Fani Álvarez
Almeriense del 90, Fani Álvarez estudió Psicología y Neuropsicología, ha trabajado, entre otras cosas, de neuropsicóloga, educadora y profesora, aunque su verdadera vocación es la escritura. Amante de la literatura en todas sus variantes, de la música, de las series y de los idiomas, le gusta incluir sus aficiones en sus textos. Comenzó a escribir con corta edad: desde historias donde había tesoros falsos y nuevas aventuras del rey Arturo, pasando por fanfics y relatos cortos; aunque fue en sus últimos años de Psicología cuando empezó a tomarse la escritura de forma más seria y logró así autopublicar Nivel 10, que LES Editorial reeditó bajo su sello, donde también se pueden encontrar su relato Vexel, en la antología Insólitas, y su obra más reciente, Las novelas inéditas de Elise Alderman. Escribe sobre todo ciencia ficción y fantasía, aunque también le gusta probar con otros géneros.
Sinopsis
En el Levantamiento de Pascua de 1916, la condesa Markievicz y Margaret Skinnider luchan por la libertad de Irlanda.
—Flacucha, toma. Margaret se giró con la misma velocidad con la que esa voz la había sacado de sus pensamientos. «Flacucha», ya apenas la llamaba así. No al menos cuando estaban con los demás, pero ahora se encontraban en el dormitorio de Constance —que se intuía que era un dormitorio por la presencia de una cama, aunque más parecía un almacén— y la intimidad que les otorgaban los preparativos previos al alzamiento les daba la libertad de dejar de ser dos rebeldes para ser tan solo ellas. Aunque fuera únicamente durante unos minutos. Constance le dio el vestido y Margaret le devolvió la chaqueta del uniforme de la Fianna. Seguía teniendo la mancha de hollín en la manga de cuando Madeleine ffrench-Mullen y Margaret estuvieron haciendo pruebas de explosivos por las colinas de Dublín. Esos pequeños detalles, que marcaban una tela, una habitación, incluso los tablones del suelo, manchados de gotas de té o tinta, quedaban en la memoria de los objetos y contaban sus propias historias. Esa chaqueta manchada que la separaba de la mano de Constance narraba la historia de cómo Margaret Skinnider, una profesora escocesa, empezó a trabajar con la condesa Markievicz, de cómo se convirtió en la chica disfrazada de chico que recorría las calles de Dublín para entregar mensajes y que cargaba munición y detonantes de contrabando en su sombrero. —Nunca había estado tan nerviosa por que llegara Pascua —dijo Margaret, recolocándose las gafas. Constance rio con tristeza. Más que tristeza, la escocesa reconoció en la condesa preocupación y miedo. Aquel era un día importante para la causa irlandesa, quizá el que más. En la habitación se extendían mapas de Dublín con marcas y anotaciones, cajas de munición, armas que Constance empezó a recoger y a amontonar mientras la escocesa se volvía a poner el vestido. Antes de que cargara una de las cajas de munición para llevarla al salón, Margaret la cogió de la mano y la miró. —Dime algo… No quiero que nos marchemos a luchar así. La condesa ladeó la cabeza y la miró como una madre que mira a una hija a la que le han roto el corazón. Lo cual era prácticamente el caso. —Mi Flacucha… —susurró acariciándole la mejilla—. Sabes que esto no pude seguir así. Solo te haría daño. —Pero si el conde no está, podemos… —Podemos ¿qué? ¿Vivir esta aventura en mitad de un levantamiento? Aún eres muy joven, Flacucha, y mi corazón ahora solo tiene fuerzas para luchar por la Irlanda libre que quiero darle a mis hijos. La que quiero darte a ti. Cuando Margaret intentó hablar de nuevo, la condesa negó con la cabeza y volvió a acariciarle la mejilla con el pulgar. Se acercó y le dio un beso en los finos labios, tan suave y efímero que parecía la caricia de la brisa fresca de la mañana. —Ayúdame a llevar esto, Flacucha. Se giró para coger una de las cajas y uno de los mapas, y Margaret la imitó y cargó el resto. En el salón estaban casi todos: el comandanteMichael Mallin, William Partridge, Sean Connolly, los hermanos O’Callaghan, Seamus, Fionn, entre otros. Empezaron a repartir la munición y a repasar