Merche Jiménez
Nació en Valencia, pero pronto se trasladó a Utiel. Lectora empedernida, compagina dos de sus grandes pasiones, la escritura y la historia de su tierra como guionista en la asociación cultural Somos Leyenda, de la localidad de San Antonio. Autora de la obra teatral La leyenda del olmo, su estreno en el teatro García Berlanga de San Antonio fue suspendido por la pandemia de 2020. En los últimos años ha sido seleccionada para la antología Resurreción Party Day con el relato de terror «Los Ávalos» (2018) de la revista Vaulderie,«James Grey» para la revista digital de ciencia ficción Metahumano (2020), el poema «Ellas que volaron alto» en el poemario Ellas de la editorial Diversidad Literaria (2019).
Sinopsis
Desde hacía unos años, Mencía se acercaba a la vieja estación del ferrocarril para alimentar a una pequeña colonia de gatos. Esa tarde de finales de noviembre, el destino caprichoso le deparaba una sorpresa que cambiaría el rumbo de su vida para siempre.
«La reina de los gatos» obtubo mención especial del jurado del I Premio Misteria.
VIOLENCIA DE GÉNERO, AGRESIONES Y LENGUAJE EXPLÍCITOS
Estaba en plena madurez, pero Mencía seguía teniendo ese brillo en los ojos y en la piel que engañaba a la gente respecto a su edad. Exactamente cuarenta y cuatro años, ni uno más ni uno menos, como le gustaba decir en tono jocoso para añadir después que el secreto era que estaba poco usada y, aunque enseguida se reía de su ocurrencia, sus ojos reflejaban una tristeza enorme. Desde niña deseó encontrar una persona con la que compartir sus rarezas, así lo habían hecho sus padres, pero no nació con suerte. Ni siquiera una pizca. Finales de noviembre no era buena época para ir andando por la calle, y más a última hora de la noche y con la lluvia que parecía no dar descanso. Se le había hecho tarde y, aunque nadie la esperaría en casa, caminaba deprisa para mantener el calor en su cuerpo, sujetando con fuerza las bolsas que bailoteaban a su ritmo. El taconeo de sus botas amarrillo limón se hizo más sonoro en cuanto entró en la estación del tren. —¡Me cago en to! —maldijo entre dientes. De las tres farolas que funcionaban el día anterior solo quedaba una y apenas daba luz. El recinto llevaba abandonado más de un decenio y se había convertido en un gran almacén de maquinaria oxidada y traviesas de madera y hormigón. Desperdigadas sin orden, engullidas en su mayoría lentamente por la madre naturaleza. Se podía decir que el edificio de oficinas era un milagro, se mantenía intacto a pesar de la escasa vigilancia con solo una de las paredes pintada, presumiblemente por un niñato preadolescente gritando su amor por una tal Laura. Otra cosa era la caseta de los peones, lugar de vagabundos, botellón y polvos rápidos y ansiosos. Mencía se dirigió en dirección contraria, a la antigua cantina. Le gustaban mucho los días de lluvia, porque miles de caracoles brillaban pegados a los viejos railes y los olores a tierra húmeda, romero, espliego y hojas podridas de chopo se mezclaban en una aparente armonía con los aceites con los que antiguamente trataban las traviesas de madera. —Creosota —en cuanto lo pronunció se echó a reír. Ya comenzaba a parecerse a los frikis amantes de los trenes que la aturullaban cada vez que la veían. Gatos de diferentes tamaños y colores empezaron a aparecer corriendo por el andén. Una gran colonia de felinos protegidos por la tenacidad de la mujer. Fueron cientos de viajes al ayuntamiento, lidiando con una mezcla de desidia y mala leche del funcionario de turno, y un pequeño convenio con una protectora de la capital. Para ella eran sus niños y para ellos una humana con una voz dulce y manos suaves que les traía comida. A veces se estiraba un poco y traía latas de carne procesada que olían bien y sabían mejor. —Hola Chico —saludó a un enorme gato amarillo anaranjado—, ¿cómo llevas tus heridas de guerra? El animal estaba en lo alto del muro del corral, mirándola fijamente y considerando que ella no representaba la menor amenaza, pero