Dos hijas para la muerte
Tres
(Parte 2)
A eso parecía dedicarse la Primera Dama con sus profectas: paseos eternos por el palacio. En alguna ocasión, salían a ciertas zonas muy concretas de la villa imperial. Paseos y paseos y más paseos, para después continuar con los paseos. O al menos eso le parecía a Titiana después de siete días con sus lunas siendo una sombra. El gesto de hartazgo de Giove señalaba que ella pensaba lo mismo, lo que todavía era más descorazonador. Tan solo Juven parecía encontrar lógica esa rutina en la persona que iba a salvar el Imperio de la invasión y aniquilación de los bárbaros, el caos de las calles y la ruina absoluta. Pero lo cierto era que Juven debía de ser la guardia más acérrima de la historia, porque estaba convencida de forma completa en cada uno de los pasos que daba la Emperatriz. A lo mejor así habían sido las guardias siempre, solo que ella había perdido la esencia.
Cuando era pequeña soñaba con convertirse en una comandante, quizá en coronel. Quería ser la persona de confianza de la Emperatriz, aquella a la que le entregara el cuchillo ceremonial en el nombramiento y le ofreciera la espalda. Claro que por entonces su madre seguía en el palacio, ella no entendía lo que había ocurrido, y luego Vita era su mejor amiga. Incluso cuando su madre se había exiliado, quedaba la última parte para mantenerla alerta, constante, ilusionada.
—Eh —la llamó Juven desde la puerta. Agitó una botella con la mano derecha y un cubilete lleno de dados con la izquierda—, ¿te vienes?
Se incorporó sobre el codo, el ceño fruncido en defensa.
—¿Qué pretendéis hacer?
—Echar una timba. Vamos, vente.
Despacio, arqueó una ceja.
—¿Quiénes exactamente?
—Giove y yo, claro. Es nuestra noche libre.
—Sí, eso lo sé. —Había esperado con ganas a que llegara, pero seguía sin cuadrarle—. ¿De verdad tú y Giove…?
—Claro, ¿quién si no?
—¿Cualquier otra persona? ¿De verdad quieres jugar con Giove?
—Y contigo.
—¿Y has convencido a Giove?
—Ahora me faltas tú.
—Es licor de moras. La especialidad de las De Juno. Te encantará.
—Creo que paso.
La expresión de decepción de Juven se le antojó lacerante. No creía que su compañera fuera capaz de adoptarla, cuando su cara solía estar tallada en una piedra que variaba del hastío a la indiferencia en función del ángulo con el que se mirara.
—Tengo planes, Juven —se justificó.
—Por eso. Puedo salir del palacio.
—Eso no es exactamente así. Juven —la llamó la del este—, díselo.
—No es exactamente así —repitió la otra, solícita.
Titiana entornó todavía más los ojos.
—¿Qué es lo que os pasa?
—Nada —contestó Juven.
—Nada de nada —añadió Giove. Dio un paso hacia un lado y se cruzó de brazos al mirarla con más calma—. ¿De verdad vas a salir? ¿No quieres un poco de licor de moras?
—¿Y tú no quieres quitarme los ojos?
—¿Todo?
—Para nada —sentenció Juven con gesto muy serio.
Titiana levantó las manos, desarmada. No estaba entendiendo nada, pero todo era extraño y le parecía también extrañamente hilarante, sin tener claro si sería conveniente echarse a reír o entonces desataría el caos. Lo cierto era que, aunque solo fuera por imaginarse a esas dos jugando a los dados, después de todo el despliegue para convencerla de unirse, merecería la pena quedarse. Pero decía la verdad con respecto a tener otros planes.
Se levantó del sofá y recogió la panta que había dejado tirada en el suelo. Giove arqueó las cejas hasta lo imposible cuando se la vio echar por encima de la cabeza.
—No sé adónde vas —se adelantó la del este—, pero te digo yo que no pasas desapercibida.
—No veo por qué no, si nadie me conoce.
—Mides… ¿qué? ¿Lo mismo que un obelisco? Y pesas, ¿qué? ¿Lo mismo que un obelisco grande?
—Exacto, gracias. —Giove sacudió la cabeza—. Te reconocerán. Te vas a meter en un lío saliendo del palacio. Y nosotras tendremos un problema.