el plan que tuvieron que modificar al no contar con los refuerzos de McNeill. —El grupo del parque de St. Stephen empezará a atrincherarse cuando llegue—comenzó Mallin, que miró a Margaret—. Skinnider, tú serás la mensajera, estarás allí primero para asegurarte de que nuestros hombres llegan al parque y, cuando lo hagan, regresarás con nosotros. Margaret asintió. Mallin dirigió su atención al resto de soldados a los que les daba las órdenes para el alzamiento. Miró entonces a Constance. —Señora —así la llamaban todos—, ¿tienes ya a tus hombres para ir al Castillo? —Sean y yo —miró a Connolly, el cual asintió— hemos reunido a diez hombres. Contamos con el factor sorpresa, así que debería ser suficiente. —Bien, quedaos allí cuando toméis posesión del Castillo. —Les señaló con el dedo y la ceja arqueada—. Si algo sale mal, regresad al parque. Cuando Mallin terminó de repasar las órdenes. Empezó a recitar una oración. Las palabras de todos los allí reunidos se extendían por todo el salón de la condesa Markievicz, que tiempo atrás había sido testigo de tantísimas veladas y reuniones clandestinas. Las plegarias llegaban hasta los disfraces colgados de un perchero con ruedas que usaban para esconderse si había alguna redada, pasando por los mapas y cajas de rifles y detonadores que, al igual que en el cuarto de Constance, también ocupaban esa estancia. Las oraciones también paseaban por el rostro de los reunidos, rostros concentrados, llenos de temor, pero también de esperanza y deseo por una Irlanda libre. Las palabras, casi cantadas, se hacían eco del estado de ánimo de los rebeldes casi tanto como sus gestos, que delataban su nerviosismo en la forma en que uno se retorcía el bigote, otro jugueteaba con su boina y aquel se apretaba la funda del revólver con religiosa seriedad. Cuando la oración acabó, todos se miraron con la noción de que quizá esa fuera su última reunión, pero con el convencimiento de que merecería la pena. Empezaron a desfilar por la puerta, cada uno con su objetivo en mente. Margaret se quedó rezagada para mirar a Constance. Pensó también que podría ser la última vez que la viera. Tantas cosas quería decirle y tan torpes eran sus palabras que deseó ser tan buena con ellas como lo era con el rifle. La condesa pareció intuir su intención, pues dijo: —No mueras, por favor… La escocesa tragó el nudo que se le había formado en la garganta y se encajó el sombrero en la cabeza, pillando sus mechones marrones que le sobresalían por los lados. —Tú tampoco. Su intento de sonreír se quedó en una triste mueca y, tras una última mirada, salió de la casa de la condesa. *** Cuando Margaret llegó al Parque de St. Stephen, tan solo había un policía vigilando con aspecto aburrido y perezoso. La profesora se quedó en el lado oeste, hasta que vio a sus compañeros llegar y situarse en el parque. Tan pronto como estos llegaron, las tareas de mensajera empezaron para Margaret. Tuvo que asegurarse de que sus compañeros destinados a la Estación de la calle Harcourt estaban en posición y que los ingleses de los barracones de Portobello seguían allí. Era curiosa la sensación que tenía conforme pedaleaba por las calles de la zona sur de Dublín. El aire fresco de aquella mañana parecía traer el augurio de lo que podía suceder, de todas las posibilidades que se podían dar aquel lunes de Pascua. Confiaba en el Ejército Ciudadano, pero sabía que sin la ayuda de los voluntarios de McNeill, las cosas podrían ponerse más feas de lo esperado. Cuando giró la esquina sudoeste del parque, vio que sus compañeros ya estaban formando las trincheras y metiendo carros y coches a motor de la gente que pasaba por allí. Muchos se quejaban al ver sus vehículos robados y utilizados como barricadas, pero luego huían al ver la seriedad de la maniobra. —Skinnider —llamó el comandante Mallin mientras le entregaba un papel doblado—, lleva esto al cuartel general. —Sí, señor. Montó de nuevo en su bicicleta y puso rumbo al norte, pedaleando con rapidez por la calle Grafton hasta atravesar el puente de O’Connell para entrar en la calle del mismo