sin notarse y Lúa no podía dejar de contemplar a Onega mientras ella contaba sus historias o bien mientras reía y bebía. Había cambiado mucho, había crecido, al igual que lo había hecho ella, y su cuerpo era el de una completa mujer y ya no el de una niña. Pero seguía teniendo los mismos ojos verdes, el mismo cabello del color del trigo seco y la misma sonrisa que no había olvidado a lo largo de un año. Una profunda cicatriz surcaba ahora la mitad de su rostro y perdiéndose cuello abajo hasta desaparecer en sus ropajes, producto del desafortunado encuentro con un oso mientras llevaba a cabo una de sus primeras cazas, como les contó ella misma, y que no hacía sino resaltar su autenticidad. Entonces Onega la miró también a ella, sentadas como estaban en círculo una frente a la otra, y sus ojos se encontraron. Ambas sonrieron, dejando de prestar atención momentáneamente a quien narraba una anécdota en ese instante. La noche comenzaba a caer sobre la explanada y, para cuando Lúa se dio cuenta, estaba a solas con Onega. Los grupos habían comenzado a moverse; embriagados, muchos jóvenes se habían emparejado y retirado de los grupos para intimar. Lúa recordó entonces que una de las finalidades de la convergencia era esa, encontrar pareja entre los jóvenes de los pueblos vecinos, aquello decidiría su futuro, si seguiría perteneciendo a su grupo o se uniría al de su emparejado… Y ella no había tenido ocasión de fijarse en ninguno de sus amigos. Además, ninguno de ellos parecía haber mostrado el menor interés en ella. —¿Estás bien? —preguntó Onega, a su lado, volviendo a beber una vez más de aquel pequeño cuenco cerámico—. Te has quedado pálida. Lúa tardó en responder. —Que nos hemos quedado solas —indicó Lúa. Era algo evidente, pero ella acababa de darse cuenta de la situación y todavía se encontraba algo sorprendida. —Se veía venir lo de esos dos —rio su amiga, señalando más allá. Lúa siguió la dirección de su brazo y trató de comprender a qué se refería pese a que la embriaguez nublaba por completo sus sentidos. Dos de sus conocidos, de dos pueblos distintos, estaban tirados en la hierba de la explanada, como tantos otros jóvenes, compartiendo besos, caricias y algo más. Apartó la mirada y se volvió hacia Onega, su amiga estaba de pronto mucho más cerca de ella. —Aunque ellos podrían decir lo mismo, ¿no? Lúa la miró interrogante, sin saber a lo que se refería. Fue a decir algo, pero entonces su amiga se acercó más a ella y selló sus labios con los suyos propios. Lúa no supo qué hacer, sorprendida, pero cuando su amiga se separó de ella mirándola con aquellos ojos verdes, se dio cuenta de que aquel gesto había desatado algo en su interior. —Pero… —empezó a decir—. Nosotras… Onega sonrió y se acercó más a ella. —No me digas que no lo habías pensado —le dijo—. Sé que tú también lo habías pensado. Lúa sintió que enrojecía y apartó la mirada de ella. Lo había pensado, sí, claro que lo había pensado. Y la había extrañado como no había extrañado a nadie más de toda la convergencia durante el año que habían pasado separadas. Pero se suponía que las cosas no podían ser así. —Puede que sí, pero aun así… —Pues ya está —la cortó Onega, impidiéndole poner ningún tipo de excusa. Se acercó más y se sentó sobre ella a horcajadas para volver a besarla. La bebida de los cuencos que había entre ellas se derramó y fue absorbida por la tierra, pero no les importó en absoluto. Lúa correspondió a aquel gesto, tan sorprendida como encantada. Cada roce de los labios de su amiga contra los suyos despertaba infinidad de sensaciones en su interior y unos sentimientos que no era capaz de reconocer porque no los había experimentado antes. La noche cayó por completo sobre la explanada y las hogueras volvieron a encenderse en torno al promontorio. Conforme las horas pasaron y la embriaguez fue retirándose de sus cuerpos, Lúa fue consciente de lo que estaban haciendo ella y Onega y se apartó, inquieta, pero con el corazón latiendo con fuerza. Observó a su amiga, tirada en la hierba, semidesnuda como lo estaba ella también… y mirándola con aquellos ojos verdes que le sonreían. —Esto no puede estar bien —murmuró, sin poder dejar de mirarla. —¿Quién lo dice? —Casi rio Onega, acercándose de nuevo a ella y besando el cuello de su compañera. Lúa la dejó hacer, sintiendo cómo un escalofrío de placer recorría su cuerpo. Volvió a acariciarla, sorprendiéndose una vez más de la suavidad de su piel. No tenía respuesta a aquella pregunta, pero sabía que eso no era lo que entendían los pueblos como «emparejamiento». —No les parecerá bien —añadió, pero no hizo nada por hacer que su amiga se separase de ella. Onega se retiró un poco, pero continuó tan cerca de ella que casi podía volver a saborear sus labios. —Me da igual —dijo—. No pueden elegir con quién se empareja cada joven, somos dueñas de nosotras mismas. Lúa sabía que tenía razón solo a medias y sabía también que aquella pasión era caduca, en pocos días cada pueblo volvería a su hogar… y ellas volverían a separarse. Con ese pensamiento en la cabeza, volvió a besarla, apartando el resto de inoportunas ideas que acudían a su mente. Aquella noche solo importaba la convergencia y la juventud… Aquella noche solo importaban ellas dos. Convergencia