Nuestras flores
XI. Dalia: Inestabilidad
Saint Thomas. Bilingüe, español e inglés. Jornada simple, es decir, va a ir solo por la mañana. Ahora, ¿para qué necesitaba saber dos idiomas siendo tan chico? Yo con el español ya estaba bien. Azul conocía el inglés a la perfección, pero casi no lo usaba porque para vender flores no se necesita. Saint Thomas, excelencia en educación. Según mamá, era el mejor. Desde que nació Mateo decidimos llevarlo ahí porque su reputación en Buenos Aires era «igual o mejor que la de algunas universidades». Palabras textuales de Helena. Además, tenían comedor propio y una sarta de boludeces que a esa edad ningún nene valora ni necesita. ¿Para qué quería una huerta y un campo con conejos y gallinas? El problema no era ese tampoco.
Estaba revisando el folleto cuando Ciru me llamó. Aproveché para distraerme; salí al balcón y, con el ruido de la ciudad de fondo, me senté en una de las sillas y acaricié el pétalo de una alegría del hogar. Me preguntó qué había hecho, cómo iba mi vida amorosa (las quinientas veces que le avisé que había cortado no fueron suficientes), cómo estaba Azul y Mateo. Esa última pregunta me abrió la puerta.
—Estoy viendo el colegio. Ya lo tengo que inscribir.
—¿Al famoso Saint Thomas?
—Sí.
—¡Qué emoción!
—Sí, qué emoción, pero son treinta lucas[1].
—¿Y?
—¿Y? ¿Cómo «Y»? —No me di cuenta, pero soné indignadísima. Ciru no contestó—. Treinta lucas, Ciru. Treinta. Un poco menos que algunas universidades. ¿Cómo pago eso?
—Bueno, yo contaba con que… Emmanuel…
—Emmanuel no tiene para caerse muerto, si todo, hasta el auto, se lo compré… se lo compró papá.
—Pero siempre lo veo de acá para allá, con ropa nueva y, se ve, otro celular. Él va a poder pagar la mitad. Y la otra mitad, Helena.
—Y con lo enojada que está Helena…
—A Helena no le importa tanto su orgullo como para dejar sin buena educación a su primer nieto.
—Tenés razón.
Pero no, no tenía razón. Cuando le mandé un mensaje a mi mamá, me contestó: «Arreglate sola, ya estás grande». Me invadió una sensación de frustración; quise romper el celular contra la pared. Y sí era egoísta y sí era orgullosa y todos los defectos habidos y por haber los juntaba mi vieja. Pero en algo tenía razón: yo había elegido tenerlo, y ahora no podía mantenerlo como deseaba. Si con lo que me pagaba Rafaela por la comida solo juntaba, como mucho, cinco mil pesos. ¿Cómo le iba a pagar la educación a Mateo con eso? Me lavé la cara con agua, con crema, me di un baño de inmersión, salí a tomar sol y ni con eso logré tranquilizarme. Me preparé un té, me masajeé la frente y traté de acostarme a dormir. Pero el nudo en el pecho no se me iba y cada vez me sentía más pesada y fuera de mis pensamientos. Cuando Azul entró al departamento, yo me estaba viendo al espejo y esperé, por unos segundos, que me sangrara la nariz. Dejó la mochila a un costado y me miró con cierta sonrisa burlona.
—Buenas nochessssss. —Yo no aparté la mirada del espejo—. Es tu cara nada más, no te asustes.
—Tengo que contarte algo —le dije.
Nos sentamos en la mesa. Era sábado, Mateo pasaba la tarde con Emmanuel: tanto mejor.
Deslicé el folio hasta Azul. Ella lo sujetó, lo vio por arriba y después hojeó con más atención. El folio era un conjunto de hojas gruesas, fotográficas, de tonalidades entre el rojo y el blanco. Las imágenes eran de chicos sonriendo, jugando al básquet o comiendo en el extenso (lo remarcó en cursiva: extenso) patio trasero del colegio. La lista de clases extracurriculares llegaba hasta el borde, y contenía dibujo, escritura, piano, violín, natación, ¿golf? Y la portada era una fotografía panorámica del colegio. La estructura parisina era lo que más llamaba la atención; y la cúpula azulada le daba una sensación de iglesia antigua.
—Una huerta. Guau.
—Eso es lo de menos.
—¿Terapia incluida? ¿Terapia psicológica? ¿Eso tiene el nene incluido en el precio?
—Sí, sí.
—Ahí van a saltar muchas cosas, Trini. Andá preparándote.
—No seas tarada.
—Bilingüe. Es muy importante que sepa idiomas.
—¿Sí?
—Y sí. Me gusta que tengan comedor propio y carta nutricional…
—Mirá el final —apuré.
Azul hojeó con más rapidez. Sus ojos brillaban; creí que pensó lo que pensé yo, y que un colegio así era un sueño para cualquier persona. Solo podía ponerse así porque le importaba Mateo. No había otra explicación.
