Alba García Nieto
Alba García Nieto nació en un pequeño pueblo manchego hace 22 años. Las letras le han apasionado desde pequeña, igual que la idea de crear historias. Eso fue lo que la impulsó a empezar a escribir cuando tenía apenas doce años, y no ha dejado de hacerlo desde entonces.
Desde hace unos años ha tenido la suerte de haber podido compartir sus historias, al publicar las novelas As de Picas y Santimera. También ha sido parte de la antología A través de la escarcha y el fanzine Marabilia Ever After. Recientemente ha firmado un contrato para publicar una nueva novela que verá la luz el próximo año.
Sinopsis
Una dama solitaria, que toma un tren al azar. Una bandida sin compañeros con los que delinquir. Y un atraco que las hará encontrarse en las llanuras del Salvaje Oeste, donde no existe el pasado.
La maquinaria del ferrocarril avanzaba como una bestia irrefrenable, cortando el camino, abriendo la tierra como Moisés había hecho con el mar; haciendo que su rugido lo escuchara cualquier criatura en la llanura, y el humo de su carbón quemado se confundiera con las nubes de tormenta. Asomada a la ventana, ella solo podía contemplar al pasaje desfilando a una velocidad de vértigo mientras el tren avanzaba quién sabe a qué destino. Pero las imágenes de las tierras áridas le respondían: se encontraban en el Oeste. El tren podría haberla llevado a cualquier lugar, no había sido más que una decisión al azar, una moneda lanzada al aire. Cualquier destino había estado, por un momento, sobre la mesa. Sin embargo, le parecía que el azar había estado de su parte por una vez, y la enviaba a un lugar lejano, pero que no era completamente extraño para ella. Por las horas que llevaba en el ferrocarril podía deducir que ya estaba lejos de la ciudad donde había tomado el tren, y aquello bastaba. Desde el reflejo de la ventana vio al revisor entrar al vagón, y sin querer perder tiempo, sacó su billete. ―Abigail Stirling. Viajo sola. Fue toda la presentación que hizo falta, y el revisor la dejó en paz pronto. La mujer continuó mirando por la ventana, con la frente apoyada en el cristal, no había hecho nada más durante el viaje. Llevaba su equipaje presionado muy cerca del pecho, para que de ninguna forma fuera a perderlo, dentro tenía lo necesario para sobrevivir allá donde fuera a llegar. La última parada del ferrocarril, se había prometido. Con su frente sobre la ventana, ella pareció ser la primera en percibir el peligro que les acechaba. Pero si lo había sido, no le dio verdadera importancia hasta que fue demasiado tarde. Vio a lo lejos a tres jinetes, montando caballos negros. Una imagen común en aquella parte del país, excepto por el hecho de que estuvieran cabalgando directamente hacia la vía. Abigail supo enseguida lo que ocurría. La mente precavida de los empleados del tren, también. El revisor todavía estaba en el vagón cuando la amenaza se encontró lo suficientemente cerca. En cuanto vio a los jinetes tan próximos al tren, pasó a la acción. Sacó su revolver y abandonó el vagón. Abigail no dejó de observar la acción ni por un momento. Si salía con vida, aquel sería un espectáculo digno de recordar. Sin el revisor para poner orden, el caos comenzó a correr entre todos los pasajeros del vagón, igual que en el resto del tren. Todos salvo Abigail se habían levantado de sus asientos, para correr y gritar llenos de pánico. Se lanzaban a las puertas como si el tren entero no estuviera en peligro. Tendrían que avanzar tres vagones si querían tener alguna posibilidad de librarse de ellos, pues allí se encontraban los bandidos. Abigail abrió la ventana para poder asomar la cabeza y contemplar lo que sucedía. Cómo los bandidos