María Loreto Corbi
Liechtenstein, Suiza y España, tres patrias para un solo corazón. Entre viaje y viaje, María Loreto Corbi, recientemente jubilada, dedica su tiempo a pintar y escribir.
Sinopsis
Unas vacaciones en México terminan en pesadilla: tras la mordedura de un murciélago, Marta, una turista española, despierta en la morgue de un hospital en Estados Unidos… y con un hambre atroz. Está convencida de que la han dado por muerta erróneamente y no ve el momento de encontrar un móvil para llamar a Luisa, su pareja. Pero las cosas se complican aún más cuando empiezan a aparecer zombis. Humor y horror a partes iguales.
Un poquito zombi
Me desperté de golpe y me golpeé la cabeza contra algo duro al intentar incorporarme. ¿Dónde estaba? Me cubría solo una sábana ligera y tenía poco espacio para moverme. Sentí pánico y claustrofobia, pero intenté calmarme y recordar cómo había llegado hasta allí. Recordaba el viaje a México, al que mi novia se había empeñado en ir, y recordaba también que en una cueva cerca de la playa me había mordido un bicho, rata o murciélago y, a las pocas horas, me puse tan enferma que tuvo que venir un helicóptero a buscarme para llevarme al hospital. En ese momento me vino a la mente que, estando España demasiado lejos y dada la gravedad de mi estado, me habían llevado a Estados Unidos. El resto era borroso: un hospital, médicos que yo no lograba comprender y mi despertar en esta especie de cajón. ¿Estaría muerta? No lo creía porque tenía mucha hambre y los fantasmas no tienen necesidades físicas.
Esperé y esperé, alternando momentos de desesperación y de esperanza, hasta que se abrió la portezuela que estaba a mis pies y arrastraron mi cama hacia la luz. Olía a comida. Llevaba tanto tiempo sin probar bocado y tenía tanta hambre que, apenas me incorporé y vi un exquisito manjar al lado de mi cama, no pude pedir permiso ni esperar para comerlo. La carne estaba buenísima, fresca y jugosa, pero emitía extraños ruidos cuando yo masticaba. Estaba comiendo con las manos y en el suelo, pero no me importaba, mi buena educación se había evaporado en ese absurdo viaje de aventura.
De repente se abrió la puerta de la habitación, cuyo contenido no había tenido todavía tiempo de analizar, y una voz femenina empezó a gritar «zombi, zooooombi». Yo interrumpí mi comida inmediatamente, había leído muchas novelas de zombis y, sinceramente, la idea de que hubiera alguno en los alrededores me llenaba de pavor. Antes de escapar de la habitación, tuve, sin embargo, la sangre fría necesaria para dar un último mordisquito a la carne que había estado saboreando y armarme con unas tijeras y un bisturí que estaban en una bandeja de aluminio encima de una mesita. Encontré refugio en una especie de cuarto armario que estaba justo al lado de la sala en la que me había despertado y, temblando de miedo, observé por la rendija que dejaba la puerta ligeramente entreabierta lo que sucedía en el pasillo.
No esperé mucho. Pocos minutos después aparecieron unos soldados enfundados en extraños trajes que apenas les permitían moverse. Se quedaron al lado de la puerta de la habitación que yo acababa de abandonar y, mientras discutían en inglés sin que yo pudiera entender casi nada, sucedió algo rarísimo: mi comida salió por la puerta, andando a tropezones y gimiendo de forma muy extraña. Los soldados no lo dudaron un momento y le dispararon a la cabeza haciéndola caer al suelo. Decían la palabra «zombi» señalando su cuerpo y, en ese momento, comprendí que el muerto viviente que había asustado a aquella mujer era mi comida. ¡Me había comido un zombi! La revelación me dejó sin aliento. Pensé en las bacterias que podía tener un cuerpo en putrefacción, quizás incluso salmonela, y me entró el pánico. Después de la infección por el mordisco de aquella especie de murciélago, ahora sufriría otra infección por comer carne de zombi. Sin embargo, me sentía de maravilla. Me tranquilizó recordar que todos los libros y películas del género describían el peligro de ser mordida por un zombi, pero no decían nada de lo que sucedería si tú le mordieras a él. No me pasaría nada.
