Rebeca García
Rebeca García-Cabañas Garrido (Madrid, 1995) es graduada en Historia y archivera.
La escritura lleva en su vida desde aquel día que su madre le leyó el final de El Señor de los Anillos y se indignó tanto que escribió un final alternativo. Dio sus primeros pasos gracias al fanfic, una faceta esencial en su identidad como escritora. Se desenvuelve dentro de la fantasía urbana, el terror y la ciencia ficción.
Ha publicado otros relatos en las antologías Mentes brillantes y oscuras (Hela Ediciones), Ecos de Tinta, Wanderlust 2: Mi novia es un monstruo, Dimensiones ocultas, 14 autores. 14 dimensiones (Dimensiones Ocultas Paperback), La ciudad es nuestra y en la Antología Benéfica de la FELIOR. Estas dos últimas serán publicadas en 2022.
Sinopsis
Antes, para Beth, Ébony no era más que la irritante e incompetente bedel de la Facultad de Magias Geológicas. Esa chica de eternas trenzas de raíz que camelaba a la escoba para que barriera sola y no era capaz de arreglar un simple hechizo de temperatura.
Antes, Beth no lograba comprender cómo de desear empotrarle un fósil de dragón en la cabeza, había terminado empotrándola a ella.
Ahora, entre bromas, huesos, Historia y tatuajes rojísimos, puede que lo entienda algo más.
Aunque Ébony no ha dejado de sacarla de quicio.
CONTENIDO ADULTO
Antes La primera vez que follan es en el despacho de su tutora de la tesis doctoral. Encima del escritorio, los documentos que tanto le había costado traducir, desperdigados por el suelo, junto con sus bragas y la camisa de Ébony. Es todo lengua, dientes, gemidos ahogados y sudor. Después, Bethania se preguntaría cómo habían llegado a esto. Cómo de una acalorada discusión en donde por poco le empotra un fósil de más de un millón de años en la cabeza, habían acabado empotrándose entre ellas. Llevaba todo el día trabajando en su doctorado, rodeada de libros escritos en lenguas muertas y la ropa pegada al cuerpo por el sudor. El hechizo que regulaba la temperatura del edificio era muy antiguo y, los últimos días, la Facultad de Magias Geológicas había sido un festival climático. Su tutora no pensaba volver hasta que su despacho bajara de los 35 grados, así que le tocó a Beth encargarse de todo el papeleo del departamento, a la vez que trabajaba en la tesis. O, al menos, lo intentaba. Beth se sentía como en su país natal, donde no existía el invierno y las altas temperaturas eran inhumanas. Hacía más de cinco años que se había largado de ese infierno y volver a sentir en carne propia aquel bochorno inaguantable, la cabreaba. No, cabrearla era poco. Porque era aquel maldito fuego que salía de las paredes de piedra, las palabras de las ajadas páginas de los libros que se deshacían entre sus sudorosos dedos y parecían reírse de su desgracia. La cabrona de su tutora, que la cargaba con pilas y pilas de trabajo que no la correspondía, el horrible grano que le había salido en la aleta de la nariz. Beth no estaba cabreada, estaba colérica. Y Ébony no podía haber llegado en peor momento. La puerta del despacho se abrió de golpe y allí estaba la bedel, con su maletín de hechizos y las trenzas de raíz. —Buenas, que vengo a lo del… ¡Hostias, pero qué calor hace aquí! Beth la miró por encima de las gafas y una pequeña parte de ella se arrepintió de no haberse especializado en hechizos violentos, porque lo que le pedía su magia era aplastarle la cabeza contra el pico del escritorio. —Lo de llamar a la puerta no lo llevamos muy bien, ¿no? —¿Eh? —Ébony la miró desconcertada, a la vez que cerraba la puerta con el pie—. Ah. Ya, sí, perdón. Me han dicho que suba a ver cómo está la temperatura en este piso. Será solo un momento, tú como si no estuviera. A Beth le hubiera encantado hacer como si Ébony no estuviera, pero la bedel era conocida en toda la facultad por su peculiar forma de trabajar: arreglaba las cañerías mientras cantaba, camelaba a la escoba para que