era gato viejo, y uno no llegaba a esa edad por fiarse de cualquiera. Unos meses atrás, la pelea con otro macho por los amores de una preciosa gata negra lo habían dejado casi moribundo. Sus heridas infectadas difícilmente se habrían curado en la calle por sí solas, pero la mujer lo recogió y lo curó, y cuando se encontró del todo restablecido, disfrutó otra vez de la libertad. Esa noche estaba bastante receloso y bufaba a la oscuridad. Había habido muchos humanos por la estación, considerando que muchos era ver más de dos juntos, pero el olor que desprendían esos individuos no era el mismo que el de la mujer. Ella olía a flores, a dulzura, a limpio, en cambio los otros emanaban un hedor a sudor rancio, a oscuridad, maldad. Su instinto le decía que se avecinaban problemas. Él nunca fallaba. Mencía, sin dejar de sonreírle, sacó la llave y abrió la pesada puerta. Todos la siguieron manteniendo la distancia, solo se acercarían a ella cuando sacara la comida de las bolsas. —¡Princesita! —casi gritó al ver a la gata carey tumbada en medio del patio—, mi niña, mi preciosa niña, ¿qué te han hecho? El pecho del felino subía y bajaba con lentitud, con una respiración sibilante y superficial. La lluvia se apiadó de Mencía y le dio las lágrimas que sus ojos se negaban a mostrar. Hacía mucho que cambió los lloros de rabia e impotencia por odio y rencor. Sabía que la muerte de la gata no era natural. Esto era intencionado, no le cabía la menor duda. Siempre era lo mismo. Una no podía nacer diferente. Debía seguir las tradiciones impuestas. De un pueblo, una nunca escapa. —Lo siento. Lo siento mucho —repetía sin cesar acariciando el precioso manto tricolor de la gata—, te he fallado. —Los recuerdos de los años pasados juntas llegaron como una gran ola. Una enorme masa de agua que la ahogaba. El resto de la colonia mantenía una extraña fila a su alrededor, manteniendo un orden de uno inclinado y otro de pie, pero Mencía no estaba para fijarse en ese extraño comportamiento. En cualquier otra circunstancia se habría fascinado ante esa actitud. Le habría parecido ver la pleitesía de una corte hacia su reina. Habría visto a su sucesor de pie ante sus súbditos, porque Chico se mantenía sobre el muro, erguido ante el resto de felinos. Mirando. Vigilando. La mano de Mencía dejó de sentir el corazón de su amiga. Sintió como un extraño rugido ascendía de su garganta. Un sonido que comenzó a subir de intensidad, pasando de un bramido a un alarido largo y salvaje, terminando en unas convulsiones. Si el dolor de la pérdida no fuera tan atroz, se habría dado cuenta de que seguía rodeada por los gatos. De pie, mirándola. Chico ahora estaba delante de ella, muy cerca, con sus hipnóticos ojos amarillos fijos en el cuerpo inerte de su madre. Mencía trató de tranquilizarse respirando fuerte y exhalando lentamente. Dejó de temblar y cogió una mantita para envolver con reverencia a su niña favorita. Agarró la pala y el pico, y pensó que por lo menos llovía y la tierra estaría blanda. —Siempre pensando en lo bueno dentro de lo malo —suspiró. El pequeño cementerio de animales estaba justo detrás del corral de la cantina. Dos esqueletos de rosal formaban la hipotética frontera entre el camposanto y el resto del jardín, pero hacía mucho tiempo que había rebasado ese límite y, con resignación, se dirigió hacia los chopos del final. Trató de recordar dónde estaba la última tumba cavada y enseguida distinguió el pequeño montículo. Primero utilizó el pico y no le costó nada hacer un buen agujero. Con la pala retiró toda la arena que quedó descansando a un lado para luego volver a su punto de origen, pero con un macabro regalo que serviría de abono. Un mechón de pelo mojado le cayó sobre la frente cuando por fin dio la última palada. Suspiró, y volvió a suspirar pensando en que eso era lo único que hacía últimamente, resignada en esa perpetua mala suerte. Tal vez si Mencía no fuera una adicta a la marihuana se habría dado cuenta de que todos los gatos estaban subidos en los