dejaban atrás a sus monturas para subir al tren. Los caballos negros continuaron galopando, aunque de ninguna forma podrían alcanzar la velocidad de la máquina. Los dos primeros bandidos lo consiguieron, pero el tercero, el más menudo, tuvo que aferrarse con desesperación a unos hierros mientras sus piernas estaban en el aire, una frágil sujeción que podía romperse en cualquier momento. Sus dos compañeros no tuvieron ocasión de ayudarlo a ponerse en pie, pues en cuanto pisaron el tren la lucha comenzó, y los disparos resonaron, aunque todavía por debajo del chirrido de las ruedas sobre las vías. Alguien abrió la puerta del vagón en el que estaba Abigail y los pasajeros huyeron despavoridos en busca de alguna salvación. Sin embargo, la mujer todavía permaneció algunos segundos observando la batalla. Llegó a ver cómo uno de los bandidos recibía un disparo y caía sobre el techo del vagón. Llegó a apuñalar en el pie a aquel que le había disparado, haciéndolo gritar. Luego, quedó inmóvil. Para entonces, el vagón en el que estaba Abigail se había vaciado por completo y la puerta permanecía abierta, lo que hacía que el interior también fuera atravesado por esa misma corriente de aire. La mujer decidió al fin salir, por si todavía le quedaba alguna posibilidad de escapar. Cuando se disponía a llegar hasta el segundo vagón, encontró algo que no esperaba. Los bandidos parecían haber llegado ya allí, y uno de ellos estaba separando el perno del eslabón. Separando aquel vagón de los anteriores. Lo consiguió, pero la victoria fue muy corta. Llegó un nuevo empleado del ferrocarril, que disparó al que acababa de separar los vagones. Si bien la bala no dio en un punto mortal, la caída y el aplastamiento del tren acabaron sin duda con él. Abigail, desde la puerta de su vagón, ahora al frente de la cola del tren, que se detenía lentamente, observó cómo aquel mismo hombre iba hacia el último de los bandidos, que ni siquiera había logrado ponerse aún en pie, y a base de golpes lo hizo soltarse. El vagón en el que estaba Abigail finalmente frenó. “Me había prometido que permanecería en este tren hasta el final del trayecto”, se dijo. “Y parece ser que ya he llegado a ese punto”. Apretó el equipaje en su mano y bajó a esa llanura árida que había resultado ser su destino. Sin el ferrocarril disponible, y lejos de cualquier civilización, no le quedó más remedio que caminar. Ante la caída de la noche, necesitaba buscar refugio, por lo que se dirigió sin dudar hacia la primera señal de este: una hoguera cercana. Conforme distinguió a quien estaba allí, tuvo sentimientos encontrados. Pues reconoció aquel caballo negro y esos ropajes. Sin embargo, no era ocasión de retroceder, no podría encontrar otro refugio en la noche cerrada, y se dijo que ni a ella ni al bandido les quedaba nada que perder. Se colocó al otro lado de la hoguera, esperando a que su accidental anfitrión la descubriera. Sin embargo, cuando levantó la cabeza y abrió la boca, fue Abigail la que se sorprendió. Era una bandida. Una bandida que no estaba contenta de recibirla. Pues en cuanto se percató de que Abigail estaba ahí, sacó su Colt 45 y la apuntó con él. No fue una gran amenaza para Abigail, que igualmente sacó el Derringer que llevaba en su equipaje. ―¿Qué es lo que buscas? ―Me presentaré: mi nombre es Abigail Stirling, y soy una pasajera de ese tren que tus compañeros y tú detuvisteis. Ahora me he quedado sin transporte. La bandida no bajó el arma. Apuntaba para dispararle directamente entre los ojos. ―¿Qué quieres? ¿No crees que ya he perdido suficiente en ese atraco? ―Lo sé, por eso mismo decidí acercarme. Es noche cerrada, y las dos estamos solas en medio de este