El alivio que había sentido al pensar que no iba a tener diarrea o algo peor desapareció al comprender que no tenía ropa ni bolso; en aquella especie de hospital me habían robado el pasaporte y el dinero. ¡Estaba en América sin papeles! Como mi pelo oscuro y mi piel morena recordaban a las latinas, pensarían que era una mexicana ilegal y acabaría en la cárcel sin poder demostrar que era de Madrid, ya que no hablaba casi inglés.
Desde mi escondite oía las voces de un montón de gente que se había reunido alrededor del zombi. No entendía casi nada, pero sí que hablaban del «paciente cero» y, después de pocos instantes, comprendí que podía ser yo: cero papeles, cero dinero, cero ropa y encima me había comido a su zombi. Estaba metida en un buen lío. Tenía que lograr hablar con Luisa, ¿dónde estaba? Me había acompañado al hospital, eso lo recordaba bien, pero el resto era un poco confuso. Yo quería volver a nuestra casa, a Madrid. Y empezaba a tener hambre otra vez. Me sentía terriblemente deprimida, pero con la cabeza suficientemente clara para comprender que pronto empezarían a buscarme en serio y mi escondite no me protegería.
Cada vez había más gente en el pasillo, por lo que salir de mi armario resultaba imposible. Separé el carrito con escobas en un absurdo intento de esconderme detrás de él y vi que la suerte no me había abandonado completamente: había una especie de puerta que se abría con facilidad, tenía en su interior un hueco grande y redondeado que probablemente en sus tiempos había estado ocupado por un calentador de agua o un autoclave para desinfectar instrumentos. Me introduje en él sin perder tiempo, arrastrando el carrito de limpieza de forma que quedara delante de mi refugio. Naturalmente, una inspección acurada me delataría, pero estaba segura de que, desde la puerta, nadie podría imaginar la existencia de ese espacio, ni pensar que alguien se pudiera esconder en un lugar tan pequeño.
La puerta se abrió y yo me quedé inmóvil esperando que me descubrieran, me pusieran unas esposas y me llevaran detenida, pero no me vieron. Cerraron la puerta de nuevo y yo respiré aliviada; tenía un momento de tregua, pero antes o después tendría que salir de mi escondite. Al menos para comer, empezaba a tener hambre otra vez. Debía de ser que mi cuerpo necesitaba recuperarse de la enfermedad y sentía anhelo de nutrientes.
Durante un par de horas, se oyeron voces y pasos precipitados. Dos veces abrieron la puerta de mi escondite para inspeccionar el armario y dos veces la cerraron sin verme. Los policías en América no eran muy precisos, pero olían como la carne a la parrilla que tanto nos gustaba a Luisa y a mí. Eso me asombraba, en América parecía que todo olía a comida apetitosa. Empezaba a comprender por qué había tantos obesos en ese país, pero yo no estaba dispuesta a serlo: cuando tu pareja tiene el físico de una modelo profesional no puedes permitirte un trasero desproporcionado, aunque tú seas rica.
Con el pasar de las horas, fueron desapareciendo las pisadas y las voces y, al final, llegó la calma al pasillo donde se encontraba mi armario. Esperé todavía un poco y me atreví a salir despacito, intentando no hacer ruido. Tenía que evitar, por supuesto, que me vieran los soldados, pero lo que realmente temía era que los zombis me comieran viva: no podría defenderme con mis pobres armas. Reflexioné un momento y decidí que, si me atacaba un muerto viviente, intentaría clavarle el bisturí en un ojo para destruir su cerebro. Gracias a los extraños gustos de mi novia, había visto varias películas del género y era casi una experta en la materia.