chopos y los pinos del jardín. Tal vez si no se hubiese fumado un porro antes de ir a la estación se habría dado cuenta de que no estaba sola en el recinto. Chico los había detectado esa misma tarde, pero el rastro desapareció cuando la lluvia se cansó de esperar en el cielo grisáceo. Eran tres figuras escondidas entre la maraña de traviesas que estaban justo enfrente, separadas por las antiguas vías del tren. Toda esa zona se mantenía en una profunda oscuridad en cuanto el sol desaparecía. Allí esperaban quietos. Cada uno de ellos escondía sus propias razones, pero se habían juntado con un objetivo común. Todo había surgido por un cúmulo de casualidades, que el destino se permitía de vez en cuando juntar para joder al pobre que tuviera las papeletas de esa macabra lotería. Juan Martínez era un fontanero en paro que el divorcio había llevado a vivir con su madre viuda. Llevaba un tiempo fijándose en Mencía y ese mismo sábado había dado el primer paso. El medio gramo de farlopa y la botella de whisky le habían dado la valentía que de normal no poseía. Si ese cóctel no hubiera sido tan peligroso se habría dado cuenta de que la mujer se sentía molesta ante su presencia. La saliva le caía por la comisura de los labios y lo que para él era una gran conversación, la mujer solo distinguía unos balbuceos rápidos e incomprensibles. Lo dejó plantado con un simple «me tengo que ir» y él masculló su orgullo herido hasta la mañana siguiente, en la que entró en casa y discutió con su madre sobre el mal estado en el que llegaba últimamente. Esa mujer no entendía nada, él necesitaba recuperar los años perdidos con una tocacojonessinalma, que era como definía a la arpía de su ex. El jueves por la tarde estaba haciendo su habitual ruta de baretos. A las siete y cuarto entraba al Leitu. Detrás de la barra se contoneaba su mulata favorita. Era preciosa, con esas suaves caderas, que envolvían un enorme culo con el que se pajeaba algunas noches. Su cara era de un color café con leche corto de café envuelto en una melena de rizos oscuros. Toda esa magia que desprendía explotaba como un globo en cuanto abría la boca, porque cuando lo hacía, la cagaba. Hija de una emigrante brasileña, se había criado en un barrio de la periferia valenciana y, aunque llevaba más de cinco años en el pueblo, su habla de extrarradio no pasaba desapercibida. Solo una de las banquetas de la barra se hallaba ocupada. Carlos el Chapas miraba fijamente su teléfono, tecleando de forma furiosa. Cuando Juan dejó caer sus posaderas a su lado, arrojó furioso el móvil. —¡Vieja tarada! —Ey, nene, ¿qué pasa? —dijo Juan agarrando el tercio de cerveza y dio un trago rápido. —La loca de los gatos. ¿No va la payasa y me dice que la maría que le he pasado es mala? —bufó—. Y esa tía ¿qué sabe? Con la sola mención de Mencía, el regusto amargo con el que se despertó el domingo por la noche le subió por la garganta y aunque, en una hipotética vida perfecta solo hubiese pasado a la historia como un simple rechazo, Juan lo veía de otra forma. Juan sentía que esa vieja gorda bollera había herido su masculinidad, o como diría él mismo, le había tocado los cojones. —Mándala a la mierda. No sé qué se piensa esa tía, pero no es más que una vieja tortillera. —Los diez años que su DNI lo marcaban como mayor que ella no importaban. —Ya, tío, pero la tipa es una de mis mejores clientes. —Chasqueó la lengua. —Esa lo que necesita es un buen rabo. —Juan se sorprendió de lo que acababa de decir, pero como a su colega le hizo gracia, no se arrepintió. Cogió las dos nuevas cervezas que la rica mulatona les acababa de abrir, y sintió un cosquilleo entre las piernas cuando no pudo evitar mirarle el culo. Se rascó sin mucho disimulo la incipiente erección y salió detrás del Chapas. En la terraza podrían fumar tranquilamente un peta y hablar de negocios. —¡Ey, nano! ¿Qué pa’ por aquí? Toni Sánchez el Goku paró la bici golpeando la silla de Juan. —Loco… ¿qué haces? —Se apartó—. Macho, estás pirao. —¿Me has traído eso? —El