desierto. No creo que haya nada que perder por pasar una noche en compañía. Tú al menos tienes una hoguera, un animal y un pequeño refugio entre las rocas, yo no tengo nada. La bandida entrecerró los ojos. ―¿Y qué me darías a cambio de mi hospitalidad? ―¿Esto es como un hostal? De acuerdo… ―con una sola mano, Abigail rebuscó en su bolsa de viaje, y sonrió al encontrar algo. Le lanzó a la bandida el anillo que acababa de sacar y ella lo tomó al vuelo. Sin bajar la pistola, lo mordió, comprobando que era oro. Entonces, enfundó el arma y se sentó en el suelo. Abigail lo tomó como una victoria. ―Mañana al amanecer habrás desaparecido ―dijo la bandida, queriendo dejar claras sus condiciones. ―¿Oh, es necesario? ―respondió Abigail―. Porque estaba a punto de proponerte una colaboración. ―¿Una qué? ―He visto como hoy has perdido a tus dos compañeros. Por ello pensaba que podrías necesitar una nueva socia ―explicó, con el plan trazándose en su mente a la vez que hablaba. ―No necesito como socia a una señorita de bien incapaz de montar a caballo o de disparar un arma. ―Creo que estás prejuzgándome. ¿Qué habilidades necesitaría? ―Conseguir dinero, aunque sea de las formas más sucias. Nada más. Después de no haber conseguido el botín del tren y de haber perdido casi todo lo que tenía, es lo que más necesito. Mañana iba a robar el banco de Bodie. ¿Puedes hacer tú eso? ―De hecho, creo que puedo tener un método mejor. ―¿Disculpa? ―Pienso que, si me dejaras unos momentos en el Saloon de la ciudad, mientras tú te ocupas del banco, podría conseguir un botín mayor que el tuyo. ―Llevo años… ¿Crees que una novata en un Saloon es capaz de superarme? ―¿Temes que así sea? El silencio se alzó entre ambas. Entonces, Abigail jugó la carta final. ―Si mañana consigo más dinero que tú cuando atraquemos Bodie, me convertirás en tu socia. ¿Aceptas esa apuesta? Fueron unos instantes eternos, que iban a decidir su destino. El corazón de Abigail se aceleró cuando la bandida le extendió la mano. ―Trato hecho. ―Tengo una sola pregunta antes de ejecutar este plan ―dijo Abigail, contemplando el pueblo de Bodie. ―Adelante. ―¿Cuál es tu nombre? Si voy a ser tu socia, me gustaría conocerlo. Tras unos segundos de duda, la bandida respondió. ―Charleen. ―Charleen ―repitió―. Recuérdalo: permíteme tener dos horas en el Saloon antes de ir a atracar el banco. Después de ese tiempo eres completamente libre para sembrar el caos en el pueblo. ―Espero que no me hagas perder mi tiempo. Abigail marchó hacia el Saloon, pero antes echó una última mirada a su inesperada socia. Charleen esperaba contemplando la ciudad, con su piel oscura, su cabello al viento y sus ojos brillantes, como un coyote que contempla al rebaño. Cuando escuchó los primeros disparos, Abigail supo que su tiempo se había acabado. El caos se desató lo suficiente como para que ella ya no llamara la atención, y pudo salir del Saloon por su propio pie. En medio de los tiros que invadían el cielo logró llegar hasta la yegua negra, que según Charleen se llamaba Miss Elizabeth. Cargó el botín que había conseguido, y simplemente, esperó a su compañera. La vio llegar corriendo, con una bolsa llena de dinero a su espalda. En apenas un segundo, ambas estaban montadas en el caballo ―Charleen había insistido mucho en que aprendiera a hacerlo, y rápido―, y escaparon al galope de allí, con los dos sacos del botín. No se detuvieron a comprobarlo, ni siquiera hablaron de su trato hasta que estuvieron los suficientemente lejos, sin correr peligro. Aquella fue su segunda noche a la intemperie y, una vez sentadas a la luz de la lumbre, no les quedó más remedio que averiguarlo. Charleen quiso ignorar el hecho de que el