El pasillo estaba tranquilo y, por suerte, había un gigantesco paquete de comida en la puerta de la habitación donde me había despertado, al lado de la ventana. La abertura superior de esa especie de tetrabrik me daba la espalda y me acerqué despacito, para que ni zombis ni soldados pudieran oírme, y con el bisturí abrí el paquete con gran rapidez. Mi alimento cayó al suelo soltando sangre y eso me alegró, porque demostraba que era carne fresca y no pasada. Esta vez yo tenía cubiertos y hubiera podido comer de forma más elegante, pero me faltaba el tenedor y tenía demasiada hambre para guardar las formas, de modo que comí con las manos, desgarrando la tierna carne con los dientes. Tuve que reconocer que estaba riquísimo y que en América se comía mucho mejor de lo que pensaba, pero temí que mi filete estuviera de alguna forma genéticamente modificado, como sucede con muchos vegetales, porque en España la comida no se mueve ni se queja. No comí a saciedad porque, de repente, apenas se quedó quieto, cambió el sabor de la carne y empezó a darme asco: además de moverse, la carne en América se pasaba demasiado deprisa. A mí estas manías modernas de los americanos de modificar la naturaleza no me gustaban demasiado, pero tenía que adaptarme a la comida local.
Empecé a caminar por el pasillo vacío buscando las escaleras. Yo no soy valiente, lo tengo que reconocer, y por ello caminaba con el bisturí en una mano, las tijeras en la otra, el estómago medio vacío y temblando de miedo. Al pasar delante de los lavabos decidí lavarme la cara y las manos porque sabía que me había manchado al comer, como me pasaba siempre con las hamburguesas. La imagen que me devolvió el espejo me asustó: pálida, con los ojos enrojecidos y sucísima. Me di cuenta también de que iba desnuda y mi cuerpo tenía bastante mal aspecto, sobre todo las piernas, que estaban azuladas y llenas de manchas oscuras. Estaba horrible. Me lavé como pude y, sin perder más tiempo, volví sobre mis pasos para entrar en todas las habitaciones que se abrían al pasillo y buscar algo que ponerme, aunque no fuera bonito. De nuevo tuve suerte, en una especie de almacén de artículos sanitarios había un montón de esos camisones que te ponen en el hospital, abiertos por detrás para que vayas con el culo al aire. Me sentaría como un tiro, ya que el verde no era mi color, pero podría pasar por una paciente. La verdad es que, desde hacía más de veinte años, yo solo me vestía de amarillo, era mi sello característico, lo mismo que Luisa solo vestía de blanco, pero llevaba el pelo de un rubio amarillento para ir conjuntada con el color de mi ropa. Mientras me probaba la bata, que, efectivamente, desentonaba con el tono de mi piel, oí ruidos de pasos en el pasillo. Me asomé por la puerta y vi que alguien o algo había sobrepasado mi puerta y se alejaba en dirección a las escaleras. Iba muy sucio y caminaba muy raro. Se parecía mucho al paquete de comida, pero olía a muerto. Me pregunté si era un zombi, porque su forma de moverse me recordaba a mi primer filete, el que luego había resultado ser un muerto viviente. Esperé a que doblara la esquina y llegara a la zona de los ascensores antes de salir de la habitación en la que había encontrado la bata. Cogí de paso unas muletas para completar mi disfraz de paciente de pago del hospital y para defenderme mejor de muertos y vivos. De repente, oí gritos y disparos y comprendí que me había salvado de milagro: efectivamente, el ser que había pasado por delante del almacén era un zombi, pero por suerte no me había visto y había encontrado otra víctima a quien morder. Se hizo el silencio, lo que probablemente significaba que había perdido el soldado.
Cuando comprendí que el revuelo causado por el zombi me ayudaría a escapar del hospital, salí corriendo hacia las escaleras. El muerto estaba inclinado sobre algo que olía a comida y, si no hubiera tenido tanto miedo a que quisiera comerme a mí también, le habría robado un bocadito, pero no me atreví. Tenía que pasar a su lado de todas formas si quería bajar sin usar los ascensores y, al verlo tan cerca, se me heló el corazón: el paquete de comida tan rico que había comido anteriormente en el pasillo había sido en realidad una chica soldado, y ahora era una chica zombi. ¿Cómo había podido confundir un soldado con un tetrabrik? ¿Sería una forma de Alzheimer precoz? Esta historia era una pesadilla y yo empezaba a estar harta. Comprendí igualmente que las películas y novelas de zombis estaban muy equivocadas. En todas ellas, si un zombi te mordía, te transformabas tú también en zombi, pero la verdad era muy distinta: si, por error, una persona normal como era yo se comía a alguien, este se transformaba en zombi por algún extraño motivo. Al menos en Estados Unidos. No tuve tiempo para analizar el fenómeno zombi, en parte porque la chica muerta levantó la cabeza y me miró con cara hambrienta, o al menos eso me pareció, pero sobre todo porque se oían pasos que llegaban por el lado opuesto del pasillo. Me precipité por las escaleras para buscar la salida del hospital.