Chapas estaba ansioso—. Espero que no sea la misma mierda de la última vez… si es lo mismo, ya te lo puedes meter por el culo. —No problem… me invitas a una birra y pruebas el material. —Toni tiró en la mesa una pequeña bolsita cerrada con un lazo verde. —Yo también quiero. —El medio pollo da para los dos —antes de tomar asiento llamó a Yurema—, pero las cervezas las pagáis vosotros. Carlos fue el primero que se fue a mear y cuando volvió, Juan ni siquiera esperó cinco minutos para visitar también los aseos. Toni ya había acudido a su cita con la nariz alicatada, y hasta la tercera cerveza no era su costumbre visitar el baño a orinar, o a lo que hiciera falta. —Chapas, sé un buen colega e invítame a un peta —se bebió la primera cerveza de un trago—, llevo todo el día sin fumar. —Aquí tengo lo que me ha devuelto la Mencía. —Se sacó del bolsillo de la chaqueta un paquetillo envuelto en papel de aluminio—. No es de interior, pero está buena. El Goku se quedó en silencio. Seguía sin poder evitar la incomodidad que le producía tener noticias de ella. A pesar de los dos años que habían pasado desde su separación, la seguía queriendo. A su manera, pero la quería. —Perdona, tío… no me acordaba —trató de disculparse divertido Carlos—, sabes que esa es una hija de puta. Vivías encerrado todo el día, agobiao de esa tía que no te entendía. ¡Te había capao!—. Rio sin disimulo—. Con cuarenta tacos y se entera que es bollera. Esa lo que es, una guarra viciosa… jajajajaja. Toni se revolvió nervioso. —Voy a echar una meada—. Siempre era mejor huir que hacer frente. Esa había sido la táctica que siguió con Mencía. Metía la pata y salía por patas. Pedía perdón y ella se comía sus lágrimas, pero todo tiene un final, y llegó más pronto que tarde. Nunca olvidaría el tono de sus palabras cuando le dijo que cogiera sus cosas y saliera de su casa. Le dolió recordar y en la tapa del váter vertió un gramo entero que aspiró en segundos. La mierda se ve más blanca. De nuevo en la terraza y con otro tercio en la mano, se sentó en medio de sus colegas enzarzados en una discusión. —¿Qué pasa? —Sentía la cabeza más despejada que nunca y tenía ganas de bulla. —Juan tiene ganas de darle una lección a la Mencía, y a mí la verdad es que me apetece, tío. ¡Ya está bien coño!, me ha jodido demás —conforme hablaba se iba enfureciendo—, la Sindy y su hermana no me compran por culpa de ella. —¿La Sindy?… ¿y esa quién cojones es? —Va, Toni, no jodas, ¿no sabes quién es la Sindy? —El Chapas se partía de la risa—. La Irene y su hermana, la Paula Costas. —Son las Costas de toda la vida, eso de Sindy te lo has inventao. —¿La Irene no es una sin dientes?… ¡Sindy!… jajajaja… sin dientes. —Carlos se reía sin parar. —¡Va, coño!… vamos al asunto —Juan masculló su rabia por la vuelta al tema—. El sábado pasado la Mencía me rechazó un cubata. Tío, me dio pena verla entre los maricones de sus amigos y fui a invitarla. La pija de mierda ni me miró, y encima se puso a cuchichear con esa mierda de amigos muerdealmohadas que tiene. —A mí me da asco cuando va de sabelotodo —el Chapas no podía olvidar el desplante de ese día y quería desahogarse—, lo de hoy no ha sido nada. El otro día va la pava y me llama, y me dice que quería veinte para la tarde. Yo le digo que en cuanto me duchara y me vistiera, pero va la tía y me dice que no. Solo estaba a la tarde y que me apañara y si no, llamaba a otro. —En este pueblo si no pones a la peña en su sitio, no eres nadie. Esa va pidiendo a gritos una buena hostia. —Juan seguía echando leña al fuego. Notaba por todo su cuerpo un cosquilleo placentero. —Ya, tío, pero es una tía y por menos de na te la lían —el Chapas no podía dejar de mascullar su rabia—, pero un buen susto… —Dejó la frase sin terminar, porque no quería ser él el que diera el primer paso. Era una actitud cobarde, pero estaba convencido de que solo era prudencia. Toni se mantenía alejado en recuerdos. Sus ojos, su boca, su olor. Ese olor que lo volvía loco. Esa piel suave que no se cansaba de