nombre. La gente seguía amontonada cerca de la columna de Nelson y a lo largo de la calle O’Connell, contemplando la bandera de la Irlanda libre. Margaret alzó la vista al mástil y, al tomar aire, notó que le llenaba una sensación de orgullo y esperanza conforme los colores verde, blanco y naranja ondeaban en el viento. Al mirar a su alrededor, comprobó que los soldados de la Quinta Caballería Real yacían en el suelo junto a sus caballos. Supo que no había marcha atrás, los ingleses ya sabían que habían tomado la oficina general de correos como cuartel general. Los contraataques no tardarían en llegar. En el cuartel, todos se atrincheraban y bloqueaban las entradas por las que pudieran ser atacados. Caminaban con presteza, pero con una tranquilidad que parecía contagiarse al entrar en el edificio. Margaret buscó a Pádraig Pearse para entregarle el recado y aguardó la respuesta del presidente provisional de la República. —Viaja con cuidado, Skinnider —advirtió Pearse con su voz grave e imponente mientras le entregaba otra nota. La guardó en su bolso y salió en busca de su bicicleta. *** Le llamó la atención la ausencia de curiosos cerca del parque. Durante sus viajes se había dado cuenta de que se acercaban a la entrada a echar un vistazo a lo que estaba pasando, pero en ese momento habían desaparecido y una sensación extraña y oscura se incrustó en su pecho mientras dejaba la bicicleta escondida bajo unos cartones. Se fijó en que una bandera irlandesa tricolor ondeaba desde la azotea del Colegio de Cirujanos, frente al lado oeste del parque, y sonrió, aunque el mal presentimiento que se había asentado en su corazón permaneció. Vio a lo lejos a la condesa y a Partridge salir corriendo hacia la calle oeste del parque y pararse en seco. Conforme se acercaba a ellos se dio cuenta: un pelotón de soldados ingleses subía por la calle Harcourt. Se llevó la mano a su revólver para cubrirlos. La Condesa y Partridge sacaron sus rifles y, tras apuntar, dispararon casi al unísono. El ruido del estallido se juntó al de los cuerpos de los dos líderes de la marcha al caer al suelo, sin vida. Margaret pronto se dio cuenta de que no les hacía falta que los cubriera. Sonrió para sí misma al pensar en cómo los ingleses habían huido de dos rebeldes, uno de ellos una mujer. «Pero ¡qué mujer!», pensó y, tras esperarlos, entraron al parque. —No sé dónde habrán aprendido a disparar esos ingleses —comentó Constance mientras buscaban un lugar en el que acomodarse para pasar la noche—, pero como sean todos así… Margaret la miró y sonrió. Llevaban varios minutos buscando, aunque la joven sospechaba que Constance ni siquiera querría dormir. La Condesa avistó el coche de su amiga, la doctora Kathleen Lynn, que habían usado para las trincheras. —Sube —ordenó Constance—. Dormiremos un poco y nos turnaremos con otro para que descanse. Se acomodaron en el asiento trasero y Margaret comprendió que había estado en lo cierto: la condesa apenas podía pensar en descansar. —No hemos podido hacernos con el Castillo —dijo de repente Constance. Su rostro reflejaba el cansancio de los últimos días. Margaret la miró con el ceño fruncido—. Al principio todo iba bien, les habíamos pillado por sorpresa, pero han matado a Sean. —Dios mío… —Estábamos tan cerca, Maggie. Si tuviéramos el Castillo… La profesora le pasó la mano por la nuca, acariciando su cogote y alisando los mechones que le salían por el sombrero negro con pequeñas plumas. —¿Qué habéis hecho entonces? —Ellos han vuelto al parque y yo he ido al Colegio de Cirujanos. No había nadie, así que he volado la cerradura y he entrado. Margaret rio al comprender que ella había sido la que había puesto la bandera tricolor en el Colegio. La condesa sonrió, pero su sonrisa se torció en una mueca de consternación. La escocesa le tomó la mano en un intento de calmar sus preocupaciones. —Saldrá bien… —susurró la joven y acarició su palma con delicadeza, de la forma que sabía que la relajaba, hasta que sus ojos acabaron vencidos por el cansancio. Los estallidos atronadores las despertaron. Se miraron sin comprender