No había bajado ni un piso cuando me tropecé con unos soldados que, en plan película americana, subían haciéndose gestos con las manos. Yo puse cara de histérica y, con un estupendo acento yanqui, susurré «zombis», señalando hacia el piso de arriba. Me miraron con sospecha, preguntándome algo que no entendí. Supuse que me preguntaban el motivo por el cual estaba allí y si había visto algo raro. Yo seguí fingiendo, sin gran esfuerzo porque estaba aterrorizada realmente, en estado de shock, y ellos, después de medio desnudarme para ver si tenía señales de mordiscos, me dejaron seguir bajando. Di gracias a Dios porque la herida que me hicieron los dientes del bicho mexicano ya parecía vieja.
Había soldados por toda la escalera, pero me dejaron llegar al vestíbulo sin grandes explicaciones, ya que lo único que les interesaba era ver mi cuerpo intacto. La zona de la recepción parecía un campo de batalla: estaban evacuando el hospital. El olor a alimentos frescos era tan fuerte que me estaba entrando un apetito increíble y tenía que hacer esfuerzos sobrehumanos para no dar un mordisquito a tanto manjar. Yo no sabía dónde ir y caminé con mis muletas hacia donde debería estar la puerta, buscando con los ojos un teléfono para llamar a Luisa y decirle que viniera a buscarme. De repente se me acercó una señora con bata blanca y aires de médico. Me miró las piernas y me tocó el brazo:
—¡Pero si estás helada! Y el tono de la piel de tus piernas no me gusta nada… Ven, tengo que auscultarte el corazón.
Lo había dicho en español, lo que me confirmó que yo tenía pinta de latina. No me dio tiempo a reaccionar porque, sujetándome con fuerza por el codo, me arrastró hacia uno de los muchos cuartitos que rodeaban la parte central, que consistía en un enorme mostrador con ordenadores y todo tipo de papeles. Cerró la puerta y corrió la cortina que daba intimidad a aquella habitación con la pared de cristal. Yo me desprendí de la bata de hospital, contenta de la ausencia de botones engorrosos. La doctora se giró para coger un papel donde anotar mis constantes vitales y yo… no pude contenerme y perdí por un momento el control: olía a filete de cordero con cebolla frita. No sé bien lo que pasó, pero, pocos minutos después, me encontré sentada en el suelo rebañando un delicioso riñón. No duró mucho el placer, ya os he dicho que la carne americana se estropeaba muy rápido, pero al menos había saciado el hambre que me impedía razonar. Me lavé en el lavabo con bastante facilidad, ya que me había quedado desnuda antes de sentarme a comer. Después quise poner un poco de orden en el desastre que había hecho en la habitación, pero comprendí que era imposible: la mujer estaba tan jugosa que había salpicado sangre hasta en las paredes y ella misma estaba demasiado sucia para poderla adecentar. Eché unas sábanas encima de la señora y, después de quitarle el móvil que llevaba en el bolsillo de la bata, me vestí y salí al pasillo logrando confundirme con la masa de enfermos que protestaban, se quejaban o permanecían inmóviles esperando su turno en la ambulancia.
Salí a la calle sin que nadie me preguntara nada y me escondí detrás de un árbol para llamar a mi amor. Le iba a dar una sorpresa…
—¿Marta? No puede ser… tú estás muerta —contestó. Se puso a llorar desconsoladamente.
Pobrecita, pensé yo, seguro que había sufrido muchísimo al creerme muerta.