Pero cuando llegó al final, a la carta de precios y cotizaciones, frenó. Sus ojos se quedaron quietos sobre el borde, un cuadrado enmarcado en negro con números azules. Y alzó la mirada.
—¿Treinta? —fue lo único que dijo.
Mis dedos tamborileaban contra la mesada.
—Sí.
—¿No es mucho?
—Es un montón.
—No te pongas mal.
—¡No estoy mal!
—Se te pone la nariz roja cuando…
—Basta.
—Treinta es demasiado, pero no digo que no lo valga. Digo que…
—Es demasiado, sí. Ya lo dijiste.
—¿Vamos? No. ¿Qué voy a hacer? No es tu problema. No es tu hijo.
Azul apartó la mirada. Su camisa olía a tierra y peonías, y sus dedos de uñas ennegrecidas se entrelazaron hasta formar una sola mano. Tuve ganas de sostenerlas, como un impulso irracional, y alejé el pensamiento lo más rápido que pude. Azul miró el potus sobre la heladera y por su cabeza levemente gacha, inclinada hacia un costado, me di cuenta de que mirar las flores era su otra manera de pensar.
—Yo te ayudo —dijo, al final.
—No. Ni loca.
—Es por Mateo.
—¿Pero vos…?
Nos quedamos calladas unos segundos.
—Sí, Dedé, tengo plata.
—No tenés ninguna obligación.
—Ya sé que no.
—La obligación es mía y de Emmanuel. Emma ya dijo que ponía la mitad. No sé de dónde la va a sacar, pero ese es su problema.
—¿Y Helena?
—Ya me dejó en claro que no le interesa.
—¡Es mío!
—Basta. No discuto pelotudeces. —Azul se levantó de la silla y, con ese empujón, la arrastró hacia atrás. No me miró a los ojos y, dispuesta a irse, se sacudió las manos—. Si Emmanuel pone quince, nosotras ponemos quince y listo. No te sientas en deuda conmigo. Sos mi amiga. Mi compañera de piso.
Me agarré la frente. Todavía tenía esa punzada; ahora se sumó el dolor de cabeza. Cerré los ojos para concentrarme. Quince es un montón. Vivíamos en un monoambiente, apenas podíamos respirar, estábamos saturadas o, mejor dicho, Aiz lo estaba, y yo, en un bucle de inutilidad, apenas podía ayudarla. Tenía que conseguir más trabajo y aportar, porque cocinar para Rafaela no era suficiente. ¿De qué trabajaría una inútil como yo? Me masajeé la frente hasta que las yemas se encontraron con la pared dura del hueso. Tal vez la presión que ejercía era la que, en definitiva, me daba dolor de cabeza. Tenía que pensar igual. No podía vivir pidiendo plata prestada. No puedo aprovecharme así de Azul.
Cuando abrí los ojos, una mano delante de mí sostenía un pequeño algodón. Alcé la mirada y encontré los iris celestes de Azul. Estaba seria. Me inundó el aroma a tierra y flores y el suyo, el particular, el individual, el único.
—Si te sangra la nariz, avisame —dijo.
Dejó el algodón sobre la mesa y caminó hasta el baño. El agua del grifo comenzó a correr.
٭٭٭
Las clases comenzaban a principio de marzo. Según el folio, teníamos las dos últimas semanas de enero para llevar a Mateo y anotarlo en sala naranja. En letras rojas y con símbolos de exclamación, remarcaba que los cupos eran limitados.
El primer día de la tercera semana de enero, yo ya tenía a Mateo bañado, perfumado y con la camisa nueva que habíamos comprado con Azul. Ella quiso acompañarnos, pero supuso que a Emmanuel no le iba a gustar. Desistió.
Las inscripciones eran de ocho de la mañana a seis de la tarde. Emmanuel apareció a las cinco de la tarde y, debido al tráfico, no llegamos a tiempo. Él se excusó con el trabajo. Yo, mientras tanto, le mandaba mensajes a Azul insultándolo y ella me contestaba con otros insultos, como «qué chabón inviable», «¿llega tarde a todo o solo a lo que es importante?».
El cuarto y quinto día pasó algo similar, pero esta vez Helena y Rosario quisieron participar. Mamá me mandó un mensaje como si todo estuviera bien, como si las peleas de los últimos tres meses no significaran nada. Le dije que no iba a acompañarme a la inscripción porque me dejó desamparada. Al contrario de lo que me imaginé, Helena no reaccionó con enojo o frustración. Simplemente me mandó un texto que decía «¿Cuándo voy a poder ver a mi nieto?», al que yo no contesté.
A todo esto, Emmanuel seguía poniendo excusas: que no tenía nafta, que justo lo habían llamado del trabajo, que había organizado algo antes, que simplemente no podía porque él, en comparación, sí tenía trabajo y sí tenía cosas importantes para hacer.
Llegó la segunda semana. Ni el lunes ni el martes Emmanuel pudo. Me dijo de ir el viernes. O sea, el último día de inscripción. Según él, irían pocas personas y la cola sería más rápida; no tendría que levantarse tan temprano y no habría tanto sol, porque el pronóstico decía que iba a llover. Me quejé con audios, subrayando que era muy tarde, que los cupos eran limitados. No los escuchó.