—Me convencíais mejor de quedarme a jugar con vosotras de la otra manera —contestó Titiana. Pasó por en medio de sus compañeras de un empellón, ya que ninguna amagó con separarse—. Solo voy a dar un paseo —justificó—. Quiero despejarme.
—Mañana puedes seguir paseando, no te preocupes —rezongó Giove. Agitó una mano en el aire—. Tú verás lo que haces, De Nero. Luego no venga a tocarnos…
—Ten cuidado —interrumpió Juven. Se fue a tirar a una de las butacas y, de pronto, ella ya no existía, solo tenía ojos para Giove—. ¿Qué nos apostamos?
—¿Joyas?
—Venga.
Desde allí le quedaba un pequeño paseo: no había mentido. Simplemente no había contado toda la verdad, porque la ruta terminaba en una de las tabernas más concurridas justo a la salida de la villa, donde aristócratas, soldados, artistas y gente de baja estofa se juntaban a la sombra del oro. Había estado hacía años en aquel lugar, en una situación muy diferente: una broma, un juego de crías, en vez de un plan, una misión. Pero el ambiente era el mismo. La sordidez se entremezclaba con el incienso y el vino especiado, las canciones en las esquinas que nadie se atrevería a entornar en la villa y charlas que todo el mundo negaría a la claridad del día siguiente.
Alzó dos dedos cuando el camarero se acercó a su mesa. Ya tenía la moneda preparada para su regreso cuando alguien añadió una segunda. Había visto entrar a las dos sombras hacía un buen rato, pero ambas se habían dedicado a pulular por la taberna sin prestarle atención, hasta que habían sido una parte más del barullo. El que llevaba la túnica más gruesa, y que había dejado la moneda, se sentó en el banco delante de ella, mientras que la mujer que lo acompañaba iba hacia una silla perdida, perteneciente a otra de las mesas cercanas.
—¿Y bien? —le preguntó el hombre, igual de tosco que de costumbre.
—Y bien: mal —replicó. Le dio un trago al vino, ya que esa era la imagen a trasmitir, alguien que había ido a beber—. No lo recordaba así. Casi me matan…
—¿Te ha reconocido o no?
—No. —Torció el gesto ante la sonrisa petulante de Eos—. Creo que no, en realidad.
—Jugaste con ella dos veces cuando teníais siete años, han pasado más de veinte, De Nero. No se acuerda.
Después de todos esos días paseando como si no hubiera nada que hacer por un imperio moribundo, suponía que no. Aun así, era imposible estar segura. La Primera Dama la había mirado aquel día, el primero de todos, en medio del espectáculo, y la había hecho encogerse por dentro, su corazón convertido en un pájaro en una jaula, aterrado por lo que había fuera.
—Quizá sabe quién soy —propuso, muy despacio. No quería pensarlo—. Puede que haya averiguado que estuve con su hermana.
—No fuiste su guardia oficial, tú lo dijiste. Además, estabas segura de que Silva cumpliría con eso. ¿O no ha sido así?
Puso los ojos en blanco, aunque la pesadez del estómago no se le quitaba solo porque Eos lo pusiera en perspectiva. Intentaba no pensar en el hecho de que todas esas mujeres en el palacio, cada una de las Segundas Hijas que la miraban al pasar o incluso las que fingían no darse cuenta de su existencia, en realidad tenían una parte divina.
—Estás a salvo —retomó Eos. Se bajó la mitad de la jarra de vino de un trago—. Cuéntame qué has averiguado.
—No estoy a salvo. Estoy rodeada de depredadoras —matizó. Levantó las manos para señalar que no empezarían de nuevo la discusión—. No he descubierto nada. Helda se dedica a pasear por el palacio y la villa sin hacer nada. Me he convertido en su sombra…
—¿Tan pronto?
—¿Por qué te haces el sorprendido?
—Esperábamos que eso te llevara… —Echó un vistazo a la mujer que lo acompañaba. Estaba demasiado lejos como para oír la conversación, pero aun así levantó un dedo—. Un año.
—Gracias por la fe —gruñó entre dientes.
—Éramos realistas.
—Soy la mejor guardia de todas las candidatas que han traído para formar el nuevo círculo —se jactó. Era cierto—. Soy su sombra esta luna, felicítame.
—Felicidades por el logro que haría sentir orgullosa a toda tu familia. —Eos se inclinó hacia adelante. Las cicatrices se volvieron más profundas—. Pero si eres su sombra tienes que haber averiguado algo más fácilmente, ¿no?