barriera sola, pegaba a los objetos que no sabía por qué estaban rotos. Para muchos, Ébony era la que mantenía con vida la facultad. Para Beth, era una tipa interesada, pelota y cargante que la sacaba de quicio. Que no dejara de dar golpes a las paredes y llamarlas «zopencas» justo al lado de su escritorio, tampoco ayudaba. —¿Podrías hacerlo en silencio? Las hay que trabajamos. Para su sorpresa, los ruidos cesaron al instante. Levantó la vista del libro y mentiría si dijera que la mirada penetrante que le echó Ébony no la perturbó en absoluto. —No, si te parece yo estoy dando un concierto, no te jode. Beth chascó la lengua. Encima de inepta, grosera. Si es que lo tenía todo, la muy imbécil. En cualquier otro momento la habría ignorado. Habría puesto todos y cada uno de sus sentidos en los puñeteros libros y documentos viejos. Pero el flequillo se le pegaba a la frente, le sudaba hasta el culo y no le daba la gana de compartir espacio con una tía que le gritaba a las paredes que eran unas cenutrias. —¡¿Quieres darte prisa?! —¿Qué te crees que hago? —Replicó Ébony—. Como si no tuviera otra cosa que hacer que estar aquí con la reina de la simpatía. Beth se quitó las gafas. Bueno, bueno. —¿Qué quieres decir? —inquirió, levantando la voz. Ébony soltó un fuerte suspiro y le dio la espalda. —Que me dejes, que estoy trabajando. «Suficiente». —¡¿Trabajando?! —Beth se levantó de golpe. ¿Trabajando? ¿Ella? Era Beth la que llevaba todo el día sudando a chorros con la maldita tesis por culpa de la incompetente de Ébony, que debería haber arreglado el problema del clima hacía días. ¿Y ahora venía a decirle que estaba trabajando? «¡Hay que joderse!» — ¡Pero si eres una inútil! Entonces todo estalló. Porque el temperamento de las dos era explosivo y se negaban a que la otra tuviera la última palabra. Eran una pequeña llama cerca de un caldero inflamable, un hechizo rezumante de poder. —¡Oye, a mí no me grites! —¡Cinco horas para arreglar esta mierda…! —¡A ver si te abrasas, revientas y me dejas en paz! —¡Me tienes harta! Se tenían agarradas de las manos, los rostros a escasos centímetros. Beth abrió la boca para llamarla gilipollas, aunque el insulto murió en los labios de Ébony. Más tarde, se preguntaría cuál de las dos le había roto la boca de un beso a la otra. Cómo comenzaron a arrancarse la ropa a bocados, quién siguió el juego a quién. Pero ahora, ahora Beth es incapaz de pensar en nada más allá de Ébony. En los lunares que salpican su rostro y nunca se había parado a observarlos. En la cantidad de tatuajes rojos que recorren sus brazos y parte del pecho que jamás le había visto. En la lengua que se desliza por el lóbulo de su oreja, los dedos que se pierden entre sus piernas. Beth entierra las uñas en la espalda de Ébony, se arquea, gime, la muerde hasta dejarle marcas que no podrá ocultar con la camisa del uniforme. Sus cuerpos chocan en movimientos frenéticos, cargan con toda la agresividad y frustración de la discusión de hace apenas unos minutos. Ébony la recuesta sobre el escritorio y, mientras le come el cuello, Beth termina de tirar los libros que se le clavan en la espalda. No hay caricias delicadas ni miradas profundas. Follan fuerte y brusco, con un hambre que no termina de saciarse. Beth se estremece bajo Ébony, y llega un punto en el que la siente en todas partes. En la boca, en el pecho, hasta en los dedos de los pies. La chica le lanza una mirada pícara y, cuando quiere darse cuenta, la tiene entre sus piernas haciéndoselo con la lengua. «Joder». Beth se retuerce, se deshace entre la lengua de Ébony. Inconscientemente, mueve las caderas, se muerde el dorso de la mano para acallar los gemidos que no puede reprimir. Entonces, el despacho, la facultad, el mundo entero desaparece y tan solo quedan ellas dos, Ébony con una sonrisa de suficiencia en los labios y Beth con las piernas temblando y el pulso a mil por hora. —Esto… no se