saco de Abigail ya parecía abultar más que el suyo. Fue la bandida la que se encargó de contar el botín, y Abigail se obligó a confiar en ella. Comenzó a formar dos montones distintos, de dinero y oro, mientras contaba en voz alta los beneficios. A diferencia del de Charleen, en el de Abigail también había algunos objetos. Relojes, anillos, a cada cual más valioso. Aquello hacía crecer hasta el cielo el tesoro que había conseguido en su tarde en el Saloon. Cuando metió la mano en el saco y lo encontró vacío, supo que el resultado ya estaba ante ellas. ―¿Y bien? ―preguntó Abigail. Tras unos segundos, después de respirar hondo, Charleen le tendió la mano. ―Bienvenida a esta vida, socia. ―Y con esta moneda ―dijo Charleen, colocándola sobre el montón― vuelvo a ganar. ―Estás teniendo una racha ―le respondió Abigail―, estamos visitando pueblos muy ricos con buenos bancos. No te acostumbres. ―Solo digo que empezaste bien, pero de momento soy yo la que lleva el mayor número de victorias ―y como si Abigail no lo supiera, sacó el papel donde llevaba la cuenta de los triunfos de cada una, en una competición que no había dejado de repetirse desde que su colaboración había comenzado. ―Sin embargo, mi método es más seguro ―dijo Abigail, dándole la vuelta al papel, donde se encontraba un grabado del rostro de Charleen―. Por el momento no le han puesto precio a mi cabeza. ―Eso es un triunfo, deberías saberlo ya. Y quizá, si me contaras cuál es ese método tan seguro… ―Lo siento, eres demasiado impulsiva para conocerlo, no sé qué podrías hacer con tal poder. ―¿Casi un año y todavía no confías lo suficiente en mí? En lugar de responder, Abigail quedó meditabunda sobre sus palabras durante un instante, con la vista puesta en el cielo estrellado. ―Todo un año de atracos… ¿Cuándo tendremos suficiente? ―Nunca, esa es la vida de bandida que tú elegiste. No podemos hacer otra cosa. ―Pero mira la riqueza que hemos acumulado estos meses. Quizá, tras otro año atracando, podamos retirarnos con todo lo ganado y vivir como reinas. ―En el Oeste no tenemos reinas, señorita. Lo mejor a lo que puedes aspirar es a convertirte en granjera. ―¿Lo dices de verdad? ―Un pequeño rancho en Santa Fe, tranquila y sin más preocupaciones que tus vacas… Para muchos puede ser la vida ideal. Abigail la miró durante unos segundos. La luz de las estrellas despejadas iluminaba su piel y hacía sus ojos brillar. Estaba contemplando al cielo, y su rostro parecía invadido por los recuerdos. ―¿Y para ti? ―se atrevió a preguntarle. Aquellas palabras la sorprendieron, sacándola de la ensoñación. ―¿Para mí? ―repitió―. Yo esa vida ya le he conocido. Esperaba que Abigail fuera a decir algo más, a sorprenderse, pero no fue así. Permaneció en silencio, esperando a que Charleen volviera a hablar. ―Mi hermano y yo heredamos una pequeña granja. ¿La vida allí era tan ideal como la describen? No lo sé, yo en esa época era demasiado joven. No buscaba la tranquilidad, buscaba la aventura. Y cuando descubrí a un grupo de bandidos cerca de la ciudad encontré mi oportunidad. Prometí no avisar al Sheriff si me permitían unirme a ellos. El trabajo en la granja me había hecho fuerte y rápida, creo que los impresioné. Así fue cómo me escapé para no volver. No he visto a mi hermano desde entonces. Abigail no supo qué decir, ahora que conocía la historia de su compañera, la que desde el principio había sido un misterio. No había esperado algo así. No había esperado que todo hubiera comenzado como un capricho de una adolescente ambiciosa, para terminar juntando sus destinos hasta llegar a aquella noche, a la luz de las estrellas. ―¿Te gustaría regresar? ¿Volver a ver a tu hermano? ―se atrevió a