Llamé a papá. Estaba en uno de sus viajes por China, así que me atendió apenas tuvo señal.
—¿Todo bien, hermosa?
De fondo, se escuchaba el altavoz del aeropuerto y el murmullo de gente hablando.
—Más o menos…
—¿Necesitás plata?
La pregunta me causó vergüenza. Siempre que lo llamaba era para lo mismo, y él era igual de consciente que yo. No quería que nuestra relación fuera solo un intercambio, más ahora cuando notaba interés de su parte.
—No, pa —le respondí—. ¿Cómo está todo por allá?
Me contó con entusiasmo una cena que tuvo con dos gerentes. Apenas cortamos la llamada, suspiré con resignación.
El miércoles, a las ocho de la mañana, llamé al número que marcaba el folio. Me atendió una señora.
—Perdón que la moleste, pero quiero saber si todavía hay cupos.
—Pocos, señora. No puedo brindarle esa información.
Tamborileé los dedos contra la mesada.
—Pero si quiere —continuó la señora—, puede abonar la totalidad de la cuota de enero y febrero y reservamos un cupo hasta el viernes. Pero sí o sí tiene que traer al chico personalmente y llenar la ficha.
—¡Sí! Eso, eso. —Me empecé a arrancar la piel de los labios. El gusto metálico me inundó la boca y recordé esos tiempos (sesenta días atrás, o más) en los que el sabor de la sangre, tanto como el del mate o un jugo de naranja, se me tornaban igualmente familiares e indiferentes.
La cuota de enero y febrero: sesenta mil pesos. Sesenta mil…
—Díganme el nombre del ingresante, por favor.
—Mateo Santos. —No iba a anotarlo con el apellido de mi exnovio, si ni siquiera era responsable para anotarlo en la escuela. Por suerte, en su DNI, Mateo tenía ambos apellidos.
La mujer revolvió unas hojas, o eso escuché. Se quedó en silencio y, después, me contestó:
—¿Usted es Azul Regantes?
—No, ella… No, yo soy Trinidad Santos. Regantes es mi compañera de piso.
—Yo no sabía nada de esta reserva.
La mujer revolvió algunas hojas más y dijo:
—Fue abonado hace tres días. Acá dice: Azul Herrera Regantes. El ingresante es Mateo Santos, salita naranja.
—Es él, sí.
—Tal vez se olvidó de comentarle.
—Tal vez.
—Igualmente tiene que venir con Mateo y presentarlo. Tiene tiempo hasta el viernes.
—Hasta el viernes. Genial. Muchas gracias.
Me quedé de piedra, con la mirada perdida. Sesenta mil…
A las ocho y media de la noche, Azul dio un golpazo al entrar y tiró la mochila a un costado. La miré desde la mesa. Mateo comía un puré de manzana con pequeñas tiras de tofu.
—Buenas nochessssss —dijo. Se desabotonó la camisa y entreví su sujetador. Eso me distrajo un instante, pero luego solté:
—Buenas noches, mamá.
—¿Por qué mamá?
—Madrastra, mejor dicho.
—¿Qué?
—Es que no me imaginó de qué otra forma te habrás presentado. Capaz te acercaste y dijiste: «Hola, soy la segunda mamá de Mateo, tomá sesenta lucas» o «Soy la madrastra, tomá sesenta, me sobra, ¿sabías?».
Incluso a contraluz, la sonrisa de Azul fue larga y dulce. Tenía esa mirada pícara. Se acostó al lado mío, con la cabeza contra mi hombro, y tuve la nariz lo suficientemente cerca como para sentirle ese aroma a rosas que traía de la florería.
—¿Cómo te enteraste?
—Llamé hoy.
—Era una sorpresita.
—No fue una sorpresa. Ni un detalle. —Azul alzó el mentón y cruzamos miradas—. Fuiste más cuidadosa y responsable que Emmanuel y yo.
—No digas eso.
—Hace dos semanas que quiero ir a inscribirle. Todavía no pude. Algo que vos, seguramente, lo hubieras hecho en quince minutos una mañana libre.
—Yo no tuve que lidiar con un exnovio medio tarado.
—Ya no le puedo echar la culpa a él. —Con una mano, empecé a acariciar la maraña de cabello negro de Azul; incluso después de haber estado afuera todo el día, lo tenía liso y mis dedos caían con facilidad entre sus mechones—. No puedo vivir echándole la culpa a él.
—Me parece muy maduro de tu parte. —Por su voz, noté que se estaba quedando dormida.
—No. ¿Tenés la mañana libre vos?
—No.
—¿Tenés la mañana libre vos?
—Te dije que no.
—¿Tenés…?
—¿Es una técnica para que te diga que sí?
—¿Tenés la mañana libre vos?
—¿Para qué, Dedé?
—Para ir a inscribirlo.