hasta que notaron que los disparos caían sobre el techo del coche. Salieron corriendo y se escondieron en una de las trincheras más cercanas que encontraron. Margaret se asomó y vio que los ingleses habían montado metralletas en la azotea del Hotel Shelbourne, en la fachada norte. —Joder… —Tenemos que irnos del parque —dijo Constance mirando el reloj, que marcaba algo más de las cuatro de la madrugada—. Si nos quedamos, nos van a freír a balazos. —Miró a Margaret y le apretó la mano—. Nos movemos al Colegio de Cirujanos, avisa al cuartel. La profesora asintió recolocándose el sombrero y salió como pudo del St. Stephen. *** Las balas pasaban por su lado entre silbidos que le helaban la sangre. No se preocupaba tanto por sí misma como por el mensaje que tenía que entregar. Desde el cuartel general le habían mandado que avisara a los rebeldes del puente de la calle Leeson para que marcharan al Colegio de Cirujanos. Cuando se acercaba a su destino, escuchó la voz de una mujer desde una ventana. —¡El revólver! ¡Se te va a caer! Margaret se miró el bolsillo del abrigo y vio que se había rasgado y que su arma se le salía por el agujero. Se lo cambió y miró a la mujer. —Gracias, señora. —¡Que dios os bendiga! Sus compañeros de la calle Leeson la recibieron expectantes y pronto se movilizaron cuando les habló de la situación. A su vuelta al Colegio le informaron de las bajas. —Los putos ingleses no respetan el puto código de honor de la guerra —se quejó su compañero MacCarthaigh—. Disparar contra las voluntarias de la Cruz Roja, ¡por el amor de Dios, joder! Pasó la mayor parte del día llevando mensajes al cuartel general y a donde la mandaban. Las balas seguían cayendo como la lluvia en un día normal en la isla. Los ánimos en el cuartel se mantenían gracias a canciones populares irlandesas que recordaban hazañas pasadas y a oraciones solemnes que ayudaban a dar un momento de paz en medio del caos. Cuando regresaba al Colegio de Cirujanos veía a sus compañeros hacer agujeros en las paredes para entrar en las casas adyacentes y también en los techos inclinados para disparar desde el tejado sin ser vistos por el enemigo. Había ayudado a Constance a buscar cualquier objeto que pudiera serles útil. Encontraron rifles y macutos con provisiones que repartieron entre los demás. Era ya miércoles y Margaret apenas tenía recados que entregar ni zonas que explorar. Participaba en las oraciones de los compañeros o escuchaba las canciones que ellos también entonaban en los ratos de menos movimiento. —Connie —llamó la atención de la condesa durante un almuerzo—, necesito hacer algo. Siento que soy un estorbo si no me manda nadie alguna tarea. La condesa sonrió y sus marcados pómulos se elevaron con ese gesto mientras su afilada nariz parecía apuntarla. Posó la mano sobre la de la profesora. —Hablaré con Mallin. Al poco tiempo, Constance le entregó un uniforme verde del Ejército Ciudadano y un rifle. —Cuando salgas a hacer recados, cámbiate a tu ropa de civil. Con una sonrisa, asintió y se encaminó hacia el tejado para situarse en uno de los agujeros que había libres. El humo y la ceniza dificultaba la visión ya de por sí oscura a esas horas del día, pero no fueron pocos los ingleses que cayeron al otro lado de su mirilla. Su tarea consistía desde entonces en disparar, mandar recados y estudiar los planos de la ciudad para buscar una forma de hacerse con el Shelbourne y acabar con el ataque inglés desde el hotel. Pronto ideó un plan para lanzar un explosivo por una de las ventanas más alejadas del hotel que estaría menos vigilada. Tan solo necesitaba la aprobación del comandante Mallin y un compañero para llevar a cabo la tarea. —No puedo dejar que una mujer se arriesgue así —contestó Mallin—. Es demasiado peli… —Con todo el respeto, señor comandante —interrumpió Margaret, recolocándose las gafas y secándose el sudor de la cara—, pero tengo tanto derecho como cualquier hombre a arriesgar mi vida por Irlanda. En la misma proclamación de independencia que leyó el presidente Pearse se nos incluye junto a los hombres como parte de nuestra