preguntar Abigail. Pero tal como esperaba, Charleen no respondió. Aquello decía más que cualquier frase desgastada. ―Buen, ya has escuchado mi historia ―dijo Charleen, mirando a su compañera―. Igual va siendo hora de que tú cuentes la tuya, y aclarar quién es ese tal Thomas. Los ojos de Abigail se abrieron de par en par, casi con horror, sin atreverse a mirar a Charleen. ―¿Cómo… cómo sabes ese nombre? La mujer obtuvo la respuesta cuando Charleen le dio un suave toque en el hombro para que se girara hacia ella. Abigail contempló cómo hacía balancearse entre sus dedos un anillo, que llevaba colgado al cuello por una cadena. Se acercó para que Abigail pudiera tomarlo en su mano. La mujer contempló los nombres que había leído tantas veces. “Abigail”, “Thomas”, grabados en la superficie del oro. Había pensado que no volvería a verlos nunca. ―Todavía lo conservas ―susurró, recordando aquella primera noche en la que ni siquiera conocía el nombre de Charleen. Ella solo le sonrió en respuesta. Volvieron a sentarse junto a la hoguera, sutilmente más cerca la una de la otra. ―Entonces, casada. ―Así es ―respondió Abigail tras unos segundos de silencio. ―Aunque, si renunciaste tan fácilmente al anillo, no creo que hubiera un gran romance entre vosotros dos. Abigail suspiró. ―Lo hubo, en su momento. Antes de casarnos, cuando creía que era un perfecto caballero con el que compartir mi vida. Estaba completamente equivocada. Resultó ser un jugador borracho. ―Los hombres siempre esconden sorpresas desagradables. Lo mejor es huir antes de que cualquiera te eche el guante. Es lo que hice yo. ―Yo también hui, aunque quizá lo demoré demasiado. De una forma u otra, no me arrepiento del resultado. Charleen no dijo nada, aunque quizá se sonrojó ligeramente por las últimas palabras. ―Puedes preguntarme por esa historia, si quieres. Tú ya me has contado la tuya. ―En la mía no hay ningún anillo de por medio. Creo que es bastante más simple. Puedes elegir si quieres contármela o no. Antes de responder, Abigail se acostó sobre la tierra, con las manos bajo el cabello recogido. Charleen la siguió. Cuando ambas estuvieron tumbadas, muy cerca la una de la otra, la historia comenzó. ―Como te he dicho, Thomas era un jugador borracho. Se pasaba los días y las noches en el Saloon apostando a las cartas. Si aquello no era suficiente, era además un jugador pésimo, especialmente cuando bebía. Perdía cada partida, su familia era rica y él quemaba su herencia a base de apuestas. Cuando nos casamos, empezó a hacer lo mismo con mi dote. Llegaba hasta un punto enfermizo, cuando se quedaba sin dinero esa noche volvía a casa a buscar cualquier objeto que apostar. Tenía que esconder bajo las tablas del suelo todo lo mínimamente valioso que teníamos. Pero llegó una noche en la que fue demasiado lejos. Yo fui a buscarlo al Saloon, desesperada. Él ya se había quedado sin dinero. Pero en cuanto me vio, una nueva idea se le ocurrió. Fue lo más patético que he visto jamás: le dijo a su rival que, si le ganaba, se llevaría toda una noche con su esposa. Me apostó a mí. Y como no podía ser de otra manera, perdió. Me suplicó perdón mil veces, pero yo sabía que la única forma de salir de aquel hoyo era sacándome a mí misma. Me senté en frente del rival que acababa de ganarse la noche conmigo y le dije que, si quería que fuera así, tendría que ganarme en una partida a mí también. Ese hombre llevaba una racha de victorias esa noche, y aceptó. Le parecía imposible que pudiera perder contra una mujer. Pero lo hizo. Me llevé el dinero que había ganado y escapé de ese Saloon antes de que el caos fuera general. Regresé a casa, cogí la bolsa que escondía bajo las tablas del suelo