volverá a repetir. —No, no —le responde Ébony, antes de volver a besarla. Desde luego que se volvería a repetir. Ahora El laboratorio de Dragonología está hecho un desastre. Hay cajas enteras sin catalogar, huesos de diferentes especímenes mezclados entre sí y herramientas por el suelo. A Beth siempre se le ha dado muy bien ignorar los problemas hasta que estos le revientan en la cara, así que mientras pueda trabajar no le importa demasiado el desorden. Se recoge el cabello oscuro en una media coleta. Hace unos días se lo cortó a la altura de las orejas y es la mejor decisión que ha tomado desde que dejó las pociones anticonceptivas. Se sube las gafas y continúa bocetando el cráneo del Dracuber Alae Aurea. Su mirada vuela entre los huesos del dragón y el dibujo. Debe ser perfecto, exacto. Su tutora le ha dicho que si incluye sus dibujos en la tesis, ganará bastantes puntos ante el tribunal, y Beth quiere dejarlos con la boca abierta. Está tan concentrada en el boceto que no se percata de que hay alguien más en el laboratorio hasta que escucha su voz. —¿Sabías que cuando estás trabajando sacas la punta de la lengua? Beth da un respingo y por poco tira los dibujos. Ébony la sonríe desde el marco de la puerta, con los brazos cruzados y las trenzas castañas cayéndole a ambos lados de la cabeza. —¿Qué haces aquí? La bedel termina de entrar en el laboratorio y cierra la puerta. Beth la observa ir de un lado a otro de la sala. Cotillea las cajas, sortea los huesos que hay desperdigados por el suelo a la vez que comenta la de mierda que tienen allí acumulada. Ébony termina sentándose frente a Beth y, antes de que roce con sus dedos los huesos de dragón que está estudiando, le da un manotazo. —Auch, qué mala. Beth la atraviesa con la mirada, todavía esperando una respuesta. Ébony tan solo le sonríe y, cuando quiere darse cuenta, ha enredado los dedos con los suyos. A Beth siempre le ha gustado mucho el contraste de su piel morena con la palidez de Ébony. Se está tatuando las falanges y la Diosa sabe que Beth podría tirarse horas estudiando los motivos rojizos que recorren sus dedos, el dorso de las manos, el resto de tatuajes que decoran su cuerpo. —Nada, que pasaba por aquí y me he dicho: voy a visitar a mi chica. Beth retira la mano de golpe. —No soy tu chica. —Agacha la cabeza y vuelve a concentrarse en los dibujos. Las mejillas le arden y esta vez no puede echar la culpa al calor—. Que nos hayamos liado un par de veces no significa… —Quince. —¡¿Quince ya?! —exclama Beth, mirándole con los ojos abiertos de par en par. —Sí. —Ébony esboza esa sonrisa socarrona que tanto la saca de quicio y le guiña un ojo. «Idiota». —Bueno, da igual, que no soy tu chica, ni tu novia, ni nada. —¿Me estás dejando? —pregunta Ébony con la voz cogida. —No te estoy… —¿Entonces seguimos juntas? —Mira… —está a punto de replicarle cuando Ébony estalla en carcajadas. Beth niega un par de veces y se levanta de la silla—. Paso, tengo mucho trabajo. —Vale, vale. —Ébony levanta las manos en señal de paz—. Ya me voy, lo último que quiero es molestar. —Beth le echa una mirada suspicaz. Camina a saltos hasta una de las estanterías en busca de un par de libros de Anatomía del Dragón. A su espalda, escucha a Ébony preguntar—: ¿Qué es esto? Beth gira un poco la cabeza y por poco escupe el corazón por la boca cuando ve a Ébony coger los huesos que estaba estudiando. —Un cráneo de una cría de Dracuber Alae Aurea —responde en un hilo de voz—. Ten cuidado, es muy… —¿Prepúber qué? Entonces, la mandíbula se tambalea, suena un desagradable crac y se desprende del resto del cráneo. Todo pasa a cámara lenta ante los ojos de Beth. Observa con horror cómo la mandíbula se estrella contra el suelo, los colmillos vuelan, el cuerno se parte en tres trozos, su tesis doctoral se destruye en mil pedazos. El futuro se torna más negro que nunca. —¡Ébony! ¿¡Qué coño has hecho!? —Se tira al