—Si me prometés que vas a hacer algo, sí.
—¿Qué cosa?
Aun con el pelo tapado por mechones negros, vi cuando sonrió.
—Te tenés que levantar a las siete y media de la mañana conmigo.
—¿Qué?
—Es un trato.
—¿No podemos…?
—Es un trato.
—Escuchame.
—Es un trato.
Caminó hasta la ducha y, mientras corría el agua por su cuerpo, yo puse la alarma del celular a las siete y media de la mañana. Más tarde, aunque afuera el viento se hubiera alzado contra nosotras y las flores hicieran de barrera contra las calles desiertas, Azul me invitó a tomar algo al balcón. A pesar de las ojeras y la lentitud de sus movimientos, escuchó todo mi día con especial atención, asintió cada vez que la vi y me preguntó cómo tenía energía después de haber cuidado a Mateo por más de doce horas sin dormir.
—No es tanto trabajo —le dije.
—Es un nene. Obvio que es trabajo.
—Gracias —le respondí. El viento le movía el pelo, pero ella estaba quieta. Me miraba—. En serio, gracias.
—No te vas a poner a llorar, ¿no?
—¡No!
—Te veo la naricita roja.
—¡Basta! —Me tapé la cara con una mano y ella se rio.
٭٭٭
La fila era larga. Dos manzanas, o capaz más. Me saqué la gorra y se la puse a Mateo, y no paraba de moverme de un lado al otro y alzar los ojos para contemplar, por milésima vez, la cantidad insufrible de gente. Me goteaba el pelo. De la mochila saqué un agua, una colita de pelo y pañuelitos para los mocos de Mateo. Las ojeras me dolían y más allá de mi cuerpo no sentía nada. Ni el frío ni el calor. La mente me traía imágenes de la sábana de Azul, de la hermosa almohada inteligente de Azul, del aroma a jazmines, menta, al fresquito que entraba con la ventana abierta y la piel tibia de Aiz cuando, sin querer, se enredaban nuestros pies.
—Te estás durmiendo parada —me dijo.
No le contesté: o respiraba o abría los ojos o respondía. No podía hacer todo a la vez con ese cansancio.
A Azul, en cambio, le brillaba la piel. Las ojeras se esfumaron y ahora, con una camisita corta y blanca y un pantalón de vestir, debía de ser la mujer más formal y arreglada de la fila. No importaba dónde fuera: arrastraba con ella el aroma a las flores y tal vez por eso las personas se nos pegaban. Se veía fresca. Y ahora que lo pensaba, para ella levantarse a esta hora era como estar de vacaciones.
Estábamos en pleno verano, en enero, donde más se siente el calor en todo Buenos Aires. Por eso con papá nos íbamos de vacaciones al sur del país, a Bariloche, Ushuaia, Calafate, donde hay glaciares, donde nieva y donde podemos esquiar sobre la ladera de las montañas que limitan con Chile. Todos los años hay una noticia que dice «este es el verano más caluroso registrado desde…», pero resulta que el verano siguiente vuelve a ser todavía más caluroso. La humedad le agrega pesadez. Y si bien este clima favorece todo tipo de flores y árboles, y a que la ciudad haya un aroma más fresco que en otras ciudades sin tantos árboles, la gente sigue siendo muy reticente a la hora de salir. Como por ejemplo, en el instante en que llegamos. Las mujeres se abanicaban con los documentos, los hombres se arremangaban hasta el antebrazo.
En un momento, gritaron «reservas» y nosotras nos acercamos. Se formó una fila aparte, pero esta con personas arregladas tanto o más que Azul. Las mujeres llevaban tacones de pasarela y los zapatos de los hombres brillaban. El hombre de traje gris que teníamos delante tenía la actitud de quien debe llegar a una junta importante, pero al rato se sacó el abrigo y se rindió ante el calor. La mujer de atrás se había hecho amiga con otra y, con sus hijos de la mano, hablaban en susurros. Yo apenas fui testigo de algo que escuché y después no olvidé, y era que Azul y yo éramos las más jóvenes de la fila.
—Las generaciones…
—Deben de tener veinte, o un poco más.
—La educación es pésima.
—Ser mamá a esa edad…
—¿Y los padres?
—Debe ser gay o eso.
—No, porque entonces ¿cómo tuvo al chico?
—Pobre.
Ladeé la cabeza. Como supuse: me estaban mirando. Me soné los dedos de tanto apretar la mano en forma de puño, y Mateo elevó los ojos hacia mí.
Las mujeres frenaron cuando me vieron. El calor me subió hasta la cabeza. No supe si era visible o no, si era mejor disimular y olvidar o tirarles el pañuelito lleno de mocos. Opté por ignorarlo. Solo diez minutos. Hasta que la conversación se reanudó.
—Te frena la vida.
—No podés estudiar, no podés hacer nada.
—Uno a esa edad no está capacitado.
—Tener un hijo es una responsabilidad enorme.
—Tal cual.