—Se habían equivocado, Luisa, estaba solo catatónica. Ya sabes, esa enfermedad que pareces muerto, pero no lo estás. Ven a buscarme al hospital donde me has abandonado —dije yo haciéndome la mártir, pero sin mencionar mis aventuras con los zombis para no asustarla.
Luisa lloraba y reía, feliz con mi resurrección; nos queremos mucho y, además, juntas somos famosas y disfrutamos de una vida de lujo envidiable.
Después de pedirle que me trajera algo de ropa, colgamos y me puse a esperar a que viniera a buscarme. De vez en cuando se acercaba alguna enfermera para preguntarme por qué estaba allí fuera, pero como por suerte la mayoría hablaban español, podía explicar sin problemas que estaba esperando a mi hermana porque me sentía bien y quería volver a mi casa. No quise decir que Luisa era mi pareja, ya que los americanos son muy puritanos y era mejor no llamar la atención: pronto descubrirían a la doctora, tan sabrosa, por cierto, y empezarían a buscar al responsable. No recordarían a una latina que se había ido con su hermana, pero sí a una española lesbiana.
Durante la media hora que tardó en llegar mi novia, empecé a reflexionar sobre todo lo sucedido. Me preocupaba la necesidad de comerme a la gente. ¿Sería yo también una zombi? Lo rechacé inmediatamente: los zombis eran lentos, tontos, gemían en vez de hablar y caminaban con dificultad. Yo no iba a ganar un premio Nobel, pero mi cerebro funcionaba perfectamente. Comprendí que mi problema era un trastorno de la alimentación, una bulimia con necesidad de alimentos extraños. No era algo tan raro, me sonaba haberlo leído en algún sitio; había gente que incluso comía excrementos, algo mucho más asqueroso que la deliciosa carne de una persona.
Luisa llegó en un taxi y el taxista, por suerte mexicano, me miró con recelo. Había soldados por todas partes, también a la entrada del hospital, y llevaban máscaras para respirar. Yo le dije que había habido un atentado terrorista y buscaban una bomba. Le cambió la cara y no tuvo más dudas sobre mi estado de salud. Nos llevó al hotel conduciendo como un loco y, durante el trayecto, aproveché para ponerme un vestido encima del camisón del hospital porque Luisa, naturalmente, había cogido el hotel más elegante de la ciudad y yo no podía entrar vestida de verde y encima con el trasero al aire.
No hablamos en el taxi ni en el ascensor, pero, al entrar en la habitación, Luisa se derrumbó y, abrazándome con fuerza, empezó a llorar, llenándome de mocos. Olía a crema pastelera y eso me recordó que no había tomado el postre, pero, por muy bulímica que estuviera, comerme a mi pareja era algo absolutamente impensable.
—Haz la maleta, tenemos que irnos inmediatamente. —Mi tono era demasiado tajante para que mi novia pudiera protestar.
Di una ojeada a la lujosa suite y vi que nuestro equipaje seguía sin deshacer. Luisa llevaba la misma ropa del viaje y no parecía haberse maquillado, pero al menos me había comprado una urna funeraria. El detalle me habría emocionado si no fuera por el color: no era amarilla, sino negra. ¿Cómo se le había ocurrido usar algo negro para mis cenizas? Cogí el recipiente dispuesta a estrellarlo contra el suelo, pero Luisa se disculpó con una voz tan triste que se me pasó el enfado:
—Creía que estabas muerta, se justificó hipando. No había urnas amarillas y no podía esperar a que me hicieran una de encargo. Quería volver a casa.
No quería enfadarme, pero la idea de llegar a Madrid y que la gente me viera metida en algo negro me revolvía el estómago, hambriento de nuevo. Sin embargo, no había tiempo para discusiones, teníamos que huir del país y volver a casa. No podía permitirme un escándalo en España, éramos la pareja de moda. Ricas y excéntricas, salíamos a menudo en las revistas del corazón. Me gustaba ser reconocida por la calle, adulada por los modistos que creaban ropa amarilla solo para mí, tanto en invierno como en verano, y me encantaba ser la invitada de honor en todas las fiestas importantes.