—Ya te he dicho que no.
Eos redujo los labios a una mueca despectiva que le revolvió las tripas. Era un buen hombre, Titiana se esforzaba mucho por recordarlo; era un buen hombre, por eso lo ayudaba, igual que ayudaba a todos. Pero tenía la expresión de un soldado que solo quería ver arder la ciudad que le mandaban asolar, porque a eso se había dedicado gran parte de su vida. Eos había luchado por el Imperio y el Imperio le había dado la espalda, pero él seguía ahí. Incansable. Belicoso. En el fondo, Titiana lo admiraba. Simplemente también le daba miedo. Los rebeldes debían reconstruir, no quemar ciudades, y a veces la línea se volvía muy fina.
—Estoy en ello —utilizó de ofrenda—. Algo averiguaré.
—Necesitamos saber dónde ha metido a Vita, De Nero. Sin Vita, cuando Helda no esté, no habrá Emperatriz alguna y esto será un caos absoluto, se colapsará. —Eos cogió aire—. Lo sabes, ¿verdad?
—Soy la primera que quiere encontrarla. Es solo que…
—Tiene que estarlo —completó Eos.
—Encontraré todo lo que pueda —aseguró. Los miró por turnos—. Solo necesito más tiempo, pero habrá algo de lo que tirar.
—Eso es lo que quería oír —sonrió Eos. Le dio una palmada el antebrazo—. Ahora vamos a hacer un poco de ruido al beber, ¿eh? Las conversaciones tranquilas llaman mucho la atención aquí.
Eso se le daba bastante bien.
Procuró beber hasta que notó el burbujeo en la boca del estómago y luego pasar disimuladamente a los tragos de agua. Eos tenía un poco más de capacidad para resistir el alcohol, pero cuando se despidió de él estaba claro que tendría que haber rebajado los últimos tragos.
La acompañante de Eos se lo quitó de encima y se despidió de ella con un gesto sobrio de cabeza. Nunca le había dicho cómo se llamaba. Titiana se descubrió imaginándole nombres mientras regresaba a la villa. Era una mujer interesante, indeciblemente atractiva sin todas esas telas pesadas de incógnito; podría llamarse Luna. Le sentaba a la perfección.
O a lo mejor no había calculado bien el vino que toleraba.
Se libró de la panta en cuanto ató las dos ideas necesarias para echar a correr. A cada guardia se le asignaba un sector en caso de crisis, de tal forma que se peinara con rapidez todo el palacio: la amenaza no saldría de allí. Esquivó a compañeras que corrían a sus puestos, y empujó a las que les resultó más difícil sortear. Jadeaba cuando llegó al ala de la Emperatriz.
Giove se interpuso en su camino salida de la nada. Estuvo a punto de caer encima de ella, rodar las dos por el suelo. La otra guardia no se molestó en hacer ninguna crítica del despliegue, sino que le encajó el mango de una daga contra el pecho y tiró de ella hasta enderezarla.
—Cállate —le advirtió Giove antes de que le preguntara por qué.
Juven estaba a las puertas enormes de la habitación de la Primera Dama. Daba órdenes con un brazo estirado, en el que enrollaba un látigo de un color plateado como el alambre. Las otras guardias a las que se dirigía la escuchaban con los ojos bien abiertos, y salieron corriendo en cuanto Juven soltó la indicación adecuada.
—Entramos —anunció cuando las vio a ellas, sin dar muestras de sorpresa.
Giove relajó y tensó los hombros mientras se preparaba detrás de su compañera. Habrían peinado toda la planta cuando sonó la alarma, las sombras de retén habrían entrado en la habitación para ocuparse de la primera amenaza y mientras todo el resto se organizaba. Apenas habrían pasado unos instantes del inicio del caos cuando Titiana llegó. Procuró centrarse en eso: no había sido tarde, no había sido tarde.
Juven empujó las puertas con el hombro un par de veces hasta que cedieron. La habitación de la Emperatriz estaba en penumbra, había un olor dulzón que lo impregnaba todo. Giove se precipitó hacia el interior con una exhalación contenida, y estuvo a punto de perder el equilibrio cuando resbaló en la sangre que había justo a la entrada.
A Juven se le doblaron las rodillas. Giove la cogió por el codo antes de que se lanzara a iniciar los rezos y la enderezó.
—¿Qué…? —Titiana repasó la escena con cuidado. La borrachera le seguía embotando los sentidos que la carrera hacia allí había eliminado; nada tenía sentido—. ¿Es…?