y me marché de allí para siempre. Fui a la estación y tomé el primer tren que salía de la ciudad. Ya conoces el resto. Cuando sus palabras se desvanecieron, el silencio las rodeó con su manto, sin que se escuchara más que el canto de las cigarras. ―Tengo dos conclusiones sobre esa historia ―dijo Charleen, finalmente―. En primer lugar, creo que ya sé cuál es tu truco. ―¿De verdad? ―preguntó Abigail, sentándose de nuevo sobre la tierra. ―Vas al Saloon y no sales hasta dos horas después. Tiempo de sobra para vaciar a base de apuestas los bolsillos de los hombres que están ahí dentro. ―Vas bien encaminada. Sin embargo, quiero que sepas que no soy una jugadora maníaca como lo era Thomas. Yo no me fío de la suerte ―entonces, tomó la manga izquierda de su camisola y comenzó a subirla hasta revelar todo su antebrazo. Allí estaba, sujetado a modo de brazalete, un artilugio que Charleen jamás había visto―. Lo diseñé yo misma. Aprendí mucho del juego a base de desesperarme viendo a mi marido apostar. ―¿Sirve para darte las cartas que necesitas? ―Exacto. Con esto no hay forma de perder. ―Fascinante ―susurró Charleen, colocando su mano sobre el artilugio, rozando su metal y la piel de Abigail a la que se unía, tratando de desentrañar su funcionamiento―. Lo confieso, siempre pensé que tu método era algo muy diferente. ―¿De veras? ¿Cuál era tu teoría? ―Pensaba que entrabas al Saloon, con uno de tus hermosos vestidos, y te acercabas al hombre que parecía más rico del lugar. Entonces, te sentabas a su lado, le ponías una mano sobre la rodilla, te ibas acercando a él así… ―fue susurrando Charleen mientras ejemplificaba con su cuerpo todo lo que describía. Abigail sintió un repentino calor en su pecho―. Y cuando estás tan cerca de ellos, casi besándolos, entonces… El hechizo se rompió cuando, en un rápido movimiento, Charleen cogió la bolsa de oro que Abigail siempre llevaba al cinto y se levantó para huir con ella. Abigail comenzó a perseguirla y aquello se convirtió en una carrera alrededor de la hoguera, con Charleen animándola a atraparla entre risas. El rojo de sus rostros bien podría deberse al ejercicio. Al final, Abigail fue capaz de abalanzarse sobre Charleen, cayendo ambas al suelo. Pero Charleen se negaba a soltar la bolsa y Abigail decidió utilizar sus propios métodos. Un beso en la mejilla y cayó rendida, tras lo que le devolvió su oro. Regresaron junto a la hoguera, donde Abigail comenzó a recogerse el moño, que se había deshecho con la carrera. Salvo por las mañanas, Charleen apenas la veía con el pelo suelto. ―¿Cuál es la segunda conclusión? ―preguntó Abigail. Charleen la miró extrañada, hasta que recordó. ―Sí, sobre este anillo ―dijo, sacándolo de su camisa de nuevo―. Creo que un hombre como Thomas no merece tener su nombre grabado junto al tuyo en un anillo. Por lo que deberíamos ir a un joyero para que lo tache. Y encima ponga el mío. Abigail sacó su bolsa y comenzó a recoger el dinero acumulado en la mesa. Cuando la tabla quedó limpia, se fijó en la mirada asesina que su rival le dedicaba, por encima de la nube de la embriaguez. ―Una buena partida ―dijo Abigail, tratando de romper la tensión―. Me gustaría repetirla alguna vez, pero ahora debo irme. ―Alto ahí ―dijo otro hombre que se interpuso en su camino cuando quiso levantarse. Más grande y, por desgracia, menos borracho que su rival anterior―. Mi amigo no pierde nunca. ―Si quiere una revancha en su nombre, que sepa que estoy dispuesta a apostar todo lo que le he… ―No quiero esa revancha. Yo no juego a esto… ―Una lástima, porque es mi especialidad. Todo lo que puedo ofrecerle es otra partida, si no la quiere… Realmente trató de marcharse. De escapar. Con la