Llamé por teléfono a mi eficiente secretaria. El aeropuerto más cercano era El Paso y quería un avión privado esperándome allí al cabo de tres horas. Luisa no hablaba casi inglés y lo poquito que chapurreaba era ininteligible, por lo que en el hotel no sabrían nada de mi existencia: ella había llegado sola y a mí no me había visto nadie, ya que la recepción estaba llena de turistas cuando entramos. El taxista era un problema, pero le pediría que nos llevara al aeropuerto ofreciéndole el doble de la tarifa normal y, antes de llegar… bueno, yo tenía que merendar antes de subirme a un avión para un viaje tan largo. Se me estaba ocurriendo una idea y cogí la urna diciéndole a Luisa que me la llevaba de recuerdo. Me miró con cara de asombro, pero la pobre estaba completamente perdida con todo lo que había sucedido.
El taxista aceptó encantado y yo le dije que, poco antes de llegar al aeropuerto, tendría que parar un momento en medio del campo para que yo pudiera echar las cenizas de mi pobre madre texana que, antes de morir, había expresado el deseo de descansar en las amplias praderas de su patria. Se conmovió, era un hombre tierno. Esperé que lo fuera de verdad, porque parecía un poco fibroso.
Yo no quería, naturalmente, que Luisa supiera nada de mi extraña enfermedad, por lo que cuando paramos en una de esas carreteras desiertas, en medio de la nada, que se ven en las películas americanas, le dije que se quedara dentro del taxi y no se moviera. Al taxista le expliqué que Luisa y mi madre se habían llevado muy mal y que prefería que un desconocido me acompañara mientras devolvía a la tierra sus cenizas a que lo hiciera una persona que la había odiado. No voy a extenderme mucho en esta parte del relato: nos alejamos lo suficiente para meternos entre unos árboles y merendé. Estaba un poco sucio, sabía a tabaco y estaba lleno de pelos, no me gustaba nada, pero cuando hay hambre no se puede ser demasiado escrupulosa. Comprendí, sin embargo, que a mí solo me gustaban las mujeres, en la cama y en el plato. Cuando se quedó quieto y perdió su sabor, saqué una camiseta limpia de la urna y unas toallitas húmedas y eliminé de mi persona los restos del festín.
Luisa, extrañada, me preguntó dónde estaba el taxista. Ni siquiera notó que me había cambiado de ropa. Le contesté que le había dado un golpe en la cabeza para atontarlo y que nos íbamos con el taxi; lo dejaríamos en el aeropuerto con suficiente dinero para compensar el paseo que tendría que dar al despertarse.
—Un chichón, un montón de dólares y una buena historia para contar a sus nietos. No te preocupes por él.
Luisa no dijo nada. Creo que no salía del estado de shock provocado por mi muerte y posterior resurrección.
Llegamos al aeropuerto y encontramos nuestro avión esperándonos y listo para despegar. Era la ventaja de tener dinero. Yo respiré aliviada, pasarían varios días hasta que averiguaran mi nombre y encontraran el taxi o al taxista que, probablemente, se habría convertido en zombi según la moda en aquel extraño país. Como no habíamos cogido un vuelo regular, les costaría mucho encontrar la pista de aquella española ingresada por el mordisco de un bicho mexicano.
Llegamos a Madrid agotadas pero sin problemas. Yo tenía un color y un olor un poco raros, pero nada que un buen maquillaje y desodorante no pudieran solucionar. Estaba deseando salir y ver a nuestros amigos, pero eso tendría que esperar: todos creían que estábamos en México y, por el momento, prefería que siguieran pensándolo. Luisa se fue a su habitación a descansar del viaje. Estaba muy pálida y yo empecé a temer que hubiera cogido ella también alguna cosa rara en México o en Estados Unidos. Decidí que, si no mejoraba, al día siguiente la llevaría al médico. Yo había estado reflexionando durante las largas horas del vuelo, no podía consultar mi trastorno alimenticio con un especialista en nutrición si no quería acabar en un manicomio criminal o algo parecido, pero, con un poco de suerte, unas píldoras de hierro, cuya carencia podría explicar mi extraño apetito, y unas sesiones de acupuntura conseguirían añadir un poco de hidratos de carbono a mi nueva dieta. No me volvería vegana, eso lo tenía claro, pero sería mucho más cómodo si pudiera alternar las personas con unas patatas o un poco de arroz. El tratamiento no tuvo mucho éxito, ya que diez días más tarde me había comido a tres personas sin verdura ni nada para acompañarlas.
