Mal Lawless
Mal Lawless (1990). Co-creadora de Fan Grrrl -la vertiente friki del movimiento Riot Grrrl- y Grrrl-Lit, el podcast de unas fangirls en el que hablan de chick-lit, novela romántica y otros libros que enamoran.
Escribe romance sáfico con trazas de otros géneros. Ha publicado varios relatos, entre otros: «Helreid Alvitar» dentro de la antología Por el Fólkvangr y el Valhalla: una antología vikinga de Ediciones Freya, «Por el poder del planeta Neptuno» en la antología F03 y «Gorrión Floreado» en la antología Queéroes. En Lektu tiene relatos y ―casi― novelettes disponibles, como Apelocalipsis. Ha publicado tres comedias románticas y navideñas por fascículos en Tinyletter y en Wattpad, Jerseys feos, Diario de Ana y 7 días para enamorarme.
Sinopsis
Si tu ligue del sábado por la noche te escribe que quiere llevarte al huerto, ¿irías? Marina no lo duda ni un momento y dice que sí. Al llegar descubre que Verónica no se estaba insinuando, sino que se refería a su huerto en sentido literal. Sin embargo, Marina necesita descubrir si lo que pasó el sábado fue solo un accidente o el principio de algo más. Así que, pese al calor, los bichos y la hostilidad del campo, decide quedarse a resolver el misterio. ¿Sobrevivirá a la experiencia? ¿Perderá cualquier oportunidad cuando Verónica la vea fuera de su elemento? ¿Se dará cuenta de que le ha mentido? ¿Todo vale en el amor y en la huerta?
CONTENIDO ADULTO
Metáforas y malentendidos
El rojo de la sandía abierta sobre la carretera me parece un presagio de que todo va a salir mal. Llegado este punto, solo espero que no sea un presagio de muerte. Con eso me conformo.
—Es aquí —anuncia Vero al llegar a una extensión de tierra que me parece idéntica a las que ya hemos recorrido.
Sus ojos marrones brillan bajo el sol de justicia que me está quemando la cara y los brazos porque no me he puesto protección solar. Ilusa de mí, creía que cuando la chica que conocí el sábado por la noche me escribió «¿Quieres que te lleve al huerto» lo hacía de manera no literal.
Sonríe enseñando todos los dientes y su brazo, blando y moreno, se mantiene en alto, pese a mi silencio, en dirección a unas plantas. Tengo que decir algo.
—Oh, qué… verde. —Es lo único que se me ocurre. Ella se ríe, una carcajada fuerte para la que tiene que echar la cabeza hacia atrás y cerrar los ojos. Por un momento se me olvida que estoy rodeada de bichos y polvo y la recuerdo días atrás, en esa misma pose. Entonces no pude oír su risa, la música estaba demasiado alta; pero suena como lo había imaginado.
—Venga, te lo enseño. —No ha acabado de decirlo y ya ha cogido mi mano y tira de mí hacia una extensión de barro.
—Mis zapatos… —digo, presa del pánico.
—Sí, no has traído los más adecuados —bromea. No frena, así que escucho cómo mis inmaculadas Dr. Martens de charol hacen chof sobre la tierra.
Decido no contestar, por mi bien y por el suyo. Además de la tierra manchándome, noto la camisa empapada. El negro no es un color adecuado para pasearse por la huerta a las cinco de la tarde. El sudor me cae por la nuca y la frente, me chorrea por las sienes. Evito secármelo con la manga, porque si lo hago, mi camisa se convertirá en la sábana santa, solo que con los colores invertidos.
Todo esto ha sido una muy mala idea. Antes de subirme al metro que me ha traído hasta aquí, lejos de mi querida ciudad, ya tenía un mal presentimiento. Tenía que haberle hecho caso a mi intuición. «Marina, no vayas a un pueblo, que si resulta ser una psicópata, nadie podrá escuchar tus gritos». El hecho de que hubiese edificios me ha tranquilizado, al principio. «Por lo menos hay gente», he pensado. Tendría que haber salido corriendo cuando he visto a Vero vestida con una camiseta de la Volta a Peu[1] de 2003 y unos vaqueros demasiado gastados como para que fuese adrede. No contenta con eso, me he dejado llevar hasta una carretera que se perdía en medio de la nada, en la que solo había un señor con un tractor y poco aprecio por su integridad física, dado el sol que cascaba, y muchos bichos.
«Es Verónica», me he justificado. He cerrado los ojos y he hecho de tripas corazón, porque todavía me quemaba la piel en cada centímetro que me había besado la otra noche. Tendría que haber reconocido los primeros indicios de la insolación que estaba a punto de provocarme.