—Por eso, yo digo…
—¿Vos decís qué? —le grité a la mujer. El resto de la fila se giró para verme.
La señora de vestido negro, con nariz operada y huesos sobresalientes, se giró con sorpresa genuina. Pensé que no estaba acostumbrada a que le dirigieran la palabra así; que si mamá estuviera ahí, ya la habría hecho toser con el cigarrillo electrónico.
—Ey —me frenó Azul.
—Te estoy escuchando. —Me solté del agarre y me dirigí a la mujer. Se tocó el pecho, como si no entendiera—. Y si volvés a hablar de mí así, te reservo un cachetazo también.
—Trinidad.
—¿Qué? —La señora abrió los ojos.
—¿Qué te importa a qué edad tuve un hijo o si lo sé cuidar? Metete en tus problemas.
—Trinidad, basta. —Azul se sujetó con más fuerza y me obligó a girarme y verla.
—No voy a dejar que…
—Basta —me repitió.
Que me frenaran en medio de una explosión me hacía enojar el doble. Yo sabía que Azul estaba haciendo lo mejor que podía para que no le arañara la cara a una mujer, pero me había dicho maleducada, huérfana e inmadura. Entonces no. No lo quería permitir.
La señora abrió los ojos y, enseguida, se dio vuelta. Yo tuve que hacer fuerza para no reírme, ni contestar la pregunta insistente de Mateo de «¿dónde no llega el sol?». Por suerte, la mujer no habló hasta que fue su turno.
El nuestro llegó. A la mujer que nos atendió le di un folio con papeles y más papeles firmados; a Mateo le sacaron una foto de perfil y otra de frente; una maestra nos explicó dónde comprar el uniforme y cuáles eran los precios (tragué saliva entonces). Antes de irnos, dos maestras nos frenaron y dijeron que en ese colegio no se aceptaba la discriminación, que Mateo iba a estar bien cuidado y que se alegraban de que fuéramos parte de la comunidad Saint Thomas.
—No somos pareja —aclaré.
—Ah… mil disculpas. —Las dos maestras se alejaron con movimientos avergonzados.
٭٭٭
—Ahora sí —dijo. Exhaló un suspiro y les echó un vistazo a las violetas africanas sobre la mesa. Frunció el ceño, olfateó, asintió y siguió caminando.
—¿No te cansás? —le pregunté.
—¿De correr? Nunca.
—¿No tenés miedo? —Apoyé los codos en la mesa y mi mejilla en la mano derecha.
—No. Salgo con gas pimienta y una picana chiquitita —me dijo.
—Pero apenas llegaste del trabajo y ya te fuiste a correr. O sea, terminás tu día…
—A las diez de la noche. Ya lo sabés. ¿Por qué te sorprendés ahora?
Mateo dibujaba sobre las hojas blancas de un cuaderno. Se enjugaba los ojos, señal de que poco a poco se sentiría irritable. La ventana estaba abierta. Aunque jamás se desnudaba delante de mí, no le importaba caminar descalza y en pijama corto por el balcón; se creía invisible. Mi reloj marcó las diez y cuarto de la noche y Azul estiró una taza de té hacia mí. Olía a esa menta orgánica que ella misma cultivaba y que, por supuesto, tenía mucho más sabor que las otras. Después de que tomé un sorbo, ella apoyó las manos contra mi espalda y apretó los pulgares.
—¿Qué estás haciendo? —me preguntó—. Estás contracturada. Necesitás masajes.
—Estoy viendo el tema de los horarios de Mateo. Y sí, necesito masajes. ¿Me hacés ahí? Tengo un nudo, ¿viste?
—Mil pesos la hora.
—Por favor.
—Bueno. ¿Y cuál es el problema con los horarios de Mateo?
—No es eso en sí, sino que Emmanuel puede ir a buscarlo unos días y otros no. Y sale a las doce, pero entra muy temprano.
—Te estás organizando.
—Claro.
—Para ver si tenés tiempo…
—¿Eh?
—… para la universidad.
—No. Ya te dije que no quiero ser chef.
Azul apretó con más fuerza y una bruma de relajación me adormeció; me incliné y apoyé la cabeza sobre los brazos. Tenía los dedos fuertes y delicados, no me hacía daño, pero los sentía.
En esos pocos minutos que estuvimos en silencio, me imaginé a mí misma con un gorro alto y blanco, un delantal manchado de salsa de tomate. Irrisorio. ¿En realidad quería preocuparme de si un horno estaba o no a ciento veinte grados, de si ponía demasiada sal? ¿Por qué iba a gastar mi tiempo y dinero en algo en lo que tal vez jamás ganaría lo suficiente? Alcé apenas los ojos y contemplé los cuadros enmarcados de Azul: especialización en hierbas medicinales, aromáticas, orgánicas. Todo era tiempo y plata, decía mi papá. Había que elegir bien, porque perder una no era tanto como perder las dos. Entonces, cuál era el objetivo de levantarme todos los días temprano, leer un libro sobre ingredientes, tener un título universitario, alcanzar un logro, servir para algo, tener…
—¿Qué ves? —me preguntó.