nación libre. Se cuenta también con nuestro voto, comandante. Si le sirve eso de algo, debería servirle también mi voluntad de hacer esta tarea. El comandante la miró. Su pelo, normalmente peinado hacia atrás y con la raya a un lado, caía por su frente llena de sudor y suciedad hasta llegar a sus cejas, arrugadas en un gesto de contemplación y deliberación. Su frondoso bigote se alzó junto a su labio superior cuando esbozó al fin una sonrisa de aprobación. —Pero antes necesito que hagas algo. *** En la calle Harcourt, uno de los edificios ardía después de la explosión que habían provocado. De una calle paralela al edificio en llamas, Margaret salía tras Partridge junto a otros tres compañeros que habían provocado la detonación. Mallin les había informado de que los ingleses habían colocado una ametralladora en la iglesia de la universidad, al sur del parque, por lo que había que frenar su retirada. Bajaron un poco más la calle hasta llegar a otro edificio con una tienda en la planta baja. Partridge golpeó el cristal de la puerta con la culata de su rifle y este se disparó. Consiguió abrir la puerta y entrar en el local. Los cristales empezaron a romperse y a saltar a causa de los balazos que caían desde el otro lado de la calle. —¡A cubierto! —gritó Partridge. Margaret se estaba girando para avisar a los demás cuando sintió el impacto. Después otro. Y otro. Cayó al suelo. Mareada, se intentó incorporar. —Se ha acabado… —susurró, tropezando de nuevo. Consiguió levantarse y andar unos pasos más hasta que Partridge la sostuvo y, antes de que volvieran los disparos, la levantó y la sacó por la calle lateral. Fionn, uno de los compañeros que iba con ellos, los alcanzó y ayudó a llevarla al Colegio de Cirujanos. La sangre manchó el uniforme del Ejército Ciudadano y las manos de ambos hombres conforme la recostaban en una mesa de la sala principal. Entre varios compañeros le cortaron la chaqueta y comprobaron que los tres disparos que había recibido en el lado derecho de la espalda podían haberle destrozado la columna y haberla matado. —¡Dejadme pasar! Aquella voz entre el barullo atravesó la sala hasta llegar a Margaret. Apenas podía abrir los ojos, pero sabía que quien le sostenía ahora la mano era la condesa, su Constance. Ese contacto era a lo que se aferraba mientras hurgaban en su espalda para extraerle las tres balas y mientras la sensación de lava ardiendo le recorría las heridas cuando el médico le echó demasiado cloruro de mercurio para desinfectarlas. Esa mano que apretaba la suya la mantenía consciente y aclaraba su mente.La condesa solo se separó de ella cuando se aseguró de que estaba fuera de peligro y se marchó con Partridge durante lo que le pareció una eternidad. Cada cierto tiempo sus compañeros se acercaban a ver cómo se encontraba, aunque apenas conseguía registrar en su memoria esas visitas. No eran las heridas lo que más le hacía sufrir, sino la tos, que le provocaba un intenso dolor en el pecho y que intentaba controlar como podía. Sus compañeros la miraban con preocupación cada vez que de su boca salía aquel ronquido agónico que parecía augurio de algo peor. —No me voy a morir, tranquilos —pronunció la profesora con una risa ahogada. Todos rieron al comprobar que su humor se mantenía casi tan vivo como ella. Todos menos Mallin. Sus ojos se habían hundido aún más después de todo ese tiempo en el parque y en el Colegio de Cirujanos. La sombra de su mirada reflejaba el peso que subyugaba su corazón. —No debí haberte mandado a la calle Harcourt —dijo Mallin al cabo de un rato mientras jugueteaba con su gorra—. Sabía que podía ser peligroso y aun así… —Comandante Mallin —interrumpió Margaret—, le podía haber pasado a cualquiera. Tan solo lamento no haber podido ir a bombardear el hotel. Pero sus palabras no lograron reconfortar al comandante, que, con la misma sombra en la mirada, se disculpó para abandonar la sala. Conforme salía, Constance apareció tras la puerta, sus ojos fijos en Margaret, llenos de una extraña aprensión que se mezclaba con otro sentimiento que la profesora no alcanzaba a