acariciar. Cuando acudía a casa muy ciego y no podía dormir, acariciaba su piel desnuda sin apenas tocarla. Las manos las tenía en aquel tiempo callosas de la obra y ella le decía que eran como lijas. Le daba miedo despertar a esa mujer a la que quería con locura, y se maldecía mil veces por ser tan gilipollas. No podía dejarla, era lo único bueno que le había pasado en sus cuarenta años de existencia. Los recuerdos. Los malditos recuerdos acudían golpeando fuerte, y ni el alcohol, ni la farlopa que se había metido ese día, y todos los días que llevaba alejado de Mencía, lograban que desaparecieran los malditos recuerdos. Golpean. Matan. Su orgullo de hombre. Hazmerreír del pueblo entero y, mientras, seguro que ella disfrutaba haciendo la tijera con alguna de sus amiguitas. —¿Tu qué dices? —La pregunta le sorprendió. —¿Qué? —Volvió a la realidad. —Que dice Juan que no estaría mal darle un susto. —El Chapas lo vio inseguro—. ¿De verdad me vas a decir que no tienes ganas de devolvérsela? Esa tía te amargó la existencia. Ahora no me digas que no recuerdas lo mal que estuviste. —Nene, yo quiero más de lo que llevas. —El antiguo fontanero tenía ganas de fiesta. —Esto ya me lo tenéis que pagar. Ya la habéis probado y está muy buena. —De pronto necesitó volver al baño—. Sesenta pavos. —Esperó la pasta antes de sacar el material. Carlos se sorbió ruidosamente la nariz mirando golosamente la bolsa en su mano. —Nano, espera a que venga el Goku y vas tú… no seas ansias. Juan fue el último en servirse el postre y mientras esperaba su cabeza no dejaba de darle vueltas. Se había quedado fija la imagen de asco de Mencía cuando rechazó el vaso que este le ofrecía como un niño deseoso de buscar a un amigo. Siempre había visto a esa mujer inalcanzable, hasta de niña cuando pasaba por la tienda de fontanería de su tío en la que estaba de aprendiz. Un simple hola lograba que su corazón no dejara de palpitar en todo el día. Se había convertido en su amor platónico, pero cuando se lio con el Goku bajó de los cielos y la hizo más terrenal a sus ojos. No podía ser un ángel cuando se dejaba meter la polla por un yonqui. Después vino lo bueno. Dejó a un drogata por una machorra, y aunque no duró mucho, sí dejó marcado a su amigo, que hasta ese momento era una polla andante. Ella supo llevar con dignidad los incesantes líos de faldas de su pareja, pero él no pudo superar el abandono, y menos por otra mujer. Eso dolía hasta el más valiente. —Son las ocho y a las ocho y media como mucho va a la estación a echar de comer a los gatos —Juan necesitaba sacar su rabia—, si vamos ahora le podemos dar un susto. Yurema sirvió tres chupitos de whisky. —¿Y esto? —preguntó Toni cogiendo uno. —Tu tete, que te quiere mucho. —La mulata le guiñó un ojo y dejó la botella en la mesa. Juan sabía que el Goku era famoso por sus ataques de furia cuando se pasaba con el whisky y se iba a aprovechar de eso. De todo esto ya había pasado casi una hora y los hombres seguían esperando, escondidos detrás de las traviesas. El tiempo no había sido desperdiciado. Entre los tres se habían metido dos gramos más de cocaína y la segunda botella estaba a punto de morir. Pensaron en mil planes entre susurros y risas, pero lo bueno vino a los veinte minutos de estar allí. El Chapas afinó su puntería con las luces de la estación. Pudo con dos, pero cuando iba a por la tercera vio a un asqueroso gato cruzando las vías. Lo dio todo en ese tiro y no erró. El gato cayó desplomado entre vítores de sus colegas. Toni reconoció a la gata y no pudo reprimir una arcada. —Chapas, no jodas. ¿Te da asco un gato muerto? —Juan lo cogió por la cola y se lo achuchó a su cazador. —Tírala dentro del corral. Que se la encuentre cuando les eche de comer. —Toni sabía que no había marcha atrás—. Ya sé cómo joderla. Cuando Mencía dejó caer la pala y el pico, se recolocó la capucha. No tenía ganas de retirarse el mechón de la cara. Solo quería fumarse el porro que llevaba en el bolsillo y lo último que deseaba era que se le mojara