—Tus títulos. ¿Por qué te gustan tanto las plantas? Cuando éramos chiquitas no tenías esa fijación. —Me di vuelta y la miré.
Ella se sentó de rodillas sobre la cama, pensando.
—Mi tía tenía la florería allá, ¿te acordás? Creo que por eso… haber pasado tiempo con ella, alrededor de las plantas. La verdad es que no sé. Tuve ganas de hacer los cursos cuando empecé a trabajar con Bebi, porque quería entender lo que vendía. Calculo…
—Y vos estuviste todas esas horas y estudiaste todas esas páginas para tener un título que… ¿no te importa tanto?
Levantó los hombros, como si nunca se lo hubiera planteado.
—Mirá los balcones en la capital de Buenos Aires. En cada uno vas a ver macetas con plantas, aunque sea un balcón minúsculo. ¿Cuál es la necesidad de todas esas personas? —me dijo—. A mí, por lo pronto, me recuerda un poco a Bragado. Capaz otros tienen distintas razones. ¿Pero no ves algo lindo en regarlas a la noche y verlas crecer?
—También las podés ver morir.
—Sí, pero… —Hizo una mueca, como si la idea le hubiera caído mal—. Si las cuidás bien, no se mueren. No son como las personas. A las personas, aunque les des todo, se pueden ir.
La reflexión me sacó un poco de lugar. Ella podía hacer cursos, trabajar, estudiar, vivir sola, cocinarse… ¿a qué costo? Le pregunté y atinó a responder de la forma que le salió. Ni siquiera estaba cien por ciento segura de lo que le gustaba. Pero yo no voy a poder. Tengo un hijo. ¿De dónde saco el tiempo para estudiar y trabajar? Además, ¿de qué voy a trabajar mientras tanto? Mis posibilidades se redujeron a cero, mi…
—Pero ¿qué te preocupa a vos? ¿Cómo vas a hacer con tu hijo si empezás a estudiar para un título, eso te preocupa? —dijo Azul, interrumpiendo el hilo de mis pensamientos.
—No, no…
—Yo puedo pasar a buscar a Mateo.
—Basta —respondí.
—Te presto una mochila.
—Basta.
—Lo ayudo con la tarea.
—¿No ves que no quiero? Te dije que basta. —Me levanté de golpe y me solté de sus manos. La voz se me había quebrado y mi cuerpo temblaba. Vi las manos de Azul en el aire, como si esperara a que mi cuerpo volviera estar ahí, bajo ellas.
Me dirigí a la cama con un nudo en el pecho. Las luces afuera eran tenues y amarillentas. Me perdí mirando la lavanda y la penta. Con una mano debajo de la almohada, cerré los ojos y me dispuse a dormir.
Y de repente sonó un celular. Era de Azul. Miré a través del reflejo de la ventana cómo ella lo alcanzaba y chequeaba el nombre. Tardó unos segundos. Y atendió.
Nadie más que ella llamaría a esa hora. Porque sabía cuándo hacerlo y cuándo no. También sabía que su hija no estaba dispuesta a contestarle. Que seguro no lo haría.
Esta vez Azul miró la pantalla, suspiró y atendió. El nudo en mi pecho se agrandó. Giré la cabeza hacia ella; la toalla de Aiz se le resbalaba por la piel.
—¡Hola! —dijo una voz dulce y grave.
Azul había puesto llamada en altavoz y ahora su voz era la única que se escuchaba en todo el departamento.
—¿Es ella? —pregunté en voz alta. ¿Es tu mamá? ¿Es Lili?
Azul reparó en mí y abrió los ojos. Entonces, la voz de la llamada dijo:
—¿Escuché a Dedé, puede ser?
Mi nudo pasó a ocupar todo el cuerpo: yo era el nudo. Me acerqué casi arrastrándome hasta Azul y le pedí, con las manos juntas y los labios temblorosos, que me pasara el celular.
—Sí, es ella —respondió Aiz—. Ahora te paso.
Ella se alegró mucho de conversar conmigo. Me contó cosas superfluas, como que tenían pensado pintar las paredes de la casa y que en breve se irían de vacaciones. No me dio mucha información sobre su relación con Azul, pero en todo momento repitió lo contenta que estaba de que yo me encontrara ahí. Para cuando corté la llamada, Azul estaba sentada en el balcón, de brazos cruzados.
٭٭٭
Me dijo: «Si estudiás y no es lo tuyo, siempre podés dejar».
Me dijo: «Un título no te define como persona, no lo necesitás».
Después agregó: «Tus excusas son Mateo, la falta de tiempo, esas cosas. Pero nunca que no te gusta».
Me trajo un folio con las características de la carrera en Instituto de Artes Culinarias. Me mandó un audio de la hermana de una de sus compañeras, la cual estudiaba la carrera; me contaba los pormenores. Esa misma semana compró utensilios de cocina que ni ella sabía para qué servían. Mientras tomaba mate en el balcón, con la cabeza inclinada hacia un costado y la mirada hacia la calle, dijo que no le interesaba si el departamento se llenaba de olor a comida.