distinguir. —¿Cómo estás? —preguntó la condesa después de cogerle la mano y acariciarle la frente. —No me quejo. Constance notó el sudor y el frío en la frente de la escocesa y tragó saliva. —Te he vengado, Flacucha. Echó un vistazo alrededor y se incorporó para darle un beso en los labios. —Descansa y recupérate. —Se levantó para marcharse y, a medio camino, se giró y dijo—: No te mueras, por favor… *** No sabía cuántos días habían pasado desde que le dispararon hasta esa mañana. La neumonía y los delirios de la fiebre le hacían percibir lo que pasaba a su alrededor como si una espesa neblina lo cubriese todo y sus oídos estuvieran taponados tras una explosión. Su embotamiento se disipó un poco más cuando escuchó a Constance y a Mallin discutir. —¿Rendirnos? —gritó la condesa—. ¡Nunca nos rendiremos! Mallin se frotaba la cabeza y los mechones de pelo sudado le cayeron por la frente, tan agotados como él. Sostenía un papel que no dejaba de leer, como si revisándolo tantas veces consiguiera cambiar su contenido. —No nos rendiremos a menos que nos obliguen —respondió Mallin con voz serena pero distante. Sus pasos se perdieron por la puerta y los de Constance se acercaron al catre donde descansaba Margaret. —¿Qué ha pasado? —preguntó esta con voz cansada. —Pearse ha ordenado una rendición general. Están aislados en el cuartel general y en muchos otros puntos ocupados por nuestros hombres. —No nos vamos a rendir, ¿verdad? —Nunca. —Su mano apretaba la de Margaret con delicadeza y su pulgar la acariciaba con igual cuidado—. Necesito que hagas algo —dijo Constance tras un rato en silencio. Margaret la miró con curiosidad—. Estoy redactando mi testamento. Necesito que se lo hagas llegar a mi familia cuando te recuperes. La profesora le dedicó una mirada llena de un temor contenido que amenazaba con invadirla. Asintió lentamente y cerró los ojos mientras Constance le daba un beso en la frente para despedirse. Poco después, una ambulancia llegó al Colegio y sus ocupantes cargaron a Margaret escaleras abajo para trasladarla al Hospital de St. Vincent; fue la primera orden que se había tomado tras la rendición del Colegio. Sus compañeros le estrechaban la mano con admiración y le deseaban una pronta recuperación. Ella, por su parte, los animaba a seguir aguantando. La condesa corrió hacia ella antes de que la subieran a la ambulancia. —No te mueras —le susurró acongojada mientras le entregaba disimuladamente dos sobres y se los escondía en el bolsillo del pantalón—. El que lleva tu nombre guárdalo hasta que estés a salvo y a solas. Solo entonces léelo. Margaret notó los dedos de la condesa deslizarse entre los suyos mientras los camilleros la subían a la ambulancia. Su figura se iba haciendo más pequeña y difuminando conforme se alejaban. Como un barco que se pierde en el horizonte cuando ya ha alcanzado altamar. Aquella tarde de domingo, los rebeldes irlandeses entregaron las armas en la plaza de St. Patrick. *** Domingo, 30 de abril de 1916, Dublín Mi queridísima Maggie: No puedo evitar pensar que esto se acaba. Parece que la rendición es inminente por mucho que le haya insistido a Mallinen no ceder. Hay varias cosas que me preocupan y me oprimen el corazón. Una es perder la confianza de quienes han puesto su fe en este alzamiento. Temo que al entregar las armas consideren que no somos dignos de esta lucha. El tiempo pondrá cada cosa en su lugar. Mi otro temor es no ver más a mis seres queridos. No ver a mi familia ni verte a ti. Tras salir del Colegio de Cirujanos seguramente nos llevarán a la cárcel de Kilmainham. No sé cuál será nuestra condena como presos de guerra, pero la afrontaré con honor y dignidad, tal y como he afrontado a mis enemigos estos días de Pascua. Solo Dios podrá castigarme por mis pecados e incluso Él sabrá que todo esto ha sido por una justa causa y una Irlanda libre. Desde que ha llegado Niamh con el mensaje de rendición del cuartel general, llevo pensando en cómo han cambiado nuestras vidas desde que llegaste aquel lluvioso día desde Escocia. Nunca pensé que una profesora flacuchaconseguiría arrebatarme