sutileza que siempre la había acompañado. Una mujer que entra y sale de forma casual, que nadie sospecha que lleve tal racha de victorias. Pero el hombre corpulento que se había enfrentado a ella supo acertar en su punto débil cuando la tomó del brazo. Del brazo izquierdo. El corazón de Abigail se detuvo un instante y, cuando sintió que su mano bajaba hasta la muñeca, se percató de su propia perdición. ―¿Pero qué es esto…? ―dijo el hombre, que empezaba a sospechar. Sin miramientos, antes de que Abigail pudiera tratar de defenderse, apartó la manga de su camisola con tal fuerza que la rompió, desvelando el truco. La mirada que le dirigió parecía contener al mismo diablo―. Maldita… Precisamente en aquel instante, unos ruidos se empezaron a escuchar más allá de las puertas del Saloon y Abigail tuvo que contener un suspiro de alivio. Los había escuchado tantas veces que era imposible no reconocerlos: Charleen acababa de salir triunfal en su atraco. Muchas de las personas que estaban en el Saloon trataron de asomarse para ver lo ocurrido, y Abigail no fue menos. Incluso su rival a las cartas se marchaba. ―¿Qué está ocurriendo? ―fingió, pero cuando trató de moverse, el hombre la agarró con más fuerza. Ni siquiera era capaz de coger su Derringer. ―Ni se te ocurra. Si tú eres una timadora, yo puedo ser un criminal mucho peor ―con la otra mano, le arrancó el artilugio, haciéndole daño en la piel. Lo arrojó al suelo y lo pisoteó sin piedad, dejándolo inútil e irreconocible. Pero entonces él la agarró para que apartara la vista del suelo, para que lo mirara a los ojos. Y el fuego que encontró en ellos le dijo a Abigail que iba a hacerle lo mismo, que no la dejaría menos dañada que a su preciado brazalete. Ya podía sentir los cardenales formándose en los lugares donde la tocaba. En un instante, su cuerpo estaba contra la mesa, él le inmovilizaba ambos brazos con solo uno. El rostro de Abigail se volvió del color de la cal cuando escuchó cómo cargaba una pistola. Antes de que pusiera el cañón sobre su piel, Abigail trató de girarse, de ver el rostro de su asesino. Estaban solos en el Saloon, ni un alma podría tener piedad ahora. Él no la tendría. Ese hombre desconocido capaz de acabar con su vida por nada más que un juego. Cuando el disparo sonó, la partida terminó. Abigail vio cómo los ojos del hombre se abrían con sorpresa, para luego perder toda expresión. Sintió cómo la pistola se deslizaba de entre sus manos débiles. Cuando fue consciente de que era libre, se giró hacia el lugar del que había provenido el disparo. Encontró la silueta oscura de Charleen recortada por el sol del atardecer, enmarcada en la entrada al Saloon, cuyas puertas seguían balanceándose tras su repentina irrupción. Los ojos de ambas se encontraron. Para Abigail, acababa de amanecer en la oscuridad que antes la había envuelto por completo. Quiso correr junto a ella, abrazarla y, juntas, escapar de aquel pueblo infernal. Llegó a ir a su lado, casi a tomarla en sus brazos. Pero todo se vio truncado cuando el segundo disparo sonó. Charleen habría caído de rodillas al suelo si Abigail no hubiera estado ahí. En la calle, el Sheriff se condecoraba con los honores de haber acertado a la bandida. Aunque hubiera sido en el momento más cobarde para disparar. El tiempo pareció detenerse para Abigail mientras sostenía a la débil Charleen entre sus brazos. Y después, todo se aceleró por completo. La levantó, sabiendo que tenía que sacarla de allí, que ambas tenían que salir de ese maldito pueblo. Era demasiado urgente, ni siquiera había tiempo para la venganza. Corrió a través del Saloon, vacío, hasta su puerta trasera. Con una fuerza que no sabía que tenía, llegó a