por el agua que aún caía. Se inclinó para encenderlo, pero un fuerte empujón la hizo caerse sobre la tumba recién cubierta. La sorpresa la paralizó durante unos segundos, pero cuando quiso reaccionar, dos de sus atacantes estaban encima de ella. —¡Me cago en la puta! ¿Cuánta ropa lleva esta tía? —Mencía sintió la mano de su atacante hurgar en su camisa hasta que una punzada helada recorrió su espalda—. Por fin, tío. Sujeta bien. —Su pantalón ajustado resistió el tirón. —Dale la vuelta, ¡gilipollas! —Juan se moría por tocarla. —¿Quieres que nos reconozca? —El Chapas sintió una punzada de miedo. —¡Quítame las manos de encima! —casi gritó cuando reconoció la voz—. Si no me soltáis se os va a caer el pelo. —Dale la vuelta —ordenó el Goku—. Solo queremos darte un aviso —dijo. —Toni, ¿de qué vas? No me puedo creer que me hagas esto. ¿Qué quieres? —Lo miró con un enorme dolor reflejado en los ojos. Nunca llegó a imaginar que él sería capaz de hacerle daño y, sin embargo, allí estaba con sus amiguitos, dispuestos a violarla. De eso estaba segura—. ¿Te molesta que siga respirando?… ¿Qué? —La última pregunta era un reproche lleno de amargura. Juan le soltó una bofetada a Mencía que le dejó ardiendo media cara. El hilillo de sangre que bajó por la barbilla de la mujer le puso cachondo. —Tío, te está faltando al respeto y tú no eres un calzonazos. —Veía a Toni de pie sin participar—. Vamos a castigarla. —La levantó sin apenas esfuerzo. La adrenalina corría por sus venas como el puto circuito de Cheste. —Ya no quiero nada de ti, pero mis amigos están enfadados contigo y tienes que arreglar cuentas con ellos. Ellos verán lo que quieren. —Les dio la espalda para agarrar la botella de whisky y de un trago la remató. Quería tocarla. Quería sentir otra vez su piel aterciopelada. Quería sentirla en sus brazos. Se moría por todo eso, pero luego sabía que tendría que arrojarla a los lobos. Para eso estaban allí. Para que aprendiera la lección. Se resignó a quedarse con sus recuerdos. No le pondría una mano encima, pero tampoco impediría que lo hicieran. —Toni, no me hagas esto… no… ¡por favor! —suplicó Mencía cuando los dos hombres se abalanzaron sobre ella. Mordió, arañó, chilló entre empujones, golpes e insultos. Luchó aferrándose a la vida porque sabía que de allí solo saldría muerta. La mano tapando su boca y nariz, junto con la poca capacidad de sus pulmones por su afición a la marihuana, hicieron el resto y perdió la conciencia. —Tío, yo primero. —Juan no admitió replica. Comenzó como un zumbido que iba subiendo de intensidad, y lo que parecía venir de un solo sitio, pronto fue un sonido que envolvía a los tres hombres. Estaban cercados por cientos de murmullos que pronto fueron alaridos broncos. Se les sumaron bufidos y gruñidos que helaban la sangre. Toni dejó caer la botella cuando alzó la vista al origen de aquello, y lo que vio, simplemente, le pareció imposible. Los gatos poblaban todas las ramas de los árboles, había cientos de todos los tamaños. El Chapas miraba a una gata con una tripa que parecía a punto de explotar. Sin duda estaba preñada, pero le parecía extraordinario que con ese peso hubiera trepado tan alto. —Pero qué coño… —Juan no terminó la frase, porque una zarpa le abrió la boca hasta la oreja izquierda. Su rostro salpicó de sangre a la mujer inerte y al Chapas, que gritó hasta que un gato enorme hizo jirones su garganta manchando de rojo su pelaje blanco. No sintió a la gata preñada arrancarle los ojos. El primer instinto de Toni fue el de proteger a Mencía, pero la mujer estaba rodeada de felinos que bufaban sin parar. Quiso dar un paso atrás, pero su pie no llegó a tocar el suelo y su boca no llegó a emitir sonido alguno. Se vio aplastado por cientos de cuerpos peludos que hurgaron por todo su cuerpo. El dolor era atroz, miles de mordiscos, miles de uñas arrancando y destrozando. El tiempo se dilató hasta que su mente explotó y se hundió en la locura. No pudo comprender que se estaba muriendo. Juan se arrastraba sufriendo un