tantos suspiros como lo has hecho tú. Tu inteligencia y tu valor llegaron a mí como un vendaval que remueve el Mar de Irlanda un día de tormenta. Quizá ha sido tu juventud o tu espíritu luchador, no lo sé, pero tu presencia hacía renacer esos sentimientos que, aunque no dormidos del todo, habían quedado escondidos en los recónditos rincones de mi ser. Sé que te he hecho daño al decirte este pasado lunes que no debíamos seguir juntas como antes. Y sigo creyendo que es lo mejor, solo te brindaría más dolor. Pero quiero que sepas que lo que he vivido contigo lo llevo guardado en mi corazón, tan dentro de mí para que nadie me lo arrebate que creo que hasta se nota una marca en mi pecho que lleva tu nombre. Ojalá la vida nos hubiese otorgado una oportunidad como a Kathleen y Madeleine, pero este es el camino que se nos ha presentado y el que debemos seguir. Mi Flacucha, he de terminar esta carta, pues el tiempo se nos agota. Espero que consigas encontrar hueco en tu corazón para perdonar mis faltas. Y recuerda, no te mueras. Sobrevive a este infortunio y sigue luchando como solo tú sabes. Con todo mi amor, Constance *** Miércoles, 4 de julio de 1917, Nueva York Mi Connie: Parece que ha pasado toda una vida desde nuestra despedida en el Colegio de Cirujanos. En tiempos de guerra y rebelión, un año ciertamente parece una eternidad. Cuando me informaron de tu suerte en Kilmainham, no supe si llamarlo suerte o castigo. No me malinterpretes, confieso haber sentido cierto alivio al saber que habían conmutado tu pena de muerte a perpetua; esta vida y esta rebelión te necesitan (no negaré que yo también, aunque nuestros caminos ya se hayan separado). Pero te conozco lo suficiente, mi Connie, para saber que el hecho de que no te hayan dado el mismo destino que a tus compañeros por ser mujer debe de haber sido para ti peor que un insulto. Sé que hubieses preferido mil veces que te acribillaran a tiros en Kilmainham junto a Mallin, Pearse, Connolly y los demás. Pero cada vez que recuerdo las historias sobre los fusilamientos que me contaban en el hospital las viudas, hijas, madres y hermanas de nuestros compañeros ejecutados, se me hiela la sangre. Han sido los propios ingleses los que han cavado su tumba al no darles ni un juicio justo ni un entierro católico. Ni olvidamos ni perdonamos cuando se trata de la libertad de Irlanda y los irlandeses. Supongo que Kathleen y Madeleine te habrán dicho que después de volver a Escocia he venido aAmérica para visitar a mi hermano y así recaudar fondos para el movimiento republicano. Ellas me contaron que por fin saliste de la prisión de Aylesbury tras la amnistía general y has regresado a Irlanda. Aquí en Nueva York me he encontrado con Nora Connolly y Hannah Sheehy-Skeffington; estamos obteniendo bastante apoyo para la causa; al fin y al cabo, los americanos tienen experiencia en liberarse del yugo inglés. No he querido escribirte antes, me parecía peligroso que pudieran leer esta misiva, por lo que la noticia de tu recobrada libertad ha sido para mí motivo de júbilo. Como ya sabrás, el encargo que me pediste lo llevé a cabo y tu carta con mi nombre la guardo en mi mesita junto a mis objetos más preciados. Sé que no hemos podido ser como Kathleen y Madeleine y vivir juntas nuestro amor, aunque a ojos ajenos fuéramos solo amigas. Pero no cambiaría nunca el haber podido conocerte y luchar a tu lado. Cuando camino por las calles de Manhattan y miro los grandes edificios me gusta imaginarme cómo sería pasear contigo por esta gran ciudad. Nueva York es inmensa, pero no tiene el encanto de Dublín. Ya sabes que siempre ha sido como mi otro hogar y ahora sé que uno de los motivos de que así sea es porque tú vivías allí. Te escribo para ponerte al día de mi situación, pero sobre todo para decirte que acepto lo que el destino ha preparado para nosotras aunque duela tanto como mis heridas. Sabes que te llevaré siempre conmigo y espero poder seguir aprendiendo de ti y de tu sabiduría en un futuro, quizá cuando regrese a Irlanda y sigamos con nuestra revolución. Te adora, Tu FlacuchaLa profesora