suelo a recoger los fragmentos de hueso que han quedado desperdigados por todos lados. Hay dientes debajo de las mesas, astillas del cuerno que se confunden con otros restos que había por el piso. Van a matarla. Desde el suelo, echa una mirada furibunda a Ébony y, de no ser porque los huesos que tiene entre sus manos valen más que su propia vida, se los habría tirado a la cara—. ¿¡Me quieres decir qué hago con esto!? —¿Artesanía local? Beth abre y cierra la boca. Se le ocurren cientos de maleficios que podría lanzarle a Ébony, pero es incapaz de convocar ninguno. Siente el tacto frío de los huesos del dragón en las palmas de las manos, las lágrimas agolpándose en sus ojos. Se le encoge el estómago con solo pensar en las explicaciones que tendrá que dar, las miradas reprobatorias que va a recibir. Adiós a su carrera de dragonologista. —Cielo, lo siento, de verdad. —Ébony se sienta a su lado. La toma de la barbilla y a Beth le sorprende ver lo afligida que parece. Lo de tener remordimientos no le va mucho—. No te agobies. Puedes arreglarlo, ¿no? Asiente casi sin pensarlo. Pues claro que puede arreglarlo. Beth es muy buena en su trabajo, no se ha labrado un nombre en el departamento de Dragonología siendo una mindundi. Hechizos reparadores por aquí, magia restauradora por allá y listo. Aunque visto el desastre, el proceso de restauración le llevará días. —Pero… —Pues no se hable más. Esta noche vengo y te ayudo. —Ébony posa los labios sobre su frente. A Beth le encantaría empujarla y mandarla a la mierda, pero está tan hecha polvo que no le quedan ni fuerzas para insultarla—. Traigo algo de cena y las llaves de los despachos de los otros profesores por si necesitas cualquier instrumento, ¿vale? Ébony atrapa sus labios en un sorpresivo beso y se marcha como ha venido: poniendo su vida patas arriba. *** —¿Pero cómo que los dragones se extinguieron por culpa de La Gran Rotura Climática? Que no hombre, que no. Eso es una cortina de humo de esas. Beth tiene que admitirlo: la tortilla de patata de Ébony es la mejor que ha probado en su vida. Aunque está segura que le sabría muchísimo mejor si no se la estuviera comiendo mientras reconstruye una mandíbula, y si la bedel no le estuviera tocando tanto las narices. Ya podría tocarle otras cosas. No es la primera vez que pasan la noche en la facultad y no cree que esta sea la última. Pero, definitivamente, no entraba dentro de sus planes quedarse toda la madrugada en el laboratorio restaurando unos restos de dragón mientras comía tortilla de patata y Ébony le debatía hechos históricos. Curioso cuanto menos. —A ver, ¿y por qué se extinguieron? Ilumíname. —Aliens. Beth escupe un trozo de tortilla que acaba entre los dientes del dragón. —¿Qué? Ébony la señala con el tenedor. Habla con la boca llena y los ojos castaños bien abiertos, tan segura de sí misma que si Beth no tuviera ni idea de lo que están hablando, la habría creído sin dudarlo. —Que sí, que llegaron los aliens de otro universo y se los cargaron a todos porque estaban a punto de destruir nuestro planeta. Y, claro, eso a los aliens no les hizo gracia porque son ellos quienes quieren destruirnos. —Ya, claro. Y todas las evidencias históricas que nos han llegado también las han escrito los aliens, ¿no? —retira el tupper de tortilla y centra toda su atención en los huesos. Todavía le quedan muchas partes por unir y los hechizos restauradores actúan lentos. —¡Exacto! —Beth le echa una mirada despectiva por encima de las gafas y continúa pegando el colmillo a la mandíbula—. Ay, qué poquito sabes de la vida, Beth. No puedes ser tan ingenua. El suave puñetazo que le lanza Ébony al hombro la sobresalta, pierde la concentración y el colmillo vuelve a caerse al suelo. «A la mierda». —¡Mira, Ébony! —La increpa con un trozo de la mandíbula en la mano—. ¡No me he tirado cinco años de mi vida especializándome en La Gran Rotura Climática para que ahora