En el recibidor, al lado del correo por abrir, había un sobre cerrado de la vecina de abajo. Lo abrí sabiendo que sería una reclamación, pero no me esperaba lo que leí: me comunicaba, sin ninguna amabilidad, que nuestra asistenta había dado una fiesta aprovechando nuestra ausencia. Furiosa, bajé inmediatamente a hablar con ella. Me abrió la puerta al instante, gordita, perfumada de panceta y vestida demasiado ligera para la época del año. Vivía sola y no parecía tener amigas, pero llevaba siempre vestidos provocadores y yo sospechaba que tenía debilidad por Luisa, aunque criticaba siempre nuestra pareja. No quiero buscar excusas, puesto que había comido un taxista entero el día anterior, pero lo que empezó con un mordisquito terminó cuando dejó de moverse y cambió el sabor. Sabor que, por cierto, me decepcionó y empecé a temer que la comida española no estuviese a la altura de la americana, probablemente, a causa de la obsesión por comer sano de la sociedad española en comparación con la dieta llena de grasa de los americanos. Me lavé en su lavabo y volví a mi casa; después de comer me gusta echar un sueñecito.
Pasaron unos días sin noticias de las autoridades americanas. En la televisión habían mencionado una epidemia de un virus extraño en una pequeña ciudad cerca de la frontera con México, pero sin dar detalles. Todo había vuelto a su cauce con la única diferencia de que yo estaba mucho más delgada y me estaban retocando el guardarropa. Luisa, por el contrario, estaba pasando un mal momento, tomaba antidepresivos y le había dado por comer, había engordado un poco y estaba muy apetitosa. Me gustaba el nuevo look de nuestra pareja: ella siempre había sido la guapa y yo, veintitrés años mayor, la excéntrica, pero ahora mi aspecto pálido y decadente me encantaba. Sin embargo, todavía no habíamos empezado a dejarnos ver en fiestas, en parte porque Luisa estaba muy desganada y en parte porque yo tenía demasiada hambre para poderme controlar.
Sabiendo lo mucho que nos gusta a los españoles imitar a los americanos, decidí bajar a ver si la vecina se había convertido también en zombi. Armada con un enorme cuchillo y un palo de golf de Luisa ―que se había empeñado en aprender a jugar, pero lo había dejado en seguida―, abrí la puerta que había dejado sin echar la llave. Iba preparada para un ataque y, por tanto, muy asustada, pero la vecina, que estaba ya de pie y soltando gruñiditos, me ignoró. Me extrañó su indiferencia hasta que vi que se había comido a su asistenta, así que no tenía hambre. Me dio un poco de envidia porque la asistenta tenía unas carnes apretadas que daba gusto verla, pero me alivió enormemente comprobar que la «zombichacha», que no había tenido todavía ocasión de comer, tampoco me atacaba; estaba claro que comerme a la gente actuaba de algún modo como vacuna antizombi. Me alegré de mi inmunidad porque, antes o después, tendría que hacer algo con esas dos muertas vivientes. De momento, cogí el móvil de la asistenta, encontré el número de su hijo y le mandé un wasap diciendo: «Me voy de viaje con la señora, no te preocupes, ya te diré dónde estoy cuando lleguemos». No sabía si era el estilo de la buena mujer, pero me daría una pequeña tregua.
Como, en el fondo, da igual tener dos zombis que eliminar o tres, me comí a nuestra otra asistenta, aprovechando que Luisa había ido a sus sesiones con el psicólogo. Me daba lástima perder tan buena cocinera, pero ya no me podía fiar de ella. Lo que más me costó no fue arrastrar el cadáver hasta el piso de abajo, ya que mi dieta altamente proteica me había puesto muy en forma y lo logré sin destrozarme completamente la espalda, sino limpiar sin ayuda la sangre del comedor. Ahora que estábamos sin servicio, tendría que aprender a comer sin manchar tanto.