—No sé si habrá más —contestó la Primera Dama. Subió los bordes de las sábanas—. Deberíais… limpiar el palacio y… asegurar que todos estén bien…
—Claro. —La respuesta de Juven quedó ahogada—. Claro…
—A ella debería verla alguien —añadió Helda, señalando con un gesto vago a la guardia que seguía sentada, sin moverse. Era Inri—. Mis hermanas sabrán qué hacer.
—Claro…
—Y sacad a… —Echó un vistazo por el suelo y luego suspiró—. Sacad los cadáveres de aquí.
Juven no fue capaz de ofrecer una respuesta afirmativa. La Primera Dama abrió los postigos que llegaban al balcón exterior de la habitación y la brisa de la noche recorrió la estancia en un aullido. Parecía querer despejarlas.
Giove la cogió del brazo.
—No la pierdas de vista —le ordenó—. No sabemos quién más hay…
—No creo que le haga…
—Titiana —intervino Juven. Se había ocupado de dirigir a las otras guardias; tenía la clase de voz y de presencia que invitaba al mundo a seguirla, incluso aunque estuviera al borde de un precipicio—. Giove llevará a Inri con las Segundas Hijas, yo me ocuparé de gestionar… esto… Y tú quédate con ella. No la pierdas de vista. —Echó un vistazo hacia el balcón donde la Primera Dama se había refugiado—. Métela dentro en cuanto acabemos, no es seguro.
Cuadró los hombros lo mejor que pudo. Aquello ya no era fingir que no estaba borracha; ni siquiera sabía cómo estaba realmente. Dio unas zancadas amplias hasta el balcón, deseosa también de no mirar más a su alrededor. Sin embargo, fue incapaz de presentarse con ese ímpetu al lado de la Primera Dama.
Helda había apoyado los antebrazos en la balaustrada y tenía la mirada perdida en los jardines. El viento le revolvía el pelo, más desordenado todavía; los mechones rubios parecían pequeñas filigranas de cristal, como si el frío la estuviera construyendo en ese mismo instante. Había matado a una asesina profesional, pensó Titiana; acababa de matar a una asesina profesional y parecía así de frágil. Quería clavarle la daga de Giove en las tripas, asegurarse de que no la mataba a ella también al descubrirla; quería subirle la sábana por los hombros, que se le había resbalado y dejaba la piel erizada por el frío al descubierto.
Mirar a Helda era mirar a Vita ese día, justo en ese momento. Tragó saliva con fuerza.
—Debería entrar —musitó Titiana. Sonaba tan ahogada como Juven. Procuró enderezarse un poco más—. Es peligroso. No sabemos quién más puede haber, o dónde.
La nueva Emperatriz la miró de reojo. No se parecía en nada a Vita, decidió. Cuando la vio suspirar, fue incapaz de mantener la idea.
—Estaremos bien.
—¿Perdón? —El plural había sido desconcertante.
—Eso.
—Es que…
—Quédate conmigo —recondujo Helda. Volvió a mirar hacia los jardines—. Luego entramos otra vez. Solo quédate mientras.
Se forzó a dar un paso hacia adelante. El vientre le rozó la balaustrada. Miró a Helda desde arriba, luchó contra la idea de que era idéntica a su gemela. Eso no podía ser, era imposible. La única solución era una daga en las tripas. Una daga en las tripas. Eos la mataría luego a ella por no haber seguido el plan. Pero alguien con tanto poder era incontrolable, tenían que deshacerse lo antes posible de esa Primera Dama o estarían condenados. La rebelión, el Imperio, absolutamente todo… Solo una daga en las tripas. Nada más que eso. Podría hacerlo. Le habían enseñado a hacerlo, los líderes rebeldes hablaban a menudo de ello. Un giro de muñeca, la daga de Giove cumpliría el cometido.
Con la mano libre, usando la punta de los dedos, subió la sábana de Helda, sin rozarle la piel. Estaba prohibido tocar a la Emperatriz, aunque esta la miró igual que si se hubiera atrevido. Incluso el ojo de Vita la juzgaba. Fingió no darse cuenta de esa reacción.
—Luego entramos otra vez —se justificó Titiana. Respiró hondo, cuadró los hombros, enderezó bien la espalda. La mejor guardia del palacio, eso era—. Pero nos quedamos mientras.