vengas tú a decir que todo fue culpa de los aliens! ¡Que fuimos nosotros jugueteando con la magia quienes la liamos y nos cargamos a todos los dragones! ¡¿Te queda claro?! Su voz retumba en todo el laboratorio. Ébony ha apartado su silla de la mesa y su mirada vuela entre el fragmento de hueso afilado y su rostro. Por primera vez desde que se conocen, Beth la ve titubear y pensando seriamente qué decir para no liarla más. —Vale, tranquila. Te veo un poco agobiada. —¿¡Un poco!? —Venga, vamos a relajarnos, ¿sí? —Ébony le guiña un ojo y desaparece debajo de la mesa. —Oye, a donde… —Beth se estremece cuando la siente bajo la falda de su vestido—. Vas. —Shh —le susurra contra sus bragas—. Tú sigue trabajando. Beth se aferra al borde de la mesa. Los dedos de Ébony bailan en la cara interna de sus muslos. Arriba, abajo, en círculos. Cuando al fin parece que van a llegar a la entrepierna, vuelve a deslizarlos hacia abajo y vuelta a empezar. El aliento cálido de Ébony contra su piel es como una descarga, un hechizo que siente desde el coño hasta los dedos de las manos e, inconscientemente, abre las piernas. Quiere sentir esa calidez más fuerte, más hondo. Ahogarse en ella hasta olvidar su propio nombre. Escucha a Ébony reírse bajo su vestido. A la muy desgraciada le gusta tenerla con las piernas temblando y la súplica en los labios. Beth ahoga un jadeo con el dorso de la mano. Es la incertidumbre de lo que puede ocurrir, la anticipación a todo lo que está por venir. Sentir que está a merced de la mujer más increíble que ha conocido en su vida. Ébony pasa la lengua por sus bragas y a Beth le da tal sacudida que se golpea las rodillas contra la mesa. —¡Me cago en todo lo que he estudiao! ¡Joder! —¿Estás bien? —le pregunta Ébony sacando la cabeza del vestido. —Sí, sí. Agh, espera. —Levanta un poco el culo de la silla y desliza las bragas hasta abajo—. Ahora mejor. —Mucho mejor —ronronea. La sonrisa de Ébony le regala un escalofrío y antes de que Beth pueda replicarle, vuelve a perderse bajo la falda. La lengua de Ébony se desliza por sus muslos, rodea las ingles, juega con su impaciencia. Beth se estremece cuando las uñas de Ébony se clavan en sus piernas, se le escapa un jadeo cuando al fin la húmeda lengua de la bedel le roza los labios. La calidez le sube por las piernas, le colma el pecho. Beth se abandona por completo, el mundo se reduce a ella y a la lengua de Ébony, que le acaricia tan delicadamente los labios que Beth se siente morir. Se empapa de cada sensación, le tiembla la vida entera. Ébony aumenta el ritmo. Presiona con la lengua blanda, juega con su boca, pero evita rozar el clítoris en todo momento. A Beth se le tensa el estómago cada vez que se acerca, lo acaricia apenas y después se aleja con crueldad. «Capulla». Se muerde la mano con fuerza y mueve las caderas, pero Ébony la sujeta con fuerza. Un espasmo le recorre entera cuando al fin la lengua de Ébony se desliza por el clítoris. Es una descarga que viaja por todo su cuerpo y muere en un largo gemido que es incapaz de contener. Ébony presiona, aumenta y disminuye la velocidad, la lleva al límite. Inconscientemente, arquea la espalda y abre todavía más las piernas. Porque está apunto, lo siente en cada nueva oleada de placer, en cómo se derrite bajo la lengua de Ébony. En cómo le gustaría que aquel momento durara para siempre. El placer le sube desde el vientre, la nubla, es incapaz de mantener los ojos abiertos. Se escucha llamar a Ébony entre jadeos y, entonces, todo se torna frenético, eléctrico. El orgasmo la baña entera, se deshace en espasmos en la boca de Ébony y todo su cuerpo suspira de placer. Todavía se está empapando de las plácidas sensaciones que recorren sus extremidades, cuando Ébony aparece debajo del vestido. Pasa la lengua por sus propios labios y la mirada es tan intensa que Beth siente que podría volver a correrse. —Eres preciosa —susurra sin dejar