—Y estas son mis tomateras, ¿a que son bonitas? —dice.
—Ah, sí —contesto. Espero que no se haya notado mucho que no la estaba escuchando.
—No sabes mucho de cultivos, ¿verdad? —No parece enfadada, sino divertida.
—Bueno… —No sé qué contestar sin que se sienta ofendida. Frunce los ojos y dibuja una sonrisa pícara.
—Pensaba que te encantaban los huertos.
—Ah, sí, ya… —Claro, porque al mensaje «¿Quieres que te lleve al huerto?» he contestado, al instante, como si llevase mirando el móvil esperando noticias suyas —porque eso era exactamente lo que estaba haciendo—: «Qué casualidad, me encantan los huertos. Una de mis cosas favoritas» —. No, si me encantan. Solo que… —Trago saliva, dejo la frase en el aire. La otra opción es decirle «creía que íbamos a follar», vamos, lo obvio para cualquier persona no psicópata; pero si ella me ha traído literalmente a un huerto significa que no era esa su intención, por tanto, si le digo que yo creía que pretendía otra cosa, a lo mejor piensa que solo estoy aquí por eso y la pongo incómoda y entonces sí que no habrá posibilidades de que vayamos a un huerto, esta vez sí, metafóricamente hablando.
—¿Te apetece sandía? —pregunta, rompiendo el silencio incómodo que se había creado por mi incapacidad para decir algo positivo sobre las lechugas y las moscas que nos rodean.
—¡Claro! —contesto de inmediato. Al menos estará fresca. Tengo la boca seca y mataría por estar tomándome una caña en una terraza a la sombra. Esa sería una cita normal, una de las que puedo controlar. No es que siempre me salgan bien; pero al menos el entorno no sería tan hostil.
—Vamos a elegirla. —Vuelve a darme la mano. El estómago me da un vuelco; claro que puede ser una reacción alérgica al polen, o algo similar. Sonrío, nerviosa, y la sigo tratando de no pisar nada que parezca plantado adrede. ¿Significa algo que me esté dando tanto la mano?
Hace demasiado calor y mi cerebro trata de analizar la situación de manera objetiva, por lo que se está recalentando aún más. Recapitulemos. Verónica, amiga de Marta. Sábado, un pub. Hablamos por casualidad y, en algún momento, casi sin darme cuenta, levanté la cabeza porque había empezado a sonar It’s Still Rock and Roll To Me de Billy Joel y dije «me encanta esta canción ». Entonces ella dijo «a mí también, vamos a bailar» y, sin esperar a que me pusiese de pie, me sacó a bailar. Con la vergüenza que me da bailar. Pero con ella era tan fácil… Su cara era redonda y llevaba tanto iluminador que parecía una bola de discoteca bajo la que podría haber bailado toda la noche. Entonces ella me preguntó qué miraba y a mí no se me ocurrió otra cosa que decirle que parecía una bola de discoteca, lo que sonaba mucho mejor en mi cabeza. No se lo tomó a mal, echó la cabeza hacia atrás y se rio, aunque no pude oírla, y yo me quedé como una idiota mirándola porque también parecía una luna llena y yo quería pasarme toda la noche aullándole. Por suerte eso sí que no se lo dije, me limité a bailar. Bailamos un rato más, aunque ya no sonaba Billy Joel, ni siquiera sabía qué estaba sonando, porque en algún momento sus brazos me rodearon el cuello y yo reuní el valor suficiente para abrazarla por la cintura. Me susurró al oído que tenía que ir al servicio y yo pensé que la había cagado; pero tiró de mí, igual que lo hace ahora, y yo la seguí.
Solo que ahora no me lleva al servicio, me lleva a una maraña de plantas bajo la que asoman unas pelotas de dos tonos de verde que me cuesta reconocer como sandías. En el supermercado las compro ya abiertas por la mitad. No sé qué dice de mí que me parezca mucho más halagüeño que me lleven a un servicio sucio de un pub que a un fructífero huerto, probablemente diga que odio el campo, cosa que es cierta; aunque esta chica me gusta mucho. Así que hago a un lado el análisis de «lo que significa que me esté cogiendo de la mano» y atiendo a su explicación.
—Hay que buscar las que ya estén bien hermosas, como esa. —Señala una al azar y yo asiento con tanto énfasis que me duele el cuello. Me suelta la mano para dirigirse a una de las cucurbitáceas y las dudas vuelven a oprimirme la garganta. «¿Y si no le gusto? ¿Y si solo ha quedado conmigo para decirme que lo del sábado fue una equivocación? De hecho, fue tal equivocación que va a enterrarme junto a estas sandías». Coge una, le da unas palmaditas y dice —: Y si suenan llenas, sabemos que están buenas. —Me sonríe, con esa cosa redonda en las manos; yo asiento y ella pregunta—: ¿Quieres probar?