dolor insoportable y emitiendo el sonido de un animal al borde de la asfixia. Su instinto era un semáforo en la cabeza que había pasado del ámbar a un rojo intermitente que le decía que tenía que huir. Las primeras punzadas las sintió en la pantorrilla derecha y, por primera vez en su vida, se arrepintió de no haber hecho más caso a su madre. Con la total desaprobación maternal, el chándal se convirtió en su uniforme desde crío, y la tela fina no protegía. No protegía nada. Varios gatos mordían sus piernas. En un desesperado intento de defensa, se levantó y agarró a uno por el cuello para lanzarlo lejos, pero su brazo no hizo más que el amago. Un gato viejo desorejado y tuerto desgarró la piel hasta el hueso. El felino liberado aterrizó en la entrepierna y buceó a dentelladas. «Ya no se me va a levantar más» fue lo último que pensó su mente enferma antes de sumergirse en la oscuridad de la muerte. Lo primero que sintió Mencía cuando abrió los ojos fue un intenso frío. Estaba helada, empapada. Se encontraba aturdida y desorientada. —¿Estás bien?… ¡Ey! —Sus ojos trataron de enfocar la cara de dónde provenía la voz—. Voy a llamar a la ambulancia. —¡No!… espera… estoy bien. —¿Seguro? El hombre la llevó en brazos a la garita del vigilante de seguridad y la sentó en un sofá desgastado cerca de la estufa. —Tienes que entrar en calor. Estás completamente empapada y no sé cuánto has estado ahí fuera con la lluvia. —¿Qué ha pasado? —Eso mismo te iba a preguntar yo. —Sonrió y mostró una hilera perfecta de dientes blancos—. Estabas inconsciente en las vías. Creo que has resbalado y te has golpeado la cabeza. Tu cara es la peor parada. Mecía se llevó la mano al rostro, pero el hombre se la apartó de inmediato. —No te toques. Ahora te traigo un poco de hielo para la hinchazón. Por cierto, soy Izan, el vigilante de esta vieja estación. —Yo… —Tú eres Mencía, ya lo sé. Te veo todos los días menos los domingos que libro —dijo mientras le tendía una taza de café. Miró a la mujer como si le pareciera increíble hablar con ella. «Es preciosa», pensó como tantas y tantas veces. —Estoy tratando de recordar, pero no… no sé ni cuándo he venido. —Seguía aturdida y desesperada por despejar la neblina en su cabeza. —Tómate el café. Ya verás cómo no tardarás en estar bien. Con el tercer sorbo, Mencía sintió que el calor volvía a su cuerpo. Sintió el dolor palpitante de su cara. Sintió la mirada ansiosa de Izan. Se fijó en sus ojos y le pareció que tenía la mirada más bonita del mundo. Se encogió un poco abrumada y un poco avergonzada mientras su cabeza tatareaba como defensa The Unforgiven de Metallica. Desde hacía unos años, desde que conoció a Ana, supo que su mundo había cambiado. Reconoció ante todos y ante sí misma que ella no se enamoraba de un género, como le habían enseñado desde niña. Ella se enamoró de una persona. Se enamoró de la persona y se sumergió en la profundidad de sus ojos mientras lamía heridas pasadas. Rompió el silencio de los ecos dormidos que arrullaron sus sueños y arruinaron sus deseos. Comprendió que la vida le daba otra oportunidad en forma de hombre. En otra persona con la que compartir y curar las heridas que tanto golpean el alma. Perdonó, pero sabía en lo más profundo que no olvidaría. —¡Nunca! —pensó en voz alta. —Tranquila —dijo Izan con voz suave. Mencía volvió a sumergirse en la profundidad de sus ojos y se dejó llevar. El recuerdo de esa noche se guardó bajo llave en un recóndito agujero en su cabeza. Esperando. Dispuesto a surgir en cualquier momento, pero ese momento quizás nunca surgiría. La vida estaba dispuesta a darle un respiro a Mencía. La estación siguió dormitando el resto de la noche mientras el agua arrastraba cualquier rastro de inmundicia humana. Después de la tormenta llega la calma. Después de la noche siempre llega el día. Después de la oscuridad danza la luz.La reina de los gatos
hola
hola x2
estupendo relato, si señor, genial…..con sensibilidad y elegancia para sumergirnos en ese ambiente ….me ha gustado mucho.