Por dentro lo valoré. Por fuera no dije nada. Se me secaba la garganta cada vez que hablábamos del tema.
Una tarde, mientras tomaba tereré en el balcón y observaba a Mateo jugar con su tablet nueva, me llegó un mensaje de Twitter. El calor me hacía gotear la espalda y la remera sin mangas se me había pegado al abdomen. El juego de Mateo emitía voces chillonas y sonidos de alegría; el resto de la ciudad era el ruido del tráfico y bocinas y sirenas de bomberos. El jacarandá había perdido sus flores celestes (¿o lilas, o azules, o violetas?) y ahora las reemplazaban hojas verdes. Justo estaba pensando en lo necesario que sería regar las petunias cuando me llegó el mensaje y bajé la mirada hacia el celular.
Estaba acostumbrada a que Ciru me compartiese cosas, o que a Emmanuel se le ocurriera hablarme porque sí. No usaba Twitter tanto como las otras aplicaciones; apenas tenía tiempo para ocuparme de otra cosa que no fueran las repentinas ganas de llorar de mi hijo. Esta vez fue diferente. Me acomodé sobre la silla y abrí el chat. El mensaje era de la misma cuenta que me había mandado la foto del auto de Emmanuel en la fiesta. Una cuenta sin foto de perfil, sin seguidores. Su último tweet seguía siendo el mismo.
Me agarré el pecho. Miré a Mateo y después al televisor. Eché un vistazo a la calle: no había nadie.
Releí el mensaje un par de veces. Esta persona sabía dónde guardaba los juguetes, qué había en los cajones. Estaba tan cerca y yo no tenía ni idea de quién era. Agarré a Mateo, lo metí y cerré la puerta del balcón con llave. Me fijé que la principal estuviera bien cerrada y escuché, a través de la madera, la voz de la mamá de Rafaela, lejos.
Tenía miedo. Me mantuve parada, escuchando algún movimiento del otro lado. Solo después de media hora me acerqué al televisor.
Fuese peligrosa o no, ¿por qué esa persona me daba información sin revelar su identidad? ¿Era tímida? ¿Qué intenciones tenía? Por lo que podía deducir simplemente quería que me enterase de cosas que tenían que ver conmigo.
Con las manos temblorosas, abrí las puertas del mueble. Estaban los juguetes desparramados, remeras mías y de Mateo, dos cajas que decían «Universidad». Moví las cosas de un lado al otro hasta que encontré, más al fondo, una caja sin nombre.
Cuando la moví hasta mí, noté que estaba sellada con cinta, pero se había despegado. Abrí la caja y vi papeles y folios y carpetas sin nombre. No leí nada en concreto; la mente se me nubló y poco podía hacer con la ansiedad que me subía por el pecho. Saqué todos los folios hasta que me encontré con ese: el folio negro. No tenía nombre tampoco. Cuando lo sostuve, Mateo lanzó un grito y me agarré el pecho; había aparecido un pájaro en el balcón. Volví al folio y saqué lo que tenía adentro.
Después de echarles una hojeada rápido, entendí. Arriba, a la derecha, decía «Clínica San Antonio», paciente Azul Herrera Regantes y las fechas oscilaban entre julio y octubre. Decía cosas de hemoglobina y tantos nombres extraños que no leí ni busqué, porque Helena solía hacer ese tipo de cosas y creerse lo que leía en internet después; y antes de ir al doctor para chequear los resultados, mamá creía que tenía diferentes tipos de enfermedades crónicas incurables, cáncer, neumonía. Entonces encontré el estudio con la fecha 15 de enero. Dos semanas atrás.
No entendí mucho el estudio tampoco, pero tenía una nota sujeta, enganchada en uno de los bordes. Estaba escrito en cursiva prolija, con tinta brillante. El papel se había arrugado pero la letra se leía con cierta claridad.
Releí la carta.
De fondo, la música del canal de infantes. El olor a milanesas de soja. Un auto arrancando en segunda y, con eso, el hollín de la ciudad.
Y en mi cabeza todo empezó a tener sentido.
٭٭٭
Podía fingir que buscaba algo para Mateo. Que entre los juguetes me crucé con eso, justo con eso, y así levantar la cabeza y preguntar: «Aiz, ¿qué es este estudio?». Pero no. Lo había guardado en lo más profundo del cajón, al fondo de una caja sobre pilas y pilas de hojas. Si lo encontraba en ese momento, era porque lo había encontrado antes, y para mentir así necesitaba estar segura: proyectar tranquilidad.
Podía hacerle la psicología inversa, decirle: «Sé lo que te pasa». Esperar a que ella lo confesara. Después, solo argumentar que lo que sabía era una estupidez, algo inventado en el momento, como que no le había gustado mi regalo o algo así. Así la haría confesar sin dar a entender que yo ya lo sabía de antemano.