—Claro —farfullo. Me paso el dorso de la mano por la frente y me arrepiento al darme cuenta de que no puedo limpiármelo en el pantalón si no quiero que mi vaquero negro pase a llevar un manchurrón blanco de maquillaje. Si hay un dios seguro que es homófobo y se está partiendo de risa con mi sufrimiento.
Busco una de las frutas que parezca «acabada», como dice Vero, y que, a su vez, tenga un tamaño que yo pueda levantar. Encuentro una que me gusta y me agacho, apretando los dientes porque voy a tardar años en sacar toda esta tierra de mis zapatos.
—¡Esa es muy pequeña! —se carcajea. Mueve la cabeza de un lado a otro y su melena marrón claro, rizada, ondea al viento. No sé si es la brisa, que me alivia momentáneamente del calor asfixiante, o ella; pero me encuentro mejor. Señala otra—. Coge esa, tiene buena pinta.
Señala un monstruo verde gigante que es más grande que mi cabeza. Como soy imbécil y no me canso de hacer el ridículo, según apuntan todos los indicadores en los que puedo pensar en el cuarto de segundo que tardo en ir hasta allí, me pongo de cuclillas junto a la sandía, como si fuese a hacer una sentadilla. Me preparo como en el gimnasio, echo los hombros hacia atrás y afianzo los pies en el suelo. Estoy preparada para esto. Giro el cuello a un lado y a otro y rodeo la fruta. Una risa muy fuerte me interrumpe. Verónica se sujeta el estómago y me desconcentra. Quiero ponerme de pie, pero me tropiezo y me caigo de culo sobre las plantas.
—¡Marina! —grita. Acude a mi rescate, pero no deja de reírse. Me noto la cara arder, no sé si de la vergüenza o de las quemaduras de cuarto grado que me está provocando el sol—. ¿Estás bien? —pregunta al ver que no me río.
—Sí —digo, aunque no lo estoy. No es algo físico. Solo son mi autoestima, mi integridad moral y mi amor propio los que están regular. Me tiende ambas manos y estira. Me levanta sin esfuerzo, tanto que acabo entre sus brazos.
Se me olvida que estoy llena de tierra y que acabo de hacer el ridículo. Huele como la recordaba, a vainilla y a sudor. Desde esta distancia sus labios parecen tan suaves como el sábado. No puedo evitar pensar en ellos sobre los míos. Porque fuimos al servicio, solo que antes de llegar, en el pasillo, ya nos estábamos besando. Y había una puerta de atrás por la que salimos, sin decirle nada a nadie, y nos escondimos entre unos barriles de cerveza y unos palés de plástico. Todo ello, sin dejar de besarnos, lo que suena más fácil de lo que es. No me dio tiempo a considerar que era complicado, porque sus labios bajaron a mi cuello. Contra la pared y entre lo que habían sido recipientes de bebidas alcohólicas, la suavidad de sus labios fue sustituida por sus dientes y, sin poder evitarlo, gemí. Ni siquiera pude disculparme, su boca buscó la mía con fuerzas renovadas y sus manos se colaron por debajo de mi camisa. Ella llevaba un vestido. Era un vestido muy corto y yo necesitaba comprobar si la piel de sus muslos era igual de suave que la del resto de su cuerpo. Lo era.
—¿La levantamos entre las dos? —me pregunta. Es posible que lleve unos segundos mirándola, es posible que incluso me haya puesto bizca, es posible que estuviese en otro sitio y que ahora piense que soy una acosadora que le mira los labios como una maníaca.
—Mejor —digo. Toso, me sacudo la tierra del culo como puedo y me centro. Nos situamos una frente a la otra, separadas por una sandía, y noto cómo mi odio por la fruta crece por momentos.
—¿Preparada? —pregunta, agachada, y la imito. Pone las manos en la sandía, yo hago lo mismo—. A la de tres. Una, dos y tres.
Levantamos la fruta, no es difícil entre las dos. Es firme, suave y, como desde el sábado solo tengo una cosa en la cabeza, me recuerda al culo de Verónica. Me da un calambre en el cerebro. Me mira un instante a los ojos y creo que me ha leído el pensamiento, por lo que mi primera reacción, culpable, es soltar la sandía. Cae al suelo, se abre y termina de arruinarme los zapatos.
—Lo siento —grito. Un grito agudo, lleno de miedo. Quiero esconderme. No estoy en condiciones de manejar maquinaria pesada. Nada pesado, sea o no maquinaria. De hecho, menos aún si es orgánico.