Mis preocupaciones por encontrar comida y esconder muertos vivientes se agudizaron al empezar a llegar noticias de alarma zombi en México, Panamá y Texas. Empezaban a cerrar fronteras para aislar a los zombis y yo tenía cuatro en el piso de abajo: me había comido también al fontanero cuando vino a cambiar la tapa del inodoro que hacía seis semanas habíamos encargado. Si hubiera sido más responsable y hubiera venido cuando se rompió, ahora no sería un zombi. La cosa tenía su moraleja, pero no fue exactamente mi plato favorito, tenía muchos pelos y sabía a pollo viejo.
La alarma zombi había puesto de moda las viejas películas del género y yo me vi las seis temporadas de The Walking Dead de golpe para intentar buscar una solución a mis problemas. Ya las conocía y no aprendí nada nuevo, pero al final tenía muy claro que, aunque los zombis no eran peores que los seres vivos, había que matarlos para contener la epidemia y la forma de hacerlo era, como yo ya sabía, destrozándoles el cerebro. Era mi responsabilidad ir matando los zombis que yo misma producía, algo así como «quien rompe, paga». Me hubiera gustado tener una pistola, pero no sabía dónde comprarla, de modo que me quedaba solo la opción de un arma blanca. Descubrí en la cocina un cuchillo en forma de hacha pequeña que podría servir y, vistiendo un impermeable y calzada con botas de agua para no mancharme, bajé para realizar la terrible tarea que me correspondía. No tuve que hacer nada: la puerta estaba abierta y mis zombis habían desaparecido. Alguien debió de ir a ver qué pasaba con mi vecina y, al estar la puerta sin llave, pudo entrar en el piso donde esperaban cuatro zombis hambrientos. Ya decía mi madre que la curiosidad mató al gato.
Subí a nuestro piso y le dije a Luisa que hiciera las maletas, sin darle explicaciones, pero en un tono tan agresivo que no se atrevió a desobedecer. Nos iríamos a la finca que habíamos comprado en secreto dos años atrás. Estaba a pocos kilómetros de Madrid y ahora pertenecía a una sociedad de Panamá, por lo que era imposible saber que éramos nosotras sus verdaderas propietarias. No íbamos casi nunca, puesto que Luisa y yo no somos muy de campo, pero la habíamos comprado como inversión y para poder escondernos de la prensa después de hacernos las dos unos retoquitos en la cara y en el cuerpo. Ahora sería nuestra salvación.
Han pasado varios meses y seguimos en la finca. La epidemia zombi llegó a Madrid y el ejército lucha por controlarla. Otros países tienen el mismo problema y, por ello, casi todos los aeropuertos están cerrados y es imposible viajar. Nosotras estamos a salvo: yo porque soy inmune y Luisa… porque me la comí una semana después de mudarnos y ahora también es un poco zombi. La echo de menos, pero tampoco es como si la hubiera matado, ya que sigue aquí a mi lado. Le faltan algunos órganos, pero sigue estando guapa y, además, ha dejado de criticar todas mis iniciativas. Como Madrid se ha vuelto peligroso por la epidemia y la gente está muy asustada, cada semana invito a alguno de nuestros antiguos amigos a venir a visitarnos a la finca para que puedan pasar unos días tranquilos. Les pongo como única condición que no lo digan a nadie y, sobre todo, que vengan de uno en uno.
Madre mía… en la gloria bendita se ha quedado quien lo haya escrito jajaja. Que estrés leyéndolo por favor y diosss se me han revuelto las tripas a más no poder y al final me he tenido que reír, no quiero hacer spoiler para quien no lo haya leído pero por favor que se ha ……a su……. No puedo con la vida jajajaja. Enhorabuena.
Jajaja es genial. Me reí mucho y me encantó el enfoque que le dio la autora a la historia. Muy original, y muy típico del ser humano, no?. La culpa siempre la tiene el resto, nosotros nunca somos el problema. Abrazo!