O podría hablar de las operaciones y así ella me iba a confesar qué pasa con las operaciones y cuál es esa, justamente, la que tiene diagnosticada y la que su tía le pide por favor que trate.
Fuera lo que fuera, quería que me lo explicara ella. No podía caer en el viejo truco de buscar las palabras difíciles del estudio en internet y sacar mis propias conclusiones. La cuestión era que, en un momento, recordé cuando lloró mientras comía y un nudo en la garganta no me permitió probar nada el resto del día. Me mordí el labio. Ella sufría y tuve que enterarme por un anónimo de Twitter.
Ojalá te pudiera ayudar, pensé. Ojalá encontrara en mí, no alguien que ocupaba su casa, sino una amiga de verdad. Que me contara sus cosas. Ser la primera. Como antes.
Cuando Azul entró a casa, yo estaba sentada en la mesa. Mateo tomaba leche mientras miraba la tele; se sacaba las medias y las revoleaba, y después de un grito mío bajaba a ponérselas. Así estuvimos durante media hora.
—Buenas nochesssss. Qué rico olor. —Entró despacio, como arrastrando los pies. Dejó la mochila a un costado. Con ella entró el aroma a tierra y hortalizas—. ¿Qué preparaste?
La miré. Iba a contestarle, pero no me salió nada. Y qué manera tenía el cuerpo de controlarme: no era yo, era un animal, era una manipulación de los sentidos y las manos y las piernas; nada de lo que planeé me pareció bien. Solo quería buscar la forma de verla sin llorar.
—¿Qué pasa? —me preguntó.
Generalmente me decía «buenas noches», dejaba la mochila y corría a bañarse. No le gustaba el olor a tierra; no por ella, sino por mí. Quería estar perfumada para mí. Entonces la vi y noté otra vez los ojos celestes y el pelo revuelto en un rodete, el rostro transpirado por trabajar y estudiar. El cansancio en su cuerpo. La vista se me emborronó.
—¿Qué pasa? —me volvió a preguntar, pero ahora caminando hacia la cama.
—Sé que te tenés que operar —le dije.
Azul se echó para atrás. Todo el cuerpo se le tensó. Otra vez se había puesto en posición defensiva, con una mirada fría y distante. Preferí no verla. Tampoco podía: se me habían llenado los ojos de lágrimas y no supe bien por qué.
—¿Cómo te enteraste? —me preguntó.
—Quería buscar la manera de que me lo dijeras vos sin que supieras que yo ya lo sabía. Pero vos no sos Emmanuel. Con vos no tengo que hacer este tipo de cosas.
Saqué de mis piernas el folio negro y lo dejé sobre la mesa. Azul miró la hoja con pánico.
—Me llegó un mensaje en Twitter que me pedía que investigara en tu cajón. Y me encontré esto. —Tragué saliva—. Si no me creés…
—Te creo —dijo.
Por un rato no dijo nada. Solo se sentó en la otra silla, entrelazó los dedos y me miró. Yo no podía sostener esa mirada porque había algo en toda esa situación que me debilitaba.
—De chiquita siempre tuve anginas, ¿te acordás? —Asentí. Ahora se había enderezado y yo seguí cada uno de sus movimientos con el ceño fruncido—. El año pasado volvieron, pero mucho peores. Al principio me costaba tragar, y me subía la fiebre muy seguido. Hasta que fui al médico y me explicó que se me había formado pus. Yo algo me había dado cuenta por el dolor, pero era poco, apenas lo sentía, y yo tenía que seguir trabajando, ir a la facultad; no iba a detenerme por eso. Después me recomendaron operarme. No hice caso y seguí con mi vida. Y estaba todo bien hasta que volvió a formarse pus, y esta vez peor. En octubre me dijeron que estaba grave. Ya para entonces me costaba tragar y comer, y me subía la fiebre seguido y roncaba: la tía me dijo que ahora roncaba y yo no lo podía creer. Nunca en mi vida ronqué, Dedé. En enero volví y me pidieron que me operara lo antes posible. Se llama «amigdalectomía» o algo así.
—¿Y por qué no te operás?
—Ahora yo no sé quién sabe de esto aparte de mi tía y yo. Ese mensaje de Twitter es muy raro. —Se paró del asiento y estiró los brazos. Pero por el sonido de su voz, tuve la sensación de que ya sabía quién había sido.
—¿Por qué no te operás?
—Porque no. —Caminó hasta el baño. Yo me levanté y la seguí.
—¿Pero por qué no?
—Dejá de caminar. No cierres la puerta. ¿Cómo que no te gustan…?
—La conversación termina acá. —Se giró solo para lanzarme una mirada cortante y fría; yo me quedé de piedra en medio del camino.
—No, no termina acá. No, Azul. Pará.
Cerró la puerta de un golpazo y abrió la ducha. Mi voz la tapó un chorro de agua caliente que poco a poco fue llenando el monoambiente de vapor.
A dia de hoy, con 30 conseguis un frasco de flores
Se van a tijeretear algun dia o no?? Mira que sino hago mi propia version >:)