—¡No pasa nada! —Ella, ante mi asombro, se ríe—. ¡Así ya está abierta! Coge ese trozo. —Señala al suelo. Reacciono con tardanza y torpeza, mi sello personal el día de hoy.
Salvamos unos pedazos. La sandía está buena. Más sabrosa y menos fresca de lo que esperaba. Ya he dado por perdida la camisa y los pantalones. Estamos sentadas al borde de una acequia, dejo que los pies me cuelguen hacia el agua y valoro tirarme y dejar que la poca agua que corre me ahogue y acabe con mi sufrimiento.
—¿Estás bien? —insiste Verónica.
—Sí —suspiro.
—No pareces muy bien.
—Creo que me estoy quemando —me excuso. Tampoco es mentira. Saco fuerzas para componer una débil sonrisa.
—No has venido muy preparada para el campo —repite. «De perdidas al río», pienso. O más bien, de perdida a la acequia. Si hago un ridículo peor que el de antes, me tiro y ya está.
—No pensaba que fuésemos a venir aquí. O sea, sí aquí, tu pueblo; no a tu huerta o lo que sea —me pongo nerviosa y balbuceo—. Quiero decir, me parece bien, solo es que…
—Yo tampoco —dice y desvía la mirada hacia el horizonte. Se muerde un poco el labio y me mira a mí—. Pensaba hacerte la broma y ya está; pero te he visto tan decidida y tan interesada que…
—¿Qué? —pregunto incrédula.
—Sí, como te he dicho «mira, por aquí se va a mi huerto» y tú has dicho «¡vamos!» con tanta energía creía que… —Deja la frase a medias. No sé si el zumbido que escucho son bichos a punto de picarme o mi propio corazón al borde del infarto.
—Entonces, cuando decías lo del huerto, en realidad te referías a…
—Sí —dice en voz baja, un poco colorada. Parece avergonzada, así que grito:
—¡Yo también! —En parte porque no quiero que se sienta mal y, en parte, porque tengo un avispero en el estómago de felicidad. «¡Sí que le gusto! ¡No quiere asesinarme y enterrarme entre las patatas!».
—¿Entonces…?, ¿vamos a…? —Señala con el pulgar a su espalda.
—Si tú quieres.
—Sí que quiero —sonríe. Su sonrisa se tuerce y saca un poco la lengua, traviesa—. Pero vas a tener que ducharte.
—Oh—. Miro hacia abajo. Tengo las manos pringosas, lo más probable es que la cara también y estoy sudada desde la coronilla hasta las puntas de los pies.
—No pasa nada, yo te acompaño —me susurra al oído. Se levanta de un salto y tira de mí. Vuelvo a caer entre sus brazos, solo que esta vez busca mi boca y me besa. Sabe a sandía. Me muerde el labio con cuidado.
—¿Todavía tienes hambre? —consigo bromear.
—Y tanto —contesta. Sus manos también están pegajosas, pero no me importa, las noto en mi espalda—. Vamos a mi casa —corta—. No quiero que pase lo del otro día —dice, fingiendo seriedad. Me guiña un ojo—. Me estás convirtiendo en una exhibicionista.
Corremos por la carretera, entre la huerta. Estoy más tranquila. Desde luego no parece enfadada porque el sábado tuviésemos que salir pitando, y ella, además, bajándose el vestido; porque un grupo de borrachos hiciese aparición en el callejón. Veo la sandía, la misma que he visto al llegar, y ahora me parece un buen presagio. Es del mismo color que las bragas que llevo en el bolsillo, las que tuve que guardar el sábado a toda prisa y no pude devolverle. Por mi culpa tuvo que volverse a casa sin ellas y, ahora me doy cuenta, estaba bastante lejos. El vestido era muy corto, ella se sentó en uno de esos palés de plástico y yo tenía que comprobar si la piel de sus muslos sabía igual de bien que su boca. Y así era. Además, sus manos se enredaron en mi pelo, invitándome a seguir subiendo. Y lo hice. Me molestaba el vestido, me molestaba la ropa interior. Así que la quité de mi camino. Hasta que a sus gemidos se le unieron otras voces. Primero, desconocidas, luego, conocidas. Borrachos, gente buscándonos y un pub que cerraba. Nos alejaron, Marta insistió en acercar a Verónica a casa y… yo acabé en la ducha.
Igual que hoy, solo que ahora no me importa que el agua esté fría, hace demasiado calor.
[1] Un evento que reúne en Valencia a miles de participantes para disfrutar de una carrera a pie por las calles más céntricas de la ciudad.
¡Me encanta! Y me han entrado ganas de sandía.