sostener a Charleen con un solo brazo y con el otro empuñar su Derringer. Momentos después, por veces que la escena se repitió en su cabeza, no llegó a comprender cómo había sido posible aquella huida. Cómo había podido cargar con Charleen cuando ella pesaba más, cómo había podido llegar junto a Miss Elizabeth cuando los pistoleros las perseguían y deberían de haberlas acribillado a balazos, y cuando la yegua debería de haber escapado horrorizada, igual que había pasado con los otros caballos negros cuando sus jinetes murieron al atracar el tren. Pero llegó a montar de nuevo a Miss Elizabeth. Llegó a sostener a Charleen a la vez que galopaban, llegó a escapar de ese lugar más veloz que cualquiera de sus perseguidores. Pudieron cabalgar toda la noche, con una fuerza sobrehumana que solo podía otorgarles el impulso de la supervivencia, de la seguridad de la perdición si se detenían. Abigail nunca había dirigido el caballo, siempre había sido Charleen, a pesar de que durante ese año había insistido en enseñarle. Todo aquello se sentía tan extraño. Abigail nunca había sentido tanto miedo por la vida de alguien, ni siquiera la suya. Nunca un dolor semejante se había instalado en su corazón. Hizo todo lo que estuvo en su mano para salvarla. A punta de pistola, obligó a un médico a tratar su herida. Siguió cada uno de los consejos que el sanador le dio. Le dijo que podría sobrevivir, pero necesitaba reposo. Compró una carreta para llevarla con más seguridad. Avanzó por las llanuras del oeste, hasta que los suelos secos y desérticos se llenaron de verde y la luna se volvió más brillante. Abigail sabía cuál era su destino. Charleen necesitaba descansar y solo había un lugar en el que podía hacerlo, un solo lugar al que llamar hogar. Su cabello se enredaba como un nido, su vestido estaba hecho jirones, la dama que había sido al subir al ferrocarril era ahora irreconocible. Pero cuando llegó a distinguir el rancho, una alegría jamás sentida hizo resplandecer su rostro. Una sonrisa radiante, unos ojos emocionados. Había un hombre sentado en una valla en el límite del rancho. Un hombre con la misma piel de ébano y los mismos ojos brillantes que Charleen. Vio a esa mujer desconocida aproximarse a su hogar, pero fueron muy pocas las explicaciones que necesitó. Supo que su hermana al fin había regresado a casa, acompañada por la mujer que más podía amarla. Y aquello fue suficiente. Le dieron una habitación en la que poder recuperarse. A pesar de tener también su propio cuarto, Abigail pasaba todo el tiempo que podía con Charleen. En una ocasión, se colocó a su lado, contemplando su rostro dormido, su piel sin aquel brillo que la envolvía cuando galopaba. Y se preguntó cuánto más tendría que esperar, y si volvería a tener una oportunidad. Tomó su mano y cerró su puño para guardar en él algo que esperaba que pudiera ver cuando despertara. Entonces tomó su rostro, la miró durante unos instantes que parecieron eternos, como si ella lo fuera todo. Y besó sus labios. Y solo esperó poder volver a hacerlo cuando se despertara. Tenían un hogar, estaban a salvo. Lo único que faltaba era que Charleen regresara. Aquel día era cálido, la ventaba estaba abierta y la brisa de los campos de Santa Fe entraba en la habitación. Fue lo primero que sintió. El destino había querido que estuviera sola, a pesar de que aquellos que la querían habían permanecido siempre alrededor durante su sueño. Lo segundo que sintió fue aquello que apretaba en su mano. Cuando abrió los ojos, cuando pudo contemplarlo, sonrió y no necesitó saber más. Ahora su nombre estaba grabado junto al de Abigail.Forajidas
Me ha gustado mucho, que original la ambientación en el Oeste