de mirarla. Beth le devuelve la mirada y no puede evitar pensar en lo mágica que es Ébony. Los lunares del rostro que se asemejan a constelaciones sin explorar, la sonrisa de medio lado que desafía a los hechizos más letales. La forma en que la mira, que logra hacerla sentir la persona más afortunada del mundo. Beth se arranca las gafas, baja de la silla, agarra a Ébony de las solapas de la camisa y la besa hasta quedarse sin aliento. Porque Ébony sí que es preciosa. Se tumban en el suelo del laboratorio, rodeadas de huesos e Historia. Beth siente a Ébony estremecerse ante sus besos y mordiscos en el cuello. Mientras la besa, desabotona la camisa del uniforme de bedel. Deja un reguero de saliva entre la clavícula y ese hueco tan sexy que hay entre el cuello y el hombro. Ébony jadea su nombre contra la oreja, entierra sus dedos en los cortos cabellos. Beth termina de desabrocharle la camisa y se separa un poco para contemplarla. Ahoga un grito. —¿Qué ocurre? —pregunta Ébony preocupada. —Tía, ¡es precioso! —Las manos de Beth vuelan a los pechos de Ébony y acaricia el sujetador de encaje rojo con motivos negros—. ¿Dónde te lo has comprado? La bedel alterna la mirada entre su sujetador y ella, y de pronto, ambas estallan en carcajadas. Beth coloca las piernas a ambos lados de su cuerpo y la contempla desde arriba, todavía con la risa en los labios. Ébony es una explosión de rojo. No es solo el sujetador; son los tatuajes que recorren su cuerpo, todos dibujados con tinta roja. Desde la enredadera escarlata que le sube del hombro a la clavícula, a la vela bermellón y granate en el centro del pecho. De la vela cuelga un medallón tan rojo como la sangre que baja por el esternón y parece clavársele en la piel. Las llaves de distintos tonos de rojo en la cadera, el pavo bermejo en las costillas, que no está muy segura de querer preguntar su significado. Su cuerpo es un laberinto carmesí en el que no le importaría perderse. Beth le desabrocha el sujetador y su boca hace el resto. Le besa todos y cada uno de los tatuajes, acaricia y pellizca los pezones con los dedos. Ébony se retuerce entre sus caricias y la llama con la voz entrecortada. Con cada jadeo de Ébony, la sangre de Beth late, arde, fluye rojísima como los tatuajes y no pierde tiempo en desabrocharle los pantalones y arrancárselos junto con las bragas. —Joder, me encantas —susurra Beth entre sus piernas. Ella no es tan buena con la lengua como Ébony, pero ha tenido una buena maestra y quiere hacerla sentir tan bien como cuando se lo hace ella. Aferra las manos a sus anchas caderas y se deja llevar. Se lo hace despacio, en círculos, utiliza los dedos a la vez que la lengua. Los gemidos de Ébony son adictivos, el hechizo más poderoso que ha escuchado nunca. Y Beth quiere más. Quiere escucharla gemir su nombre, que se retuerza de placer, sentir con la lengua lo húmeda que está. Y esta vez cuando Ébony se viene en un estallido cálido y tembloroso, sí que hay caricias delicadas y miradas profundas. Beth la mira desde abajo, y se pregunta cómo es posible que sea tan guapa. Cómo puede decir que hay días que odia sus caderas anchas y los muslos enormes cuando, para ella, Ébony es perfecta. Se tumba a su lado y apoya la cabeza en su hombro. Mientras Ébony lucha por recuperar el aliento, Beth se entretiene en recorrer con la yema de los dedos el tatuaje de su pecho. Durante unos segundos, sus miradas se encuentran y todo aquello que nunca se han atrevido a decirse queda más claro que nunca. —Beth, tengo que decirte una cosa muy importante. El corazón le da un vuelco. Se remoja los labios y se incorpora un poco. Esto es serio. —Dime. «Te quiero». —No, que la mandíbula del Prepuber Eats ese la tiré aposta para que pasáramos la noche juntas. Pero vamos, te lo digo porque la sinceridad es la base de una relación. Al final, Beth sí que acaba empotrándole un fósil en la cabeza.Laberinto carmesí